La izquierda española ante la derrota de Trump: unas jornadas lamentables
DANIEL BERNABÉ
Mira que lo tenían fácil. No se me ocurre un acontecimiento
más propicio para concitar un clima de consenso en la izquierda que la derrota
de Trump. Primero por el punto y a parte a un inquietante proyecto de
subversión de la democracia liberal que en esencia sería igual de injusto
socialmente que el decadente neoliberalismo, pero además empapado de un
autoritarismo espectacular: ausencia de derechos y representatividad maridada
con gestos gilipollas de youtuber. Y segundo porque el fenómeno Trump ha
conseguido soltar sus esporas por el orbe: su deceso presidencial es un duro
golpe a Vox, que pierde tanto referente como horizonte. Pues ni con esas.
¿Para qué se ha aprovechado la derrota de Trump? Para montar
un circo identitario, un festival de etiquetas punitivas, una feria de
presupuestos falsos y obviar las grandes claves del resultado electoral en el corazón del declinante
imperio. Lo cierto es que Trump ha conseguido mejor resultado que en 2016, salvo
que esta vez su constante atmósfera de polarización ha movilizado aún más a sus
detractores que a sus seguidores. Y observen que no hablo de votantes del
partido Demócrata o seguidores de Biden, sino norteamericanos más aterrados por
un segundo mandato de Trump que esperanzados por el primero del anciano líder
demócrata. ¿Cómo articulará el nuevo Ejecutivo ese caudal prestado?¿Aguantará
el proyecto del trumpismo sin el presidente naranja?
Lo interesante, al parecer, no han sido estas cuestiones,
sino el "fusarismo", que según mi amigo Pedro Vallín, periodista de
La Vanguardia, "andaba desconsolado poniendo velas por el agente
naranja" en referencia a la derrota de Trump. Entra así en escena nuestro
animal mitológico favorito de estos últimos años, eso llamado rojipardismo, un
hombre de paja, una tendencia política inexistente en España que ha valido para
etiquetar de "nazi" a quien acertada o erróneamente criticaba las
derivas actuales de la izquierda perteneciendo a ella. El reflejo inverso del
tan socorrido "posmo", salvo que mientras este último funciona como
vulgarización descriptiva de tendencias existentes, el rojipardismo es una
forma de etiquetar punitivamente a quien defiende que la izquierda se base en
planteamientos como la preminencia de la igualdad sobre las diferencias, el
universalismo, el análisis de clase, la soberanía o unas políticas económicas
expansivas sobre aquellas de índole representativa.
Vallín, un tipo generalmente acertado tanto en sus análisis
como en su juvenil combinación de americanas sobre camisetas, patina cuando se
piensa que las series de Aaron Sorkin son documentales, no ficción dramática.
Es decir, que Vallín piensa que la única forma de la que se puede explicar a
Trump, y a sus 70 millones de votantes, es mediante la degradación de un
individuo y partido, el GOP, que ha abandonado la vieja buena senda liberal.
Por tanto, la única forma de caracterizar a los votantes de Trump es como
peligrosos imbéciles y la única manera de combatirles es mediante la vuelta de
una serie de valores cívicos, más educación y mejor información. El asunto de
fondo es que Trump se explica como un fenómeno final y no como un síntoma de
algo preexistente, una sociedad en decadencia que ya había alumbrado el Tea
Party.
¿Qué es lo que ocurre cuando alguien analiza que, por muy
poco que nos gusten estos brotes reaccionarios, su posibilidad de existencia,
presente, pasada y futura, tiene que ver con qué pretenden dar respuestas, a
menudo mezquinas, a menudo falsas, a menudo excluyentes, a la incertidumbre
neoliberal? Que se le llama rojipardo, que es más fácil que asumir que el
liberalismo ha sido padre putativo de los ultras machacando mediante
austeridad, globalización y desregulación la estabilidad del pacto de
posguerra. Si a eso le sumamos que el progresismo abandonó su búsqueda de la
igualdad por la ensaladilla de las diversidades nos encontramos con el caldo de
cultivo que hace posible que en media Europa la ultraderecha sea un actor
renacido y que el presidente de EEUU haya sido alguien tan peligroso como
Trump. Hoy aplaudimos a Merkel por verle las orejas a un lobo que ella misma
amamantó generosamente.
Otro que se ha sumado a la fiesta ha sido Nega, Ricardo
Romero, que sobre un tuit de Soto Ivars que hablaba sobre la aplastante derrota
de Trump en Detroit, ha comentado que "resulta que la clase obrera, esa
que estaba harta de lo progre, del LGTBI, del BLM, la ecología y las políticas
de la diversidad y que iba a apoyar a Trump y luego a Vox de forma irremediable
y masiva, se ha cagado y meado en el partido Republicano. Lo material,
Juan!". Romero, que desde que ha pasado de rapero obrerista a predicador moral
del brócoli, no pierde oportunidad de dejar claro su arrepentimiento, comete un
error, o realiza una manipulación, al repetir la cansina y falsa acusación de
contraponer la clase a otros conflictos sexuales o raciales.
Quienes criticamos la articulación actual de la diversidad
bajo el neoliberalismo, no a la diversidad en sí misma, lo hacíamos por su
carácter competitivo, que tendía a enfrentar sectores en un mercado de
representatividad, véase la actual guerra abierta entre el feminismo y el
transgenerismo. Reivindicaciones que podrían darse de forma paralela entraban
en colisión: para sentirme más representado necesito que el de al lado lo esté
menos. De hecho, individuos y grupos naturalmente plurales tienden a ubicarse
sólo en un epígrafe de su identidad, aquel que resulte más específico,
tendiéndose a una atomización progresiva por encontrar un producto identitario
más competitivo. De esta manera, los grandes sujetos políticos del siglo XX,
nación, religión y clase, fueron perdiendo importancia respecto a alteridades
cada vez más exageradas y artificiales. No se trata de reclamar que el
conflicto capital-trabajo sea el único existente, o el que tenga que
enfrentarse únicamente o primero, sino de recordar que por su amplia
transversalidad y su papel clave en la economía su potencia transformadora es
clave, tal y como se vio en el siglo XX. Esta forma de enfocar la cuestión,
acertada o errónea, fue el argumento empleado en mi libro La Trampa de la
diversidad, no otro.
Bajo este criterio no es que la clase trabajadora esté harta
de otros conflictos sociales, en los que muchos de sus miembros se verán
naturalmente implicados, sino que el abandono de su articulación política, su
paso de existir a hacerlo de forma consciente mirando por sus intereses, fue abandonado
por décadas en la izquierda en beneficio de cualquier otro sujeto, cuanto más
exótico y minoritario, mejor. De esta manera, grandes sectores de esa clase,
ausentes de la lucha obrera y la organización sindical se han sentido
marginados por el progresismo y azotados por la precariedad neoliberal,
pudiendo ser potenciales votantes de proyectos populistas de ultraderecha que
aprovechaban este vacío para enfrentarles contra las minorías
sobrerepresentadas.
Si a Trump le han votado 70 millones de personas lo que
parece ridículo es pensar que entre ellas, por una mera cuestión estadística,
no haya una mayoría de trabajadores. Lo mismo que a Biden, lo que nos indica
que estas elecciones, en las que ambos candidatos obtuvieron un récord
histórico de sufragios, se han movido en unos ejes diferentes a los de la clase
social, por desgracia, claro, para los intereses de los trabajadores, que
elegían entre dos proyectos políticos de derecha en lo económico. Romero está
en su derecho de pensar, con una envidiable fe del converso, que la línea
progresista que premia la diversidad sobre la igualdad es la correcta, no tanto
manipular ya de forma habitual la crítica que hace un par de años realicé en La
Trampa, que es la que es, acertada o errónea, y no el espantajo inventado para
desprestigiar la obra.
Quizá el problema que tiene Romero es de mala conciencia, ya
que él en su libro La clase obrera no va al paraíso (Akal, 2016), escrito a la
par con Arancha Tirado, sí abogaba por priorizar el conflicto capital-trabajo
sobre cualquier otro, afirmando que la izquierda había abandonado a los
trabajadores y trazando un retrato de la misma homogéneo y carente de
diversidades. De hecho se señalaba que esferas como la raza o el género tenían
que ver con invenciones académicas para debilitar a la clase. Además era un
libro duro con el feminismo, ya que consideraba que la brecha salarial no era
apreciable en sectores no cualificados y que el triunfo de la clase trabajadora
en el conflicto con el capital sería el que beneficiaría principalmente a las
mujeres trabajadoras. Las personas tienen derecho a cambiar de opinión, pero
resulta poco elegante acusar a otros de los que tú afirmabas hasta antes de
ayer.
Lo cierto es que parece arriesgado abandonarse a las
políticas de la diversidad competitiva, cuando una derechista económica, la
próxima vicepresidenta Kamala Harris ya estaba siendo reivindicada ayer por el
progresismo en España, desde los creyentes en lo queer hasta algunas feministas
despistadas. Parece razonable que sea noticioso el hecho de que una mujer negra
llegue a un puesto de tal responsabilidad, parece como poco arriesgado
reivindicar a alguien que ha utilizado conscientemente sus características
identitarias para encubrir sus postulados políticos, los que al final decidirán
sobre el futuro de esas mismas mujeres negras de una clase diferente a la suya.
Y aquí se halla una de las consecuencias de fenómenos como el de Trump, que
siendo hijos del caos neoliberal, sus presupuestos iliberales acaban por
legitimar a la derecha convencional.
La política sin embargo es esto, de ahí que hasta el
presidente cubano Díaz Canel haya saludado a la nueva administración de Biden.
Oxígeno ante la barbarie inmediata o al menos la posibilidad de que la nueva
socialdemocracia estadounidense, el ala izquierda del Partido Demócrata
encabezada por Ocasio Cortez, pueda prosperar en este contexto. En el último
quinquenio, el progresismo estadounidense ha experimentado un renacer que se ha
atrevido a jugar incluso con conceptos tan problemáticos en EEUU, por su
asociación con el comunismo, como el de clase trabajadora. Paradójicamente,
como ya señalamos algunos hace unos años, el progresismo de EEUU, adicto a las
diversidades, lo identitario y las guerras culturales, estaba pasando a
recuperar una cierta pulsión igualitarista. Mientras que Carmena en Madrid
parecía una sucursal de una charla TED, el alcalde de Nueva York, el demócrata
Bill de Blasio, hacía de las working families el centro de su discurso.
¿Qué nos encontramos, para acabar, justo en el lado inverso
pero a la vez paralelo de los que celebraban como propia la victoria de Biden?
A la izquierda folclórica, ya saben, ese grupo de pesadísimos adolescentes
pajilleros con admiración a la Stasi. Los queer del comunismo, ya no como ideología
u organización real, sino como una identidad con la que competir en este
mercado, siempre tienen una actitud prepolítica y esquemática, siendo incapaces
de desarrollar análisis o respuestas más allá de consignas inútiles. Sí, la
derrota de Trump es positiva. No, Trump y Biden no son iguales, de hecho se
diferencian en multitud de aspectos, lo cual no implica que eso sea afirmar que
el demócrata realizará políticas de izquierdas. La salida de Trump del despacho
oval es un duro golpe para la siniestra internacional ultraderechista, pero la
reactivación de los tratados de libre comercio por parte de Biden puede crear
un descontento en los trabajadores que sea aprovechado por los ultras… es
decir, que en términos de utilidad política hablar en las mismas coordenadas de
Trump y Biden es, una vez más, culpa de la transformación de lo político de
algo ideológico y grupal a algo identitario e individual. Entre el progresismo
colorín y la izquierda folclórica sólo median los iconos, para unos unicornios
y arcoíris y para otros banderas de Korea del Norte y búnqueres albaneses.
De Teresa Rodríguez desconozco su postura al respecto, pero
seguro que ha echado la culpa de algo a Madrid y al heteropatriarcado. Los de
la Fundación de los Comunes es posible que preparen un curso para conocer la
experiencia empoderante de las prostitutas albinas del cinturón del óxido y su
papel en el vuelco electoral. Se rumorea que Tania Sánchez y García Castaño
podrían obtener asiento en la Cámara de Representantes para la legislatura de
2024.
No se alarmen. Podría ser peor. Miren Herman Tertsch.
Nota del blog .- Un critica a su libro , La trampa de la diversidad . https://blogs.publico.es/juan-carlos-monedero/2018/08/03/la-trampa-de-la-trampa-de-la-diversidad/
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