La Razón .
Se
veía venir. El Parlamento catalán ha aprobado finalmente la declaración
soberanista impulsada por Junts pel Sí y la CUP, con la que se pretende
hacer posible «el proceso de desconexión democrática» de España.
Nos hallamos, se mire por donde se mire, ante una auténtica declaración de independencia,
en la que se deja claro que, a partir de este momento, no se hará caso a
las decisiones que adopten las «instituciones del Estado español, en
particular del Tribunal Constitucional», órgano en el que el Gobierno va
a centrar su estrategia de reacción frente a tan grave desafío.
El Estado, lamentablemente, no dispone de muchas vías más para defenderse.
Los promotores de la declaración independentista lo saben y, quizá por
ello, han lanzado su órdago con mayor descaro. Conscientes de que el
cauce penal –sin duda, el más temido–es inviable.
Aunque resulte chocante, el Código Penal se mantiene al margen de los actuales problemas y retos que tiene España planteados
frente a quienes dedican el esfuerzo político a procurar la liquidación
del Estado y de su organización, democráticamente aprobada por los
españoles en 1978.
En la España de
hoy, en la que conducir a excesiva velocidad puede ser un delito, no lo
es, en cambio, que un Parlamento autonómico declare la secesión o
independencia de su territorio. Lo sorprendente es que fue un delito
siempre. Pero hoy ya no lo es.
Esa
declaración de independencia a la que hemos asistido no es, desde
luego, un delito de traición, pues nuestro actual Código Penal vincula
la comisión de este delito con supuestos de conflicto bélico entre
España y una potencia enemiga. Han sido borradas de su texto todas
las referencias a movimientos sediciosos y separatistas, sobre la base,
según algunos expertos, de que contemplaban casos inimaginables en la
práctica. Argumento rocambolesco, pues el Código Penal sigue previendo
como delito una conducta harto improbable en la práctica: que un español
induzca a una potencia extranjera a declarar la guerra a España o se
concierte con ella para el mismo fin.
Tampoco es un delito de sedición,
pues una declaración de independencia por una Asamblea Legislativa o un
Gobierno autonómico, aunque rompe gravísimamente el orden
constitucional y la unidad de España, por sí misma no afecta al orden
público, ni comporta ningún alzamiento en forma de tumulto, elementos,
estos últimos, sobre los que se asienta la regulación actual de ese
delito.
Difícilmente puede hablarse, por último, de un delito de rebelión,
pues nuestro Código Penal impone, para considerar que el delito ha sido
cometido, la existencia de un alzamiento público y violento, de modo
que deja así fuera supuestos como el contemplado, que el sentido común,
en cambio, etiqueta fácilmente como actos de rebelión.
Decíamos
antes que esto no ha sido siempre así. En el Código Penal de 1932 –el
de la Segunda República–, una declaración de independencia como la
analizada era constitutiva de delito de rebelión. Los gobiernos de
izquierda de ese periodo tenían meridianamente claro que la unidad de
España debía salvaguardarse a toda costa, incluso por la vía penal.
Cualquier ataque a la integridad de España era considerado como delito
de rebelión. En 1981, un Parlamento ya democrático reformó este tipo de
delitos y, como en la Segunda República, sancionó cualquier ataque
contra la integridad de la nación española, con independencia de que
éste tuviese lugar o no mediante alzamiento violento.
En
suma, la proclamación o declaración de independencia fue antes del
régimen democrático, y siguió siendo durante éste hasta 1995 (con el
famoso Código Belloch), un delito de rebelión contra el orden
constitucional. Hoy no lo es. Nadie en España tiene la impresión de que
esto pueda ser así, pero lo es.
De otro lado, tengamos en cuenta que, en
nuestro sistema penal actual, la desobediencia, por parte de las
autoridades, a las sentencias y decisiones judiciales sorprendentemente
no constituye un delito contra las Instituciones del Estado y contra la
División de poderes. Esa desobediencia es tratada como un delito
contra la Administración Pública, esto es, como si tal conducta afectara
al buen funcionamiento de los «servicios administrativos» y no al
«orden constitucional de la división de poderes».
Por ser más concretos, la
desobediencia a los tribunales que restablecen el derecho y declaran la
ineficacia de una independencia territorial proclamada es, hoy por hoy,
un delito contra la Administración Pública, castigado con una pena
económica de multa y otra de inhabilitación. Ni más ni menos.
Volvemos
al principio. Lo sucedido ayer se veía venir. Quizá se veía venir hace
bastantes años. Es posible que el Estado haya rebosado ingenuidad e
improvisación.
Sólo queda esperar
ahora que las vías de defensa que se pongan en marcha tengan éxito
cuanto antes. Y que se taponen las importantes vías de agua que presenta
nuestro actual orden jurídico.
* Abogado del Estado y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
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