martes, 29 de octubre de 2019

Entrevista a Mario Tronti .


 



Entrevista con el filósofo, profesor y senador italiano que acaba de publicar nuevo libro



Gerardo Muñoz


Mario Tronti es uno de los grandes pensadores políticos italianos de nuestro tiempo, y por esta razón, es muy probable que no necesite mayor introducción. El padre del operaísmo italiano ha desarrollado una reflexión teórica política a lo largo del último medio siglo, en el que la transformación de la realidad se ha dejado acompañar por la transformación de las condiciones de un pensamiento bajo el signo del 'espíritu libre'. No es fácil encasillar a Tronti bajo etiquetas prefijadas, ya que a lo largo del tiempo sus intervenciones han ido mutando vertiginosamente; pasando desde la praxis comunista a la teología política, de los análisis sustentados de la clase obrera al momento actual, atravesado por la descomposición de los principios políticos que gramscianamente podemos llamar interregnum.

En Tronti, estamos ante la presencia de la mirada de un sabio realista que ha podido comprender la crisis de la legitimidad de Europa y las ruinas de las democracias europeas sin hipotecar su mirada en una filosofía de la historia compensatoria. Acaba de ser publicado Il Popolo Perduto: Per una critica della siniestra (Nutrimenti, 2019), donde repasa los pliegues del momento populista global. La crisis del PCI y la iglesia católica, el agotamiento de las élites políticas y el extravío del pueblo, la geopolítica atlántica, los residuos de la vieja figura del trabajador, las intuiciones antagonistas de Carl Schmitt, son algunos de los temas que atraviesan su nuevo libro. Pero, más allá de estas variaciones, Il popolo perduto es también el depósito de un estilo de pensamiento. El estilo operaísta sigue siendo, todavía hoy, la mediación que no renuncia a los abismos que se van abriendo en el presente. En la siguiente conversación, repasamos varios de los ejes de su libro, precisamente aquellos que abren pasajes para pensar el actual momento europeo.

-Prof. Tronti, ante todo quisiera agradecerle por su tiempo para discutir algunos aspectos de su último libro Il popolo perduto (2019). En este libro usted dice que el populismo condensa una "conexión pulsional" que explica la antipolítica de la derecha tanto en Europa como en Estados Unidos. Y, sin embargo, el populismo también ha tenido fuerza pulsional en la izquierda, si pensamos, por ejemplo, en Podemos, Syriza, así como las diversas experiencias de la llamada 'marea rosada' de ciclo progresista latinoamericano. ¿Podría elaborar un poco más esta relación entre populismo y su dimensión pulsional en una época donde el pueblo vuelve a ser evocado?





-El discurso en torno al populismo que ha invadido el debate público en nuestro tiempo ha generado muchas confusiones, y en realidad responde a una pregunta muy precisa: ¿qué es el pueblo hoy? Pero sabemos que las preguntas precisas requieren respuestas difíciles. Están aquellos que dicen que el pueblo ya ha dejado de existir, y que, por lo tanto, solo hay populismo. Este no es un argumento trivial. El pueblo de los llamados populistas contemporáneos', y de la difusión de opinión pública a través de los medios de comunicación, está inscrito en el sentido común que, al ser manipulado, deviene en un actor autónomo que demanda ser soberano a través de los propios mecanismos democráticos.

"Los populismos de izquierda, deben prestar atención a la actual composición emocional de eso que llaman pueblo"

La soberanía de los populistas contemporáneos ha descubierto que, en la época de la globalización, la dimensión de pueblo-nación se vuelve gente-nación. Esto finalmente supone una multitud de individuos alienados. Esta nueva forma - totalmente informe - es la que encontramos en las gradas de un estadio, cada uno en su sitio y que instintivamente se pone de pie cuando escucha el himno del equipo nacional. Por eso hoy conviene releer los estudios clásicos sobre la psicología de masas del siglo diecinueve, que tendrá su gran escenificación en la década del veinte, y que reaparece en los totalitarismos con una fuerte capacidad de integración en las nuestras democracias. Estas formas populistas son orgánicamente de derechas, aún cuando buscan generar un conflicto entre pueblo y élites. Pero la pulsión qualunquista es siempre una práctica antipolítica de la derecha, no podemos olvidarlo. Los populismos de izquierda, deben prestar atención a la actual composición emocional de eso que llaman pueblo. La tarea es fundamentalmente política. Y esto supone una reorientación del desconcierto de las masas. En otras palabras, necesitamos saber interpretar las necesidades reales de la gente común, como me gusta llamarle, ante el malestar de la vida cotidiana, de los miedos existenciales, de la inseguridad y de la demanda de protección.



Solo cabe dar soluciones concretas a estos dilemas. Y esto supone, por encima de todo, una nueva tarea ilustrada. Yo que he sido un enemigo existencial de la Ilustración, hoy, sin embargo, puedo decir que necesitamos una nueva Aufklärung. Solo así estamos en condiciones de poder denunciar el nuevo obscurantismo se esconde detrás de las situaciones actuales, que recae no en los políticos, sino los amos de la economía, en los magos del capital financiero y en los gurús informáticos. Estos son los verdaderos enemigos del pueblo. De ahí que necesitemos hacerle ver a la gente común que tienen que dar la batalla. En realidad, la posmodernidad es nuestro ancien régime. Y es por ello que debemos romper contra la ceguera y la falta de visión que marcan la distancia de nuestra época. ¿Quiénes serian hoy los sanctus para fomentar un asalto a la Bastilla? Sin duda alguna que no son los chalecos amarillos. Ellos solo pudieran devenir algo político si aparece una cabeza de mando en el interior de esa fuerza destituyente de la insurgencia. Deberían cambiar de color de los chalecos. Esto es, necesitamos unos chalecos rojos, portadores de una tradición de luchas del movimiento obrero, para quienes ya no harían falta casseurs. Esta tradición nos ha enseñado que aquellos que saben organizar la fuerza ya no necesitan de la violencia.

-Retomando la pregunta anterior sobre populismo, me pregunto si usted ve en la teoría de la hegemonía de Ernesto Laclau un marco limitado para la construcción de lo político, en la medida en que la estructura "equivalencial de las demandas" termina por reproducir la misma lógica del dinero. En este sentido, si bien su libro no fue escrito contra Laclau, me gustaría saber qué impresión le suscita esta forma de pensar el populismo como construcción hegemónica.

-Me he referido a Laclau en otros textos, a quien pude conocer personalmente en Roma cuando presentamos juntos la traducción italiana de La razón populista. Soy consciente de que, tanto en Italia como en Argentina, hay varias intervenciones que buscan elucidar nuestras diferencias y cercanías en torno a muchos problemas teóricos. Por ejemplo, yo rara vez he usado el concepto de hegemonía, mientras que Laclau le ha otorgado un lugar central en sus análisis políticos. Cuando Laclau habla de "lucha hegemónica", creo que comparto su razonamiento, ya que en ese vórtice se produce un antagonismo político que une pensamiento y acción. En el prólogo la segunda edición del libro Hegemonía y estrategia socialista (2001), escrito junto a Chantal Mouffe, nos dice que una relación hegemónica es una mediación por la cual "una fuerza social particular asume la representación de la totalidad".

Aquí yo encuentro una profunda afinidad con el descubrimiento operaísta de la forma partido: esto es, la parcialidad, la clase, como índices de un saber mucho más efectivo que la totalidad que posee el enemigo. Después, es cierto que nuestros lenguajes y gramáticas divergen. En mi caso, ya no hablo de una radicalización de la democracia, sino de la necesidad de una crítica de radical de lo democrático. No me parece suficiente la transformación radical de las relaciones existentes de poder; al contrario, creo que debemos alcanzar una reversibilidad de la relación entre fuerza y poder entre los distintos partidos en pugna. Y no creo que esto pueda lograrse mediante una "cadena equivalencial" entre diversas luchas democráticas. Incluso a nivel empírico, las luchas contra el sexismo, el racismo, la discriminación sexual, o la defensa del medio ambiente, nunca consiguen por sí mimas la fuerza para destituir las bases operativas del sistema, puesto que carecen de un poder subjetivo de politización. Este es el problema. Por eso pienso que debemos hacer confluir nuestras energías alrededor de un proyecto constituyente ligado a la fuerza de una parte; de una parte, sin la cual ninguna acción destituyente de la totalidad tendría la posibilidad de realizar una práctica concreta.


-Sin lugar a dudas no eres un gramsciano, y podemos decir que en buena medida tu reflexión teórica a lo largo de décadas vinculada al operaismo ha sido una manera de pensar otro comienzo ajeno al del culturalismo como contra-hegemonía. Si como hemos dicho antes, el límite de Laclau es pensar la hegemonía como cierre equivalencial, obviamente que se corre el riesgo de una tecnificación de lo político. ¿No habría que pensar el conflicto justamente como lo que desborda a todo cierre, esto es, como un exceso capaz de transformar un espacio que ya no quede atrapado en el consenso?


-Ciertamente yo saldé mis cuentas con Antonio Gramsci hace mucho tiempo, en torno a los años cincuenta, incluso antes de la experiencia operaísta de los sesenta. La figura de Gramsci, el intelectual y político, fue fundamental para mi formación intelectual. Sentíamos una profunda admiración por Gramsci, sin lugar a dudas. Debo decir que los Quaderni fueron también mis pupitres de escuela. La distancia no es tanto con Gramsci como con el gramscianismo; esto es, con esa tradición que enfatiza lo nacional-popular, y en la cual se reconoció el idealismo historicista del marxismo italiano. A mí me sigue encantando el periodismo revolucionario del primer Gramsci. Solo fue más tarde fue que tuvo lugar mi distanciamiento del marxismo, no tanto de Marx. Para los grandes pensadores es siempre una maldición la creación de una doctrina o de grandes sistemas.

Desde luego, el reconocimiento internacional sobre del trabajo teórico de Gramsci es más que merecido. En algunas partes del mundo, cuyas condiciones históricas se asemejan a las que dieron lugar a su reflexión, todavía podría constituir una herramienta importante de análisis. Sin embargo, hoy veo límites desde nuestras realidades europeas. Y es aquí también donde situaría el problema de la hegemonía. Comparto la idea de que debemos superar el concepto, lo cual también implica superar el sentido hegeliano de la Aufhebung, esto es, ir más allá de la mera preservación de lo existente. Diría que hoy más que nunca necesitamos una batalla de ideas que pueda competir en el terreno cultural. Hoy se han impuesto ideas dominantes que provienen de las clases dominantes. Pero es igualmente cierto que la opción culturalista está dentro del actual aparato ideológico totalizador. Esta opción no es de Laclau, sino el peligro que corre todo gramscianismo dogmático.





Cuando Laclau elabora el proyecto de "construir un pueblo", él reclama una interpretación de la hegemonía cultural. Y, sin embargo, para poder realizarlo de manera concreta, debemos pensar y actuar como una parte de un pueblo. ¿Qué significa esto? En primer lugar, significa traer de la exterioridad política a una condición de separación objetiva, que ya no puede ser excluida de la administración del poder, de las decisiones del futuro; o, para decirlo en términos de Laclau, de la posibilidad de un sujeto antagónico. El populismo contemporáneo no es una forma de "construir la política". Esta intención, como bien dice Laclau, pertenece a una vieja concepción del populismo. En este sentido, los populismos contemporáneos son anti-políticos. A mí me parece que lo que Laclau y yo compartimos no es solamente el plano de la autonomía de lo político o de las subjetividades antagónicas; sino, también, que ahora el político debe construir pueblo, para así darle la forma a quienes permanecen excluidos. Podemos nombrar esa parte con una palabra que evoca antiguos acontecimientos de liberación: la forma partisana.


-En un momento de su conversación con Andrea Bianchi, usted se autodefine como un "revolucionario conservador" (revoluzionario conservatore), que recuerda a la categoría que Armin Mohler usara en su Die Konservative Revolution in Deutschland para describir a esa inteligencia reaccionaria crítica de los principios del liberalismo. ¿Pudiéramos decir, entonces, que su postura es análoga, pero desde la izquierda? Para llevar a cabo una transformación hoy, ¿necesitamos de una fuerza de conservación a contrapelo de lo que representa la actual anarquía del poder?



-En la definición del "revolucionario conservador" debemos señalar una cosa: el sustantivo es revolucionario y el adjetivo es conservador. El primero define, mientras que el segundo califica. Me gusta la figura retórica del oxímoron porque combina en una misma frase palabras que expresan conceptos opuestos. Me parece que aquí se produce un pensamiento fuerte, o al menos algo opuesto al pensamiento que yo siempre he intentado poner en práctica. O sea, he intentado sostener la contradicción, manejarla, y poder gobernarla. La contradicción es un tipo de realidad que constituye la división de lo social, y que es también lo que entendemos por capitalismo. Por eso la tarea del revolucionario es poder entender que toda división debe ser organizada como oposición. Para poder llevar esto a cabo debemos conocer muy bien al enemigo. Nunca hay que olvidarse de aquella máxima de Schmitt: "Solo puede conquistar aquel que conoce a su presa mejor que a sí mismo".

Y otra: "lo importante es permanecer incomprensible ante los enemigos". Solo de esta manera podemos encontrar en la contingencia las formas efectivas del conflicto. Esta es la razón por la que frecuento con regularidad a los grandes pensadores conservadores. La otra razón es que en este tipo de pensamiento siempre encontramos una reflexión sobre el estado concreto de las cosas. Una de la razones por las cuales normalmente la derecha suele derrotar a la izquierda, tiene que ver con la captura democrática en el consenso, donde siempre la derecha es realista, mientras que la izquierda ha sido ideológica. También subrayaría algo importante: en las personalidades aristocráticas de los pensadores conservadores encontramos una crítica radical de la mentalidad burguesa, la cual sigue constituida como la mentalidad dominante. El individuo burgués, normalizado, y semi-cultural es la figura antropológica a la que todavía hoy nos enfrentamos. En las democracias contemporáneas y sus ritos electorales, el sistema político representa ese universalismo de la clase media burguesa. En estas condiciones, la política no es, y no debe aspirar a ser, ni revolucionara ni una destitución anárquica del poder. Al contrario, es necesario intentar deconstruir el sentido al interior de ese universo, y esto se hace acentuando sus contradicciones. Por eso, no debemos esperar una crisis, sino que debemos provocar la crisis. Y esto solo puede realizarse desde lo alto del mando del gobierno.

Por lo tanto, asumir el funcionamiento democrático del gobierno se vuelve esencial a través de la conquista del consenso desde programas realistas. Yo he llegado a la conclusión que en estas condiciones históricas no hay otra manera que la forma reformista de la toma del poder. Solo desde ahí somos capaces de emprender una larga marcha revolucionaria. Primero ser reformistas, y solo después ser revolucionarios. Solo de esta manera ya no hay una confrontación directa, sino más bien una sucesión temporal entre el reformista democrático y el revolucionario conservador.


-Algunos lectores se han sorprendido de como en Il Popolo Perduto sigues los pasos de la figura de Benedicto XVI. Escribes: "Me impresionó algo que una vez Ratzinger dijera sobre su Iglesia: no se debería actuar por proselitismo sino por atracción". Obviamente, imposible no recordar aquí el ensayo de Giorgio Agamben sobre la relación entre el mal y fin de la legitimidad a partir del gran rechazo de Ratzinger ante los poderes de la Iglesia. Por lo tanto, me interesa preguntarte por la figura de Francisco, y si ves en el papado el arcano del liderazgo que pudiera movilizarse hoy contra la dominación técnico-económica de Occidente.


-Cuando el 10 de febrero de 2013 Benedicto XVI se dirigió a una delegación para anunciarles que a partir del 28 de febrero la Santa Sede heredada de San Pedro quedaría vacía, realmente tuvo lugar uno de los eventos más significativos de nuestro tiempo. Un evento que marca un punto alto de nuestra historia. Un acontecimiento que en una época como la nuestra, que carece de sentido histórico, ha sido incapaz de reconocer. Giorgio Agamben la lee correctamente situándolo en su sentido político como momento mesiánico en el fin de los tiempos. Aunque un libro que debemos releer hoy es Mysterium iniquitatis (1995) de Sergio Quinzio, un pensador que hubiese estado en condiciones de examinar este evento a la altura que se merece. Agamben repasa la decisión de Ratzinger como una tensión entre los principios de legalidad y legitimidad, y nos dice: "Los poderes e instituciones se encuentran carentes de legitimidad no porque hayan caídos a la ilegalidad, sino al revés, esto es, la ilegalidad hoy se generalizado de tal manera en nuestro tiempo porque los poderes ya han perdido todo sentido de legitimidad". Y esto es verdad.  Desde hace mucho tiempo yo he insistido que la actual crisis política en Occidente es menos una crítica de representación que una crisis de autoridad.

"La actual crisis política en Occidente es menos una crítica de representación que una crisis de autoridad"

No hay forma social sin haber antes decisión política. En este sentido, la autoridad es lo que reconoce al poder, y, por lo tanto, lo que lo legitima. Nada de esto tiene que ver con el autoritarismo. Entre autoridad y autoritarismo yace la misma diferencia que entre soberanía y soberanismo. La Iglesia Católica históricamente estuvo en condiciones de reconocer el poder, lo cual generó mucho proselitismo. Así, el plan del Papa alemán de regresar a una Europa cristiana terminó fracasando. De ahí que podamos decir que la idea romántica de Novalis de una Christenheit oder Europa ya se encuentra extinta en una Europa que existe entre la globalización y la secularización. El Papa argentino, quien viene del otro lado del mundo, es una nueva atracción para los más desventurados del mundo. En este sentido, hay que reconocer que la Iglesia es una gran escuela política, capaz de hacerle frente a la contingencia. Es decir, como institución ha sabido que es más útil tener al populismo político de Bergoglio que al programa de Ratzinger. Cuando el Papa Francisco se dirige hoy a los pobres, a los oprimidos, y a los humillados, notamos un contraste drástico con las víboras que se arrastran en el terreno de la economía, de la finanza, y de la tecnología. El éxito de Francisco es hablar una lengua de liberación en un mundo en que ya nadie puede hacerlo. En las homilías de los domingos los de abajo ahora se dan cuenta de que finalmente hay alguien que les habla directamente a ellos. Quienes están arriba se sienten tranquilos: siempre y cuando solo hable, todo está bien.


-Me gustaría insistir un poco más en la teología política. En los últimos años usted ha escrito mucho sobre el tema, pero también sobre la relevancia del pensamiento de Carl Schmitt, la cuestión del mito y del mesianismo. Ahora mismo en Estados Unidos, estamos viendo un renacimiento de un catolicismo anti-liberal ejerciendo influencias en la esfera pública, así como en el nuevo nacionalismo con luces de providencialismo. ¿Piensa que la teología política sigue siendo un horizonte para la transformación de nuestra época de absolutismo económico?


-Se ha comprobado que la teología política puede servirnos. Antes que nada, me ha servido a mí para llevar a cabo la lectura teórica del siglo veinte. El pasado siglo fue un siglo teológico-político. La oposición de dos grandes relatos ideológicos y su enfrentamiento encarnado, solo puede entenderse a la luz de la secularización de sus diversos conceptos teológicos. No es casualidad que la gran reacción al siglo veinte busque hacer borrón y cuenta nueva de los aparatos de su pensamiento. Por lo tanto, el siglo veinte fue el siglo que hizo historia y que, al mismo tiempo, llevó a la historia a su consumación. Desde mediados de los setenta, cuando los gloriosos treinta años llegaron a su fin, pudimos presenciar la descomposición del cadáver del mundo que fue celebrado durante las décadas ochenta y noventa. Esto suponía que lo teológico había sido extirpado de lo político. De esta manera, cualquier horizonte fuera del presente era inexistente. De ahí que el presente haya sido declarado como un régimen de la absolutización de lo inmanente. Hay que decir que lo que fue suprimido no fue tanto el afuera como algo más allá. There is no alternative! se repetía. Eso se volvió el lema de un mundo nuevo.

Esta situación es la fase de un enorme bloqueo. Respecto a cómo imaginar escapar de la forma social de dominación, ya no podemos decir que esté disponible un gramscianismo de guerra de movimiento o posiciones. El problema es mucho más complejo, puesto que simplemente no hay guerra. Por esta razón, tanto el movimiento como la posición se vuelven formas administradas de una fuerza siempre caída a la reacción. Sin lugar a dudas, esta es la nueva derecha, en el estilo de Donald Trump, en la cual ya no se cultivan proyectos totalitarios a la manera del siglo pasado. Los mecanismos democráticos contemporáneos siempre aseguran el consenso de antemano. Es cierto que hoy los viejos nombres cambian: lo que antes era soberanismo ahora es nacionalismo; lo que antes era racismo ahora es llamado nativismo; o lo que antes conocíamos por fundamentalismo ahora pasa por comunitarismo. No estoy seguro de cuanto durará esta ola reaccionaria, pero lo cierto es que no desaparecerá por sí misma. De nada vale denunciarla a gritos; se necesitan destrezas nuevas, inteligencia, y medios concretos para confrontarla. Ante todo, será necesario reconstruir un frente de lucha que pueda explicitar contradicciones del sistema, para de esta manera distinguir entre contradicciones centrales y marginales. Solo así podemos dotar de mayor nitidez a subjetividades antagonistas capaz de crear horizontes alternativos.

"Se necesitan destrezas nuevas, inteligencia, y medios concretos para confrontar la ola reaccionaria"

La constelación teológica-política que a mí me parece correcta es la que se inicia con las correcciones de Walter Benjamin a Carl Schmitt, pasando por las enmiendas de Jacob Taubes a Benjamin y terminando con el pensamiento de Alexandre Kojeve. Un apocalipticismo desde arriba y desde abajo deben converger en un punto. En otras palabras, es necesario maniobrar entre el escathon y el katechon, aunque yo entiendo que la política no puede hacerse desde la teología política. Y, sin embargo, la teología política hoy merece, al mismo tiempo que otras figuras del pensamiento, tomarse muy en serio a la hora de pensar la naturaleza misma de acción. Para poder establecer condiciones fértiles de lucha, para decirlo con Benjamin, es necesario que la puerta por donde pudiera entrar el Mesías, siempre permanezca abierta.


-Me gustaría pasar al tema de la geopolítica. En su libro menciona que debemos ser críticos de la "mediación atlántica" si queremos pensar otro orden geopolítico para Europa. Pienso aquí que varias figuras de la izquierda en España - específicamente en un debate reciente sobre en torno al soberanismo italiano - han propuesto establecer una nueva relación con la Rusia de Putin, capaz de devolvernos al espacio de las soberanías nacionales. Por eso algunos han venido hablando en los últimos tiempos de la necesidad de afirmar un 'momento Polanyi' cuyo horizonte es la soberanía definida como proyecto de autodeterminación de los pueblos. ¿Qué piensa usted de esta estrategia nacionalista en la izquierda?


-La geopolítica es otro de los planos fundamentales de esa articulación de la lógica de la equivalencia de la cual habla Laclau. En la forma actual de la globalización, jamás se da un paso atrás, sino solo pasos hacia adelante. Por eso no podemos regresar a la nación sino ir hacia una forma supra-nacional. Una de las contradicciones más agudas del actual sistema tiene que ver con que estamos inmersos en una globalización económica que carece de una globalización con forma política. En otras palabras: existe un mundo con una forma económica financiera que carece de forma institucional. Recordemos que la sociedad capitalista es impensable sin el asenso del estado burgués, un elemento obvio para entender la génesis, el desarrollo y el momento de las crisis. Todo esto tuvo lugar desde la forma histórica del estado-nación. Pudiéramos decir que hoy los estados continentales cumplen la misma función, ya que la forma mundial mantiene una presencia fuerte en el espacio nacional. La confrontación entre Estados Unidos y China, que se intensificará en las próximas décadas, será el nuevo compás de este siglo. En realidad, esta es la nueva globalización política que está emergiendo.

Y esto tendrá dos consecuencias fundamentales: un nuevo mundo bipolar (y esto implica una nueva Guerra Fría), que obligará a tomar partido. A mí me parece que los sueños cosmopolitas no son de este mundo. El poder endurecido de Trump es más realista que el soft-power de Obama. Por lo tanto, en el actual contexto geopolítico el gran tema de la soberanía debe repensarse desde Europa. Lo que quiero decir es que debemos pensar seriamente el proyecto de la construcción de una soberanía europea a escala supranacional. Y me parece que una guerra de independencia pacífica contra el Atlantismo es una de las premisas ineludibles. La soberanía federal europea, incluyendo a Rusia, pudiera llenar el vacío que jugaron los países no-alineados durante el siglo veinte. En cuanto a Polanyi, tengo mis dudas.

"Debemos pensar seriamente el proyecto de la construcción de una soberanía europea a escala supranacional"

Sin embargo, soy consciente de que en la contingencia un uso estratégico de las contradicciones mundiales podría ser necesario. En realidad, la causa detrás del desorden mundial tiene que ver con la estructura económica financiera, la cual debe ser desmantelada. La pregunta por una novedad en lo social debe pensarse justo en este punto. Ya no podemos aspirar a gobernar y administrar la economía a nivel nacional. En ese sentido, veo al populismo de izquierdas como un elemento necesario, pero que debe estar en condiciones de organizarse a escala supranacional en una segunda fase. Nada cambiará si después de una catástrofe reapareciera el estado de excepción. Y, como sabemos, estas son las situaciones en las que emerge el liderazgo atizado por el decionismo puro.


-Una de las intuiciones más interesantes que usted ha desarrollado en los últimos años tiene que ver con su tesis sobre la crisis antropológica de las élites en Occidente. En Il Populo Perduto, usted llega a decir que ya no estamos en la estructura rotativa de la reproducción de élites, tal y como lo habían entendido Michels o Pareto, sino que en la actualidad opera una forma en la que el triunfador político ya no se preocupa por mantener el conflicto con su adversario. ¿No podemos decir justamente lo mismo para la izquierda, en cuanto a su incapacidad de construir élites políticas solventes? Ahora que este año se celebra el centenario de La política como vocación de Max Weber, ¿piensa usted que la izquierda debe encarar la crisis de los liderazgos en el presente? 


-El centenario de La política como vocación es una ocasión para reabrir la pregunta sobre qué es la política moderna. Ahora que hemos traspasado el umbral del siglo veinte, conviene preguntarnos si es posible leer la historia del presente con las herramientas de la tradición moderna que heredamos del realismo político de Maquiavelo a Hobbes, y de Schmitt a Weber. Mi respuesta es ciertamente que aún podemos hacerlo. Sin duda que es una tarea difícil en el campo de las ideas, puesto que uno tiene que también entrar en relación con el ambiente intelectual postmoderno, dominado por todo tipo de sombras, ya sean las anti-políticas o las post-políticas, las biopolíticas o las neosituacionistas, las neo-anarquistas o esas otras aspiraciones salvíficas de dicen querer "cambiar el mundo sin tomar el poder". Ante esto, la política moderna parece estar ya en otro plano. Y, sin embargo, lo cierto es que ninguna de estas posiciones parecen estar en condiciones de ejercer una crítica a la forma democrática dentro de los sistemas políticos contemporáneos. Hoy todos desean ser democráticos y progresistas.

"Hoy no hay pueblo ni élites; lo que hay es una opinión pública masificada, y grupos entregados al culto de la personalidad"

Todo indica que somos incapaces de ver cómo la degeneración totalitaria de las democracias vuelven a nutrir formas de vocación claramente reaccionarias. Al sistema vigente se la ha permitido ganar sin que apenas luchemos contra la continua crisis política entre el pueblo y sus élites. Lo diría así: la crisis de la política es verdadera, la crisis de la representación es falsa. En realidad, hoy no hay pueblo ni élites; lo que hay es una opinión pública masificada, y grupos entregados al culto de la personalidad, cuya forma democrática abiertamente manipula e influencia la opinión pública. En realidad, estamos ante un círculo vicioso que gira alrededor de sí mismo, y que ha sido capaz de estabilizar el sistema a partir de hábiles improvisaciones con nuevos protagonistas. Por eso hoy no solo existe la tarea de construir un pueblo, sino también la de reconstruir una élite. Si la crisis de la política es, ante todo, la crisis de la autoridad, entonces esto significa una crisis de las clases dominantes. La mediación del "mando" ha colapsado. Y cuando un derrumbe de este tipo ha tenido lugar, la tentación de construir uno nuevo desde el verticalismo consensual inevitablemente cobra mucho atractivo.

Pero esta forma siempre será una torre de Babel, donde la confusión de las lenguas impedirá que pueda darse la bases para una comprensión diáfana. Por eso le doy tanta importancia al problema de las élites. Necesitamos volver a estudiar a Pareto, Mosca, y Michels. En realidad, si hubiésemos prestado atención a sus lecciones, tal vez nosotros, los italianos, hubiésemos podido evitar el fascismo. Lo que quiero decir es lo siguiente: la única alterativa a un liderazgo carismático, es una clase dominante carismática, portadora de autoridad política y solvencia institucional, y sujeta a los mecanismos de circulación y sustitución controlados por organismos básicos de representación. Esta vía política intentaría superar la vieja democracia hacia un nuevo socialismo. Y esto no es una utopía, más bien quiere afirmar una forma de la profecía.


-Para terminar, una última pregunta que es de alguna manera ineludible, puesto que acaba de aparecer por primera vez en inglés ese libro que definió una época que fue Operai e capitale (1966). Para usted el operaísmo consistió, primero que todo, de un estilo político sobre la realidad y las tramas de la dominación. ¿Qué nos queda de este estilo en nuestro presente? ¿Podemos seguir hablando hoy de un estilo operaísta?

-La conquista teórico-práctica del operaísmo tiene que ver con su forma parcial, la cual permite construir saber y conflicto. En el actual momento epocal, es fundamental que trabajemos para desarrollar una nueva conciencia de la parte. Por eso tiene sentido hablar de un pueblo como parte, puesto de lo que se trata es de entregarle una definición de clase a la categoría de pueblo: esto es, definir su composición social, identificar sus estratificaciones; percepciones que hemos podido ver en la última crisis económica. Pero esta tarea no concluye ahí; ese es sólo su punto de partida. El propósito debe ser, en cada caso, el de reinscribir el conflicto de clases en el interior del pueblo. A esto me refiero cuando hablo de volver a dar un sentido de orientación en medio de una época de gran desorientación. Esto es lo que significa para mí la construcción de un pueblo hoy. También tenemos que trabajar desde arriba, entendiendo que la contingencia genera nuevas interrogantes. Sólo una fuerza subjetiva organizada a partir de estas condiciones puede transformar la pulsión de protesta en una nueva voluntad política antagonista. Me gustaría que las nuevas generaciones de jóvenes lean la experiencia operaísta de manera creativa: esto es, con la capacidad de evaluar qué permanece vivo, y de este modo renovar las herramientas de investigación y las formas de intervención en la parte. Sin lugar a dudas es un asunto muy difícil. Pero sólo lo difícil es lo que merece ser intentado.

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