El despliegue policial del pasado 22 de marzo, durante las Marchas por la Dignidad bajo el lema “pan, trabajo, techo y dignidad” puso de nuevo de manifiesto una tendencia policial por parte del Estado, que, ante cualquier posible alteración del orden público, se muestra en la vigilancia constante para la normalización de conductas como prueba de una ostentación del monopolio de la violencia por parte del Estado.
Con la irrupción de la crisis en nuestro país, la falta de rigidez en todos los elementos estatales es un lugar común. Dicha debilidad se caracteriza por el deterioro gubernamental que se manifiesta en la política de partidos, la apatía del electorado, los anacronismos institucionales y la inutilidad de la sublevación ante situaciones intolerables (desahucios, políticas de austeridad, precarización de los servicios públicos tales como educación y sanidad...). De modo que, para romper con esta visión de fragilidad, nada conveniente para gobernar como sabía Maquiavelo, el Estado despliega hasta sus últimas consecuencias el monopolio de su poder desde la disposición espacial de mecanismos disciplinarios de represión y de control. La violencia, como principal catalizador de la moral, será fundamental para definir nuestro Estado como un Estado policial que posee, no sólo el monopolio de la violencia, sino también de la fuerza. En ese mismo sentido, moralizador y moralizante, se realizaban las torturas y las ejecuciones públicas como elemento de castigo visible de una conducta que había que evitar.
Si el ejercicio del poder está ligado a la forma y la ejecución del Derecho positivo, con laLey de Seguridad Ciudadana se dibuja el silencioso cauce que camina de la propiedad de la violencia legítima por parte del Estado a un desvío de competencias donde la policía usurpa las atribuciones y funciones del juez. Este desvío de competencias será fundamental para entender el devenir de nuestro Estado como un Estado policial sumido en el miedo y el pánico que garantiza una paz armada desde la inversión del aforismo de Clausewitz: “La política es la continuación de la guerra por otros medios”.
En esta política de guerra, para impedir que se realicen determinadas acciones, basta con la estigmatización violenta por parte del Estado hacia todos aquellos elementos que se desvíen de la norma como forma más efectiva de dominación. El castigo más común por parte del Estado (exceptuando las penas de cárcel) se ejecuta en la alteración pública del orden de la ciudad por parte de asambleas y manifestaciones que obstaculizan el estado normal de la ciudad, la libre circulación de personas y, sobre todo, de mercancías pues la función de calles y avenidas están reservadas para el uso exclusivo del capital financiero –como si las calles no hubieran sido hechas para transitarlas y para utilizarlas como espacio público–. No debemos olvidar que la fuerza policial se creó en el siglo XVII, no sólo para garantizar la ley y el orden, sino sobre todo para asegurar los recursos urbanos, la higiene y los niveles necesarios para favorecer sin altercados la artesanía y el comercio. De modo que el enemigo es el ciudadano que desacraliza los espacios del capital para utilizarlos como forma visible de protesta, convirtiéndose en un elemento subversivo del orden público que hay que eliminar –hecho que parece más propio de una dictadura que de una democracia moderna, dicho sea de paso–.
Pero ¿qué quiere decir exactamente que el ciudadano, en el que reside el poder en democracia, ha devenido enemigo del Estado? Por tomar un ejemplo, en el año 2012 los estudiantes del Instituto público de Educación Secundaria y Bachillerato Lluis Vives de Valencia, se manifestaron para pedir recursos y un mejor servicio de la educación pública. Esa revuelta costó la detención de 251 estudiantes que fueron considerados como enemigos de Estado y tuvieron que ser cesados de sus protestas desde la violencia y el abuso policial por reclamar un servicio público de calidad. El ciudadano insubordinado visto desde los principios regulativos de gobierno, es un ciudadano peligroso que vive con el estigma de la criminalización en claro desacuerdo con la política, la razón y la moral del Estado.
De los casos ocurridos de prevaricación, tratos inhumanos y/o degradantes, torturas y homicidios cometidos por las autoridades (Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y policía autonómica o local), sólo una pequeña parte se judicializay, de ésta, una parte mucho menor obtiene una sentencia condenatoria. Por otro lado, el Gobierno, a través del ministro de Justicia, otorga indultos a estos cuerpos mostrando sus estrategias abusivas de poder. El riesgo de condena para los protagonistas o acusados es por tanto bajo. Pero, con la Ley de Seguridad Ciudadana, el riesgo se reduce más; la actuación policial ya no sólo tendrá presunción de veracidad ante un juez, sino que “constituirá base suficiente para adoptar la resolución que proceda”. De esta manera todos los actos de autoridad vincularán con la fuerza de 'cuasi sentencias', dejando al juez la única posibilidad de un juicio a posteriori meramente corroborativo de la actuación policial. El poder del agente en cuanto narrador cualificado y veraz de la realidad supone un peligro inasumible para la seguridad jurídica y el Estado de Derecho.
Pero, ¿cómo es posible que un poder político que nació contractualmente para salvaguardar la seguridad de todos y que ha colocado la vida y nuestra continuidad biológica bajo su gestión, mate, reclame la muerte, la demande y ejercite la violencia entre sus ciudadanos para garantizar su supervivencia?
Si todo lo que constituye, excluye, todo aquel que no piense y/o actúe según esa razón de Estado es categorizado como enemigo público, introduciéndose un resorte en la opinión pública que coloca al disidente bajo la atmósfera de “sospechoso”, “extraño” o “peligroso”, criminalizando una serie de conductas que en principio están garantizadas en el Estado de Derecho, a saber, la libertad de expresión y su uso público. Esta imposibilidad produce una moral dualista autorizada (no te manifiestes, no abortes, no te cases si eres homosexual, los toros bien, los catalanes mal…), fabricando un espacio que posee un adentro y un afuera. Lo que queda afuera de esos imperativos se vuelve inmoral y termina por sobrepasar el ámbito de lo moral con elementos jurídicos, es decir, con leyes (del aborto, de la Seguridad Ciudadana...).
Puede decirse que el hecho, hasta que se convierte en derecho, pasa por la persecución, la tolerancia y el reconocimiento. Si estamos tolerando un estado policial de hecho, la inercia legislativa irá reconociéndolo y cristalizándolo en forma de ley. Las prohibiciones (el afuera) se convierten en leyes (el adentro) por su uso. De esta praxis se aprovecha el partido que se encuentre en ese momento en el gobierno. Decía Beccaria que un Estado no puede practicar lo que condena y de hecho (y derecho) no puede hacerlo. Pero el Gobierno del Partido Popular no sólo ha patentizado a golpe de decreto su carácter autoritario y represor, sino que, haciendo gala de él, se ha convertido en el mayor y más cualificado violador de la Constitución y de los derechos humanos de nuestra democracia en un ejercicio inaudito de irresponsabilidad e ideología. Al mismo tiempo se ha introducido en ese adentro de expresiones y palabras como: “vida”, “sentido común”, “sostenibilidad”, “estabilidad”, “matrimonio”, “familia” ... Por esta apropiación indebida, el partido que se encuentre en el poder se convierte automáticamente en garante de esos principios obteniendo un monopolio moral sobre el concepto e imponiendo su interpretación como la única correctadesterrando cualquier posibilidad de disidencia.
El Partido Popular siempre ha dado muestras de autoritarismos y nostalgia franquista convirtiendo al ciudadano en el enemigo central del Estado. En 2003, bajo la presidencia José María Aznar, se aprueba la Ley Orgánica 7/2003, de 30 de junio, de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas que vino a corregir lo que en su día se calificó como "deficiencias" de la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria (de corte progresista, desarrolla el mandato constitucional -art. 25.2- de la reeducación y reinserción social de presos y penados, antes "fin primordial" en la Ley hoy convertido por el Tribunal Constitucional en "criterio orientador"). El castigo para un reo deviene doble: por una lado la condena (el adentro) y por otro la exclusión social (el afuera).
El PSOE también ha dado pasos por la senda del autoritarismo, como demostró la aprobación de a Ley Orgánica 1/1992 de 21 de febrero de protección de la seguridad ciudadana, durante el Gobierno de Felipe González, comúnmente como conocida Ley Corcuera o ley de la patada en la puerta. Esta ley permitía a los agentes de la autoridad la entrada y registro en domicilios sin la preceptiva autorización judicial, identificación arbitraria de “sospechosos” y la posibilidad de detener a personas sin que estas pudieran valerse de asistencia letrada. La Sentencia del Tribunal Constitucional 341/1993 anula las entradas en viviendas pero mantuvo vigente el resto del texto hasta la aprobación de su sucesora.
De manera conjunta, PP y PSOE han aprobado recientemente el nuevo Pacto Antiterrorista con la consiguiente modificación del Código Penal y la introducción en él de una vaga y extensiva definición de terrorista: protestar en un desahucio, tuitear sobre protestas con altercados, o interrumpir celebraciones religiosas podrían ser calificados como actos terroristas según el nuevo texto. La medida se justifica por el riesgo de sufrir atentados yihadistas pero en realidad deja intacto ese riesgo y, sin embargo crea un nuevo nicho penal para castigar conductas que hasta ahora no eran consideradas terroristas. Inspirada, quizá, en la USA Patriot act. de 21 de octubre de 2001 (Ley Patriota Americana), no previene el riesgo real de padecer violencia terrorista, sino que viene a castigar y a limitar el ejercicio ciudadano de la discrepancia.
En ese mismo sentido, la teoría jurídica española y la ley proporcionan garantías que el legislador no puede obviar. Desde de una vinculación positiva que va de la Administración a la Ley hasta vinculación negativa que va del ciudadano a la ley. Estas dos posturas condensadas en el artículo 9.3 de la Constitución Española vienen a decirnos que la Administración puede hacer lo que la Ley le permita y el ciudadano lo que la Ley no le prohiba. Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad (a las órdenes del Ministerio del Interior y órganos análogos de las comunidades autónomas) imponen por la vía de hecho una autoridad que no se ajusta al mandato normativo amparándose en la falta de control y en su recién ampliado marco de impunidad (“es por la seguridad”, “por el bienestar de la ciudadanía”…), suspendiendo derechos por estos conceptos e instaurando de hecho un estado policial de vigilancia de conductas a través de la fuerza de autoridad con respecto a la masa social desde fines filantrópicos y bienpensantes.
Otra problemática está en el ordenamiento administrativo que adolece de una hipertrofia normativa que produce inseguridad jurídica. La masificación de conductas y normas en los distintos ámbitos administrativos, las continuas contradicciones en las que incurre y su utilización como parapeto de la Administración frente a las personas, convierte la norma administrativa en una herramienta únicamente útil para el administrador. Este hecho se ve agravado por la reforma del Código penal y la entrada en vigor de la Ley de Seguridad Ciudadana que extrae conductas del Código Penal para transformarlas en conductas administrativas sancionables, con la consiguiente pérdida de garantías para el justiciable, dejando sin amparo constitucional y legal los derechos que nos son reconocidos en el artículo 24 de la Constitución Española, así como en todos los tratados que obligan a España en materia de derechos humanos y son desarrollados en nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal (con mejor o peor fortuna).
Por todo lo anterior se produce una situación de desamparo y vulnerabilidad, un vacío de poder democrático que los agentes autoritarios aprovechan para suplantar. Si las situaciones fueran tan peligrosas como describe la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, ¿qué impide al Gobierno declarar –con su mayoría absoluta– el estado de alarma, excepción o de sitio? Si el riego fuera real, en coherencia con lo establecido, se podría declarar alguno de esos estados. Queda así intuida una estrategia más sutil, progresiva; no una brutal caída sino una suave pendiente por la que decreto a decreto se deslizan cada día directos hacia la literatura nuestros derechos civiles. Justificado por un elevado riesgo social que sólo enmascara intereses parciales y poco confesables (ideológicos e incluso religiosos), lo que la ley tiene de justo se pliega ante lo que la ley tiene de fuerza.
Pero una cosa es clara, siempre que exista una forma de poder, existirá una forma de resistencia. De este modo surge una tríada indisoluble de nociones que hay que revisar, a saber, poder-violencia-resistencia. En primer lugar, el poder puede definirse sólo abstractamente como una acción sobre acciones que sólo es identificado cuando se ejecuta, es decir, en acto (cuando se realiza un desahucio, cuando se reprime una manifestación, cuando se detiene a alguien...). En este sentido, gobernar será el resultado de estructurar el campo de acción eventual de otros sobre el campo de las posibilidades que pueden darse en sociedad, es decir, sobre lo posible. Asimismo, el poder sólo se ejerce sobre "sujetos libres" y mientras son "libres". Con ello entendemos que los sujetos individuales o colectivos tienen ante sí un campo de posibilidad en el cual se pueden dar diversas conductas, diversas reacciones y diversos modos de comportamiento que estarán (a la vez y al mismo tiempo) dentro y fuera de la ley.
Pero hay algo imposible o no pensado, algo que no está calculado desde la razón de Estado y que puede recibir el nombre de acontecimiento, donde ninguna de esas acciones está planificada, como sucedió el domingo 15 de mayo de 2011, cuando ninguna autoridad había previsto en qué devendría dicho acto. Para controlar estas acciones no planificadas, se ejerce la violencia como garante normalizador y normalizante de acontecimientos imprevisibles que se salen del cauce normativo de la razón estatal. Si la ley prohíbe determinadas acciones, el tejido social generará otras diferentes aún no calculadas que se resistan a esas fuerzas de poder.
Si la protesta ciudadana no sirve como herramienta política de cambio, una ley que la castigue sólo puede ser válida (jurídicamente positiva) pero no efectiva (transformadora de hechos y realidades). Puestos a observarla desde el lado positivo, es una ley que castiga conductas obsoletas y por tanto es una ley nueva que nace antigua y privilegia lo posible en tanto no reprime nuevas formas de transformación social e incluso las desconoce. No deja de ser peligrosa por lo arbitrario de sus sanciones (y por lo posible de las acciones), pero, al desincentivar conductas obsoletas e inútiles, se vuelve urgente -e incluso inevitable- la creación de nuevas formas más efectivas de reivindicación. Por ese camino, el tejido social buscará nuevos cauces por donde desbordar los diques del poder.
Por tanto, una ley que condene la protesta urbana al lugar donde los no-resultados deberían haberla expulsado ya, sin alabar el hecho que supone el recorte de libertades, es un toque de atención para la creación de nuevas formas de protesta y resistencia. Sin embargo, en su falta de planificación, el Gobierno no ha contado con los efectos a medio plazo de la ley, ya que cualquier potencia reprimida acaba retornando siguiendo la máxima freudiana de que en el inconsciente, como en la Historia, todo lo reprimido retorna. De este modo el Gobierno corre el riesgo de conseguir lo que precisamente pretendía evitar, que se inventen nuevas formas de protesta más efectivas que las prohibidas por su obsolescencia (aunque no sea consciente de este hecho cuando bloquea instrumentos inoperantes). En un artículo reciente, el catedrático José Luis Pardo nos recuerda que “necesitamos urgentemente nuevos órganos de escucha”, refiriéndose con estos órganos a nuevas formas de expresión que están por inventarse, a nuevas formas de resistencia contra nuevas formas de poder y a desechar aquellas que no resultan efectivas aunque hayan polarizado el sentido de la Historia.
Nota del Blog...
El Código Penal reinstaura la cadena perpetua, abolida en España
en 1928. Es totalmente anticonstitucional. . Se opone a redención
por penas . Base de nuestra tradición penal ilustrada articulada en la Constitución .La reforma del Código Penal en materia de
terrorismo que verá la luz este jueves con los votos a favor del
Partido Popular también establece que las filtraciones
periodísticas serán consideradas como delitos de terrorismo.
Así se deriva del artículo 197 bis de la norma: “El
que por cualquier medio o procedimiento vulnerando las medidas de seguridad
establecidas para impedirlo, y sin estar debidamente autorizado, acceda
o facilite a otro el acceso al conjunto o una parte de un sistema
de información o se mantenga en él en contra de la voluntad de quien tenga el
legítimo derecho a excluirlo, será castigado con pena
de prisión de seis meses a dos años”.
Luego de publicar esto , leo hoy sábado que el PSOE lo recurrirá al Tribunal Constitucional.