miércoles, 26 de septiembre de 2018

El poder de la blasfemia.


  El poder de la blasfemia

"Si hay algo eterno que podemos llamar aún España es precisamente esta combinación: la cárcel y la blasfemia"

Por Santiago Alba Rico   

Willy Toledo ha pasado una noche en la cárcel por blasfemar. Si hay algo eterno que podemos llamar aún España -y eso para todos, por muy ligeros o postmodernos que nos queramos- es precisamente esta combinación: la cárcel y la blasfemia.

Toledo se ha cagado en Dios, lo que es una estupidez; o lo parecía antes de que una asociacion católica lo denunciase y un juez admitiese a trámite la denuncia. En España todo el mundo blasfema; todo el mundo ha blasfemado siempre, sobre todo los católicos y, cuando en España todo el mundo era católico, blasfemaban sólo los católicos. Ahora bien, cuando los católicos españoles se cagan en Dios no están pensando en Dios sino en la Iglesia. España -recuerda Villacañas en su libro sobre el poder político- ha sido un país extraño en el que la Iglesia ha regido durante siglos de modo inquisitorial los destinos de una población naturaliter cristiana, de manera que el anticlericalismo furibundo español, antes de adoptar formas ateas, era profundamente católico: pensemos, por ejemplo, en la quema de conventos de 1834, cuando los vecinos católicos de Lavapiés atribuyeron la epidemia de peste que asolaba la ciudad a un envenenamiento de las fuentes públicas por parte de las órdenes religiosas instaladas en Madrid.



Por lo demás, siempre he interpretado en este sentido un misterioso pasaje de los Episodios Nacionales en el que Galdós, en el marco de la primera guerra carlista, habla de la relación difícil del aspirante Don Carlos con su máximo general, Rafael Maroto, un hombre de cuyo fervoroso catolicismo nadie podía dudar. Pues bien, dice Galdós en las últimas páginas de su novela Vergara: “(Don Carlos) odiaba cordialmente a Maroto, no por mal militar, que no lo era, ni por desafecto a su causa, sino porque en cierta ocasión de apuro, atravesando la frontera de Portugal, había soltado D. Rafael en los regios oídos la interjección más común en bocas españolas, desacato que el meticuloso Rey no perdonó nunca”. ¿Qué “interjección” se le escapó al impulsivo y beato Maroto que su rey, tan necesitado de su ayuda, no le pudo perdonar? Sin duda una blasfemia; probablemente un “me cago en Dios”; y si su rey no se lo pudo perdonar no fue porque descubriese de pronto que su general era ateo, sino porque se percató de que era algo peor: un católico anticlerical y, por lo tanto, un carlista tibio (como quedó demostrado en el famoso “abrazo de Vergara” con Espartero en 1839).

Más allá de este caso sujeto a especulación, todos sabemos que los católicos blasfeman y se cagan en Dios no contra Dios sino contra la Iglesia, dentro de la cual muchos de ellos se han sentido siempre incómodos o engrilletados. En este sentido, uno de los graves errores de la Segunda República Española, y más en una situación de rebelión militar “católica”, fue la de obligar a los blasfemos católicos a elegir entre el ateísmo y la Iglesia, dentro de la cual los católicos al menos  podían blasfemar. Es fuera de la Iglesia donde no se puede, como lo demuestra la denuncia contra Willy Toledo por parte de una asociación compuesta sin duda por católicos que blasfeman libremente, pero que no pueden aceptar el anticlericalismo consciente y premeditado de un ateo.

Muchos católicos se cagan en Dios por amor a Dios y rechazo de la Iglesia. Incluso muchos curas se cagan en Dios, porque esa expresión, junto a “me cago en la hostia”, se encuentra en la línea de salida -en la superficie- del rico repertorio blasfemo y palabroto del pueblo español plurinacional. Esas “interjecciones” están ahí, a disposición de todos, y salen del alma apenas una contrariedad, pequeña o grande, asalta nuestras vidas. Un católico blasfema, aunque no lo sepa, contra la Iglesia; y la Iglesia le perdona su anticlericalismo plebeyamente cristiano. Un cura blasfema, en cambio, para unirse más al Dios en el que cree firmemente (los que creen firmemente en él). O para interiorizar su misión como su representante y apropiarse -fervor rayano en la herejía- parte de su sustancia divina.




El “me cago en Dios” de un cura es como el “me cago en tu madre” de una madre que regaña al hijo que ha cortado los flecos del sillón o hecho trizas la vajilla. Al cura blasfemo (que es el bueno, el verdadero creyente) le sale del alma regañar a Dios con un “me cago en Dios” -pienso en algunos teólogos de la liberación ante flagrantes casos de injusticia- porque lo sienten suyo y así lo hacen más suyo, y se lo arrebatan un poco a los “malos” que invocan su nombre con solemnidad hipócrita y distancia humanamente despectiva.

No se puede escapar de España blasfemando. Todos blasfeman; todos blasfemamos. Lo que los católicos blasfemos no pueden quizás tolerar del “me cago en Dios” de Willy Toledo es precisamente que no le ha “salido del alma”; que le ha salido de la ideología, de la voluntad fría -diría Pavese- de añadir un clavo en la crucifixión de Cristo. Que no le haya salido del alma sino de la ideología vuelve en realidad más ingenua e infantil la blasfemia: una palabrota antigua, un poco obsoleta o pasada de moda, la autocomplacencia afirmativa y audaz de un niño en la fase oral que paladea el verbo más que el nombre y al que excita su propio coraje escatológico.

Ahora bien: ocurre que algunos católicos no ven aquí una niñería antigua, como la veo yo, ni un empobrecimiento ideológico; ven, del mismo modo que esos fanáticos musulmanes que atacan las pésimas e infantiles caricaturas del Charlie Hebdo, un ataque real a su Dios, al que creen absolutamente real, de manera que de pronto la blasfemia banal de Toledo, que pincha en nervio vivo, adquiere un sentido que en el contexto sociológico actual no tiene. Ese “sentido”, en todo caso, podía haberse quedado ahí, en una batalla en internet entre un niño valiente y un grupo de fanáticos musulmanes (quiero decir católicos) si no fuese porque, de manera inesperada, ha intervenido la justicia, y no precisamente, como sería de rigor, para defender al niño malhablado de los fanáticos ofendidos.

Porque es aquí donde interviene el otro rasgo típicamente “español”: la cárcel. Lo que da verdadero sentido, de manera retrospectiva, a la infantil blasfemia de Toledo (que se vuelve así grande, misteriosa y subversiva) es la cárcel. Es en este “sentido” adventicio, a contrapelo del contexto social, donde estamos ahora obligados a movernos todos, con independencia de lo que pensemos del twit de Toledo; blasfemar tiene el sentido que le ha conferido la persecución judicial y ya no podemos escapar a él, y no debemos hacerlo, en defensa precisamente del contexto social (que disolvería el sentido de la blasfemia) y, en consecuencia, de la libertad de expresión. Por alargar la cosa más allá de un “me cago en Dios” ideológico, podemos decir que Toledo, Hasel, Valtonyc, los independentistas catalanes encarcelados -y todo ello al margen de que nos gusten o no sus canciones o sus posiciones políticas- no habrían hecho nada si nada se hubiera hecho contra ellos. El “sentido” de sus actos, derivado del fanatismo religioso y de la persecución judicial, se habría perdido en el contexto social, como una chiquillada o una broma, si el Estado español fuese un poco más democrático -fuese realmente democrático.

Resulta que en España, el país más blasfemo y descarado del mundo, el más frívolo y más olvidadizo, tiene sentido blasfemar, además de sonido. Así que ahora, por culpa de unos fanáticos y una mala ley, estamos obligados a tomárnoslo en serio, ese sentido, hasta que se disuelva de nuevo -y desaparezca inaudible- en el repertorio palabrotero banal y en la banal rutina democrática.


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