Por Rodrigo Amírola
Siempre resulta
complicado advertir por qué será recordado uno en el futuro. En el caso de la
política y la historia, las cosas se enmarañan aún más, porque ésta no es solo
una acumulación museística de acontecimientos pasados, sino la interpretación
de hechos históricos, que inevitablemente se realiza desde un determinado
presente. La semana pasada asistimos en España a una reaparición mediática que
nos lo recuerda: la del expresidente del Gobierno José María Aznar. Ni más, ni
menos que por partida doble: primero, en la sede de la soberanía popular en el
contexto de una comisión de investigación sobre la financiación irregular de su
partido y, en segundo lugar, en un debate organizado por el diario el País,
presidido por su nueva directora y junto al expresidente socialista Felipe
González. Decía que era complicado predecir la imagen histórica de Aznar porque
si durante sus dos mandatos completos como presidente del Gobierno sucedieron
muchos acontecimientos — y algunos de excepcional importancia– para el devenir
del régimen del 78, imagínense la dificultad añadida de imaginarla cuando sigue
siendo un actor de actualidad.
Demasiados
acontecimientos y contradicciones para perfilar una imagen sencilla. Aznar, un
inspector de finanzas del Estado con un liderazgo gris y un fuerte complejo con
Felipe González, pero con un fuerte amor propio y tenaz, se hizo con la
Presidencia del Gobierno, cargando contra la corrupción de los socialistas y
ofreciendo un horizonte nuevo. España cambió durante esos años, que no solo
marcarían un punto de inflexión en el régimen del 78, sino su consolidación.
Por un lado, la segunda Transición, como se decía en la época, se había
consolidado con la llegada del partido de la derecha española, el Partido
Popular, al Gobierno, garantizando así la alternancia bipartidista, esto es,
“la prueba” de que la Constitución daba cabida a proyectos bien diferentes en
el poder. Por el otro, algunos de los graves problemas que hoy nos amenazan se
llevaban tiempo incubando y ya se veían florecer: la corrupción sistémica de
unas élites cada vez más ensimismadas y las fuertes tensiones de su acuerdo en
relación a la cuestión territorial, que alimentaron un nuevo nacionalismo
español sin complejos y una visión unilateral de la norma constitucional, y un
nacionalismo catalán más alejado de Madrid y despreocupado del devenir de
España.
Dos intervenciones, dos síntomas de decadencia
14 años después, en su primera intervención de la semana
pasada, Aznar regresaba al Congreso para declarar sobre la financiación
irregular de su partido, la famosa caja B de Bárcenas y los graves casos de
corrupción, que acabaron con el Marianato, sacando al Partido Popular del
Gobierno. Engreído, rebosante de cinismo y sin complejos abandonó por completo
el principio de realidad a la hora de hablar de su partido y se escudó en la
responsabilidad jurídica. Varios portavoces de los grupos parlamentarios se lo
recordaron sin mucho éxito. Había dominado la derecha española y presidido su
partido y el país durante ocho largos años, pero ahora resultaba que entonces
no estaba en ninguna parte pasa asumir responsabilidades. Su vanidad proyectaba
una irresponsabilidad sin límites.
Desde su perspectiva, Aznar se sabía el paladín en la sala
contra los enemigos de España y cargó, uno por uno, contra todos ellos: el
PSOE, el independentismo y Podemos. Acusó al primero de una corrupción más
grave y profunda que la de su propio partido, al segundo de dar un golpe de
Estado y de estar permanentemente aletargado y predispuesto a volar por los
aires la lealtad constitucional y a Pablo Iglesias de ser un enemigo de las
libertades y la democracia. Fue completamente incapaz de realizar ninguna
autocrítica, incluso ante el dócil portavoz de Ciudadanos (Toni Cantó), que le
trató con un tacto y una delicadeza desmesurada, más allá de la simple cortesía
parlamentaria.
Esta intervención de Aznar fue saludada y recibida de manera
favorable por la derecha social y mediática. Los ecos fueron relativamente al
unísono: por fin, alguien hablaba claro desde la derecha en la sede de la
soberanía y se oponía dialécticamente con claridad y soltura a los verdaderos
enemigos de España. Lejos de ser la originalidad de su contenido o la alta
calidad parlamentaria de su intervención la causa de su repercusión mediática,
tal diagnóstico solo puede hablarnos de una cierta actualidad de Aznar.
Días más tarde, su debate con el expresidente socialista
Felipe González arrojaba una conclusión común, que podía haberse fraguado en
esa misma sesión de la comisión de investigación al Partido Popular: el gran
problema de España era la falta de lealtad de las élites catalanas a la nación
española. Según una concepción aparentemente compartida por ambas partes sobre
la Transición, aquella se basó en dos grandes acuerdos: no mirar hacia el
pasado y hacerlo hacia el futuro, y el reconocimiento de la pluralidad de
España a cambio de lealtad constitucional por parte de las fuerzas
nacionalistas de los territorios históricos. Las élites catalanas habrían roto
este último con su “golpe de Estado” o la “ruptura de las reglas del juego”,
poniendo en jaque el orden constitucional. Ni una reflexión de qué dinámicas
políticas, económicas o sociales habrían llevado a España y a Catalunya hasta
este momento, ni tampoco ninguna idea para remediarlo más allá del mantra de la
Constitución y la ley.
Tampoco aparecieron otras demandas crecientes de la sociedad
como el reconocimiento de nuevos derechos o el blindaje de algunos ya
reconocidos, ni ninguna propuesta relevante de actualización ante cambios
sociales relevantes. Felipe González apuntó tímidamente a una posible reforma
constitucional, pero, eso sí, volviendo a compartir lo fundamental con Aznar:
la nación española es la única nación política. Y, por lo tanto, no cabe hablar
en serio de una reforma en profundidad de la estructura territorial del Estado:
federación, confederación o independencia. Los dos expresidentes, el popular y
el socialista, ambos orgullosos de pertenecer al régimen del 78, no fueron
capaces de proyectarlo hacia el futuro.
Regreso al futuro
Aznar, como el nuevo Partido Popular dirigido por Casado,
parece querer volver con fuerza, recogiendo lo mejor del pasado para
proyectarse hacia el futuro. El problema es que, a diferencia del protagonista
de Regreso al futuro, la película de ciencia ficción dirigida por Robert
Zerneckis, no tiene manera de poner a sus padres de acuerdo para garantizar su existencia,
porque estos ya no existen como en su día creyó que fueron.
Además de su concepción de España, la otra idea que amaga
con aparecer desarrollada en el debate con González solo muestra lo que ha
cambiado todo en este tiempo: su anglofilia en política internacional. En un
mundo en el que Trump ha vencido a sus amigos republicanos y el Brexit está en
marcha, esa anglofilia solo puede chocar con su pretendido europeísmo y la UE
como Casado ha puesto de manifiesto cargando contra Schengen, debido al juicio
de Puigdemont en Bélgica.
La Constitución del 78, aquella en la que cabían los
proyectos ideológicos más diversos e incluso opuestos entre sí, no parece ya
recoger una distinción relevante entre nacionalidades y regiones y despliega
así un nacionalismo español desacomplejado con ansias recentralizadoras e
incapaz de reconocer la pluralidad sustantiva de España. Éste es seguramente el
legado más actual de Aznar, que tiene ramificaciones en toda la derecha
política (el nuevo Partido Popular de Casado, Ciudadanos y su concepción
homogeneizadora del país y también en el resurgimiento de una fuerza como Vox),
pero también en una parte importante del PSOE y de la cultura política
española. Esa visión unilateralista que nos hace no afrontar seriamente nuestra
principal neurosis, alejándonos si es preciso del principio de realidad
y ver
Mientras a la brunete mediática la caída de Rajoy y la subida de Casado la cogió con el pie cambiado y se puso al día ..
no solo ..
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