Prólogo a la primera edición en castellano de "El viento común" de J. S. Scott
Marcus Rediker
Este es el prólogo de Marcus Redikker a la primera edición en castellano del clásico "El viento común. Corrientes afroamericanas en la era de la Revolución haitiana" de Julius S. Scott, que aparecerá próximamente publicado en la editorial Traficantes de Sueños. SP
¡TOUSSAINT, el más infeliz de todos los hombres!
Sea que el silbador Rústico emplee su arado
Al alcance de tu oído, o que tu cabeza ahora
Repose en la sima sin sonido del profundo calabozo;—
¡Oh, miserable Caudillo!, ¿dónde y cuándo
Encontrarás descanso? Pero no mueras; por el contrario
Muestra con tus cadenas un semblante sonriente
Aunque caído, para nunca volver a levantarte,
Vive y consuélate. Has dejado detrás
Fuerzas que obrarán por ti; aire, tierra y cielos;
No hay un soplo del viento común
Que te olvide; tienes grandes aliados;
Tus amigos son los júbilos, las agonías,
Y el amor, y la mente invencible del hombre.[1]
Este libro toma su título de un soneto escrito en 1802 por
William Wordsworth, «A Toussaint L’Ouverture», dedicado al gran caudillo de la
Revolución haitiana quien poco después moriría (de neumonía), prisionero de
Napoleón Bonaparte en Fort de Joux, en el este de Francia.
Julius S. Scott nos revela la fuerza humana colectiva en la
que se inspiraron los versos de Wordsworth. Se centra en «el soplo del viento
común» y se pregunta quién asimiló la historia de Toussaint y de la revolución,
y quién la susurró entonces en forma de historias subversivas para que
circularan con celeridad y fuerza por todo el Atlántico. Scott le pone carne a
la hermosa abstracción de Wordsworth al mostrar la actividad de «mentes
invencibles»: las de una multitud heterogénea de marinos, negros y mulatos,
esclavos fugitivos, cimarrones, desertores del ejército, vendedoras de mercado,
prófugos de la justicia y contrabandistas. Son ellos quienes, con sus
desplazamientos, se convirtieron en los vectores mediante los cuales las
noticias y las experiencias circularon en, alrededor y a través de la
Revolución haitiana. Scott nos brinda una extraordinaria historia social e
intelectual de la revolución, desde los de abajo.
No sería exacto calificar El viento común como «un clásico
subterráneo». Su estatus de clásico es indudable, pero la metáfora sería
errónea: el libro no trata de lo que sucedió bajo tierra, sino bajo cubierta,
en el mar y en los muelles, en barcos y canoas y en las radas de dinámicas
ciudades portuarias durante la era de la Revolución haitiana. No obstante,
resulta acertado afirmar que el libro y su notoriedad son análogos al mundo de
los marinos y otros trabajadores itinerantes quienes constituyen su objeto
central: ambos han tenido una existencia de fugitivos, difíciles de encontrar y
conocidos sobre todo por las historias que sobre ellos se cuentan. Durante
décadas, los historiadores en sus conferencias han hablado en voz baja,
admirados, conspirativos, sobre la obra de Scott: «¿Ya te enteraste…?». Desde
su aparición como tesis doctoral en 1986 hasta las infinitas referencias de
estudiosos de una variedad de campos hasta el presente, El viento común ha
ocupado un lugar inusual en el mundo de la Academia.
Recuerdo vívidamente el momento cuando oí hablar de él por
primera vez. Peter Wood, el amigo y mentor de Julius S. Scott en la Universidad
de Duke, fue en 1985 a pronunciar una conferencia en la Universidad de
Georgetown, donde yo era profesor. Al finalizar, y mientras atravesábamos la
Plaza Roja hablando de las cuestiones que había planteado en su charla, Wood
mencionó que tenía un alumno de doctorado que estudiaba el movimiento por mar
de las ideas y las noticias de la Revolución haitiana, durante y después de la
década de 1790, periodo en el que el Atlántico se incendió desde Port-au-Prince
hasta Belfast, París y Londres.
Lo primero que le dije a Wood fue «¿cómo es posible que
alguien estudie eso?». Téngase en cuenta que yo acababa de terminar mi tesis
sobre los marineros del siglo xviii en el Atlántico, de modo que era de suponer
que si alguien sabía qué hacía Scott, era yo. Aun así, me sentí estupefacto
cuando Wood me describió el proyecto, y muy curioso quise saber más. Wood nos
puso en contacto, Scott y yo comenzamos a escribirnos, y menos de un año
después, cuando presentara y defendiera su tesis, leí El viento común. Me
convencí entonces, y sigo convencido ahora, de que es uno de los estudios
históricos más creativos que jamás he leído.
Scott aborda un tema que durante largo tiempo exasperó a los
esclavistas en toda la cuenca del Atlántico, lo que uno de ellos calificara en
1791 como un «modo desconocido con que los negros se transmiten inteligencias».
Inteligencias es, precisamente, la palabra adecuada, porque el conocimiento que
circulaba en «el viento común» fue estratégico para sus afanes, al vincular
noticias sobre el abolicionismo inglés, el reformismo español, los aires de la
Revolución francesa y sus vínculos con luchas locales en el Caribe. Quienes
gozaban de movilidad utilizaban los circuitos comerciales y sus propios
desplazamientos autónomos para crear redes subversivas de las cuales las clases
dominantes de la época eran muy conscientes, aun cuando los historiadores
posteriores, hasta Scott, no lo fueran.
De esa forma, Scott crea una nueva manera de entender uno de
los mayores temas de la historia —lo que Eric Hobsbawm llamara en una frase ya
famosa: «la era de la revolución»—. Scott nos obliga a desplazar nuestra mirada
en dos sentidos: nos hace ver esa época candente desde los de abajo y desde las
costas. Al insistir en los hombres y las mujeres que conectaban por mar París,
Sevilla y Londres con Port-au-Prince, Santiago de Cuba y Kingston, y que
después, en barcos de pequeño calado, enlazaban puertos, plantaciones, islas y
colonias, Scott crea una nueva y muy imaginativa geografía transnacional de
lucha. Casos de resistencia de los de abajo en distintas partes del mundo,
hasta ahora inconexos, aparecen en esta obra como elementos constitutivos de un
amplio movimiento humano. Las fuerzas —y los hacedores— de la revolución se ven
iluminados como nunca antes.
El libro está poblado por figuras olvidadas desde hace mucho
y que en otra época inspiraron historias. Un esclavo fugitivo de Cap Français
adopta el sobrenombre de «Sans Peur» (sin miedo), apodo que encierra un mensaje
tanto para sus correligionarios enemigos de la esclavitud como para quien
tratara de capturarlo. Anónimas vendedoras africanas de Santo Domingo se
llamaban entre sí «marineras», expresando con ese apelativo una solidaridad que
se remontaba hasta los bucaneros del siglo xvii. John Anderson, conocido como
«Old Blue», era un marinero jamaicano que escapó de su dueño llevando un enorme
collar de hierro atado al cuello. Evadió la captura en los muelles durante
catorce años, en los cuales su reputación fue «tan larga y distintiva como su
barba canosa». La riqueza de la narración que se despliega en el libro es
extraordinaria.
Una clave de la obra de Scott es la ciudad portuaria, donde
el trabajo reunía a personajes itinerantes de todo el mundo. Llevados por el
capital transnacional a establecer relaciones laborales de cooperación para
transportar mercancías, esos trabajadores convertían su colaboración en
proyectos propios. Scott muestra cómo el modo capitalista de producción
funcionaba realmente en las ciudades portuarias, no solo al generar enormes
riquezas mediante el comercio, sino también al producir movimientos de oposición
de los de abajo. Tal y como un acongojado Lord Balcarres, el gobernador de
Jamaica, explicara en 1800, «gente turbulenta de todas las naciones» integraba
las clases bajas de Kingston; caracterizadas por «un espíritu general de
igualación», de modo que estaban listos para una insurrección, para incendiar
la ciudad y dejarla reducida a cenizas. Scott muestra que los muelles eran un
«foco de insurrección», y que durante las décadas de 1730, 1760 y 1790 «ciclos
de intranquilidad» transnacionales hicieron erupción en muchas ciudades
portuarias. El último detonó una revolución que implicaría a toda la cuenca
atlántica.
Scott hacía historia transnacional y atlántica mucho antes
de que ese enfoque y ese campo del conocimiento se convirtieran en elementos de
vanguardia para la historiografía. Decir que se adelantó a su época sería poco.
Muchas de las frases que redactó hace más de treinta años parecen escritas
ayer. «Atravesando fronteras lingüísticas, geográficas e imperiales, la
tempestad creada por los revolucionarios negros de Santo Domingo y comunicada a
otras sociedades esclavistas por personajes itinerantes, constituiría un punto
de inflexión fundamental en la historia de las Américas». Esas conclusiones
tienen como base una amplia investigación de archivos en España, Gran Bretaña,
Jamaica y Estados Unidos, y de fuentes primarias publicadas en y sobre Cuba,
Santo Domingo y otros puntos del Caribe. Ellas cuentan una nueva y sorprendente
historia que forma parte de los orgullosos anales de la «historia desde abajo».
Para los conceptos develados en su libro, Scott se auxilió
creativamente con elementos de un abundante corpus de estudios radicales. De El
mundo trastornado. El ideario popular extremista de la Revolución inglesa en el
siglo xvii (1972), de Christopher Hill, tomó el concepto «sin amos», empleado
originalmente para describir a hombres y mujeres sin ataduras, a menudo
expropiados, del siglo xvii, y creó algo completamente nuevo, «el Caribe sin
amos», los hombres y las mujeres que ocupaban los espacios «con amos» del
sistema de plantación y se movían entre ellos. De Mariners, Renegades, and
Castaways. Herman Melville and the World We Live In [Marineros, renegados y
naufragos. Herman Melville y el mundo en el que vivimos] (1953), de C. L. R.
James, tomó los heterogéneos sujetos itinerantes que conectaban el mundo en los
albores de la Era Moderna y que posteriormente cobraron vida en las novelas de
Melville ambientadas en el mar. Scott tomó también de la obra de Georges
Lefebvre —el gran historiador de la Revolución francesa— la frase de la
«historia desde abajo», que este acuñara en la década de 1930 y quien mostró en
su clásico El gran pánico de 1789 (1932) acerca de cómo el rumor produjo una
gran conmoción social y política. Los rumores de emancipación, propalados por
heterogéneas tripulaciones sin amos se convirtieron en una fuerza material en
el Caribe y en todo el Atlántico durante la década de 1790.
El viento común es una de esas raras obras que no solo
despliega nuevas evidencias y argumentos, aunque contiene mucho de ambos, sino
una visión enteramente nueva acerca de un periodo histórico, en este caso la
era de la revolución, uno de los momentos más significativos de la historia
universal. Wordsworth se sentiría feliz de saber que la Revolución haitiana «no
muere». Julius S. Scott sigue la huella del pueblo vencedor al que estudia para
contarnos una nueva historia de júbilo y agonía, de amor y revolución. Nos la
regala para todos los tiempos.
En el verano de 1792, exactamente tres días antes del tercer
aniversario de la toma de la Bastilla en París, tres batallones de voluntarios
esperaban ansiosamente en el puerto francés de La Rochelle para embarcarse con
rumbo al Caribe francés. Aunque entusiastas, leales a la República francesa y
firmemente comprometidos con los ideales de la revolución que se desarrollaban
a su alrededor, esos soldados solo tenían una vaga noción sobre la compleja
situación que los aguardaba en las colonias.
Una vez comenzada la Revolución francesa (1789), los
habitantes de las posesiones de Francia en ultramar se percataron de que los
radicales cambios gubernamentales y sociales que tenían lugar en la Madre
Patria representaban una oportunidad para hacer avanzar sus intereses.
Hacendados y comerciantes deseaban menos control de los ministerios de
colonias; los libres (de color) ansiaban liberarse de las desigualdades de
casta; pero los esclavos, que constituían la mayoría de la población en todos
los territorios franceses de América, representaban el desafío fundamental para
la autoridad metropolitana. Inspirados en las ideas de «libertad, igualdad y
fraternidad», en las islas francesas se produjeron esporádicos levantamientos
de esclavos en fecha tan temprana como el otoño de 1789. Si bien los colonos
blancos lograron sofocar esos tempranos disturbios, en agosto de 1791 se desató
una masiva rebelión de esclavos en Santo Domingo (actual Haití), la colonia
esclavista más rica e importante de Francia en el Caribe. Mientras los jóvenes
soldados se agrupaban en La Rochelle, las fuerzas francesas luchaban en vano
para aplastar la revolución de esclavos en Santo Domingo, que ya se había
prolongado casi durante un año. A los voluntarios les esperaba una tarea
difícil: restablecer el orden en Santo Domingo en nombre de la Asamblea
Nacional francesa.
Antes de partir, los jóvenes reclutas se sometieron a la
inspección del general La Salle, quien también se aprestaba a marchar hacia
Santo Domingo como parte del destacamento. Tras una escrupulosa deliberación
democrática, dos de las unidades recién creadas habían adoptado consignas que
describían dicha misión y su compromiso, como hacían muchos de los batallones
formados durante los días de la Revolución francesa. Se inscribieron en sus
gorras las frases elegidas y las bordaron en las coloridas banderas que
enarbolaban. La Salle examinó esas consignas con especial interés. En la
bandera de uno de los batallones se leía por un lado «Virtud en la acción» y
«Permanezco vigilante por mi país», del otro, palabras de orden que a La Salle
le parecieron aceptables. Pero la consigna escogida por el batallón Loira no
escapó a la mirada atenta del general: «Vivir Libre o Morir».
Preocupado por la posibilidad de que los soldados no
entendieran la delicada naturaleza de su misión, La Salle reunió a las tropas y
les explicó los peligros que entrañaban esas palabras «en una tierra donde toda
propiedad tiene como base la esclavización de los negros, quienes, de adoptar
también esa consigna, se sentirían impelidos a masacrar a sus amos y al
ejército que por mar lleva la paz y la ley a la colonia». La Salle alabó el
firme compromiso de la tropa con el ideal de la libertad, pero les aconsejó que
encontraran una manera menos provocadora de expresarlo. Enfrentados a la
ingrata perspectiva de tener que dejar atrás su bandera «ricamente bordada»,
los miembros del batallón siguieron a regañadientes la sugerencia del general y
cubrieron el incitador lema con retazos de tela en los que estaban inscritas
dos consignas de un credo elegido a toda prisa y de significado muy diferente:
«La Nación, la Ley, el Rey» y «La Constitución Francesa». Además, los que
llevaban gorras donde se leía «Vivir libre o morir» prometieron que
«eliminarían» la consigna. Para mayor consternación de las tropas, el general
les impuso otros cambios. En vez de sembrar un tradicional y simbólico «árbol
de la Libertad» a su llegada a Santo Domingo, los batallones sembrarían un
«árbol de la Paz», que también llevaría la inscripción «La Nación, la Ley, el
Rey». En una carta enviada al gobernador general de Santo Domingo antes de la
partida, La Salle concluía que todo lo que restaba era «contrarrestar la
influencia de los descontentos» y mantener aplacado el desencaminado ardor
revolucionario de la tropa durante el largo viaje trasatlántico.[2]
Como reconocía La Salle, recientes acontecimientos en las
Américas, en especial la revolución en Santo Domingo, habían demostrado de modo
fehaciente la fuerza explosiva de las ideas y los rituales de la etapa de la
revolución en sociedades cuya base económica era la esclavitud. Durante tres
años, funcionarios franceses como La Salle habían intentado impedir que tales
consignas y prácticas revolucionarias atravesaran el Atlántico, comenzaran a
circular por las islas francesas y les sirvieran de inspiración a los esclavos
y a los libres (de color), pero sus esfuerzos habían sido en vano. Decididos
aparentemente a «vivir libres o morir», los rebeldes negros de la colonia
francesa habían dado inicio a una insurrección que —a pesar de la oposición de
miles de soldados como los que abordaron los barcos con el general La Salle en
julio de 1792, lograría conquistar la libertad de los esclavos y culminaría en
la fundación de la segunda nación independiente del Nuevo Mundo en 1804.
Los funcionarios británicos, españoles, norteamericanos y de
otros territorios donde también imperaba la esclavitud de los africanos
compartían el problema de La Salle. Del mismo modo que las noticias y las ideas
de la Revolución francesa demostraron ser demasiado volátiles para poder
contenerlas, las informaciones sobre la rebelión negra en Santo Domingo se
propagaron rápida e incontrolablemente por todo el hemisferio. Gracias al
comercio, tanto legal como ilícito, y a la movilidad de todo tipo de
personajes, desde marineros hasta esclavos fugitivos, antes de 1790 se había
establecido un amplio contacto regional entre las colonias americanas.
En la última década del siglo xviii, los habitantes de las
islas del Caribe y del norte y el sur del continente ya dependían del
movimiento de barcos, mercancías, personas e información.
Antes, durante y después de la Revolución haitiana, redes
regionales de comunicación les transmitían noticias de especial interés a los
afroamericanos de todo el Caribe y más allá. Previamente al estallido en Santo
Domingo, funcionarios británicos y españoles batallaban contra rumores
ampliamente difundidos sobre el fin de la esclavitud, que ganaron intensidad
durante la década de 1790. Mientras los hacendados veían con alarma la
probabilidad cada vez mayor de un territorio negro autónomo, temerosos de que
el éxito de una violenta insurrección de negros indujera a sus esclavos a la
revuelta, los sucesos de Santo Domingo proporcionaban a esclavos y a negros y
mulatos libres noticias apasionantes, lo que aumentaba su interés por los
asuntos de la región y los estimulaba a organizar nuevas conspiraciones. Hacia
finales de la década, los gobernantes de sociedades esclavistas —desde Virginia
hasta Venezuela— adoptaron medidas encaminadas a sabotear las redes de la
rebelión negra mediante la creación de obstáculos a la comunicación efectiva
entre las colonias.
El general La Salle comprendía (en 1792) el impacto
potencial de las corrientes revolucionarias del mundo atlántico en las mentes y
en las aspiraciones de los esclavos del Caribe, pero ni él ni sus subordinados
podían anticipar hasta dónde soplarían en la dirección contraria los vientos de
revolución. Atravesando fronteras lingüísticas, geográficas e imperiales, la
tempestad creada por los revolucionarios negros de Santo Domingo y comunicada a
otras sociedades esclavistas por personajes itinerantes, constituiría un punto
de inflexión fundamental en la historia de las Américas.
Notas:
[1] TOUSSAINT, the most unhappy man of men! / Whether the
whistling Rustic tend his plough / Within thy hearing, or thy head be now /
Pillowed in some deep dungeon’s earless den;— / O miserable Chieftain! where
and when / Wilt thou find patience? / Yet die not; do thou / Wear rather in thy
bonds a cheerful brow: / Though fallen thyself, never to rise again, / Live,
and take comfort. Thou has left behind / Powers that will work for thee; air,
earth, and skies; / There’s not a breathing of the common wind / That will
forget thee; thou has great allies; / Thy friends are exultations, agonies, /
And love, and man’s unconquerable mind.
[2] General La Salle a Governor-General Desparbés, 11 de
julio de 1792, reproducido en A. Corre, Les papiers du Général A. -N. de La
Salle (Saint-Domingue 1792-1793), Quimper, 1897, pp. 26-27.
Marcus Rediker
Profesor de historia atlántica y titular de la cátedra del Departamento
de Historia en la Universidad de Pittsburgh. En 2002, Rediker publicó con Peter
Linebaugh "La hidra de la revolución : marineros, esclavos y campesinos en
la historia oculta del Atlántico" (Critica, 2012).
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