¿Por qué la Filosofía y la Ética?
Por Carlos Fernández Liria
Fuentes: Cuarto Poder
Tenemos ahora la posibilidad de restituir a las asignaturas
de Filosofía del bachillerato y a la de Ética de 4º de la ESO lo que el
ministro Wert, el peor ministro de educación de la historia de la democracia,
les arrebató hace ya tantos años. Es una cuenta pendiente que ya había sido
objeto de un pacto muy aplaudido y del que la ministra Isabel Celaá se ha
descolgado ahora inexplicablemente. La única esperanza es que el PSOE recapacite
y decida cumplir con lo pactado cuando la cosa se presente en el Senado.
Puede que el problema sea que no siempre se entiende bien el
sentido de tales asignaturas. Su importancia se centra en el hecho de que la
arquitectura misma de la sociedad en la que habitamos tan orgullosamente bajo
la forma de un orden constitucional y de una democracia parlamentaria, fue
concebida por filósofos y sólo se puede entender de verdad desde la filosofía.
Se dice muy a menudo, en defensa de las asignaturas de la Filosofía, que hay
que potenciar el sentido crítico de nuestros alumnos, y eso, siendo verdad,
suena un poco voluntarista y buenrollista. Pero es que la cosa es aún más
grave: sin filosofía la ciudadanía se queda ciega, sin filosofía, deja de
entender la razón profunda de nuestras instituciones democráticas y corre el
riesgo, así, de dejar de valorarlas. No hay de verdad ciudadanía más que cuando
el pueblo se sostiene en un horizonte de viejos dilemas que se plantearon,
desde el principio, en la historia de la filosofía. Si llegamos a perder de
vista ese horizonte, el sentido de nuestras instituciones políticas se apagará,
y entonces, todo pasará a venderse y comprarse en el mercado, desde la
enseñanza a la justicia, desde los diagnósticos médicos a las sentencias judiciales,
la protección ciudadana o la presunción de inocencia, quién sabe si un día
también los sufragios o los pasaportes: los derechos humanos mismos serán
entonces consumidos mercantilmente.
Cuando Platón nos habla de los delitos más graves que se pueden
cometer contra la ciudad, menciona, especialmente dos que merecen la pena
capital. En primer lugar, la profanación de los templos. El segundo de ellos es
especialmente interesante para nosotros: “Quien esclavice a las leyes,
entregándolas al poder de los hombres, debe ser considerado el enemigo más
peligroso de la ciudad”. Quien “se ponga en el lugar de leyes”, sometiendo la
ciudad a su voluntad o a la de una “camarilla”, quien pretenda que su palabra
sea ella misma la ley, debe ser condenado, nos dice, a la pena de muerte. La
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, recogió esta
idea platónica de forma prácticamente literal: “Que todo individuo que usurpe
la soberanía sea de inmediato muerto a manos de los hombres libres”. En verdad,
el impulso platónico se materializa en el lema jacobino por antonomasia, que,
por otra parte, es la esencia misma de lo que llamamos “imperio de la ley” o
“estado de derecho”: “Que no gobiernen los hombres, que gobiernen las leyes”.
En efecto, decimos que una sociedad está en “estado de derecho” (o bajo “el
imperio de la ley”) cuando no hay nadie que pueda pretender estar por encima de
la ley. Alguien que, como dice Platón, “esclaviza las leyes” o “las somete al
poder de los hombres” lo que está haciendo es lo que hoy llamaríamos “dar un
golpe de Estado”, usurpar el lugar de la soberanía y ponerse a él o a una
pandilla de la misma calaña, en su lugar.
Cosas de filósofos que nos han terminado afectando muy
profundamente, y sin las cuales, dejamos de entender cuál es la meta política
más irrenunciable: una república en la que los que obedecen la ley son al mismo
tiempo colegisladores, de modo que obedeciendo la ley no se obedecen más que a
sí mismos y son, así pues, libres. Por ejemplo, pensemos en un tema de mucha
actualidad (no dejó de plantearse respecto al tema de Cataluña). No ya una
mayoría, ni siquiera el pueblo en su conjunto tendría derecho a ocupar el lugar
de la ley. Es obvio que si el pueblo en su conjunto decidiera algo contrario a
la ley (como por ejemplo, un linchamiento), cada uno de los ciudadanos que
partiparan en ello tendrían que ser acusados de un crimen. Pero la cosa es más
grave aún: si el pueblo argumentara entonces que “él es la ley” y que, por lo
tanto, puede obedecerla o no según convenga a sus caprichos, ya no se trataría
de un mero crimen, sino de algo mucho más grave, de algo así como un golpe de
Estado fascista, una usurpación, en todo caso, del lugar de la soberanía por
una masa ilegal.
En efecto, el pueblo tiene perfecto derecho a cambiar las
leyes, pero tiene que hacerlo con arreglo a la legalidad. Las leyes hay que
cambiarlas “legalmente”, lo que no es más que un reconocimiento de que, como
quería Platón, las leyes queden siempre “más allá de los hombres”, sin que
estos puedan “esclavizarlas” y “someterlas a su poder” (respecto al asunto
catalán ya discutí el problema en otro artículo, hace ya tiempo).
Y, sin embargo, en una república democrática, es el pueblo
quien hace las leyes, normalmente a través de sus representantes parlamentarios.
¿Cómo se logra entonces que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si
son los hombres (en el sentido neutro, claro, de hombres y mujeres),
inevitablemente, quienes tienen que hacer las leyes? A no ser que vivamos en
una dictadura teocrática, en la que se suponga que Dios mismo es el soberano,
son los seres humanos, y nada más que los seres humanos quienes tienen que
dictar las leyes. Y sin embargo, para que esas leyes sean leyes (y no las
órdenes de un tirano o de una camarilla de tiranos) tienen que quedar siempre
por encima de ellos, por encima incluso de la totalidad del pueblo (y no
digamos ya de la mayoría).
¿Cómo se logra entonces? ¿Qué significa entonces esta
aparentemente paradójica pretensión platónica que pone a las leyes por encima
de los hombres, al mismo tiempo que reconoce que son ellos quienes las hacen y
promulgan? ¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros y nuestra realidad
política? Esa paradoja nos atraviesa de parte a parte en nuestra condición de
ciudadanos. De hecho, así se definió la ciudadanía desde el corazón mismo del
pensamiento de la Ilustración. Ciudadano es el que obedeciendo la ley es libre.
Naturalmente para eso hace falta que, como hemos dicho, el ciudadano haya sido
colegislador de la ley a la que obedece, de tal forma que al obedecerla no está
haciendo otra cosa que obedecerse a sí mismo, es decir, realizando su libertad.
¿Y cómo hay que plasmar políticamente esta paradoja, en qué consiste
realizarla, convertirla en realidad?
Son muchas preguntas. Y son preguntas importantes, que
afectan a la comprensión que, como ciudadanos debemos tener de lo que es
nuestro hogar político, nuestro edificio jurídico, nuestro patriotismo
constitucional. Esto no se resuelve aprendiendo unas “destrezas” o unas
“habilidades o competencias” para moverte en el mercado laboral y saber hacer
entrevistas de trabajo y negociar con las empresas. Una cosa es formar
técnicos, profesionales y emprendedores y otra muy distinta formar ciudadanos
que entiendan en qué sentido son sujetos de derechos y colegisladores activos
de las leyes que tendrán que obedecer. Para esto último hace falta responder a
muchas preguntas difíciles. O, por lo menos, hace falta habértelas planteado
alguna vez.
¿Alguien me puede decir en qué asignaturas podrían
planteárselas los alumnos de secundaria y bachillerato si no es, precisamente,
en las asignaturas de Ética, Filosofía e Historia de la Filosofía? Cuando el
ministro Wert decidió convertir la Ética y la Historia de la Filosofía en
asignaturas optativas, estaba hiriendo de muerte el hilo conductor en el que la
filosofía podía optar seriamente por la formación de ciudadanos.
Eso que en su momento pretendió conseguir el PSOE, con su
obsesión por la “educación de la ciudadanía” no era otra cosa, en realidad, que
el cometido mismo de las asignaturas de Ética y Filosofía. Porque fueron los
filósofos los que inventaron eso de la “ciudadanía”. Cuando por fin se dictó la
Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, Hegel, por ejemplo,
declaró que habían triunfado los filósofos: “Desde que el sol está en el
firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre
se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la
realidad conforme a la razón”, nos dice en referencia a la revolución francesa,
que considera, nos dice, “obra de la filosofía”. Por fin, continúa diciendo,
tiene razón Anaxágoras: la razón está destinada ahora a regir el mundo. Sea
como sea, fueron los filósofos, en una línea que va de Sócrates y Platón a la
Ilustración, los que se encargaron de pensar y profundizar en todas esas
paradojas que antes hemos apuntado. Y no fracasaron en su intento, ni mucho
menos. Todo lo contrario, gracias a ellos fue posible conformar la arquitectura
del Estado Moderno (de eso que ahora llamamos Estado social de Derecho,
Democracia Parlamentaria, Orden constitucional o, simplemente, República), esa
prodigiosa maquinaria que, se diga lo que se diga, está asombrosamente bien
pensada. Desde luego, no se puede decir que nadie haya tenido una idea mejor.
Otra cosa es que, como algunos no hemos parado de insistir, esa gran idea, bajo
las condiciones capitalistas en las que ha tenido siempre que materializarse,
haya resultado bastante impracticable. La división de poderes, por ejemplo, es
la mejor idea del mundo, si el poder político es realmente un poder soberano, y
no una mera mascarada al servicio de los poderes económicos, de los “dueños del
poder real”, como los he llamado en otro artículo reciente (1). En todo caso,
aquí el problema no estaría en la división de poderes, sino en el capitalismo
que la convierte en una mascarada. Contra lo que dicen algunos “marxistas”, el
Estado Moderno estaba muy bien pensado y era una gran idea, la mejor idea que
ha tenido la humanidad, aunque, según creemos también algunos “marxistas”, no
estaba preparado para funcionar bajo una dictadura económica capitalista.
¡Todo esto es muy discutible! Por eso mismo hay que sentar
las bases para que se pueda discutir. ¿Y qué imaginan nuestros ministros de
educación que podría ser más importante para discutir y para pensar? ¿Quizás
sea más importante, como algunas autoridades del PP sugirieron en alguna
ocasión, enseñar a los alumnos a pensar dónde y cómo conviene mejor invertir en
bolsa para triunfar como emprendedor en este mundo de mierda? Se llegó a
plantear, incluso, una asignatura de Formación del Espíritu Empresarial. Y no
es que no pudiera ser muy oportuna, habida cuenta de cómo va el mundo. Pero lo
que no se puede hacer es perder la perspectiva y no reconocer ya las cosas más
esenciales. Que el mundo sea una canallada no implica que uno tenga que pensar
como un canalla.
Hagamos un experimento. Retomemos un momento el dilema que
hemos dejado abierto más arriba: ¿cómo puede ser que las leyes “no caigan en
poder de los hombres” si son ellos irremediablemente los que las hacen? ¿Se
trata entonces de una vana pretensión platónica? Pues resulta que no. Toda la
maquinaria de nuestros órdenes constitucionales, si se la entiende en
profundidad, consiste en resolver a diario esa paradoja. Y la cosa se resuelve
bastante bien. Entre otras cosas porque Sócrates ya resolvió el problema hace
veinticinco siglos, y lo sufrió, además, en su propio pellejo. Muy en resumen,
recordemos el caso del juicio a los generales, al que alude Sócrates en su
apología frente al tribunal que le condenará a muerte. Tras una batalla naval,
los generales regresaron a Atenas victoriosos. Pero una tempestad les había
impedido recoger a los muertos y llevarlos, como mandaba la ley, hasta su suelo
natal. La Asamblea decidió juzgarles y condenarles, pidiendo para ellos la pena
de muerte. Pero hubo una voz discordante, la de Sócrates, que planteó que,
según la ley, esos generales tenían que ser juzgados uno por uno y no en
bloque, como se estaba haciendo. La Asamblea respondió que ahí estaba reunido
el pueblo entero y que todos estaban de acuerdo en juzgarles en bloque para
ahorrar tiempo. Sócrates se empeñó en que ni siquiera el pueblo mismo podía ir
contra la ley. ¿Y quién si no el demos, quién si no nosotros, ha hecho esas
leyes?, le respondieron. ¿Quién le puede decir al pueblo lo que es legal? ¿Qué
respondió Sócrates? Pues lo que hoy día respondería cualquier catedrático de
Derecho Constitucional.
¿Queréis cambiar la ley? Pues cambiarla. Sois el demos,
tenéis perfecto derecho a hacerlo, pero no por eso podéis actuar contra la ley
ahora. Iniciar un Proyecto de Reforma de la Ley y cambiarla. Lo más divertido
es que eso no os permitirá juzgar a los generales en bloque, porque la ley no
puede tener carácter retroactivo. Eso sí, pobres tontos de remate, en adelante,
cuando haya que juzgaros a vosotros, se os juzgará en bloque, como así lo
habéis querido. Pero a los generales, los juzgáis uno por uno, como manda la
ley.
¿Qué significa esta terrible anécdota (que enemistó a
Sócrates con toda la ciudad)? Pues que el pueblo tiene derecho a hacer la ley,
pero que la tiene que hacer siendo coherente con lo que él mismo hace. O lo que
es lo mismo, que el pueblo tiene derecho a cambiar cualquier ley, pero que lo
tiene que hacer legalmente, con arreglo a la ley. De este modo, por ese
imperativo socrático de coherencia, la ley siempre queda por encima del pueblo,
aunque sea el pueblo quien hace las leyes.
Esta fórmula “cambiar la ley con arreglo a la ley”, algo así
como el imperativo que tiene el pueblo de “volverse coherente”, no es fácil de
llevar a la práctica. Hubo que pensar y que trabajar mucho para crear las
instituciones capaces de hacer esto posible. A esto se llamó Ilustración. Una
buena idea (que, en efecto, inventaron los filósofos) fue la separación de
poderes. Impedir que el gobernante haga las leyes y a los que hacen las leyes,
impedirles gobernar. Y que sea otro poder distinto el que juzgue si las cosas
se ajustan a la legalidad, es decir, en último término, quien juzgue si lo que
el pueblo decide en cada caso a través de su Parlamento, es coherente o no con
lo que el pueblo mismo decidió al votar la Constitución. En este juego de
espejos, se logra que nadie pueda apoderarse de la ley y, como decía Platón,
“esclavizarla”. Aunque para que los espejos funcionen hacen falta algunos
requisitos institucionales, como la libertad de expresión, la libertad de
asociación y reunión, la instrucción pública, etc. ¿Quiénes piensan las
autoridades de educación del PSOE que inventaron todas estas complejas
maquinarias institucionales? Todo esto se fraguó en el interior de la historia
de la filosofía y de la ética. Algunos filósofos, desde los tiempos de
Sócrates, perdieron su vida por ello. ¿Será prudente para nuestra sociedad
olvidarlo? ¿No estaremos precipitándonos en un abismo muy peligroso si
comenzamos a olvidar lo que la Humanidad misma debe a la filosofía? ¿No
tendremos que lamentarlo después? La decisión que se tome con las asignaturas
de Filosofía y de Ética me parece que tiene una gran trascendencia. Espero que
no tengamos que pagarlo muy caro en el futuro. Porque, al final, acabaremos
teniendo la sociedad que nos merecemos.
Carlos Fernández Liria acaba de estrenar ‘La filosofía en
Canal’ en Youtube. Puedes verlo pinchando aquí https://www.youtube.com/channel/UCBz_dr-JLhp0NDJxNeigqMQ
Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2020/11/10/por-que-la-filosofia-y-la-etica/
Nota del blog (1) https://blogs.publico.es/dominiopublico/34967/chile-y-los-duenos-del-poder-real/
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