domingo, 15 de noviembre de 2020

España: Impunidad judicial .

 Reino de España: Impunidad judicial .

Ignacio Sánchez Cuenca  

En el artículo federalista 78, Alexander Hamilton defendió que, de los tres poderes que componen el sistema representativo, el judicial es el más débil, pues carece de la “fuerza” del ejecutivo y de la “voluntad” del legislativo; afirmó también que el poder judicial “nunca podrá atacar con éxito a ninguno de los otros dos” y, por lo tanto, “ha de adoptarse toda precaución posible para permitirle defenderse de los ataques de estos”. La precaución principal consistió en otorgar a los jueces total independencia con respecto a los otros dos poderes.

En la democracia representativa, el judicial desempeña el papel de guardián último del sistema. Es quien tiene la última palabra sobre la interpretación de las leyes y sobre la adecuación de los actos políticos a la legalidad. Partiendo del supuesto de su debilidad intrínseca, los teóricos nunca se preocuparon por la cuestión de establecer un contrapeso al poder judicial. No intentaron dar respuesta a la pregunta que quién vigila a los vigilantes. En los debates constitucionales de finales del siglo XVIII, nadie podía imaginarse que el judicial pudiera actuar según intereses políticos.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Los jueces han ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la actividad política (judicialización de la política) y, por eso mismo, resulta ingenuo seguir manteniendo la ficción de que el judicial es siempre un poder débil y carente de motivaciones políticas.

Al no contemplar la posibilidad de motivaciones políticas, el sistema extraordinariamente desarrollado de controles mutuos de la democracia representativa carece de mecanismos para corregir lo que podemos llamar “abusos judiciales”. Hasta tal punto es así que en tiempos recientes se ha inventado un término, lawfare , para describir las ofensivas políticas del judicial. Quien quiera saber más sobre lawfare , puede iniciarse con el estupendo artículo que ha escrito José Luis Martí en el número 50 de la revista Idees (1).

Aunque resulte polémico decirlo, creo que la actuación de los jueces con respecto al conflicto catalán representa un caso palmario de abuso judicial. Y lo más grave es que no hay forma de reparar dicho abuso porque los jueces, ejerciendo la independencia que les garantiza el ordenamiento constitucional, se saben impunes.

Así, se ha producido una cadena de abusos judiciales consistente en lanzar acusaciones exageradas e injustificadas que respondían a una intencionalidad política evidente. No se trataba de ajustar la acusación a los hechos ocurridos, sino más bien al revés: forzar lo que sucedió en el otoño del 2017 hasta que encajara en el delito de rebelión, que era el que políticamente convenía. La acusación de rebelión puede entenderse como la traducción

jurídica del concepto político que adoptó la derecha nacionalista española para referirse a la crisis constitucional catalana: golpe de Estado. Recuérdese que el único precedente del delito de rebelión en nuestro periodo democrático era el del 23-F. Para establecer la conexión entre la desobediencia institucional y un golpe de Estado fue necesario inventarse una violencia que nunca ocurrió.

La Fiscalía no tuvo necesidad de disimular y, de forma insistente, se refirió durante el juicio al golpe de Estado. El propio fiscal Javier Zaragoza, en un ar­tículo publicado en La Vanguardia el pasado 24 de agosto, hablaba de golpe de Estado. Jordi Cuixart ha solicitado la recusación del magistrado del Tribunal Constitucional Antonio Narváez Rodríguez por haber afirmado en una conferencia que los sucesos de otoño del 2017 fueron un intento de golpe de Estado más grave que el del 23-F. Si el problema ca­talán se reduce a “golpismo”, la única ­respuesta coherente es la acusación del delito de rebelión.

Se dirá que todo esto carece de relevancia, que lo que importa es la sentencia final y que esta, para irritación de los sectores más reaccionarios, no condenaba por rebelión, sino por sedición. Pero esta valoración es incompleta. Gracias a la acusación exagerada de rebelión, se pudo derivar la causa al Tribunal Supremo, el más politizado de nuestros tribunales, con una cómoda mayoría conservadora, quebrando así el derecho al juez natural. Además, al acusar a los líderes independentistas de rebelión, se pudo impedir, por ejemplo, que Oriol Junqueras ejerciera el cargo de diputado en el Congreso español, interfiriendo de forma grave el proceso democrático (se suspendió a Junqueras porque la ley de Enjuiciamiento Criminal contempla específicamente en el artículo 384 bis, como causa de suspensión de cargos públicos, la acusación de rebelión o terrorismo). Asimismo, la gravedad de la acusación de rebelión fue importante para el mantenimiento de la prisión preventiva hasta la condena final. Por lo demás, el Tribunal Supremo pudo parecer moderado al desestimar en su sentencia la rebelión y mantener la condena menos grave por sedición, aunque, a mi entender, resulte tan inverosímil y politizada como la de rebelión, dada la ausencia del decimonónico “alzamiento”, ya sea “tumultuario” (sedición) o “violento” (rebelión).

La cosa, por desgracia, no acaba aquí. Se han celebrado o están por celebrar otros muchos juicios, también basados en acusaciones enormes. Además, los jueces han aplicado la plantilla antiterrorista en el caso de Tamara Carrasco y en el de los CDR detenidos en septiembre del 2019. Y hace unos días se ha puesto en marcha una nueva operación de infausto nombre, Vóljov, basada en informes altamente cuestionables de una Guardia Civil también politizada, con inclusión de una historia delirante sobre la intervención del ejército ruso en Catalunya.

¿Quién responde por todos estos atropellos? ¿No tiene consecuencias para fiscales y jueces instructores haber dado cobertura jurídica a la aberración política del “golpe de Estado”? Como mucho, los promotores de estas causas pueden encontrarse con que sus acusaciones quedan en nada o en poco. El derecho es así, dirán algunos: en ocasiones las acusaciones se confirman, en otras no. Pero esto va más allá de un defecto de técnica jurídica. No estamos hablando de un caso concreto, sino de un patrón de acusaciones que obedece a un planteamiento ideológico ajeno a la justicia y que tiene efectos directos sobre el sistema político.

La democracia representativa no cuenta con recursos institucionales para hacer frente a este problema de impunidad judicial. Sería conveniente, al menos, tener un debate sobre este asunto. Y empezar a pensar en cómo resolverlo.

Ignacio Sánchez Cuenca  es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, 'La desfachatez intelectual' (Catarata 2016), 'La impotencia democrática' (Catarata, 2014) y 'Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia' (Alianza, 2014).

Fuente:

https://www.lavanguardia.com/opinion/20201114/49434659024/impunidad-judicial.html

 Nota del blog .. (1) ..https://revistaidees.cat/es/lawfare-y-democracia-el-derecho-como-arma-de-guerra/

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