Reino de España: Impunidad judicial .
Ignacio Sánchez Cuenca
En el artículo federalista 78, Alexander Hamilton defendió
que, de los tres poderes que componen el sistema representativo, el judicial es
el más débil, pues carece de la “fuerza” del ejecutivo y de la “voluntad” del
legislativo; afirmó también que el poder judicial “nunca podrá atacar con éxito
a ninguno de los otros dos” y, por lo tanto, “ha de adoptarse toda precaución
posible para permitirle defenderse de los ataques de estos”. La precaución
principal consistió en otorgar a los jueces total independencia con respecto a
los otros dos poderes.
En la democracia representativa, el judicial desempeña el
papel de guardián último del sistema. Es quien tiene la última palabra sobre la
interpretación de las leyes y sobre la adecuación de los actos políticos a la
legalidad. Partiendo del supuesto de su debilidad intrínseca, los teóricos
nunca se preocuparon por la cuestión de establecer un contrapeso al poder
judicial. No intentaron dar respuesta a la pregunta que quién vigila a los
vigilantes. En los debates constitucionales de finales del siglo XVIII, nadie
podía imaginarse que el judicial pudiera actuar según intereses políticos.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Los jueces han
ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la actividad política (judicialización
de la política) y, por eso mismo, resulta ingenuo seguir manteniendo la ficción
de que el judicial es siempre un poder débil y carente de motivaciones
políticas.
Al no contemplar la posibilidad de motivaciones políticas,
el sistema extraordinariamente desarrollado de controles mutuos de la
democracia representativa carece de mecanismos para corregir lo que podemos
llamar “abusos judiciales”. Hasta tal punto es así que en tiempos recientes se
ha inventado un término, lawfare , para describir las ofensivas políticas del
judicial. Quien quiera saber más sobre lawfare , puede iniciarse con el
estupendo artículo que ha escrito José Luis Martí en el número 50 de la revista
Idees (1).
Aunque resulte polémico decirlo, creo que la actuación de
los jueces con respecto al conflicto catalán representa un caso palmario de
abuso judicial. Y lo más grave es que no hay forma de reparar dicho abuso
porque los jueces, ejerciendo la independencia que les garantiza el
ordenamiento constitucional, se saben impunes.
Así, se ha producido una cadena de abusos judiciales
consistente en lanzar acusaciones exageradas e injustificadas que respondían a
una intencionalidad política evidente. No se trataba de ajustar la acusación a
los hechos ocurridos, sino más bien al revés: forzar lo que sucedió en el otoño
del 2017 hasta que encajara en el delito de rebelión, que era el que
políticamente convenía. La acusación de rebelión puede entenderse como la
traducción
jurídica del concepto político que adoptó la derecha
nacionalista española para referirse a la crisis constitucional catalana: golpe
de Estado. Recuérdese que el único precedente del delito de rebelión en nuestro
periodo democrático era el del 23-F. Para establecer la conexión entre la
desobediencia institucional y un golpe de Estado fue necesario inventarse una
violencia que nunca ocurrió.
La Fiscalía no tuvo necesidad de disimular y, de forma
insistente, se refirió durante el juicio al golpe de Estado. El propio fiscal
Javier Zaragoza, en un artículo publicado en La Vanguardia el pasado 24 de
agosto, hablaba de golpe de Estado. Jordi Cuixart ha solicitado la recusación
del magistrado del Tribunal Constitucional Antonio Narváez Rodríguez por haber
afirmado en una conferencia que los sucesos de otoño del 2017 fueron un intento
de golpe de Estado más grave que el del 23-F. Si el problema catalán se reduce
a “golpismo”, la única respuesta coherente es la acusación del delito de
rebelión.
Se dirá que todo esto carece de relevancia, que lo que
importa es la sentencia final y que esta, para irritación de los sectores más
reaccionarios, no condenaba por rebelión, sino por sedición. Pero esta
valoración es incompleta. Gracias a la acusación exagerada de rebelión, se pudo
derivar la causa al Tribunal Supremo, el más politizado de nuestros tribunales,
con una cómoda mayoría conservadora, quebrando así el derecho al juez natural.
Además, al acusar a los líderes independentistas de rebelión, se pudo impedir,
por ejemplo, que Oriol Junqueras ejerciera el cargo de diputado en el Congreso
español, interfiriendo de forma grave el proceso democrático (se suspendió a
Junqueras porque la ley de Enjuiciamiento Criminal contempla específicamente en
el artículo 384 bis, como causa de suspensión de cargos públicos, la acusación
de rebelión o terrorismo). Asimismo, la gravedad de la acusación de rebelión
fue importante para el mantenimiento de la prisión preventiva hasta la condena
final. Por lo demás, el Tribunal Supremo pudo parecer moderado al desestimar en
su sentencia la rebelión y mantener la condena menos grave por sedición,
aunque, a mi entender, resulte tan inverosímil y politizada como la de
rebelión, dada la ausencia del decimonónico “alzamiento”, ya sea “tumultuario”
(sedición) o “violento” (rebelión).
La cosa, por desgracia, no acaba aquí. Se han celebrado o
están por celebrar otros muchos juicios, también basados en acusaciones
enormes. Además, los jueces han aplicado la plantilla antiterrorista en el caso
de Tamara Carrasco y en el de los CDR detenidos en septiembre del 2019. Y hace
unos días se ha puesto en marcha una nueva operación de infausto nombre,
Vóljov, basada en informes altamente cuestionables de una Guardia Civil también
politizada, con inclusión de una historia delirante sobre la intervención del
ejército ruso en Catalunya.
¿Quién responde por todos estos atropellos? ¿No tiene
consecuencias para fiscales y jueces instructores haber dado cobertura jurídica
a la aberración política del “golpe de Estado”? Como mucho, los promotores de
estas causas pueden encontrarse con que sus acusaciones quedan en nada o en
poco. El derecho es así, dirán algunos: en ocasiones las acusaciones se
confirman, en otras no. Pero esto va más allá de un defecto de técnica
jurídica. No estamos hablando de un caso concreto, sino de un patrón de acusaciones
que obedece a un planteamiento ideológico ajeno a la justicia y que tiene
efectos directos sobre el sistema político.
La democracia representativa no cuenta con recursos
institucionales para hacer frente a este problema de impunidad judicial. Sería
conveniente, al menos, tener un debate sobre este asunto. Y empezar a pensar en
cómo resolverlo.
Ignacio Sánchez Cuenca
es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.
Entre sus últimos libros, 'La desfachatez intelectual' (Catarata 2016), 'La
impotencia democrática' (Catarata, 2014) y 'Atado y mal atado. El suicidio
institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia' (Alianza,
2014).
Fuente:
https://www.lavanguardia.com/opinion/20201114/49434659024/impunidad-judicial.html
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