jueves, 28 de enero de 2021

La guerra de Israel contra un cineasta .

La guerra de Israel contra un cineasta

Un niño palestino sostiene un cartel que culpa a Israel de la destrucción en el campo de refugiados/as de Yenín en abril de 2002. (Real World Photographs | Shutterstock).

La “única democracia de Medio Oriente” lleva 18 años de hostigamiento hacia un documentalista palestino por atreverse a mostrar los crímenes cometidos por el ejército israelí en 2002 en el campo de refugiados de Yenín.

María Landi

En marzo y abril de 2002, en el momento más álgido de la represión contra la segunda intifada palestina, el ejército israelí invadió las principales ciudades palestinas, incluyendo Yenín. La operación se llamó –en un típico ejemplo de esa tergiversación del relato tan cara a los sionistas− “Escudo Defensivo”. Después de bloquear el acceso al lugar, el 3 de abril las fuerzas de ocupación entraron en el campo de refugiados de Yenín con tanques, fuerzas especiales, unidades de comando y varias brigadas de reservistas; además, lo bombardearon por aire y tierra.

Cientos de milicianos palestinos lucharon agónicamente, armados solo con rifles semiautomáticos y rudimentarios conocimientos de guerra de guerrillas. Veintitrés soldados israelíes murieron en el ataque y decenas de palestinos/as fueron asesinados[1]. La destrucción fue casi total; el mujayyam tuvo que ser reconstruido enteramente con ayuda internacional (el único aporte israelí fue exigir que el ancho de los nuevos callejones permitieran el paso de sus tanques en una eventual invasión futura).

Algunos recordarán los llamados internacionales desesperados para que Israel permitiera a periodistas, observadores/as de derechos humanos y personal médico entrar al mujayam. Cuando por fin se levantó el sitio, uno de los que entró a documentar la destrucción fue el actor y cineasta Mohammed Bakri[2]. En su documental “Yenín, Yenín”, Bakri eligió la perspectiva de un joven mudo, habitante del campo, que corre silenciosamente entre los escombros para mostrar dónde los soldados israelíes ejecutaron a sus vecinos y dónde las excavadoras derrumbaron las casas, a veces encima de sus habitantes. Como anotó Jonathan Cook, es fácil deducir el significado de esa elección: cuando se trata de su propia historia, al pueblo palestino se le niega la voz; es testigo silencioso de su propio sufrimiento y abuso.

Desde el estreno del documental, Bakri ha enfrentado interminables batallas en los tribunales israelíes, acusado de difamar a los soldados que llevaron a cabo el ataque. Y ha pagado un altísimo precio personal y profesional: amenazas de muerte donde lo tildan de “nazi”, aislamiento, pérdida de contratos y un sinfín de facturas legales que lo han llevado casi a la bancarrota. La semana pasada, un tribunal del distrito de Lod ha dictaminado que el documental no puede volver a proyectarse en Israel y que todas las copias existentes deben ser recogidas y destruidas. Más aún: Bakri debe pagar 55.000 dólares (más 15.500 por gastos legales) de ‘indemnización’ a Nissim Magnaji, el oficial israelí demandante que participó en la masacre y aparece en la película durante cinco segundos. Magnaji es uno de los varios soldados participantes en la invasión de Yenín que llevan años demandando a Bakri. Ahora, tras la apelación de la defensa, el caso espera el fallo de la Suprema Corte de Israel.

Soldados israelíes en el campo de refugiados de Yenín el 20/4/2002 (IDF Spokesperson’s Unit/CC BY-SA 3.0).


“Un nervio abierto”

Sin duda escuchar los testimonios en el documental es desgarrador. Pero todo lo que hace Bakri es mostrar imágenes de soldados israelíes, tanques y vehículos blindados, de habitantes del mujayyam siendo arrestados y de la desolación general tras el ataque; en ningún momento hace una acusación explícita: las únicas voces que escuchamos son las de personas sobrevivientes.

En un artículo a propósito del fallo reciente, el escritor y activista israelí Miko Peled señalaba: «Cometer crímenes de guerra de todo tipo es una tradición muy arraigada en el ejército israelí. Se remonta a los primeros días de la era pre-estatal, cuando en 1948 las milicias sionistas se convirtieron en un ejército organizado en medio de la campaña de limpieza étnica de Palestina (…) Por eso hay tanta oposición a la película y al propio Bakri en Israel: él tocó un nervio abierto y, dado que es un palestino ciudadano de Israel, también es un nombre muy conocido entre los israelíes, que están furiosos con él. Bakri se atrevió a entrar en el campo y hablar con sus residentes sin mostrar lo que comúnmente se conoce como “el otro lado”.  Además, como queda muy claro a lo largo de la película, el espíritu de la gente del campo de Yenín permanece invicto.»

Peled recordaba también una entrevista −publicada el 31/5/2002 en el diario israelí Yediot Aharonot− que el periodista Tsadok Yehazkeli realizó a Moshe Nissim, apodado “el Oso Kurdo”, conductor de un buldócer del ejército; el soldado se hizo famoso durante la invasión del campo de refugiados por haber manejado su buldócer durante 72 horas seguidas, destruyendo casas sin preocuparse –así lo dijo− si estaban o no habitadas. El Oso hace afirmaciones –difundidas ampliamente hace 18 años− como: «Poco me importa el área de 100 por 100 metros que aplasté [el centro del campo]: en lo que me concierne, les dejé un estadio de fútbol para que puedan jugar»; «De lo único que me arrepiento es de no haber tirado abajo todo el campo»; «Nunca le di a la gente oportunidad de salir de las casas antes de pasarles por arriba con mi excavadora. Yo no esperaba»; «Me alegraba con cada casa que tiraba abajo, porque sabía que a [los palestinos] no les importa morir, pero les importan sus casas». Aunque estas declaraciones no aparecen en el film de Bakri, ilustran cuál era el clima entre las tropas israelíes que entraron al mujayyam. De hecho la unidad en la que operaba el Oso recibió una medalla, y él se convirtió en un héroe para las tropas.


¿Lealtad al opresor?

La también cineasta palestina con ciudadanía israelí Suha Arrar escribió: «Si la polémica que rodea a Mohammed Bakri revela algo es la profundidad del fascismo en el Estado de Israel, y su deseo de ocultar y distorsionar la verdad, mientras simultáneamente se jacta, como “democracia ilustrada”, de apoyar a artistas palestinos/as para que “cuenten su historia”. Pero, ¿qué tipo de historia podemos contar como cineastas: la historia palestina real, o una que simplemente se ajuste a la visión sionista?»

Según Arrar, el establishment israelí «quiere mostrarnos sólo como terroristas o caricaturas folclóricas. La exitosa serie televisiva Fauda es el ejemplo más flagrante: los personajes palestinos son retratados como terroristas o como traidores.» Al gobierno le encanta apoyar obras que ofrecen una imagen estereotipada y negativa de los palestinos como fanáticos o retrógrados que oprimen a sus mujeres (uso del velo, crímenes de honor, matrimonios arreglados); y de paso muestra que le da oportunidades a los cineastas palestinos, que con el éxito de sus películas en festivales internacionales terminan sin querer colaborando con el lavado de cara de Israel. La cineasta recordó, además, que aunque el 20 por ciento de la población de Israel es palestina, solo recibe el tres por ciento de los fondos estatales para la cultura.

Arrar relata su propia experiencia al recibir fondos públicos para su película “Villa Touma” en 2014: su exigencia de que el film fuera presentado internacionalmente como “palestino” le valió ataques de varios ministros e instituciones, que la acusaron de fraude y robo y quisieron obligarla a devolver los fondos recibidos. Según Arrar la situación ha empeorado mucho con los últimos gobiernos del Likud; en particular con la ex ministra de cultura Miri Regev, que entre otras cosas hizo aprobar la ley de “lealtad en la cultura” (para silenciar a artistas que no sigan la línea del gobierno extremista de Netanyahu), desfinanció al emblemático teatro palestino Al-Midan de Haifa y creó un fondo para apoyar la producción de cine en las colonias judías ilegales de Cisjordania ocupada.

Esto ha tenido consecuencias muy negativas para las y los creadores palestinos, que optan por una creciente autocensura o por emigrar adonde puedan trabajar con libertad. Algunos artistas como la propia Arrar han decidido –con gran perjuicio económico− no aceptar fondos estatales, porque «No queremos representar a un país que no nos representa a nosotros.»

En efecto, la peripecia de Mohammed Bakri y sus colegas es la lucha contra un Estado etnocrático obsesionado por invisibilizar a su indeseada población árabe y silenciar sus perspectivas críticas.

«La persecución política en Israel no sólo existe contra las y los activistas, sino también contra los artistas palestinos que tratan de hacer oír su voz. Esto se llama fascismo. Hay un profundo temor de escuchar la verdad, y la verdad es que hay todo un pueblo que aún vive bajo una ocupación militar, que está siendo oprimido diariamente. Es muy fácil construir una valla para esconderse de la verdad; pero ninguna de las vallas o muros cubrirá la realidad en la que vivimos. Como cineastas, continuaremos haciendo lo mejor para exponer esa realidad.», concluye Suha Arrar.

[1] Un informe de Human Rights Watch afirmó que al menos 52 personas palestinas habían sido asesinadas, denunció evidencia de crímenes de guerra cometidos por el ejército israelí (como ejecuciones extrajudiciales y uso de civiles como escudos humanos) y reclamó una investigación exhaustiva para determinar las responsabilidades.
[2] Mohammed Bakri es una figura de renombre en el cine palestino (y tres de sus seis hijos, también actores, son bien conocidos: Saleh, Ziad y Adam). Nacido en 1953 en un pueblo de Galilea y graduado en actuación y literatura árabe por la universidad de Tel Aviv, Bakri participó en numerosas obras de teatro y películas -palestinas, israelíes e internacionales- y recibió varios premios. Además escribió e interpretó cuatro obras teatrales unipersonales y dirigió cuatro documentales sobre la realidad palestina.

Publicado en el semanario Brecha el 22/1/21.

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