EEUU: La era Trump ha terminado. ¿Vuelta a 2015?
Luke Savage
Mientras la
presidencia de Trump afortunadamente agoniza, Joe Biden y la dirección
demócrata están esclavizados por la peligrosa ilusión de que pueden llevar al
país de vuelta al mundo político de 2015, como si nada hubiera pasado. Están a
punto de descubrir que han obtenido una victoria pírrica.
Incluso antes de que las cifras empezaran a parecer
inesperadamente buenas para Donald Trump, supe que algo debía estar mal. La
pista fue un cambio sutil pero real en las bromas de las noticias por cable,
que en la madrugada del martes por la noche cambiaron su tono inicial de
seguridad por una agitación visible. Joe Biden parecía con ventaja en al menos
algunos de los lugares correctos, pero ¿dónde estaba la avalancha que tanto los
analistas demócratas como los encuestadores habían previsto confiados? Misteriosamente
ausentes las señales de la avalancha prometida, los sumos sacerdotes de las
noticias por cable gradualmente parecieron optar por una respuesta. Claro,
Trump podía ir por delante en estados clave del Medio Oeste, pero este era
precisamente el resultado que todos habíamos anticipado. Después llegarían los
votos por correo y lo probable es que fueran para Biden.
La narrativa tuvo eco no solo porque era lo que los
espectadores anti- Trump querían escuchar, sino porque pronto resultaría ser
cierta: el sábado por la mañana, Biden superó el umbral de 270 del colegio
electoral necesario para ganar la presidencia gracias a que el recuento tardío
de los votos por correo se inclinó decididamente a su favor. Sin embargo, el
tono general en CNN a media noche de las elecciones parecía un esfuerzo
desesperado por mantener la sensación de que todo iba según el plan. Con el
polvo de la batalla finalmente asentado, hay una buena posibilidad de que esta
narrativa se mantenga, no solo porque los partidarios liberales (y los
consultores demócratas) lo defenderán, sino porque es lo que muchos
observadores políticos y gente común hartos de Trump quieren creer
desesperadamente.
Baste decir que esta elección nunca debería haber sido tan
apretada y las cosas, por decirlo suavemente, no salieron según lo planeado.
Aunque el recuento final aún está por llegar, Trump ha sumado millones de votos
a su total de 2016. Si hubiera obtenido unos miles de votos más en un puñado de
estados indecisos, ahora estaría camino de un segundo mandato. Esto es por no
hablar del catastrófico resultado de los demócratas en las votaciones
paralelas, en las que varios representantes republicanos en el Senado
aplastaron a unos competidores llenos de dinero
en efectivo y aun siendo el partido mayoritario perdió escaños en la
Cámara, solo dos años después de su gran victoria en 2018. Dicho y hecho, la
semana de elecciones que comenzó con euforia sobre la perspectiva de que los
demócratas consiguieran Texas y se asegurasen una mayoría cómoda en el Senado
terminó sin resuello mientras todos nos tranquilizamos a nosotros mismos, y a
los demás, asegurando que Biden llegaría a
cruzar el primero la línea de meta.
Cada resultado electoral debe ser evaluado en su contexto
específico, y es ante todo la dinámica política más amplia de 2020 lo que hace
que esta votación sea una victoria pírrica tanto para la campaña de Biden como
para el Partido Demócrata. Trump nunca ha sido un presidente popular. Gran
parte de los medios de comunicación de EEUU claramente apoyaban una victoria
demócrata. A fines del mes pasado, un cuarto de millón de estadounidenses
habían muerto por el coronavirus y millones más se hundieron en la pobreza.
Y a pesar de eso, en medio de las
dificultades económicas generales y una pandemia que está causando estragos en
las vidas y los medios de subsistencia en todo Estados Unidos, un presidente
históricamente corrupto, odiado y plagado de escándalos ha recibido millones de
votos más en su intento por ser reelegido. Si el virus nunca hubiera golpeado y
la situación existente en enero se hubiera mantenido, con el índice de
aprobación económica de Trump en niveles que ningún presidente había tenido en
dos décadas, no cabe duda de que el ex presentador de televisión de The
Apprentice hubiera aplastado al desventurado Biden en su camino hacia un
segundo mandato.
En las próximas semanas podemos esperar una avalancha de
excusas autosatisfechas, plagadas del mismo tono de tranquilidad defensiva que
nos inundó la noche de las elecciones. Pero aunque finalmente se alcanzó el
numero necesario de compromisarios en el colegio electoral, quedan muchas
preguntas sin respuesta sobre la efectividad de la candidatura de Biden y la
estrategia demócrata en general.
En primer lugar, la decisión de cortejar y poner en primer
plano a los republicanos, que se exhibió sin cortapisas en la Convención
Nacional Demócrata este verano, parece haber fracasado. Los glorificados
inspectores de billeteras del Proyecto Lincoln pueden haber estafado con éxito
a los liberales decenas de millones, pero sus anuncios no parecen haber sido
más efectivos contra Trump que la farsa de campaña en la retaguardia llevada a cabo por las
élites conservadoras durante su ascenso inicial. Según una encuesta a boca de
urna publicada por Edison Research, el 93 por ciento de los votantes
republicanos finalmente respaldaron a Trump, una proporción aún mayor que en
2016. Hace solo unos pocos meses, se podía escuchar a Rahm Emanuel, el
flautista de los suburbios de Applebee, llamando a estas elecciones el
"año del republicano de Biden". Evidentemente no ha sido así.
A pesar de su visibilidad especial en este ciclo, la
estrategia no fue un éxito, ya que los demócratas centristas están convencidos
desde hace mucho tiempo que el país es tan intrínsecamente conservador que
mimar a los votantes de derecha con apelaciones a la moderación es una
genialidad maquiavélica en lugar de una capitulación ante la inercia
post-reaganista. Al igual que en 2016, esa suposición parece haber dado pocos
frutos. En todo el país, de hecho, las iniciativas electorales y las encuestas
a boca de urna sugieren que los demócratas se colocaron a la derecha de la
mayoría electoral en temas clave. Florida, el primer estado donde quedó claro
que la avalancha prometida no se produciría, votó por un margen considerable a
favor de aumentar su salario mínimo. Las iniciativas electorales para legalizar
la marihuana, una idea a la que Biden se opone a pesar de su notable
popularidad en los votantes de ambos partidos, fueron aprobadas en cinco estados.
Incluso en una encuesta a pie de urna visiblemente sesgada, la cobertura médica
universal obtuvo un rotundo apoyo del 72 por ciento, una encuesta encargada
nada menos que por Fox News, que también identificó el respaldo de la mayoría a
un control de armas más estricto, una reforma migratoria progresista y a los
derechos reproductivos.
Aunque probablemente habrá una buena cantidad de
revisionismo en las próximas semanas, los partidarios de la estrategia elegida
por los demócratas predecían confiados hace solo unos días una avalancha como
en 1972. “Esta puede ser la mayor avalancha en este país polarizado,” declaró
el encuestador demócrata Stan Greenberg
al Daily Beast el 29 de octubre “Los resultados no van a ser apretados”,
declaró James Carville en MSNBC . Aún más efusivo sobre las perspectivas
demócratas, el New York Times predijo el 21 de octubre "una avalancha
electoral enorme y poco común". Una vez más, los demócratas se apostaron
muy convencidos la casa en una campaña centrista que obtendría, según ellos,
una victoria de proporciones históricas. Una vez más, no logró los resultados
prometidos, perdiendo por medio un número aterrador de votantes no blancos a
favor del Partido Republicano.
Esto nos lleva al propio Biden, el candidato que se garantizó
con rotundidad a los votantes demócratas en las primarias que era la opción
segura y elegible contra Donald Trump. Numerosas voces de la izquierda
(incluidas muchas en Jacobin) argumentaron decididamente que un programa
popular y mayoritario dirigido a los no votantes tradicionales y que buscara
dinamizar la base demócrata tradicional representaba la mejor opción, tanto
para derrotar a Trump como para cambiar de rumbo después de décadas de
retroceso liberal. Dado que esta teoría nunca pudo ser probada, no podemos
saber con certeza si sus supuestos básicos eran correctos (aunque mi propia
opinión sobre el tema no debería ser difícil de extrapolar).
Lo que sí sabemos es que el manual demócrata estándar se ha
quedado corto más veces que las que ha tenido éxito. Dicho en términos más
sencillos, solo ha habido dos presidentes demócratas en los últimos cuarenta
años y el que tuvo más exito de los dos se postuló como un populista fuera del
sistema y líder de un movimiento de masas que se comprometía a enfrentarse a
Wall Street, reducir la participación de Estados Unidos en guerras extranjeras
y cambiar el país. Biden, a pesar de su estrecha relación con Barack Obama,
desempeñó un papel activo en el afianzamiento de la triangulación como modus
operandi demócrata durante la década de 1980 y nunca quiso una campaña de ese
tipo.
En contra del espíritu de 2008, el ex vicepresidente y
pronto presidente electo se presentó en los términos más modestos: como una
figura que atemperaría el caos y la anarquía de los últimos cuatro años y
devolvería al país al equilibrio pre-2016. A
pesar de las páginas de opinión malgastadas en especulaciones absurdas
sobre si defendería una ambiciosa agenda liberal, la propia retórica de Biden
(y la estrategia de los donantes empresariales) siempre ha garantizado lo
contrario. Más estado de ánimo que programa, su atractivo descansaba, y aún
descansa, en la suposición errónea de que el trumpismo comienza y termina con
la ocupación de la Casa Blanca por parte de Donald Trump: que un presidente de
estilo más convencional y menos voluble basta para curar cualquier espasmo
aleatorio que pueda haber causado temporalmente que una parte del electorado
haya perdido el juicio.
Este enfoque conservador, con c pequeña, de liderazgo
nacional implicaba inevitablemente evitar o marginar las grandes ideas
políticas, incluso cuando un virus mortal invadía el cuerpo político. La opción
pública, la supuesta alternativa pragmática de Biden a Medicare para todos,
apenas recibió una mención en la campaña. Mientras los incendios forestales
ardían con una ferocidad apocalíptica en la costa oeste, ofreció poco más que
recitar el vacío mantra liberal de que el cambio climático es real, pero se
distanció activamente del programa verde más ambicioso de la historia moderna.
Incluso cuando los republicanos tomaron mortíferamente el poder en la Corte
Suprema, Biden se cuidó mucho en su primer debate con Trump de hablar
amablemente sobre la juez de extrema derecha nominada por el presidente y
rechazó una reforma judicial.
Esto por no hablar de las debilidades personales de Biden
como candidato, generalmente eludidas por unos comentaristas en su mayoría
comprensivos que se contentan con enterrar o pasar por alto historias o incidentes que podrían poner en
peligro sus perspectivas para el futuro. Por lo tanto, incluso la tendencia de
Biden de mantener un perfil bajo y
realizar una campaña absentista durante parte de septiembre no pareció provocar
ninguna de las preguntas obvias e incluso obtuvo elogios ocasionales. El hecho de
que el ex vicepresidente últimamente no se parezca en nada al hombre que
debatió tan hábilmente con Paul Ryan en 2012 ha sido eliminado en gran medida
de la narrativa oficial.
A pesar de la candidatura de Biden, los deslucidos
resultados electorales de los demócratas no fueron inevitables, sino el
producto de opciones y cálculos políticos libremente asumidos. Como era de
esperar, figuras clave del partido y representantes de los medios ya están
trabajando para echar la culpa a otros. La exsenadora Claire McCaskill
aparentemente cree que los demócratas hablan en exceso sobre las armas, los
derechos reproductivos, el matrimonio homosexual y "los derechos de los
transexuales". Con una segunda vuelta para el Senado pendiente en Georgia,
el portavoz de la mayoría demócrata de la Cámara, Jim Clyburn, según se informa declaró en una convocatoria
del grupo parlamentario, "[si] vamos a defender Medicare para todos,
recortar fondos a la policía [y] una medicina socializada, no vamos a
ganar". Nancy Pelosi también advierte a los demócratas que no giren hacia
la izquierda. No hace falta decir que se trata de reacciones desconcertantes de
personalidades cuya propia estrategia ha fracasado rotundamente a la hora de
dar el resultado prometido. A medida que el polvo de la batalla electoral se
asiente, inevitablemente seremos obsequiados con un creciente coro de voces de
todo el establishment liberal que insistirá en que el único camino a seguir
para los demócratas es una nociva mezcla de revanchismo económico y cultural. El
centro liberal, siempre convencido de su propia sabia rectitud, paradójicamente
descubre tener razón incluso en la derrota moral y táctica.
Este estado de cosas redundará lamentablemente en reforzar
los peores instintos de Biden como viejo fetichista de los compromisos
bipartidistas y la mediación entre élites. Suponiendo que los republicanos
retengan el Senado, Estados Unidos estará dirigido por un gobierno de coalición
de facto McConnell / Biden en un período de crecimiento de déficits y cada vez
mas frecuentes llamamientos a la austeridad. Aquellos que rezaron por el
destierro de Trump y el regreso a la era de Obama pueden, por lo tanto, estar
consiguiendo lo que desean, aunque lo
consigan gracias a la magia negra y una pata de mono maldita: un presidente
centrista, un Congreso dividido y un Senado obstruccionista. La vuelta a la
normalidad, por fin.
Afortunadamente, la presidencia de Trump está a punto de
sufrir la muerte patética y farfullante que tanto se merece, dejando tras de sí
un legado de mentiras, recortes de impuestos pícaros y una crueldad
innecesaria. Sin embargo, a pesar de la anarquía que indudablemente ha
provocado, el tema final de la era Trump puede terminar siendo la continuidad
más que la ruptura. Cuando superemos la farsa de las últimas semanas de Trump
en el cargo, el panorama de la política estadounidense se parecerá mucho a una
versión de principios de 2016 con un puñado de contrastes tanto brillantes como
sombríos.
Si la semana pasada es un indicio, el cálculo estratégico
subyacente en las direcciones de los dos partidos no promete muchos cambios más
allá de la estética. Los demócratas vacilarán y ofrecerán concesiones,
celebrando cada retirada como una victoria para el "incrementalismo".
Mitch McConnell obstruirá y, cuando sea posible, hará las sangrías legislativas
que solo él puede hacer. El osificado consenso post-2010 persistirá
obstinadamente en la medida que las élites conserven su paralizante adicción a
la triangulación y los vicios de la riqueza organizada.
Si el trumpismo una vez prometió romper en pedazos la
normalidad política, el presidente Trump dejará el cargo como una criatura
convencional del aparato conservador de principio a fin: sus malos modales y su
personalidad desquiciada adornan en gran medida la agenda habitual del Partido
Republicano de hostigamiento racista y redistribución ascendente a favor de los
más ricos. Mientras tanto, los demócratas del establishment han acabado con la
auténtica insurgencia, derrotando a Bernie Sanders y disciplinando a su propia
base con una efectividad que sería encomiable si no fuera tan despreciable. Con
Biden, el gran tranquilizador, listo para ocupar la Casa Blanca, el profundo y
perdurable conservadurismo de los liberales más poderosos de Estados Unidos se
hará más evidente.
Sin embargo, quedan verdaderos signos de esperanza. Animada
por importantes victorias en el Congreso en Nueva York, Michigan, Minnesota y
Missouri, la izquierda insurgente cuenta ahora con más cargos electos en sus
filas que en cualquier otro momento de la historia moderna. Las históricas
protestas de este verano contra la violencia policial, y el apoyo generalizado
que recibieron, desmienten la idea de un país irremediablemente conservador, al
igual que una gran cantidad de iniciativas electorales y encuestas a boca de
urna que sugieren que persiste la necesidad de una alternativa a la mezquina
feria bipartidista actual.
La presidencia de Trump está a punto de acabar. Para bien o
para mal, la política llegó para quedarse.
Luke Savage miembro
del comité de redacción de la revista Jacobin, EEUU.
Fuente:
https://jacobinmag.com/2020/11/donald-trump-joe-biden-presidency-election
Traducción:Enrique García para Sin Permiso.
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