Francia regresiva, racista y neocolonial
Pedro Costa Morata
De conflicto en conflicto, de sobresalto en sobresalto, la
Francia de Macron se revela cada vez más inerme frente a sus grandes
contradicciones como sociedad, y no digamos como símbolo de libertades
políticas y consuelo de perseguidos. Francia añade ahora, a la protesta
duradera de los “chalecos amarillos”, el rechazo callejero al nuevo proyecto de
Ley de Seguridad Global, que anuncia duras restricciones a libertades públicas
esenciales, como las de información, expresión y manifestación.
Una ley que pretende responder a los últimos atentados de
índole islamista, aportando mayor seguridad a los ciudadanos franceses (como
suelen alegar todas las leyes que conculcan libertades), pero sin ir al fondo
del asunto ni poner el dedo en la llaga, es decir, sin reconocer que, en las
relaciones con los otros, hay libertades inaceptables (es el sempiterno desafío
de l’autrui, bien tratado por la filosofía francesa cuando ha reparado,
lealmente, en los defectos del pensamiento eurocéntrico).
Ningún código deontológico de índole informativa consiente o
justifica el insulto, la burla o el menosprecio hacia los sentimientos
religiosos de nadie. Y tampoco lo permiten –sino todo lo contrario– las
declaraciones universales sobre los derechos humanos, que se explayan en el
respeto debido a las diferencias. No existe, en la actualidad, ningún marco de
libertades civiles o políticas que haya de justificar o proteger a quienes
ignoran estas prescripciones tan universales como elementales, civilizadas y
reflexivas. Tampoco es admisible que esas transgresiones sean contestadas con
la violencia, desde luego, pero cuando esta se produce debe quedar clara la
atribución de las responsabilidades de quienes generan el conflicto, máxime si
son reincidentes y les anima un impulso xenófobo o racista.
Este es el caso de las provocaciones contra el Islam que
algunos medios informativos franceses gustan de practicar, sabiendo bien a lo
que se exponen. El caso del profesor Samuel Paty, exhibiendo unas caricaturas
de Mahoma en clase de Libertad de Expresión es el epítome de la afrenta a la
libertad de expresión, con fundamento eurocéntrico y explicación xenófoba. El
castigo infligido, tan extremado, no deja de evidenciar el necio enfrentamiento
de dos fundamentalismos implacables.
Es esta una etapa francesa de más y más profunda involución
social y política a manos de gobiernos que no cejan en sus políticas
reaccionarias ni en su rotunda incomprensión de las relaciones con el Islam,
optando por la guerra interna y externa. Y tiene de protagonista de excepción a
Emmanuel Macron, un producto oportunista, pero químicamente puro, de las élites
económicas francesas, educadas en las Grands Écoles parisinas y seleccionadas
desde la cuna para asumir el poder por delegación de los intereses de las
grandes empresas y de los suyos propios. Un personaje afiliado a la ideología
más cruda de las derechas económicas, encriptada en los códigos de un poder
económico indiscutido, invasivo e insaciable; y con un estilo arrogante y cuasi
monárquico que recuerda al de Sarkozy, Chirac, Giscard y por supuesto De
Gaulle, sin dejar fuera a Mitterrand (que no rompió esa tradición personalista
y que, pasando por socialista, pronto acabó practicando políticas tan de derechas
como los demás).
No parece querer salir Francia de la paranoia antimusulmana
en la que a sí misma se encerró desde que invadió Argelia (1830) y pretendió
apropiársela eternamente al declararla un departamento más (España hizo lo
mismo con su “provincia” del Sáhara, por cierto, aunque llegado el momento del
conflicto no tuvo inconveniente alguno en desprenderse de tan amada parcela de
territorio nacional). De hecho, la espina clavada en ambos países por la
cruenta guerra colonial de 1954-62, que tan pavorosos crímenes produjo a cuenta
de Francia, sigue sangrando del lado argelino y hace imposible una auténtica
“normalización” de relaciones, sobre todo por el tratamiento netamente racista
que se sigue dispensando a los emigrados y sus descendientes, cuyo número se
acerca al medio millón.
En realidad, no se acaban de concretar los signos de
reconciliación que desde las antiguas potencias coloniales despuntan en los
escasos momentos de reconocimiento de culpa, resistiéndose a llegar hasta el
final todo el armazón reaccionario de la tradición colonial, bien construido
por los intereses económicos que siguen dominando la vida y la política de
numerosos países africanos, todos ellos influidos en mayor o menor medida, por
el Islam. Ni lo hace Francia ni, mucho menos, el Reino Unidos, las dos grandes
potencias que mantienen la esencia del colonialismo (que es la explotación de
recursos naturales y de mercados emergentes) con el control por sus empresas,
de tantas economías nacionales. Como si ignoraran el odio que todavía se les
dirige por las consecuencias de sus exacciones, por la dependencia neocolonial
que imponen y por el racismo –de pensamiento, palabra y obra– que se respira en
las antiguas metrópolis. Un odio plenamente justificado, al que no apaga la
insistencia en un comportamiento denigrante, que es una patente destacadamente
francesa. (Algo han hecho los Países Bajos y Bélgica recientemente, apelando al
refugio del lenguaje para esconder su hipocresía reconociendo los “errores” de
su pasado colonial. Como si los crímenes cometidos por Holanda en Indonesia,
Surinam y otras colonias, o por Bélgica con su infamante dominio en el Congo,
fueran un accidente involuntario.)
Francia, por su parte, somete en su círculo de sujeción
económica a una docena de países africanos mediante la presencia absorbente de
sus empresas, así como por el franco CFA, que los engancha y vincula, desde las
independencias políticas, al franco de la ex metrópoli. Unos países en los que
se permite intervenir militarmente cuándo y cómo le viene en gana, siguiendo
sus estrictos intereses económico-políticos: así hace actualmente en Mali (con
la cobertura nominal de Naciones Unidas y el apoyo, entre otros Estados, de
España) y ha hecho antes en Costa de Marfil, República Centroafricana, Chad…
sin contar con los bombardeos sobre Libia y Siria, pretendidamente
antiterroristas pero en realidad ciegos y caprichosos, con objetivos de mera
exhibición y con mucho de “recordatorio colonial”.
Francia tiene un verdadero problema con el Islam, y aunque
sabe cómo resolverlo, se deja arrastrar por el peso de la historia y sus
iniquidades, a cambio de las cuales obtuvo y obtiene pingues beneficios. En esa
misma línea, otros Estados europeos, como España, parece que han abandonado
todo intento de entendimiento, por las exigencias que para ellos supondría el
diálogo y la renuncia a toda superioridad, así como a desterrar las operaciones
militares de corte imperial.
Ante esta realidad, y esta tarea pendiente que es
apremiantemente política, pero también histórica y cultural, mejor no desviar la
inmensa deuda contraída, tanto en el pasado como en la actualidad, hacia una
cruzada por la libertad de expresión cuando ésta implica reiterar un mensaje de
superioridad y una recaída en resabios inaceptables. Ni la libertad de
expresión carece de límites ni hay que sostenerla a cualquier precio; muy al
contrario, debe someterse, en concreto, al respeto universalmente reconocido de
las creencias religiosas. Obsérvese con qué cuidado los medios satíricos
franceses se abstienen de zaherir (como hacen con Mahoma) a los más
significativos símbolos del cristianismo y –más todavía– al judaísmo y sus
profetas.
https://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2020/12/14/francia-regresiva-racista-neocolonial-costa-morata/
Nota del Blog .-De todos modos el trasfondo es más amplio ... ..https://www.lahaine.org/mundo.php/neocolonialismo-occidental-en-africa-de
No hay comentarios:
Publicar un comentario