Aranceles ficticios: descifrando lo nunca acordado
Por Alejandro Marcó del Pont |
05/08/2025
El 22 de abril de este año, Donald Trump concedió una
entrevista a TIME en la Casa Blanca con un titular revelador: «100 días de
Trump«. Entre referencias a China y a Nvidia —dos retrocesos escandalosos en
sus negociaciones—, hubo una afirmación que pasó desapercibida para muchos pero
que encapsula la esencia de su estrategia comercial:
TIME: «Todavía no se ha anunciado ningún acuerdo. ¿Cuándo lo
harán?»
Trump: «He cerrado 200 tratos de aranceles.»
TIME: «¿Doscientos?»
Trump: «100%»
La declaración, tan grandilocuente como vaga, no era casual.
Tras meses de teatralidad, el equipo de Trump ha acelerado la firma de
supuestos acuerdos con la urgencia de quien sabe que el reloj político corre en
su contra. Bajar las tasas de interés, refinanciar la deuda, relanzar la
industria nacional o desclasificar los archivos de Jeffrey Epstein son promesas
incumplidas que ya no bastan para sostener su narrativa de éxito.
Los hogares estadounidenses, por su parte, comienzan a
entender que los aranceles trumpistas son, en realidad, un impuesto al consumo
disfrazado. Peor aún, los tribunales podrían dictaminar pronto que la potestad
arancelaria reside en el Congreso, no en el presidente. Trump negocia contra
reloj y sus anuncios —a menudo simples relatos sin sustento legal— buscan más
titulares que soluciones.
De los seis pactos que Trump asegura haber cerrado con
socios comerciales antes del 1 de agosto —fecha límite autoimpuesta— solo uno
está firmado: el del Reino Unido en mayo. Pero incluso ese acuerdo fue un
esbozo de generalidades, donde ambos gobiernos prometieron «seguir negociando»
los detalles. Los demás, con la UE y países asiáticos, son meras declaraciones
de intenciones, cuyos términos varían según quién los relate.
El caso europeo es paradigmático. El supuesto compromiso de
comprar 750.000 millones de dólares en energía estadounidense —gas natural,
crudo y reactores nucleares— choca con la realidad: en 2024, las exportaciones
energéticas de EE.UU. a la UE sumaron 74.300 millones. Cuadruplicar esa cifra
anual (250.000 millones) es, en palabras de economistas, «inalcanzable». La
retórica trumpista ignora un hecho elemental: Bruselas no puede obligar a sus
miembros a comprar energía ni armas sin el aval del Consejo Europeo.
Y aquí reside el verdadero quid. Trump vinculó los aranceles
a la compra de «vastas cantidades» de armamento estadounidense, aprovechando la
narrativa europea ante Rusia. Pero la Comisión Europea no tiene competencias en
defensa, y cualquier acuerdo vinculante exigiría un mandato unánime de los 27.
Lo mismo ocurre con las promesas de inversión: los 600.000 millones que
Bruselas «garantizó» hasta 2028 dependen de empresas privadas sobre las que la
UE no tiene autoridad.
Japón ofrece un guion similar. Trump celebró como «inédita»
la promesa nipona de invertir 550.000 millones en EE.UU., pero Tokio aún
intenta descifrar qué firmó exactamente. Está luchando por comprender: (a) qué
acordó y (b) cómo evadir la interpretación que el equipo de Trump hizo del acuerdo.
El primer ministro Shigeru Ishiba habló de «préstamos e inversiones privadas»,
no de fondos públicos. Y cualquier acuerdo escrito deberá pasar por el
Parlamento japonés, ahora con una creciente bancada ultranacionalista de «Japón
Primero».
La desesperación de Tokio es comprensible: su Constitución
impuesta por Estados Unidos en 1947 después de Hiroshima y Nagasaki, lo obliga
a depender del paraguas nuclear estadounidense. Pero el costo es alto. Mientras
Detroit protesta por el arancel del 15% a los autos japoneses (frente al 25%
que pagan las plantas de General Motors, Ford y Chryslede en México y Canadá),
Toyota, Honda y Nissan sonríen.
En el Sudeste Asiático, el caos es aún mayor. Vietnam no ha
confirmado el «acuerdo» que Trump anunció en redes sociales. Filipinas no ha
detallado su vaga promesa de «colaboración militar». Indonesia desmintió que
levantará su prohibición a exportar níquel en bruto —clave para el acero
inoxidable—, aclarando que solo venderá mineral procesado. Y Brasil, pese al arancel
del 50% decretado por Trump, logró exenciones para 694 productos, desde aviones
hasta jugo de naranja, lo más importantes quedaron fuera. Solo el café y la
carne tendrán aranceles del 50%, por el momento.
Este mosaico de medias verdades no es improvisado. Trump
sabe que, en política comercial, la percepción importa más que los hechos. Sus
«acuerdos» son herramientas de presión psicológica: obligan a los socios a
negociar bajo la amenaza de tweets y titulares. Pero cuando se examinan los
papeles, la realidad es otra:
1. Los números no cuadran. Las cifras billonarias son
«aspiracionales», sin mecanismos de cumplimiento.
2. Las instituciones limitan. Ni la UE ni Japón pueden
comprometer fondos públicos sin aprobación parlamentaria.
3. Los perdedores son locales. Los aranceles encarecen
insumos para la industria estadounidense, mientras las automotrices asiáticas
ganan ventajas.
Detrás de la fachada, Trump no ha «revolucionado» el
comercio global. Solo lo ha distorsionado con una estrategia de «acuerdos fantasmas»:
pactos que existen en sus ruedas de prensa, pero no en los registros oficiales.
Mientras, el verdadero legado de su política arancelaria —inflación,
desconfianza y fragmentación— lo pagarán los consumidores y las pymes.
Trump sabe que los aranceles no darán el resultado esperado.
Pero en su cálculo, el relato de victoria vale más que la victoria misma.
Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/08/03/aranceles-ficticios-descifrando-lo-nunca-acordado/
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