sábado, 9 de agosto de 2025

El derecho internacional del más fuerte

 Los orígenes del “doble rasero”

El derecho internacional del más fuerte

 ¿Podemos imaginar relaciones internacionales codificadas e impuestas al resto del mundo por países de América Latina, África, el Cáucaso o Asia? Difícilmente, y por un buen motivo: desde el siglo XVII, el derecho internacional ha reflejado los intereses de las grandes potencias. Sin embargo, sus formas contemporáneas, como las Naciones Unidas, siguen siendo el recurso –por desgracia, a menudo impotente– de los Estados dominados.

por Perry Anderson,

 febrero de 2024

 El derecho internacional, en su acepción contemporánea, evoca indefectiblemente la idea de relaciones entre Estados soberanos. En occidente se considera que estas empezaron a cobrar una forma más o menos codificada con los tratados de Westfalia, firmados en 1648 y con los que se puso fin a la guerra de los Treinta Años. Sin embargo, el nacimiento de un corpus teó­rico sobre el asunto precedió a ese momento fundacional, ya que se ­remonta a la década de 1530 y a los escritos del teólogo español Francisco de Vitoria. Más que a las relaciones entre los Estados de Europa –de los cuales España era por entonces, con mucho, el más poderoso–, Vitoria se interesó por las que los europeos (empezando, claro está, por los españoles) mantenían con las poblaciones de las Américas, recientemente descubiertas.

 Apoyándose en el ius gentium o ‘derecho de gentes’ romano, Vitoria pasó revista a los posibles fundamentos del derecho que asistía a los españoles para conquistar el Nuevo Mundo. ¿Era porque las tierras acaparadas estaban deshabitadas? ¿Porque el papa las había asignado a la Corona española? ¿Porque para los cristianos era un deber convertir a los paganos, si era preciso por la fuerza? Acabó rechazando todos estos motivos para presentar otro: los salvajes que poblaban las Américas habían violado un derecho universal: el “derecho de comunicación” (ius communicandi), que amparaba la libertad de viajar y comerciar donde fuera, unida a la de predicar la verdad cristiana a los indígenas. Habida cuenta de que los indios –como los llamaban los españoles– ponían impedimentos al ejercicio de estas libertades, los españoles estaban en el derecho de responder con las armas, construir fortalezas y confiscar tierras. Y, si los indios se obstinaban en su empeño, merecían el destino reservado a los peores enemigos: el expolio y la servidumbre (1). En otras palabras: la dominación española era perfectamente legítima.

 El primer pilar verdadero de lo que seguiría llamándose “derecho de gentes” durante cerca de doscientos años fue levantado, pues, para justificar el expansionismo español. El segundo –aún más crucial– fue obra del diplomático neerlandés Hugo Grocio, de comienzos del siglo XVII. En nuestros días, Grocio es conocido (y admirado) por su tratado Del derecho de la guerra y de la paz (De iure belli ac pacis), que data de 1625. Pero como comenzó a dejar su sello en el derecho internacional moderno fue con una obra redactada unos veinte años antes. En Del derecho de presa (De iure praedae) fundaba en derecho un episodio de pirateo sin precedentes que había dado que hablar en toda Europa: uno de sus primos, capitán en la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, había atacado un buque portugués y se había hecho con su cargamento de cobre, seda, porcelanas y plata por un valor que ascendía a tres millones de florines, el equivalente a los ingresos anuales de Inglaterra. En el decimoquinto capítulo de su ensayo, publicado más tarde de forma separada con el título De la libertad de los mares (Mare Liberum), Grocio explicaba que la alta mar debía ser una zona de total libertad tanto para los Estados como para las empresas privadas que contaran con un ejército. Por consiguiente, su primo actuó conforme a derecho. Así fue como el imperialismo comercial neerlandés se vio, a su vez, jurídicamente justificado.

Justificar la expansión europea

 Cuando apareció Del derecho de la guerra y de la paz, los Países Bajos habían extendido sus pretensiones a las posesiones terrestres, en concreto arrancando una parte de Brasil de manos de los portugueses. En su célebre tratado, Grocio proclamaba el derecho de los europeos de hacer la guerra a todo pueblo cuyas costumbres juzgaran bárbaras, incluso en ausencia de provocación. Era el ius gladii o ‘derecho de espada’: “Es preciso saber también que los reyes, y quienes tienen un poder igual al de los reyes, tienen derecho a infligir castigos no solo por las injurias cometidas contra ellos y sus súbditos, sino también por las que, sin incumbirles de manera particular, violan en demasía el derecho de la naturaleza o el de gentes en cualquier persona” (2). Dicho de otro modo: daba permiso para atacar, conquistar y matar a quienquiera que se interpusiese en el camino de la expansión europea.

A estos primeros cimientos del derecho internacional moderno (el ius communicandi y el ius gladii) se añadieron dos argumentos más que justificaban las empresas colonizadoras. Thomas Hobbes halló un pretexto en la demografía: mientras que Europa estaba superpoblada, las lejanas tierras de los cazadores recolectores contaban con tan pocos habitantes que los colonos europeos tenían derecho, no a “exterminar a los habitantes que encuentren allí, sino que se les ordenará vivir con ellos y no cubrir una vasta extensión de terreno para apoderarse de lo que encuentren” (3). Una vía abierta a la creación de reservas como las que más adelante alojarían a las poblaciones nativas norteamericanas. (Por supuesto, si las tierras podían simplemente declararse deshabitadas, ni siquiera hacía falta complicarse con el anterior razonamiento). John Locke reforzó esta idea comúnmente aceptada al precisar que era totalmente legal confiscar los territorios codiciados a las poblaciones instaladas en ellos si estas no habían sabido darles el “mejor uso”. Mejorar la productividad de los suelos equivalía, en efecto, a cumplir la voluntad divina (4). Así pues, el colonialismo europeo de finales del siglo XVII estaba perfectamente equipado de una bonita panoplia de justificaciones.

 En el siglo siguiente, fueron las relaciones entre Estados europeos las que se convirtieron en el tema principal de los escritos dedicados al derecho internacional, y hubo varios pensadores de la Ilustración, como Denis Diderot, Adam Smith e Immanuel Kant, que pusieron en duda la moralidad de las usurpaciones coloniales (por más que no apelaran a dar marcha atrás). El más notable de los tratados escritos durante este periodo fue el del filósofo suizo Emer de Vattel, El derecho de gentes (1758). En él, Vattel observaba con frialdad: “La tierra pertenece al género humano para su subsistencia. Si desde el principio se hubiera apropiado cada nación de un vasto país para vivir solo de la caza, de la pesca y de los frutos silvestres, no sería suficiente nuestro globo para la décima parte de los hombres que lo habitan ahora. No nos apartamos por consiguiente de los designios de la naturaleza reduciendo a los salvajes a límites más estrechos” (5). Pese a que en este punto Vattel se inscribía en la estela de sus predecesores, su obra supuso un giro conceptual al proponer una versión más laica del derecho internacional. El expansionismo siguió apelando a la religión, pero esta pasó a un segundo plano.

 De conformidad con las convenciones diplomáticas de su tiempo, Vattel partía del principio de que todos los Estados soberanos eran iguales. El Congreso de Viena, celebrado en 1814 y 1815, rompió con esta visión e instauró una jerarquía oficial en el propio interior de Europa al identificar cinco “grandes potencias” –Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia y Francia– que se beneficiaban de privilegios especiales. Este sistema, al principio destinado a consolidar la ­coalición contrarrevolucionaria que había derrotado a Napoleón y que había restaurado las monarquías por todo el continente, se mantuvo hasta bastante pasado el periodo de la Restauración en sentido estricto. En 1883, el gran jurista escocés James Lorimer bien podía escribir que el principio de la igualdad de los Estados había sido refutado por la historia.

 En un contexto en el que el imperialismo europeo ya no solo tenía en su punto de mira a pueblos inermes, sino a vastos imperios (principalmente asiáticos) y otras naciones desarrolladas más capaces de defenderse, se plantearon nuevas cuestiones: ¿cómo debían clasificarse esos Estados?, ¿disfrutaban de los mismos derechos que las potencias europeas? El Congreso de Viena había respondido implícitamente a ambas preguntas al prohibir al Imperio otomano participar en el concierto europeo que estaba organizando. Aun cuando su proscripción hubiera podido explicarse por consideraciones religiosas, otra fue la doctrina que cobró forma a lo largo de las siguientes décadas, la del “criterio de civilización”: los europeos solo aceptarían tratar como iguales a aquellos Estados que juzgaran “civilizados”.

 El criterio de civilización incluía en su lista negra tres categorías de Estados: los Estados “criminales” (o Estados “canallas”, en la terminología contemporánea), como la Comuna de París o las sociedades musulmanas fanáticas, a los que habría que añadir Rusia si por ventura cedía a los cantos de sirena nihilistas; los Estados semibárbaros, que no se oponían como los precedentes a las normas de la civilización europea, pero que tampoco las encarnaban, como en el caso de China o Japón; y, por último, los Estados “impotentes” o “decadentes” (hoy los llamaríamos Estados “fallidos”), que desde luego no podían ser considerados unos actores responsables. Además de ser excluidos de la comunidad internacional propiamente dicha, las naciones del primer y tercer grupo debían ser aplastadas por la fuerza de las armas. Como explicaba Lorimer, “el comunismo y el nihilismo están condenados y prohibidos por el derecho internacional” (6).

“Las naciones civilizadas”

 En 1884, la Conferencia de Berlín selló el destino de África tal y como el Congreso de Viena selló el de Europa. Los Estados europeos reunidos en la capital alemana se repartieron el pastel colonial, y el pedazo más grande se lo quedó Bélgica –el mismo país en el que el derecho internacional estaba en trance de constituirse como disciplina– bajo la forma de una empresa privada dirigida por el rey. El Instituto de Derecho Internacional, fundado en Bruselas unos diez años antes, celebró estas nuevas ­adquisiciones.

 A la Primera Guerra Mundial le siguió una nueva cumbre internacional: la Conferencia de Paz de París. Organizada por las potencias victoriosas –Inglaterra, Francia, Italia, Japón y Estados Unidos–, dio lugar en 1919 a la firma del Tratado de Versalles, que fijó las sanciones impuestas a Alemania, redibujaba el mapa del este europeo y distribuía los territorios nacidos del desmembramiento del Imperio otomano. Y, sobre todo, dio a luz la Sociedad de Naciones, una instancia internacional encargada de garantizar la “seguridad colectiva” y asegurar el establecimiento de una paz y una justicia duradera entre Estados. Washington tuvo buen cuidado de hacer que en el propio Pacto de la Sociedad de las Naciones –como uno de los instrumentos “que aseguran el mantenimiento de la paz”– figurara la doctrina Monroe, que convertía América Latina en el patio trasero del país. En cuanto al Tribunal Internacional de Justicia creado en La Haya por esta misma conferencia, aún hoy sigue refiriéndose, en su artículo 38, a los “principios generales de derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. Entre los autores de sus estatutos se encontraba el autor de una relación de 600 páginas en la que se defendía la admirable gestión de la Administración belga en el Congo.

 El Senado de Estados Unidos acabó pronunciándose en contra de la adhesión a la Sociedad de Naciones, pero no por ello la nueva institución dejó de reflejar fielmente las exigencias de los países que salieron triunfantes de la guerra. Los otros cuatro vencedores fueron, pues, gratificados con la condición exclusiva de miembros permanentes del Consejo de la Sociedad de Naciones, el precedente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Indignada por este patente desequilibrio, Argentina se negó de inmediato a participar en la institución, siendo imitada en 1926 por Brasil, cuya solicitud de que se concediera un puesto permanente a un país de América Latina había sido rechazada. Veinte años después de la creación de la Sociedad de Naciones, esta fue abandonada por no menos de otros ocho países del subcontinente, tanto pequeños como grandes.

 Al final de la Segunda Guerra Mundial, se volvieron a barajar las cartas. La supremacía de los países europeos –en su mayor parte en ruinas o aplastados por la deuda– pertenecía al pasado. Creada en San Francisco en 1945, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) perpetuó el principio jerárquico heredado de la Sociedad de Naciones. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad tenían incluso más peso que sus predecesores gracias a su derecho de veto. El nuevo sistema, sin embargo, señalaba el final del monopolio occidental, ya que, junto a Estados Unidos y al lado de una Francia y un Reino Unido muy venidos a menos, ahora se sentaban la Unión Soviética y China. A lo largo de las siguientes dos décadas, con la aceleración de los procesos de descolonización, la Asamblea General de la ONU se transformó en un foro en el que se manifestaban requerimientos y se votaban resoluciones cada vez más incómodas para Washington y sus aliados.

 En su impresionante ensayo El nomos de la tierra, publicado en 1950, Carl Schmitt subrayó hasta qué punto el concepto de derecho internacional en el siglo XIX fue específicamente europeocentrista. Así, según él, nociones supuestamente universales, como “civilización”, “humanidad” o “progreso”, que irrigan el pensamiento y la fraseología de la diplomacia, solo eran juzgados válidos cuando se les agregaba el adjetivo “europeo”. Pero Schmitt añadió que, en el momento en el que escribía, ese antiguo orden de cosas estaba en declive (7). Por supuesto, Europa no ha desaparecido, solo ha sido engullida por una de sus propias prolongaciones territoriales: Estados Unidos. Lo que lleva a uno a preguntarse en qué medida, desde 1945, el derecho internacional sigue siendo una criatura ya no europea, ­sino de un Occidente gobernado en la actualidad por la superpotencia norteamericana.

 Pero, de hecho, ¿cómo definir la naturaleza de ese derecho? A este propósito, Thomas Hobbes brinda una respuesta inequívoca: lo que instaura el derecho no es la verdad, sino la autoridad, o, como escribe: “Los convenios, cuando no hay temor a la espada, son solo palabras” (8). A falta de una autoridad identificable e investida del poder de dictar el derecho internacional o de hacerlo respetar, este deja de ser un derecho para reducirse a una simple opinión. A menudo olvidamos que, por llamativo que les resulte a los juristas y abogados internacionales de nuestros días –en su gran mayoría progresistas–, también el mayor filósofo liberal del siglo XIX, John Stuart Mill, llegó a esta misma conclusión. En respuesta a las críticas formuladas a propósito de la efímera II República francesa, que se había puesto de parte de la insurgencia polaca frente a la dominación prusiana, Mill escribió en 1849 que “solo es posible mejorar la moralidad internacional violando las reglas establecidas. […] [Donde] solo hay costumbre, el único modo de alterarla es actuando en oposición a ella” (9).

 Mill se expresaba desde un espíritu de solidaridad revolucionaria en un tiempo en que el derecho internacional, desprovisto de toda dimensión institucional, apenas era sino una fórmula hueca esgrimida por los dirigentes políticos para justificar acciones que servían a sus intereses, y en el que todavía no existían abogados especializados en este ámbito. A principios de la década de 1880, lord Salisbury ­podía afirmar ante el Parlamento británico: “El derecho internacional en el sentido habitual de la palabra ‘derecho’ no existe. Deriva, esencialmente, de los prejuicios de quienes redactan los manuales. Y ningún tribunal puede obligar a que se respete” (10). Un siglo más tarde, la institucionalización estaba en su apogeo. A la Carta de las Naciones Unidas y al Tribunal Internacional de Justicia se añadieron todo un ejército de abogados profesionales y una disciplina universitaria en constante expansión.

 El derecho internacional tal y como se desarrolló a partir de 1918 –y cuya evolución seguimos contemplando hoy en día– se caracterizaba, según Carl Schmitt, por su naturaleza profundamente discriminatoria (11): las guerras libradas por los amos del sistema eran intervenciones desinteresadas con vistas a preservar el derecho internacional; las libradas por cualquier otro eran empresas criminales que violaban ese mismo derecho. Esta característica distintiva no ha dejado de reforzarse desde entonces, y en un doble sentido: por un lado, tenemos un derecho que ni siquiera finge tener una fuerza coercitiva en el mundo real, lo que lo asimila a una aspiración sin sustancia o, dicho de otro modo, a una pura y simple opinión; por otro lado, las potencias dominantes actúan más que nunca a su buen entender, bien sea en nombre o a despecho del derecho internacional. El recurso a la agresión no es, por lo demás, privativo de la potencia hegemónica, ya que hemos visto guerras de invasión emprendidas de manera unilateral, ya distorsionando, ya infringiendo abiertamente las reglas del derecho: Reino Unido y Francia contra Egipto, China contra Vietnam, Rusia contra Ucrania, por no hablar de actores de menor envergadura como Turquía contra Chipre, Irak contra Irán o Israel contra Líbano.

 En el mismo momento en que se constituía la ONU –encarnación última del derecho internacional, cuya Carta consagra la soberanía y la integridad de los países miembros–, Estados Unidos se aplicaba a violar esos principios. A unos cuantos kilómetros de donde se celebraba la conferencia inaugural en San Francisco, un equipo de la inteligencia militar estadounidense estacionado en el Presidio –una antigua fortificación española convertida en base militar– interceptaba la mayor parte de los cables intercambiados entre las delegaciones y sus países de origen. Los comunicados acababan al día siguiente en la mesa del secretario de Estado, Edward R. Stettinius, que los revisaba mientras tomaba el desayuno. Como escribe el historiador Stephen Schlesinger con un tono regocijado al describir esta operación de espionaje sistemático, la ONU fue “desde el principio, un proyecto de Estados Unidos, concebido por el Departamento de Estado, hábilmente guiado por dos presidentes que se implicaron en ello en persona […] e impulsado por la potencia estadounidense” (12).

Tratado de geometría variable

 Sesenta años más tarde, nada había cambiado. Mientras que la Convención sobre las Prerrogativas e Inmunidades de las Naciones Unidas, aprobada en 1946, estipula que todos los bienes y haberes de la organización, “dondequiera que se encuentren y en poder de quienquiera que sea, gozarán de inmunidad contra allanamiento, requisición, confiscación y expropiación y contra toda otra forma de interferencia, ya sea de carácter ejecutivo, administrativo, judicial o legislativo”, en 2010 se descubrió que a Hillary Clinton, por entonces secretaria de Estado, dicha regla le traía sin cuidado. En un cable enviado en julio de 2009, ordenaba a la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), a la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) y a los servicios secretos que consiguieran las contraseñas y claves de cifrado del secretario general y de los embajadores de los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad, así como que recabaran información personal (datos biométricos, direcciones de correo electrónico, números de tarjetas de crédito…) de multitud de funcionarios que ocupaban puestos clave y de responsables sobre el terreno de las operaciones de mantenimiento de la paz o de misiones con contenido político. Ni que decir tiene que ni Hillary Clinton ni el Gobierno de Estados Unidos han asumido responsabilidades por esta descarada violación del derecho internacional –que supuestamente protege la institución donde dicha ley tiene su sede: la propia Organización de las ­Naciones Unidas–, análogamente a como ningún responsable político estadounidense se ha visto importunado por las atrocidades cometidas durante las guerras de Corea y Vietnam.

Creado en 1993 por el Consejo de Seguridad, al Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) se le encomendó la misión de perseguir a los responsables de crímenes de guerra perpetrados durante la disolución del país. La fiscal general –de nacionalidad canadiense–, en estrecha colaboración con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuidó de que las condenas sobre limpiezas étnicas recayeran mayoritariamente sobre los serbios –que eran la bestia negra de estadounidenses y europeos–, eximiendo de ello a los croatas armados y entrenados por Washington para realizar con éxito sus propias operaciones de limpieza étnica. En 1999, la misma fiscal tuvo buen cuidado de excluir del ámbito de sus investigaciones todas las acciones cometidas por la OTAN durante su guerra contra Serbia, entre ellas el bombardeo de la embajada de China en Belgrado. La cosa no dejaba de tener su lógica: como recordó el por entonces portavoz de la OTAN, “el tribunal fue creado por los países de la OTAN, que lo financian y defienden día tras día” (13). Una vez más, Estados Unidos y sus aliados utilizaban un proceso judicial para criminalizar a los adversarios vencidos mientras se aseguraban de permanecer ellos mismos fuera del alcance de la justicia.

 Exactamente lo mismo sucedió con el Tribunal Penal Internacional (TPI), creado a las apremiantes instancias de Washington, que tuvo un papel crucial en su concepción desde 1998. Cuando una primera versión de sus estatutos fue modificada para ampliar la posibilidad de inculpar a ciudadanos de Estados no firmantes –cosa que habría podido poner a soldados, pilotos, torturadores y otros criminales estadounidenses en el punto de mira del Tribunal–, la Administración de Clinton, furiosa, se apresuró a cerrar acuerdos bilaterales con más de un centenar de países que por entonces contaban o habían contado con presencia del Ejército estadounidense con el fin de proteger a los ciudadanos norteamericanos de posibles persecuciones. Por último, horas antes de abandonar la Casa Blanca, Clinton ordenó al delegado de Estados Unidos que firmara los estatutos del futuro Tribunal, a sabiendas de que la decisión no tenía la menor posibilidad de ser ratificada por el Congreso. Creado oficialmente en 2002, nada tuvo de sorprendente que el TPI –cuyo personal se caracteriza por su complacencia– rechazara investigar las operaciones estadounidenses o europeas en Irak y Afganistán, reservando sus venablos para los países de África en virtud de la siguiente máxima sobreentendida: un derecho para los ricos y otro para los pobres.

En cuanto al Consejo de Seguridad, garante (sobre el papel) del derecho internacional, su actuación habla por sí misma. Mientras que la ocupación iraquí de Kuwait en 1990 conllevó sanciones inmediatas contra Bagdad, a las que se añadió una reacción militar que movilizó a más de un millón de efectivos, la ocupación israelí de Cisjordania se prolonga desde hace más de medio siglo sin que el Consejo mueva un dedo para evitarla. En 1998-1999, tras fracasar en su intento de que se votara a favor de una resolución que le habría autorizado a atacar Yugoslavia, Estados Unidos y sus aliados se volcaron en la OTAN en flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe las guerras de agresión. Kofi Annan, el por entonces secretario general de la ONU –designado por Washington–, explicó con toda la calma que, aunque puede que la acción de la OTAN no fuera legal, sí era, cuando menos, legítima. Cuatro años más tarde, después de que Estados Unidos y el Reino Unido atacaran Irak al margen del Consejo de Seguridad –donde Francia amenazó con oponer su veto–, Kofi Annan hizo de modo que la operación fuera respaldada retroactivamente por medio de la adopción unánime de la resolución 1483, que reconocía a ambos países como “potencias ocupantes” y les aseguraba el apoyo de las Naciones Unidas. Se puede prescindir del derecho internacional para emprender una guerra, pero es de lo más oportuno cuando de legitimarla con posterioridad se trata.

 Donde mejor es posible percibir la naturaleza discriminatoria del orden mundial nacido a raíz de la Guerra Fría es en el Tratado sobre la No Proliferación de Armas Nucleares (1968), que solo reserva a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad el derecho a poseer y desplegar bombas de hidrógeno. Israel lleva mucho tiempo pisoteando este acuerdo y dotándose de un enorme arsenal nuclear, pero eso es algo que conviene no sacar a colación. Al mismo tiempo, las grandes potencias castigan a Corea del Norte e Irán por tratar de hacer otro tanto: una elocuente ilustración de las paradojas del derecho internacional.

La utopía como excusa

 ¿Significa eso que este derecho está desprovisto, en la práctica, de toda universalidad? No, ya que es universal en al menos un sentido: todos los Estados del planeta apelan a él para garantizar la inmunidad diplomática a su personal en el extranjero, un principio respetado de manera incondicional, incluso cuando el país anfitrión declara la guerra al país representado. Ni que decir tiene que las embajadas de los grandes Estados (y de la mayoría de los más modestos) están plagadas de agentes exclusivamente empleados en misiones de espionaje, sin el menor fundamento legal. Este género de incoherencias poco hace por embellecer los timbres del derecho internacional.

 Visto desde un punto de vista realista, en suma, este derecho no es ni propiamente internacional ni propiamente un derecho. Eso no significa que no sea una fuerza con la que haya que contar, pero se trata de una fuerza esencialmente ideológica al servicio de la potencia hegemónica y de sus aliados. Hobbes lo llamó “opinión”, y veía en ello un componente esencial para la estabilidad política de un reino: “El poder de los poderosos solo se funda en la opinión y en las creencias del pueblo” (14). Por quimérico que sea, el derecho internacional no es cosa que deba ser tomada a la ligera.

 Según Antonio Gramsci, el ejercicio de la hegemonía implica lograr que un interés particular sea considerado un valor universal, tal y como logra el lenguaje de la “comunidad internacional”. La hegemonía supone siempre, por definición, una mezcla de coacción y aprobación. En la escena internacional, la coacción escapa a menudo a la acción de la ley, mientras que la aprobación –suponiendo que se consiga– es necesariamente más débil y precaria. El derecho internacional sirve para enmascarar este desajuste, pues provee a los Estados de excusas cómodas para justificar toda acción que tengan a bien emprender, o bien la engalana de los atavíos de la moralidad de un modo totalmente desconectado de la realidad. También puede obrar la fusión entre las dos posturas: no la utopía o la excusa, sino la utopía como excusa: la responsabilidad de proteger para legitimar la destrucción de Libia, la búsqueda del apaciguamiento para justificar el estrangulamiento de Irán, y así con todo.

 Sus defensores no dudan en afirmar que más vale un derecho del que los Estados, de facto, abusan, que la ausencia total de derecho, e invocan la célebre máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Pero también podríamos darle la vuelta a la cita y definir la hipocresía como la contrahechura de la virtud por parte del vicio con el fin de disimular sus malignos propósitos. ¿Acaso otra cosa prueban el ejercicio arbitrario del poder sobre los débiles por parte de los fuertes o las guerras despiadadas libradas o provocadas en nombre de la paz?

 

Una versión larga de este texto apareció en la New Left Review, n.° 143, Londres, septiembre-octubre de 2023.

 

(1) Francisco de Vitoria, Relecciones sobre los indios (1538-1539), Espasa-Calpe, Madrid, 1946.

 

(2) Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, tomo 2, capítulo XL, Maxtor, Valladolid, 2020.

 

(3) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, “Del Estado”, capítulo 30, “De la función del representante soberano”.

 

(4) John Locke, Tratado del gobierno civil, capítulo IV, “De la propiedad de las cosas”.

 

(5) Emer de Vattel, El derecho de gentes, libro I, capítulo XVIII, “Del establecimiento de una nación en un país”.

 

(6) James Lorimer, The Institutes of the Law of Nations: A Treatise of the Jural Relations of Separate Political Communities, Edimburgo y Londres, 1883.

 

(7) Carl Schmitt, El nomos de la tierra, Editorial Comares, Granada, 2003.

 

(8) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, capítulo 17, “De las causas, generación y definición de un Estado”.

 

(9) John Stuart Mill, La Révolution de 1848 et ses détracteurs, Librairie Germer Baillière, París, 1875.

 

(10) Lord Salisbury, discurso en la Cámara de los Lores, 25 de julio de 1887.

 

(11) Carl Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff, Berlín, 1988.

 

(12) Stephen Schlesinger, Act of Creation: The Founding of the United Nations, Westview Press, Boulder (Colorado), 2003.

 

(13) James Shea, 17 de mayo de 1999.

 

(14) Thomas Hobbes, Behemoth, diálogo I.

 https://mondiplo.com/el-derecho-internacional-del-mas-fuerte

viernes, 8 de agosto de 2025

Cambio de paradigma en Oriente Medio

 LAS REPRESALIAS DE IRÁN CONTRA ISRAEL ESTÁN CAMBIANDO EL EQUILIBRIO DE PODER EN ORIENTE MEDIO

 Giacomo Gabellini

  8 agosto, 2025

Aunque la censura militar ha impedido hasta ahora cualquier evaluación precisa del daño infligido al Estado judío por la represalia iraní en la Operación León Ascendente desatada en junio pasado, la difusión “clandestina” de las noticias iniciales pinta un panorama general bastante preocupante para Israel. Entre los objetivos atacados se encontraban laboratorios de investigación científica como el Instituto Weizmann en Rehovot y el Centro Soroka en Beersheba, edificios militares como la sede del Mossad y el complejo del Ministerio de Defensa, y sitios económica y logísticamente cruciales como la Bolsa de Diamantes de Tel Aviv, las refinerías de Haifa y Ashdod, el puerto de Haifa y el aeropuerto Ben-Gurion de Tel Aviv. En particular, Irán ha atacado los distintos polos (centros de investigación, plantas de producción, facultades universitarias, etc.) que componen el «complejo militar-industrial» israelí, encabezado por los gigantes Rafael y Elbit Systems. También han sido atacados complejos pertenecientes a empresas extranjeras vinculadas al sector militar de Israel, como la planta de fabricación de chips de Intel en Kiryat Gat, o instalaciones de Intel, Microsoft, Google, Apple y Tesla.

 

Un análisis de los daños causados por misiles y drones iraníes realizado mediante radar satelital por investigadores de la Universidad Estatal de Oregón también revela que al menos seis misiles lanzados por Teherán impactaron en cinco instalaciones militares israelíes, incluida una base aérea, un centro de recopilación de inteligencia y un centro logístico. Se trata de objetivos militares importantes que no aparecen en la lista emitida por los dirigentes de las Fuerzas de Defensa de Israel. Se niegan a hacer comentarios sobre la tasa de interceptaciones de misiles iraníes o los daños a su infraestructura, estimados provisionalmente por el Ministerio de Finanzas y la Agencia de Ingresos de Israel en 3.000 millones de dólares. Una suma enorme, que no incluye los costes necesarios para reponer las existencias de armas y sistemas de defensa aérea. Naser Abdelkarim, profesor de finanzas de la Universidad Americana de Palestina, enfatizó que los ataques tuvieron un impacto directo no sólo en el gasto militar de Israel, sino también en sus actividades productivas. Durante el conflicto, las escuelas y los negocios no esenciales se vieron obligados a cerrar, por lo que el gobierno tuvo que pagar una indemnización por valor de 1.500 millones de dólares. «Éste es el mayor desafío que ha afrontado jamás el país. “Nunca ha habido tal escala de destrucción y daño en la historia de Israel”, dijo Shay Aharonovich, director general de la Agencia de Ingresos de Israel, encargada de pagar la compensación. Eyal Shalev, ingeniero estructural designado para evaluar los daños a la infraestructura civil israelí, declaró al Wall Street Journal: «La destrucción causada por grandes misiles balísticos no tiene precedentes en décadas. Cientos de edificios han sido destruidos o gravemente dañados, y su reconstrucción o reparación costará cientos de millones de dólares». Más de 5.000 personas también han sido evacuadas de sus hogares debido a los daños causados por los misiles iraníes, y muchas de ellas están alojadas en hoteles financiados por el Estado. Según Abdelkarim, el costo total directo e indirecto podría alcanzar los 20.000 millones de dólares, lo que resultaría un aumento adicional del déficit presupuestario que el gobierno de Tel Aviv se vería obligado a cubrir mediante recortes de gasto, aumentos de impuestos o nueva deuda.

 

De esta manera, Irán pudo infligir daños significativos al violar las sofisticadas defensas aéreas de Israel. Ya el 18 de junio el Wall Street Journal informaba de la grave escasez de los preciados misiles Arrow-2 y Arrow-3 que sufría Tel Aviv, situación que Estados Unidos había solucionado parcialmente mediante grandes suministros de Thaad, extraídos directamente de sus propias reservas. Según una investigación realizada por Haaertz, para contrarrestar «sólo» ocho salvas de misiles procedentes de un total de 225 lanzadores iraníes, Israel y Estados Unidos emplearon no menos de 195 interceptores, incluidos 93 Thaad, 80 Arrow-3 y 22 Arrow-2. Según datos facilitados por la Agencia de Defensa de Misiles de Estados Unidos, señala el periódico israelí, en lo que va de año sólo se han fabricado 12 interceptores Thaad, con un coste de 13 millones cada unidad. Se espera que la producción aumente sólo ligeramente en 2026, con 32 interceptores planificados. Como resultado, en sólo 12 días de conflicto, Estados Unidos “quemó” dos años de producción de interceptores THAAD, con un gasto de 1.250 millones de dólares. Según estimaciones de la revista Military Watch, Estados Unidos ha consumido entre el 15 y el 20 por ciento de sus reservas, a pesar de «la intensidad relativamente baja de las hostilidades entre Irán e Israel, con Irán lanzando misiles balísticos a un ritmo modesto, muy por debajo de sus capacidades reales, para mantener una respuesta proporcional a los ataques israelíes, evitar la escalada y preservar la capacidad de responder en caso de que Estados Unidos intervenga directamente». La revista señala que si “Irán hubiera lanzado ataques con misiles más potentes, incluyendo un mayor número de misiles equipados con múltiples ojivas, o hubiera mantenido bombardeos durante un período de tiempo más largo, la efectividad del sistema THAAD en Israel habría disminuido rápidamente”. Según el general de brigada Ali Fazli del CGRI, Irán ha activado sólo el 25 por ciento de sus capacidades operativas en el conflicto con Israel. En abril de 2021, el Pentágono estimó que Irán disponía de unos 3.000 misiles de distintos alcances y es prácticamente un hecho, a la luz del progresivo aumento de las tensiones con Estados Unidos e Israel que se ha producido entretanto, que Teherán ha ampliado considerablemente desde entonces su arsenal.

 

El potencial militar de Irán ha sorprendido visiblemente a Israel y a Estados Unidos, que intervinieron en el marco de una auténtica «operación de rescate» de su aliado en Oriente Medio, pero también ha provocado una profunda reflexión en todo Oriente Medio. En una entrevista con The Cradle, un diplomático árabe anónimo pero «bien informado» declaró que: «esta guerra ha marcado un punto de inflexión en el pensamiento saudí. Riad entiende ahora que Irán es una potencia militar madura, inmune a la coerción. La presión tradicional ya no funciona. La seguridad saudí depende ahora de un acuerdo directo con Irán, no con Israel, y ciertamente no con el paraguas de seguridad estadounidense, que está en decadencia”.

 

En combinación con las evaluaciones claramente negativas de la clase dirigente saudí sobre la actuación de Israel (masacre de palestinos residentes en Gaza, colonización incesante de Cisjordania, bombardeo continuo del Líbano, ataque traicionero contra Irán, ataques dirigidos a desmembrar Siria, rechazo a cualquier propuesta diplomática árabe, etc.), el efecto disruptivo generado por la represalia iraní «está empujando a Arabia Saudí a reconsiderar sus apuestas regionales y a considerar a Irán como un factor de poder regional ineludible». Otro diplomático contactado por The Cradle hizo consideraciones similares: «Riad está abandonando sus ilusiones. El diálogo con los vecinos, no las alianzas con Washington y Tel Aviv, se considera ahora la forma de salvaguardar los intereses saudíes. Estos son hechos, no la adhesión a antiguas lealtades. Irán es ahora un componente fijo de la ecuación de seguridad del Golfo».

 

No se trata de un mero «efecto secundario» de la reapertura de los canales diplomáticos entre Riad y Teherán mediada por China en 2023, sino de una alteración sustancial de la postura estratégica de Arabia Saudita, que se aleja gradualmente de la esfera de influencia estadounidense en favor de una propensión cada vez más acentuada a «buscar soluciones regionales lejos de Washington». Una tendencia que, según The Cradle, también comparten otros países del Golfo Pérsico. Resultado: «el binomio “Golfo versus Irán” se desvanece.

 

La última guerra ha acelerado una tendencia de larga data: el colapso de la Pax Americana y el surgimiento del regionalismo multipolar. El Golfo está trazando un nuevo rumbo, menos sujeto a los dictados de Estados Unidos e Israel. Hoy en día, Arabia Saudita ve a Teherán no como una amenaza a neutralizar, sino como una potencia a la que hay que enfrentarse. Los marcos de seguridad regionales se construyen desde dentro. Mientras tanto, Israel […] está luchando por seguir siendo relevante. Si esta dinámica continúa, estaremos avanzando hacia una transición histórica, que podría finalmente permitir al Golfo Pérsico definir su propia seguridad y soberanía, en sus propios términos. “Éste no es un futuro ideal, sino un paso estratégico adelante después de décadas de sumisión”.

 https://www.elviejotopo.com/topoexpress/cambio-de-paradigma-en-oriente-medio/

El vasallaje energético europeo

 

Europa se arrodilla

El vasallaje energético de 750.000 millones que nadie pidió .

Tito Ura
  

De europeos a europerros: el vasallaje energético de 750.000 millones que nadie pidió

Bruselas firma con Trump un acuerdo que multiplica por diez las importaciones de gas estadounidense, sacrificando soberanía, competitividad y clima.

En un gesto que hubiera avergonzado a los negociadores de los Tratados de Roma, la Unión Europea ha decidido este fin de semana convertirse en colonia energética de Estados Unidos. La foto de la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, estrechando la mano de Donald Trump mientras prometía comprar 750.000 millones de dólares en energía estadounidense durante los próximos tres años, no es solo humillante: es un suicidio económico y ecológico disfrazado de estrategia.

Los números del acuerdo son tan desorbitados como insultantes. Mientras en 2024 Europa importó gas y petróleo estadounidenses por valor de 75.000 millones, Bruselas se compromete ahora a multiplicar por diez esta cifra. Es como si una familia endeudada que gasta 500 euros al mes en supermercado firmará un contrato para gastar 5.000 euros mensuales en productos de una sola cadena estadounidense. El analista Matt Smith, de Kpler, resume la situación con crudeza: «Estas cifras pertenecen a la fantasía, no a la realidad energética».

El chantaje disfrazado de «seguridad»

El argumento oficial -asegurar el suministro tras la invasión rusa de Ucrania- colapsa ante el más mínimo escrutinio. Europa ya ha reducido drásticamente su dependencia del gas ruso del 40% al 8% en dos años. Noruega, Catar y Argelia cubren holgadamente sus necesidades actuales. ¿Para qué entonces este vasallaje voluntario? La respuesta está en la sala de máquinas de la geopolítica: Washington necesita dinero para financiar sus déficits y Europa necesita… ¿perdón, quién dijo que Europa necesitaba algo?

El verdadero chantaje está en las sombras. El acuerdo llega justo cuando Trump amenaza con aranceles del 200% a los coches europeos y exige que la UE aumente su gasto militar. Von der Leyen, en lugar de negociar desde la posición de la mayor economía del mundo, ha optado por el papel de lacayo. El resultado: un tratado energético que convierte a Europa en la versión XXI del Canadá francés, suministrando materias primas a cambio de protección militar.

La estafa de los números

Los 250.000 millones anuales que promete Europa equivalen a construir 500 terminales de GNL en tres años. «Para cumplir estas cifras tendrían que cancelar todos los contratos con Noruega y ver cómo los precios se disparan», advierte Anne-Sophie Corbeau de la Universidad de Columbia. El absurdo alcanza cotas delirantes: si los precios del gas bajan (como predice el propio mercado), Europa terminaría pagando 300-400.000 millones anuales por el mismo volumen. ¿Quién asumirá esta factura? Los consumidores europeos, por supuesto.

La ironía es cruel: el mismo Trump que exigía «petróleo barato» durante su mandato, ahora obliga a Europa a comprar caro. Y sus élites aplauden.

El mercado que no existe

El problema estructural está en que Europa no tiene un «Estado comprador». Repsol, Total y Shell no son empresas públicas que obedezcan órdenes geopolíticas. Son compañías privadas obligadas por ley a buscar la opción más barata. ¿Cómo obligará Bruselas a estas multinacionales a romper contratos rentables con Argelia para firmar acuerdos onerosos con Texas? La respuesta preocupa: mediante subsidios encubiertos que pagaremos entre todos.

El precedente chino debería alarmarnos. En 2020, Trump firmó un acuerdo similar con Pekín por 200.000 millones que nunca se cumplió. «La historia demuestra que estos acuerdos maximalistas no funcionan», advierte Kevin Book de ClearView Energy. Pero esta vez el fracaso tendrá un coste: la quiebra de la industria energética europea.

Del gas ruso al gas yanqui: cambiar de amo

El discurso oficial presenta este acuerdo como «diversificación». Mentira. Estamos sustituyendo una dependencia (Rusia) por otra más peligrosa (EE.UU.). Moscú, al menos, nunca impuso aranceles a nuestros coches ni boicoteó sus aviones. Washington lo hace sistemáticamente.

Mientras, sus verdaderas alternativas -la transición verde y la soberanía energética- quedan enterradas. Europa ha invertido 500.000 millones en renovables durante la última década. Este acuerdo los echa por la borda. «Cada euro invertido en gas estadounidense es un euro que no va a parques eólicos o paneles solares», resume Bill Farren-Price del Instituto de Oxford.

El precio del vasallaje

El coste oculto es demoledor. Para pagar estos 750.000 millones, Europa deberá:

  • Aumentar el IVA energético un 3-4%
  • Cancelar inversiones en hidrógeno verde
  • Aceptar la cláusula de «compra o paga» que incluyen todos los contratos de GNL estadounidenses

El resultado: industria europea menos competitiva, facturas más altas para las familias y un nuevo grillete que nos atará a los caprichos de Washington durante décadas.

¿Dónde está la resistencia?

Lo más indignante es el silencio de sus élites. Los mismos que gritaban contra el «gas ruso del diablo» ahora celebran el «gas de la libertad». Los gobiernos de coalición que prometían «soberanía energética» firman acuerdos que la destruyen. Y los medios, cómplices, repiten el mantra de la «seguridad del suministro» sin mencionar el precio político.

La única resistencia visible viene del sur. España y Portugal, con sus terminales de regasificación ya saturadas, se niegan a construir más infraestructuras para beneficio de Texas. Italia, con sus contratos argelinos a 20 años, muestra escepticismo. Pero estos gestos son gotas en un océano de sumisión.

La liquidación de Europa

Este acuerdo no es sobre energía. Es sobre poder. Trump ha conseguido en una reunión lo que Reagan no logró en ocho años: convertir a Europa en un satélite energético. Mientras tanto, los ciudadanos europeos pagaremos la factura de esta capitulación en forma de facturas más altas, industria menos competitiva y soberanía dilapidada.

La próxima vez que un político europeo hable de «autonomía estratégica», recordemos esta foto: von der Leyen sonriendo mientras firma el acta de defunción de la soberanía energética europea. El vasallaje tiene un precio de 750.000 millones de dólares. Y lo estamos pagando todos nosotros.

Consecuencias a largo plazo

Más allá del desequilibrio económico inmediato, esta relación asimétrica sienta un precedente peligroso. El servilismo energético puede mutar fácilmente en servilismo diplomático, militar y tecnológico. Ya hemos visto cómo Europa ha aceptado enviar armas, asumir sanciones que la perjudican económicamente, y participar en guerras proxy que no le benefician.

La UE se enfrenta a una encrucijada histórica: o sigue siendo el apéndice obediente del imperio estadounidense, o comienza a ejercer una soberanía real, redefiniendo su política exterior e interior de manera autónoma y responsable.

¿Socios o amos?

La alianza euroatlántica nació como un pacto entre iguales. Hoy, esa igualdad ha desaparecido. Europa, en su afán de alinearse con Washington, ha olvidado su papel como bloque geopolítico con intereses propios. El acuerdo energético con Trump no es solo un mal negocio económico, es un símbolo de la decadencia política de una Europa que se resiste a levantar la cabeza.

Si el viejo continente quiere tener un futuro digno, debe romper con esta lógica de subordinación. Porque quien depende de otro para calentarse en invierno, también dependerá de él para decidir cuándo ir a la guerra o cómo vivir en paz.

https://rebelion.org/el-vasallaje-energetico-de-750-000-millones-que-nadie-pidio/


miércoles, 6 de agosto de 2025

El trampantojo norteamericano .

 Aranceles ficticios: descifrando lo nunca acordado

 Por Alejandro Marcó del Pont |

  05/08/2025  

 El 22 de abril de este año, Donald Trump concedió una entrevista a TIME en la Casa Blanca con un titular revelador: «100 días de Trump«. Entre referencias a China y a Nvidia —dos retrocesos escandalosos en sus negociaciones—, hubo una afirmación que pasó desapercibida para muchos pero que encapsula la esencia de su estrategia comercial:

 TIME: «Todavía no se ha anunciado ningún acuerdo. ¿Cuándo lo harán?»

 Trump: «He cerrado 200 tratos de aranceles.»

 TIME: «¿Doscientos?»

 Trump: «100%»

 La declaración, tan grandilocuente como vaga, no era casual. Tras meses de teatralidad, el equipo de Trump ha acelerado la firma de supuestos acuerdos con la urgencia de quien sabe que el reloj político corre en su contra. Bajar las tasas de interés, refinanciar la deuda, relanzar la industria nacional o desclasificar los archivos de Jeffrey Epstein son promesas incumplidas que ya no bastan para sostener su narrativa de éxito.

 Los hogares estadounidenses, por su parte, comienzan a entender que los aranceles trumpistas son, en realidad, un impuesto al consumo disfrazado. Peor aún, los tribunales podrían dictaminar pronto que la potestad arancelaria reside en el Congreso, no en el presidente. Trump negocia contra reloj y sus anuncios —a menudo simples relatos sin sustento legal— buscan más titulares que soluciones.

 De los seis pactos que Trump asegura haber cerrado con socios comerciales antes del 1 de agosto —fecha límite autoimpuesta— solo uno está firmado: el del Reino Unido en mayo. Pero incluso ese acuerdo fue un esbozo de generalidades, donde ambos gobiernos prometieron «seguir negociando» los detalles. Los demás, con la UE y países asiáticos, son meras declaraciones de intenciones, cuyos términos varían según quién los relate.

 El caso europeo es paradigmático. El supuesto compromiso de comprar 750.000 millones de dólares en energía estadounidense —gas natural, crudo y reactores nucleares— choca con la realidad: en 2024, las exportaciones energéticas de EE.UU. a la UE sumaron 74.300 millones. Cuadruplicar esa cifra anual (250.000 millones) es, en palabras de economistas, «inalcanzable». La retórica trumpista ignora un hecho elemental: Bruselas no puede obligar a sus miembros a comprar energía ni armas sin el aval del Consejo Europeo.

 Y aquí reside el verdadero quid. Trump vinculó los aranceles a la compra de «vastas cantidades» de armamento estadounidense, aprovechando la narrativa europea ante Rusia. Pero la Comisión Europea no tiene competencias en defensa, y cualquier acuerdo vinculante exigiría un mandato unánime de los 27. Lo mismo ocurre con las promesas de inversión: los 600.000 millones que Bruselas «garantizó» hasta 2028 dependen de empresas privadas sobre las que la UE no tiene autoridad.

 Japón ofrece un guion similar. Trump celebró como «inédita» la promesa nipona de invertir 550.000 millones en EE.UU., pero Tokio aún intenta descifrar qué firmó exactamente. Está luchando por comprender: (a) qué acordó y (b) cómo evadir la interpretación que el equipo de Trump hizo del acuerdo. El primer ministro Shigeru Ishiba habló de «préstamos e inversiones privadas», no de fondos públicos. Y cualquier acuerdo escrito deberá pasar por el Parlamento japonés, ahora con una creciente bancada ultranacionalista de «Japón Primero».

 La desesperación de Tokio es comprensible: su Constitución impuesta por Estados Unidos en 1947 después de Hiroshima y Nagasaki, lo obliga a depender del paraguas nuclear estadounidense. Pero el costo es alto. Mientras Detroit protesta por el arancel del 15% a los autos japoneses (frente al 25% que pagan las plantas de General Motors, Ford y Chryslede en México y Canadá), Toyota, Honda y Nissan sonríen.

 En el Sudeste Asiático, el caos es aún mayor. Vietnam no ha confirmado el «acuerdo» que Trump anunció en redes sociales. Filipinas no ha detallado su vaga promesa de «colaboración militar». Indonesia desmintió que levantará su prohibición a exportar níquel en bruto —clave para el acero inoxidable—, aclarando que solo venderá mineral procesado. Y Brasil, pese al arancel del 50% decretado por Trump, logró exenciones para 694 productos, desde aviones hasta jugo de naranja, lo más importantes quedaron fuera. Solo el café y la carne tendrán aranceles del 50%, por el momento.

 Este mosaico de medias verdades no es improvisado. Trump sabe que, en política comercial, la percepción importa más que los hechos. Sus «acuerdos» son herramientas de presión psicológica: obligan a los socios a negociar bajo la amenaza de tweets y titulares. Pero cuando se examinan los papeles, la realidad es otra:

 1. Los números no cuadran. Las cifras billonarias son «aspiracionales», sin mecanismos de cumplimiento.

 2. Las instituciones limitan. Ni la UE ni Japón pueden comprometer fondos públicos sin aprobación parlamentaria.

 3. Los perdedores son locales. Los aranceles encarecen insumos para la industria estadounidense, mientras las automotrices asiáticas ganan ventajas.

 Detrás de la fachada, Trump no ha «revolucionado» el comercio global. Solo lo ha distorsionado con una estrategia de «acuerdos fantasmas»: pactos que existen en sus ruedas de prensa, pero no en los registros oficiales. Mientras, el verdadero legado de su política arancelaria —inflación, desconfianza y fragmentación— lo pagarán los consumidores y las pymes.

 Trump sabe que los aranceles no darán el resultado esperado. Pero en su cálculo, el relato de victoria vale más que la victoria misma.

 Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/08/03/aranceles-ficticios-descifrando-lo-nunca-acordado/

 

martes, 5 de agosto de 2025

España y su capitalismo de amiguetes .



                                                                                                                                                               

Reino de España: Cristóbal Montoro y el capitalismo de amiguetes

Gustavo Buster .

Daniel Raventós .

Miguel Salas

20/07/2025

 Cuando tras el debate parlamentario del pasado 9 de julio se daba por aplazada hasta otoño la crisis del gobierno Sánchez, la imputación de Cristóbal Montoro, exministro todopoderoso de Hacienda con J.M. Aznar y M. Rajoy, y otros 27 altos cargos de su equipo ha vuelto a poner las cosas en su sitio. Es decir, nos ha vuelto a situar en la realidad del régimen del 78 y su capitalismo de amiguetes.

 Entretenidos como estábamos, sin aliento, por la ofensiva reaccionaria del PP y de Vox con el caso de corrupción Koldo-Ábalos-Cerdán, por la respuesta homeopática de Sánchez en el Comité Federal del PSOE, por el congreso del PP para elevar a Feijóo como un nuevo “cirujano de hierro”, por la búsqueda del chivo expiatorio y la “caza de emigrantes” desatada por la extrema derecha en Torre Pacheco, de pronto nos hemos vuelto a tropezar con quién manda de verdad en el Reino de España y cuáles son los mecanismos que hacen funcionar el régimen del 78. Ahora sí es posible comparar la corrupción estructural del sistema, la que estaba detrás del consulting “Equipo Económico” de Montoro y las amnistías fiscales, y la corrupción personal de los pagos con mordidas de casas de amantes y facturas de prostíbulo de Koldo-Ábalos, porque a Cerdán aun le están buscando el dinero y los talones.

 En medio del lawfare generalizado que ha dejado como herencia el colapso del bipartidismo -que no es sino la otra cara del espejo del capitalismo de amiguetes, también en crisis desde la Gran Recesión de 2007-2008 y el “rescate” de las Cajas de Ahorro en 2011-2012-, de pronto el juez Rubén Rus Vela, del juzgado de instrucción nº2 de Tarragona levanta el secreto del sumario después de 7 años y, apoyándose en siete tomos de instrucción con miles de páginas, imputa a una de las dos patas del equipo económico de M. Rajoy (que, como todos sabemos, perdió una moción de censura ante Pedro Sánchez en junio de 2018, precisamente por la corrupción del PP en el caso Gürtel). La otra pata, como es conocido, es la que encabezaba Luis de Guindos, desde el ministerio de economía. Y ambas patas, a pesar de sus conflictos, así como el propio gobierno de M. Rajoy, tenían como cimientos la cripta en la que había acabado enterrado en vida el heredero natural de J.M. Aznar, Rodrigo Rato.

Un sumario de siete años sobre el capitalismo de amiguetes

 De lo que se va filtrando del gigantesco sumario, el consulting “Equipo Económico” era lo más parecido a una cheka tributaria. Como nos cuenta Ernesto Ekaizer -uno de los pocos de los que nos fiamos para estas cosas- hay correos electrónicos inculpatorios sobre Rodrigo Rato, Jordi Pujol y Esperanza Aguirre, las empresas y lobbys gasísticos, energéticos, del juego, de la construcción. Se manejaban datos fiscales y se amenazaba con ellos a periodistas y la competencia vía inspección de Hacienda. Se preparaban y aprobaban leyes a petición de las empresas beneficiarias, a veces directamente y otras perjudicando indirectamente a la competencia.

 En un país en el que los tribunales aún desconocen quién se oculta detrás de “M. Rajoy”, la lista de afectados que hacen cola para personarse en la causa contra Montoro en cuanto sea posible, es larga. Por supuesto, ya lo han anunciado Rato y Esperanza Aguirre. Pero más importante será si lo hace Luis de Guindos. Para hacer esta conjetura nos apoyamos en las memorias de su etapa de gobierno, España amenazada: de cómo evitamos el rescate y la economía recuperó el crecimiento, Península 2016. El argumento es muy sencillo, tras el peor gobierno que hubiera tenido el Reino de España hasta entonces, el de Rodríguez Zapatero, Rajoy echa mano de De Guindos para salvar la economía española de las consecuencias del estallido de la burbuja inmobiliaria, que se lleva por delante a las Cajas de Ahorro, esas huchas de los caciques de las Autonomías. Mientras tanto, Rodrigo Rato ha llegado a la presidencia de Caja Madrid tras año y medio de negociaciones en el PP, tras abandonar a mitad de mandato la presidencia del FMI y con el consenso de todas las fuerzas políticas y sociales de la capital del reino, que estaban en el ajo desde el cese de Miguel Blesa. Los sucesivos planes diseñados para el rescate de Bankia -fusión de Caja Madrid y Bancaja en junio de 2010, con salida a bolsa- no son sino una cesión detrás de otra por parte del gobierno Zapatero a lobistas e inversores. La falta de confianza es tal en los “mercados” que se vislumbra el peligro de un rescate sin precedentes a toda la economía española. El nuevo gobierno Rajoy actúa recuperando esa confianza adelantando la aplicación en seis meses a la banca de los acuerdos de Basilea III, quiebra definitivamente Bankia, se pide un rescate financiero a la UE de 24.000 millones de euros, que “no va a costar un euro a los españoles” (Rajoy dixit) y se impone la política de austeridad, recorte de derechos sociales y laborales y el segundo giro neoliberal tras el de Aznar. Hay una versión contraria de los acontecimientos, la de Rodrigo Rato (Hasta aquí hemos llegado, Península 2023) escrita en la cárcel. En la cárcel estaban con él algunos de los imputados por el uso de las tarjetas de crédito black, de las que había informado a De Guindos el nuevo presidente de Bankia -y el banquero mejor pagado del país- José Ignacio Goirigolzarri.

 Mientras tanto, según el sumario, el consulting “Equipo Económico”, Montoro y su equipo en Hacienda, se ponían las botas con las mordidas de los sectores industriales, energéticos y de ocio a la vez que aplicaban las condiciones impuestas por el rescate de la UE, la austeridad y los recortes.

 

Sigue…

https://www.sinpermiso.info/textos/reino-de-espana-cristobal-montoro-y-el-capitalismo-de-amiguetes

sábado, 2 de agosto de 2025

La lógica económica europea es un fracaso.

 

Por qué la UE cedió comercialmente ante Trump

 Romaric Godin


28/07/202 
La mejor manera de no ganar una guerra es sin duda no luchar. Esta extraña filosofía está en el centro de la capitulación incondicional de la Unión Europea (UE) en sus negociaciones comerciales con Estados Unidos. “Es lo mejor que podíamos conseguir”, resumió la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. ¿Es de verdad así?

Durante años, y en particular desde la elección de Donald Trump en octubre de 2024, la Unión Europea ha afirmado ser una potencia independiente, capaz de afirmar su soberanía. Los discursos en este sentido de los líderes europeos se han multiplicado en los últimos meses.

Apenas venció en las elecciones federales del 23 de febrero, el futuro canciller alemán Friedrich Merz proclamó que quería una "Europa independiente de los Estados Unidos". Incluso lo convirtió en una “prioridad absoluta” y se unió así a uno de los leitmotivs que Emmanuel Macron había estado repitiendo desde 2021 sobre la “soberanía europea”. En Bruselas, se aseguró que la UE estaba, esta vez, preparada para hacer frente a las presiones de Washington, a diferencia de 2017. Un equipo técnico especial incluso preparaba un plan para iniciar el tira y afloja.

La era de la ingenuidad parecía haber quedado atrás. Las revistas académicas y los “bruselogos” seguían repitiendo que “el momento europeo” había llegado y que “Europa se enfrentaba a su destino”. Atrapado entre una administración estadounidense hostil y brutal y el peligro del imperialismo ruso, el Viejo Continente debía levantarse como un actor geopolítico autónomo. Para ello, era necesario que Europa dejara de considerarse a sí misma sobre todo como un mercado y una simple zona económica.

Las negociaciones con Estados Unidos era la oportunidad perfecta para poner la primera piedra de esta evolución. Al negarse a colocar los intereses de los sectores exportadores por encima de sus intereses políticos, la UE podría iniciar un gran movimiento de transformación: para compensar las pérdidas en el mercado estadounidense, se podrían lanzar inversiones conjuntas en torno a un interés europeo. Era una oportunidad para invertir de forma real y masiva en los bienes de equipo de producción del continente, para crear una industria de defensa europea que respondiese a las necesidades de la UE, para construir una tecnología autónoma y para apoyar la demanda europea, anémica.

La construcción europea habría tomado entonces un nuevo camino: el de una zona que tiene que enfrentarse a desafíos considerables, existenciales, capaz de pensar una respuesta en interés de sus pueblos. En otras palabras, era una oportunidad para politizar esta guerra comercial para dar forma a esta famosa “independencia”. En esto, el argumento de que “Europa no puede permitirse una guerra comercial” es falaz. Por el contrario, era una oportunidad para poner en plano los límites actuales de la organización europea.

Negociaciones dominadas por el miedo

En realidad, nadie estaba dispuesto a tomar este camino. Como señala el Financial Times, quedó claro en abril de 2025, cuando la UE, bajo la amenaza de Trump, abandonó la hoja de ruta preparada por el equipo técnico y revisó a la baja sus posibles medidas de represalia. Durante las semanas siguientes, la Unión intentó discutir el peso de sus futuras cadenas con Estados Unidos, frente a una administración estadounidense que es fuerte con los débiles y débil con los fuertes.

La comparación con la actitud china es sorprendente. Después del “día de la liberación”, el 2 de abril, Donald Trump hizo de la República Popular su principal objetivo. Pero Beijing no cedió, cada anuncio de nuevos aranceles fue seguido por una réplica china, hasta que las cantidades vigentes ya no tenían sentido. China apuntó entonces al talón de Aquiles estadounidense limitando las exportaciones de tierras raras, esos metales indispensables para las tecnologías modernas que se producen principalmente en la República Popular.

Rápidamente, Donald Trump se encontró bajo una inmensa presión: los mercados financieros estaban preocupados por la ruptura de las relaciones comerciales con Beijing, y los industriales, especialmente los tecnológicos, temblaban. En mayo, los dos países decidieron levantar los aranceles más altos y las principales medidas de represalia.

Irónicamente, los dos países acordaron este fin de semana en Suecia, según el South China Morning Post, extender la tregua noventa días. Y, al mismo tiempo, el Financial Times anunció que Washington estaba suspendiendo las restricciones a la exportación de tecnología a China para no "perjudicar las negociaciones en curso".

El caso chino demuestra que la firmeza paga con Donald Trump. De hecho, este último actúa como un líder de pandilla en un patio de recreo: muestra sus músculos para extorsionar a quienes se dejan impresionar. Pero toca a retirada cuando realmente es necesario luchar. La Comisión Europea no quería correr este riesgo. Se asustó desde el principio y fue este miedo el que llevó al desastre del acuerdo del 27 de julio.

Sin embargo, la UE tenía los medios para presionar a Washington. La importancia del mercado europeo para los gigantes de la tecnología y las finanzas del otro lado del Atlántico abría la posibilidad de una respuesta enérgica, que podría haber pasado por la regulación o la fiscalidad. La fuerza de la economía estadounidense son sus servicios y era en este punto que había que golpear inmediatamente para influir en las negociaciones.

Esta opción, bautizada pomposamente como “bazuca comercial”, había sido mencionada en los Consejos europeos, en particular por Francia. Pero nunca ha sido creíble. En primer lugar, porque quienes la defendían hacían, al mismo tiempo, todos los esfuerzos para evitar derechos de aduana para algunas de sus exportaciones. Francia quería firmeza en público, mientras que entre bastidores negociaba para retirar los licores de las posibles medidas de represalia.

En segundo lugar, porque esta estrategia nunca ha sido defendida por la propia Comisión, que se ha contentado con una amenaza clásica dirigida a las importaciones de bienes estadounidenses. Por último, porque esta estrategia de firmeza nunca ha sido unánime en la UE. Para el campo de Trump, esta exhibición de debilidad fue una oportunidad para duplicar la apuesta y aumentar la amenaza de impuestos aduaneros del 20% al 30%. El miedo europeo se convirtió entonces en terror y abrió el camino a la capitulación.

Pero si Europa ha tenido miedo, es porque es incapaz de proyectarse fuera de su presente. No puede concebirse de otra manera que como una potencia exportadora dependiente de la protección geopolítica de los Estados Unidos. Podemos culpar a la Comisión Europea y a Ursula von der Leyen, pero también debemos entender que su estrategia correspondía al consenso mínimo de los gobiernos de la UE.

Así, los países del norte y este de Europa no diseñan su defensa independientemente del apoyo de Estados Unidos. Entrar en conflicto comercial con Washington era exponerse a medidas de represalia en defensa que, desde su punto de vista, habrían demostrado directamente su vulnerabilidad con respecto a Rusia. Esta visión demuestra que dentro de la propia UE, apenas se cree en la posibilidad de una defensa europea creíble fuera de la alianza con Washington. Pagar aranceles del 15% para seguir beneficiándose de la protección estadounidense parecía un buen compromiso para estos países.

A este grupo se suma otro: el de los Estados exportadores -Países Bajos, Italia y Alemania, en particular-, que habrían sido los más afectados por una guerra comercial. En estos países, los sectores exportadores tienen un peso político importante. Sin embargo, para ellos, lo esencial era mantener el acceso al mercado estadounidense: un impuesto del 15% podría compensarse con reducciones de costes y subvenciones o reducciones de impuestos. Y no importa si el acuerdo es asimétrico y abre el mercado europeo sin protección a los Estados Unidos.

Son estos intereses los que hicieron que en las décadas de 1990 y 2000 la UE fuera el “pavo” de la farsa de la globalización y se abriera a los cuatro vientos. Son ellos los que ahora abogan por la capitulación para preservar sus tasas de beneficio. No debería sorprenderse si algunos de sus exportadores se trasladan a los Estados Unidos para luego vender en Europa.

La ideología exportadora, fuente de la debilidad europea

Esto nos lleva a la principal debilidad estructural de la UE, que podría haber sido su fortaleza: su superávit comercial. En 2024, el superávit comercial europeo en mercancias con Estados Unidos alcanzó los 197.500 millones de euros. En teoría, este superávit debería haber sido una ventaja: es una prueba de que la economía estadounidense necesita más productos europeos que al revés. Al cortar, con gigantescos aranceles, el acceso a estos productos, la administración Trump corría el riesgo de desestabilizar su propio mercado.

Pero por la magia de la UE, esta fuerza se ha convertido en debilidad. Mientras que el crecimiento europeo está estancado y los europeos son incapaces de considerar alternativas, se ha vuelto crucial preservar las exportaciones y este superávit. Y para ello, estamos dispuestos a sacrificar el resto de la economía.

En realidad, no hay nada nuevo aquí. La obsesión de la UE por las exportaciones delata una visión distorsionada de la economía que deja al pairo la mayor parte de las actividades europeas. Es una estrategia llevada a cabo durante años por la UE; desde la estrategia de Lisboa en la década de 2000 hasta este acuerdo de 2025, pasando por las políticas de austeridad de la década de 2010, la lógica siempre ha sido sacrificar la demanda interna para promover la “competitividad” de las exportaciones.

El resultado ha sido desastroso. El PIB europeo fue una vez el primero del mundo, ahora está superado en más de 9 billones de dólares por Estados Unidos y está a punto de ser superado por China. Cuanto más conservaba Europa sus excedentes comerciales, más se debilitaba su economía. Esta protección acabó perjudicando a los propios exportadores, que han subinvertido en sus bienes de equipo de producción. En diez años, la participación de la UE en las exportaciones mundiales ha pasado del 15,8% al 14,5%.

La lógica económica europea es un fracaso. Pero los líderes europeos no conocen otra y continúan construyendo sus políticas en interés de los grupos industriales exportadores. Este es el verdadero obstáculo para el desarrollo de una política auténticamente europea, es decir, favorable a las poblaciones europeas.

El acuerdo del 27 de julio delata esta debilidad fundamental: obsesionada con su competitividad exterior, Europa está dispuesta a olvidar su interés general. Pero no hay que equivocarse: esta estrategia es el reflejo de las relaciones de poder social. La acumulación de capital se concentra en un puñado de sectores, mientras que el resto de la sociedad debe adaptarse mediante el ajuste a la baja de sus salarios y una reducción de la protección social. Y los que tienen el poder harán que el resto de la sociedad pague los efectos del acuerdo.

El ministro francés de Presupuesto y Cuentas Públicas, Laurent Saint-Martin, ya advirtió en un mensaje de reacción al acuerdo en LinkedIn: “Es urgente reforzar la competitividad europea para seguir ganando cuota de mercado."

La historia está escrita: quizás se haya evitado la guerra comercial, pero a costa de alentar la guerra social. Se ha perdido la oportunidad de construir otra Europa. Pero, la verdad es que esta opción nunca ha sido considerada seriamente por el consenso que dirige la UE y que se aferra, a pesar de los repetidos fracasos, a mantener un statu quo necrosante para el Viejo Continente.

 Romaric Godin

Es periodista desde 2000. Se incorporó a La Tribune en 2002, primero en su página web y luego en el departamento de mercados. Corresponsal en Alemania entre 2008 y 2011, fue redactor jefe adjunto del departamento de macroeconomía a cargo de Europa hasta 2017. Se incorporó a Mediapart en mayo de 2017, donde sigue la macroeconomía, en particular la francesa. Ha publicado, entre otros, ‘La monnaie pourra-t-elle changer le monde Vers une économie écologique et solidaire’ (10/18, 2022) y ‘La guerre sociale en France. Aux sources économiques de la démocratie autoritaire’ (La Découverte, 2019).

Fuente:
 https://www.mediapart.fr/journal/international/280725/pourquoi-l-ue-s-est-couchee-devant-les-etats-unis

Traducción:

Enrique García  

https://www.sinpermiso.info/textos/por-que-la-ue-cedio-comercialmente-ante-trump

Frantz Fanon: La locura que nos revela .

                                                     

 Frantz Fanon: La locura que nos revela (3)

 Por Diogo Tabuada

  02/08/2025

 Messali Hadj pasará a la historia como el primer argelino en llamar a la independencia. Este hijo de un zapatero del interior del país creó la llamada Estrella Norteafricana, una organización anticolonial argelina estrechamente ligada al partido comunista francés. En los años 30, la organización rompe definitivamente con el partido comunista y funda el Partido del pueblo argelino, en cuyos estatutos ideológicos se contemplaba el populismo islámico, el socialismo y el jacobinismo. Al partido del pueblo argelino se le achacó el practicar un indisimulado culto a la personalidad de Messali; aguanto con una política conciliadora con Francia hasta que se fraguó una represión terrible al pueblo argelino que lo hizo cambiar a posiciones decidicamente revolucionarias: Nacía el FLN argelino.

 Adam Shatz destaca el ambiente intelectual con el que, en lo referente a la gestión psiquiátrica, se tuvo que encontrar Fanon. Antoine Porot, creador del primer pabellón psiquiátrico moderno en 1912, se caracterizaba por sus enfoques reformistas y empatizaba con las ideas de Gobineau: había que entender a la sociedad nativa; pero bajo este imperativo epistemológico se ocultaba lo que Gobineau realmente fue: no otra cosa que un aristócrata de la supremacía blanca que acuñaba perlas como “El musulmán argelino es histérico, intelectualmemnte superior y predispuesto a la criminalidad”.

 Fanon, anticipándose a Michel Foucault y a su Historia de la locura, y a efectos tanto prácticos como teóricos, quiso recuperar la importancia del ambiente cotidiano en los psiquiátricos para integrar socialmente al paciente. La introducción de la cestería, el teatro, el cine, los juegos de pelota… etc, no tuvieron en cuenta algo que a Fanon se le había pasado por alto: este intento de recuperación del ambiente cotidiano fue un éxito, sí, pero sólo con los pacientes Europeos. Los pacientes árabes volvían automáticamente a sus habitaciones en su gran mayoría, lo que hizo que Fanon cayese en la cuenta de que había introducido pasatiempos y elementos culturales de la vida occidental. Y, sí, fue entonces cuando creó un café maure -cafetería mora-, un salón oriental e incluso sesiones de cuentacuentos ligadas a la vida árabo-musulmana: “La cultura Argelina tiene otros valores al margen de la cultura colonial”, llegó a afirmar Fanon, mostrando así su capacidad para ponerse en el lugar del otro sin dejarse cegar por la influencia de la cultura francesa en su construcción como sujeto político.

 Es en Argelia donde Fanon asiste a ceremonias nocturnas donde personas que sufrían de histeria se curaban en crisis catárticas producidas por danzas locales en las que la imaginería mítico-narrativa del pueblo estaba muy presente –los djinns son precisamente eso: seres mitológicos dotados de libre albedrío creados por los más profundos anhelos del pueblo argelino-. En estas ceremonías, Fanon encontró una actitud cultural realmente piadosa y comprensiva hacia la enfermedad mental: los argelinos no culpaban al doliente de su locura, sino a los djinns que los poseían, logrando de este modo abrir un cauce de liberación individual y comunitaria para los individuos afectados de alguna enfermedad mental. Pocos son los casos en los que las ciencias sociales occidentales han pretendido liberarse de los prejuicios creados por la propia epistemología y antropología cultural europea para aceptar que tales ritos y danzas no son una superstición sino una creación cultural y colectiva que logra acercarse a la enfermedad mental de un modo radicalmente diferente; en Sociología de Argelia, de Pierre Bourdieu, así como en la obra de Germaine Tillión en los años 30, encontramos algunas de esas excepciones.

 Fanon conoce a los integrantes del FLN Argelino en unas condiciones que el sentido común no sospecharía nunca: serán precisamente intelectuales católicos, europeos y de izquierdas -entre los que se encontraba el psiquiatra Jean Aymé- quienes lo introducirán en la organización. Los conocerá en las revistas clandestinas de los católicos antifascistas, entre ellas, Cahiers du Témoignage Chrétien. Entre ellos se encontraba también André Mandouze, que tomó la decisión de viajar a Argel por el profundo amor que sentía por San Agustín.

 En el FLN toma conciencia de la importancia de elaborar una estrategia contra la violencia colonial que no deshumanice al otro. Lo marcará, sin duda, la anécdota de un niño argelino que mataría a un turista Europeo sin alegar otro motivo que un odio visceral irreprimible hacia todo lo europeo. Aquí, Fanon toma conciencia de la profunda importancia de la violencia ambiental en la vida cotidiana de un contexto colonial, a saber, de la dificultad o incluso imposibilidad de substraerse a ella y de no reproducirla miméticamente.

 Un elemento clave de análisis en el libro de Adam Shatz es el siguiente: a día de hoy puede consultarse la elocuente carta que Aimé Cesáire escribió a Maurice Thorez, el secretario general del partido comunista. En esta carta, Cesáire le comunicaba que se había adherido al partido con la esperanza de que el marxismo se pusiese al servicio de la gente negra, no la gente negra al servicio del marxismo.

 Que Cesáire era lo opuesto a Senghor: Cesáire pensaba, deseaba y escribía aceptando la vieja y ancestral sabiduría de los pueblos africanos, pero al mismo tiempo la integraba en una proyección ética y política de futuro: el horizonte era la liberación política de la gente negra, lo que implicaba, por supuesto, la descolonización integral del ser africano dentroy fuera del contienente. Como Cesáire, Fanon -lo que agranda más su legado- llega incluso a adelantarse a Oruientalismo, de Edward Said (1978) cuando escribe y toma conciencia de que la Cultura cosmopolita no quiere destruir a la subalterna, sino hacer de ella algo exótico e interesantea través de la mirada erudita.

 Fanon aceptará prácticamente todo el legado y ejemplo del líder del FLN argelino, Abane Ramdane, quien tendrá una profunda influencia en su modo de pensar y actuar dentro del meollo de la dominación colonial de Argelia por parte de la metrópolis parisina. Dentro del frente argelino Fanon experimenta la clásica fraternidad -entre varones- basada en el terror, experimentando en carne viva el papel cohesionador -pero paranoico- del típico miedo paranoico al enemigo interno dentro del partido. Se da cuenta, entonces, de los factores extra-psiquiátricos de la irracionalidad humana, anticipando -otra vez, de nuevo, anticipando- los trabajos de autores relevantes dentro de la corriente antipsiquiátrica como R.D Laing y Thomas Szasz.

 Otra figura importante que ejercería una gran influencia en Fanon es el panafricanista y socialista Guineano Ahmed Sékou Touré. Touré solía pregonar en sus discursos que prefería la libertad argelina siendo pobre que la concepción occidental de la riqueza insertándose en una Argelia que deviniese cada vez más y más y más dependiente de la metrópolis. De Gaulle viaxaría a Conakry, capital de Guinea, para convencer a Touré de que formase parte da comunidade francesa, una estructura supranacional que, supuestamente, reconocería la soberanía de de Guinea aceptando ciertas reformas en el status colonial del país. Justo en esa visita es cuando Touré sorprende al mundo entero profiriendo las siguientes palabras en público: “No aceptaremos nunca la dominación. Preferimos la pobreza en la libertad que la riqueza en la esclavitud”.

 El 28 de Septiembre de 1958, Guinea votará masivamente NO a su integración en la comunidad francesa. De Gaulle y Francia se retiraron furiosos: se cortaron todos los cables telefónicos, se llevaron todos los archivos, se destruyó mucha maquinaria, se arrancaron instalaciones eléctricas, se rompieron mapas e incluso se destruyeron vacunas infantiles. Guinea quedó sin apoyo internacional, aislada y con pocas infraestrcuturas, pero fue el primer país africano de influencia francófona que consiguió la independencia plena. Touré se convertiría en un símbolo global de la lucha y dignidad anticolonial; su actitud ante De-Gaulle sería admirada por líderes políticos de máxima importancia para el ideario panafricanista como Kwane Nkrumah, Amílcar Cabral, Patrice Lumumba y el propio Frantz Fanon.

 

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