O misterio das chaves suspensas by Marcel Caram
El autoritarismo nada disimulado de una sentencia histórica
Nicolás García Rivas - Catedrático de Derecho penal
La primera imagen que se asoma a la mente de quien lee y
analiza la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en el caso del
secesionismo catalán es la de los distintos representantes de la Fiscalía
General del Estado (vinculada por su Estatuto a la defensa de la legalidad)
proclamando sin argumentos que los hechos juzgados fueron constitutivos de un
delito de rebelión porque concurrió la violencia o la amenaza de violencia o la
violencia sobre las cosas, que de todo hubo. A la postre, los fiscales que
aparecieron en carrusel ante la Sala no han logrado convencer a los siete
magistrados de que los actos juzgados fueran constitutivos de un delito de
rebelión. Muy a su pesar, los más de cien penalistas que denunciamos hace dos
años la utilización espuria de ese gravísimo delito teníamos razón.
El juicio contra los cabecillas del independentismo catalán
estuvo marcado desde el principio por un apelativo que llenó titulares de
periódicos, alegatos parlamentarios y, lo que es peor, resoluciones judiciales:
que Junqueras y el resto de los acusados eran "golpistas", que
pretendieron dar un golpe de Estado, lo mismo -alguna política dijo que
"incluso peor"- que el intento del 23F, cuando Milans sacó los
tanques a la calle y Tejero secuestró el Congreso de los Diputados con un grupo
de guardias civiles. La evidente distancia entre aquellos hechos y lo ocurrido
ahora en Cataluña no deja resquicio a la duda en el plano penal: mientras
aquello era una rebelión clarísima, esto último fue quizá un "atentado
grave al interés general de España" -como dice el art. 155 de la
Constitución- lejano de la rebelión violenta.
Todas las manifestaciones llevadas a cabo en Cataluña habían
hecho gala de un pacifismo deliberado, más allá de algunas extralimitaciones
menores. Es cierto que los políticos acusados habían desobedecido las órdenes
del Tribunal Constitucional, que les conminó a no seguir por esa vía, pero de
ahí a calificar los hechos como rebelión hay un abismo en el que no ha caído la
sentencia. Sin embargo, el Supremo se extralimita -en mi opinión- a la hora de
valorar la "seriedad" de los fines secesionistas calificándolos como
"mera ensoñación" y como "artificio engañoso", porque ello
se compadece muy mal con una larga serie de resoluciones del mismo Tribunal que
hicieron hincapié en el carácter perfectamente organizado del secesionismo para
mantener la acusación por rebelión y la consiguiente prisión preventiva .
Este giro radical permite sospechar que se mantuvo la
anterior opinión de un modo poco razonado.
La condena por el delito de sedición abre un intenso debate
jurídico, que no se centra sólo en lo acertado de esa calificación sino en la
propia persistencia de esa figura penal. Años antes de que comenzara el
"Procés", en 2007, escribí en unos Comentarios al Código Penal que
"esta figura delictiva debe desaparecer para dejar su espacio a los
desórdenes públicos, pues de un desorden público se trata". Insospechado
entonces el protagonismo que iba a alcanzar la sedición 12 años después. Si
propugné su desaparición era por dos razones: la enorme ambigüedad de la
conducta castigada y la raíz profundamente autoritaria de este delito.
Por lo que se refiere a lo primero, el art. 544 del Código
Penal castiga el "alzamiento público y tumultuario para impedir, por la
fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier
autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de
sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones
administrativas o judiciales". Es decir, que si un grupo numeroso de
personas se manifiestan contra la aplicación de una Ley (posiblemente injusta)
puede haber sedición; pero también si un funcionario judicial intenta practicar
un desahucio y los vecinos de la familia desahuciada se "alzan" para
impedirlo….
¿Qué es entonces lo que se pretende castigar? Al responder a esta
pregunta se descubre precisamente la raíz autoritaria de este delito.
Tanto los Códigos Penales decimonónicos (1848, 1850 y 1870)
como la legislación de orden público (Ley de 1870) colocaban la sedición junto
a la rebelión porque en el fondo se concebía el orden público como "orden
social" u "orden político", un espacio cerrado a cualquier
disidencia cuya represión estaba encomendada a la autoridad militar, habilitada
para declarar nada menos que el estado de guerra cuando "se hubiere
manifestado rebelión o sedición".
Y a partir de esa declaración todo el
poder (legislativo, ejecutivo y judicial) quedaba en manos de dicha autoridad
militar, para anular las libertades y juzgar sumariamente a los disidentes.
Pero si este antecedente remoto no rezumara autoritarismo por los cuatro
costados, algo más cerca queda la criminalización de las huelgas de
trabajadores en la época franquista mediante el delito de "huelga
sediciosa", cuya derogación se planteó el Tribunal Constitucional en 1981
porque parecía frontalmente contrario a la Carta Magna. Los antecedentes no
pueden ser, por tanto, menos presentables.
Dicho eso, la explicación que ofrece la sentencia no
convence en absoluto. Sostiene que es un delito contra el orden público y no
contra la Constitución, pero al definir aquél no lo identifica con la
"tranquilidad pública" o la "paz en la calle" (nociones
propias de Estados democráticos) sino con el "normal funcionamiento de las
instituciones", lo que se parece sospechosamente a la definición contenida
en el art. 1º de la Ley de Orden Público de 1959, eje de la represión
franquista: "el normal funcionamiento de las instituciones públicas y
privadas"-se decía entonces.
¿Por qué siguen ese camino tan autoritario
los siete magistrados del Supremo? Porque necesitan justificar que los
altercados del 20 de septiembre y del 1 de octubre de 2017 no fueron unos
simples desórdenes públicos, una mera extralimitación en el derecho de reunión
(si hubo alguna), sino el momento culminante de un proceso político que no
pretendía sólo protestar contra medidas gubernamentales sino que iba más allá:
cuestionaba el mismo orden jurídico, perseguía subvertir el orden
constitucional.
Aquí se aprecia una grave fisura en la argumentación del
Tribunal Supremo, que emplea miles de palabras para decir que no está
castigando la ideología independentista pero utiliza esa misma finalidad
("extremista") para justificar la concurrencia de la sedición.
Descendiendo al detalle de la condena, según la sentencia se
verificó la sedición en dos momentos: el 20 de septiembre de 2017, cuando
40.000 personas fueron reunidas y alentadas por los dirigentes independentistas
"para impedir" el registro en la Consejería de Economía, y el 1 de
octubre, cuando 2 millones de catalanes fueron llamados a votar en un referéndum
ilegal, a sabiendas de su ilegalidad y con la finalidad de incumplir la orden
del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que había prohibido su
celebración.
Respecto al primero de los momentos, la respuesta es clara: por
grande que sea el número de ciudadanos reunidos en la calle para manifestarse
contra una medida (judicial, gubernamental o legislativa), la Constitución
ampara el derecho de todos y cada uno de ellos a manifestarse, habiendo
declarado el Tribunal Constitucional que se trata de un derecho preferente
porque sirve para conformar la opinión pública democrática.
El oportuno recurso dirá si el Alto Tribunal mantiene esta
opinión. Y por lo que se refiere al referéndum ilegal del 1 de octubre, habría
que decir dos cosas:
En primer lugar, que su convocatoria se anunció el 9 de
junio de 2017 y se verificó mediante la Ley de transitoriedad, fechada el 8 de
septiembre del mismo año, lo cual impide decir -como hace la sentencia- que los
2 millones de catalanes fueran a votar "para" desobedecer esa
resolución que lo prohibía; más bien votaron "a pesar de" dicha
prohibición, que no es lo mismo.
En segundo lugar, por mucho que se empeñe el
Supremo, si la convocatoria ilegal de un referéndum quedó despenalizada en 2005
(Aznar la había penalizado poco antes), resulta imposible aceptar que promover
esa convocatoria y acudir efectivamente a votar constituya una sedición.
La conclusión a que todo ello nos aboca no puede ser más
decepcionante en términos democráticos. El Tribunal Supremo ha buscado la forma
de condenar cuando no había materia suficiente para ello, recurriendo a una argumentación
que adolece de un autoritarismo nada disimulado.
La deslealtad institucional
catalana quedó reprimida mediante el artículo 155 de la Constitución; no hacía
falta escarmentar a los independentistas con penas largas de prisión. La
calidad democrática de España ha descendido varios enteros con esta sentencia.
Una sentencia contra la democracia .
Nota del blog .- En la dictadura los cines tenían obligado poner el NODO , donde salía siempre Franco - le llamaban el chico del Nodo- y los espectadores aplaudían y el que no aplaudía lo acusaban de sedición. Por eso los que nacimos en esa época , nos suena a pena del código militar . También hay que recordar que el ejercito era en encargado en toda nuestra época contemporánea de garantizar el orden publico . República incluida . hasta la Constitución de 1978 . Hoy hay suficiente policía.
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