jueves, 31 de marzo de 2016

Una construcción comunitaria neorracista de la otredad .



Conmoción, espanto y fascinación (I)

 Diagonal.

“Estamos en guerra”, proclamó la portada de una revista que llegó a desplegarse en grandes carteles por los kioskos de Bruselas, a finales de noviembre de 2015. Mientras, militares y policías patrullaban calles vacías como consecuencia de la alerta máxima impuesta entonces por el gobierno belga.
La frase la pronunció François Hollande poco después de los atentados del viernes 13 de noviembre en París, y la reiteró en su solemne discurso presidencial en Versalles ante las dos cámaras legislativas francesas, donde esbozó el marco narrativo que justificaría medidas posteriores. “Francia está en guerra”, sentenció nada más comenzar.
Y, de alguna manera, también lo están el resto de los Estados europeos tras la activación de la cláusula de solidaridad del artículo 42.7 del Tratado de la Unión Europea. Desde entonces el gobierno socialista francés viene reiterando expresiones como “guerra contra el terrorismo yihadista” o “terrorismo de guerra”. El pasado 22 de marzo fue el turno de Bruselas: dos explosiones en el aeropuerto de Zaventem y una en la estación de metro de Maelbeek provocaron una treintena de muertos y casi trescientos heridos. El 22 de marzo el primer ministro francés Manuel Valls volvía a hablar de guerra a propósito de los atentados de Bruselas. El gobierno de derecha belga, en cambio, se muestra un poco más reticente a la hora de usar esas expresiones, en un país de precarios equilibrios políticos y comunitarios. En ambos países los atentados fueron reivindicados por el autoproclamado al-Dawla al-islamiyya o Estado Islámico.
Desde entonces el gobierno socialista francés viene reiterando expresiones como “guerra contra el terrorismo yihadista” o “terrorismo de guerra”
Pero ¿de qué guerra hablamos? La propaganda del Estado Islámico ha hecho referencia a las intervenciones militares de Francia y Bélgica contra dicha organización. Los ataques aéreos franceses en el norte de Iraq comenzaron en septiembre de 2014, pocos meses después de la toma de Mosul por el Estado Islámico. Bélgica se unió un mes después.
Los bombardeos franceses en Siria, por su parte, empezaron en septiembre de 2015. Sin embargo, lo cierto es que los autores confirmados de las masacres de París y de Bruselas fueron fundamentalmente franceses y belgas, esto es, nacidos y criados en Europa. Se trataría, pues, de una guerra transnacional, multiforme, asimétrica, espacial y temporalmente indefinida.
De hecho, el gobierno francés ha venido aprobando una serie de medidas dirigidas fundamentalmente al denominado “frente interior”, que incluye la acción de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia, tanto fuera como dentro del territorio. El estado de urgencia ha sido prorrogado ya en dos ocasiones, y estaba prevista su constitucionalización. François Hollande propuso, según sus propias palabras, “un régimen constitucional que permita gestionar el estado de crisis”. Es decir, normalizar el estado de excepción y, si nos tomamos en serio los términos belicosos empleados, gestionar una guerra que podría adoptar diversas formas (selectiva, sucia, o civil).
El reciente abandono del proyecto de reforma constitucional por falta de acuerdo entre las fuerzas políticas, con ser una importante derrota política para Hollande, no garantiza sin embargo que su espíritu no impregne nuevas leyes, nuevas medidas, sobre todo tras las elecciones presidenciales de 2017. Semejantes iniciativas parecen anticipar una conflictividad social y política profunda, que en Francia pretende resolverse suspendiendo o transformando el sistema de garantías constitucionales y en Bélgica con el refuerzo de las fuerzas de seguridad o con sanciones “sociales” como la exclusión de las prestaciones por desempleo previstas en el Plan Canal. Ni Francia ni Bélgica son pues inmunes a la crisis política y social europea: descomposición de las clases medias, precarización, desigualdades crecientes, desempleo elevado en determinadas zonas y entre determinados grupos, etc. Todo ello atravesado por unas fracturas identitarias específicas.
La guerra se plantea esencialmente entre civilizaciones, enésima reedición de las tesis de Samuel Huntington. Con sus atentados en Europa el Estado Islámico buscaría atacar en nombre del Islam los “valores occidentales” seculares que detestan: en enero de 2015 la “libertad de expresión” (Charlie Hebdo), en noviembre nuestro “modo de vida” (fútbol, terrazas, Bataclán), en marzo de 2016 la Europa cosmopolita (aeropuerto de Bruselas, barrio europeo). Semejante narrativa parte de la concepción esencialista – y por tanto falaz - de una sociedad de identidad única y desproblematizada, que resulta atacada por elementos foráneos. Pero ni Occidente ni el Islam existen como unidades homogéneas ahistóricas, separadas de otras, igualmente homogéneas y atemporales. O mejor dicho, existen como coartadas ideológicas que impiden reconocer la realidad conflictiva de las relaciones de poder y de dominación, de las luchas y de resistencias, y de la difuminación de la frontera entre el “dentro” y el “afuera” de Europa. Una realidad compleja que es el resultado histórico de una modernidad capitalista que no puede entenderse correctamente sin la colonialidad constitutiva de la misma. El caso francés tiene además las particularidades propias de una V República (1958-) que nació precisamente de la cesura traumática provocada por la guerra de la independencia de Argelia (1954-1961) y que no ha sido ajena a su sangrienta secuela postcolonial (1992-2002).
La guerra se plantea esencialmente entre civilizaciones, enésima reedición de las tesis de Samuel Huntington
Los autores de las masacres de París y de Bruselas tenían como objetivo desestabilizar y atizar una guerra civil –e internacional- en términos sectarios. En Bagdad los predecesores salafistas suníes del Estado Islámico cometieron atentados masivos contra la población chií, identificada con el gobierno sectario de ocupación y con Irán, para provocar represalias que justificasen a su vez su papel protector de la minoría suní, en detrimento de otros grupos. Los atacantes franceses y belgas pretendían algo similar, provocar una reacción indiscriminada y desproporcionada del Estado y de los ciudadanos contra colectivos definidos como “musulmanes”. No es casual. Francia y Bélgica comparten fracturas de clase y de identidad importantes que hace tiempo que se vienen describiendo allí de manera obsesiva como “cuestión musulmana”, y como “cuestión islamista” en las ex colonias francófonas del Magreb. Ambos son los países europeos con la mayor tasa de combatientes islamistas per cápita.
Simplificando mucho, podemos decir que dicha cuestión vendrá sobredeterminada por la interacción conflictiva entre la naturaleza colonial del Estado-nación moderno y el desarrollo de diversos movimientos islamistas, incluyendo movimientos salafistas y yihadistas, corrientes que son minoritarias pero que han logrado desplegarse de forma potente en los últimos años. Comencemos por lo primero.
A lo largo de las últimas cuatro décadas, las instituciones políticas y mediáticas tanto de Francia como de Bélgica, fuertemente influenciada por la primera, han procedido a la construcción de una determinada representación del Islam con el fin de reafirmar una identidad nacional depurada de elementos alógenos. Las elites intelectuales francesas –especialmente los denominados “nuevos filósofos” post-68 – pasaron, tras la revolución iraní de 1979, a integrar el Islam en su denuncia del “totalitarismo comunista” y del tercermundismo, en un momento en que el Partido Socialista francés se embarcaba en el giro liberal y la consiguiente reconversión industrial. Son también los tiempos del primer cierre de la política migratoria (1974) y de la irrupción del Frente Nacional (creado en 1979) denunciando la invasión árabe. En este proceso pesará mucho la presencia de un importante porcentaje del proletariado industrial que procedía de las antiguas colonias junto con la difícil digestión de ese reciente pasado colonial. Los obreros argelinos, tunecinos o marroquíes pasaron en pocos años a ser calificados como inmigrantes, recuperándose un término colonial, el de “integración”, para subrayar la otredad de su descendencia, considerada ya desde el ángulo casi exclusivo de la identidad musulmana. El desarrollo del islamismo político durante los años ochenta y noventa,  el hundimiento del bloque soviético y especialmente la guerra civil en Argelia (que incluyó la comisión de algunos atentados en Francia), contribuyeron a reforzar esta construcción ideológica.
Pesa mucho la presencia de un importante porcentaje del proletariado industrial que procedía de las antiguas colonias
Este deslizamiento desde consideraciones de clase a categorizaciones culturales (“trabajadores hasta mediados de los 1970, “inmigrantes” entre 1975-1985, “musulmanes” desde entonces) va a traer como consecuencia un hecho al que no se le acaba de dar toda su importancia. La inflación de las referencias mediáticas a un “Islam imaginario” (título del libro de Thomas Deltombe sobre la materia) mostrará el intento más o menos consciente por parte de las elites de responder, según decía Laurent Fabius en 1983, a las “buenas preguntas” sobre el “problema de la inmigración” que planteaba el Frente Nacional sin caer en el racismo grosero del que hacía gala dicho partido a principios de los ochenta. Las “malas respuestas” del Frente Nacional serán reformuladas por las fuerzas políticas tradicionales y los medios de comunicación corporativos en términos renovados.
Para ello jugará un papel importante la reformulación del laicismo como continuidad del secularismo imperial y no tanto como expresión de la separación Iglesia-Estado o de la neutralidad de este último en materia religiosa. En realidad, lo que subyace en viejas controversias como la del uso del hiyab en los espacios públicos o la denominada modernización del Islam, que en Francia se retrotraen al período del Segundo Imperio, es el no reconocimiento de las personas de ascendencia árabe, africana o musulmana como franceses de pleno derecho. O, en palabras de Mohamed Amer Meziane, miembro del comité de redacción de la revista Multitudes, “la definición de las condiciones culturales de de la ciudadanía moderna”, “quién puede ser ciudadano pleno y quién no lo es o no lo es todavía”. Como explica Meziane, en el Magreb colonizado por integración se entendía el paso del estatuto de indígena (indigénat) al de ciudadano (francés), condicionado por la “reforma del Islam”, una secularización que es producida por el propio Estado colonial.
Paradójicamente, el Islam debe ser teocratizado antes de ser reformado: primero se produce la categoría colonial de “musulmán” como identidad única y monolítica, “una producción secular, étnico-jurídica y no confesional”, y es la adscripción estatal de las poblaciones a dicha categoría la que permitirá reducirlas como sujeto colonizado. “Al reducir al argelino a lo “musulmán”, el poder colonial hace del mismo una “minoría religiosa” en territorio francés y ya no el propietario legítimo de su tierra.” De ahí la recurrente distinción entre musulmanes “buenos” (integrados, secularizados) y “malos”, “moderados” y “radicales”, pero ante todo musulmanes. “Es por tanto la construcción secular de las fronteras de lo religioso y la asignación pública de las poblaciones colonizadas a pertenencias “religiosas” lo que permitirá al Imperio colonizar en nombre de la Revolución Francesa”. Y, en territorio metropolitano, configurar una peculiar modalidad de racismo.
Esta construcción perdura hasta hoy día. Cada vez resulta más frecuente que políticos, intelectuales y artistas hagan pasar comentarios racistas y xenófobos como críticas legítimas a la religión. Lo cual estimula controversias en términos sectarios. En los últimos años Francia asiste al crecimiento sostenido de los actos antimusulmanes, racistas y antisemitas (el Estado los clasifica y diferencia de este modo) y a una caída en picado desde 2009 del denominado “índice de tolerancia”, según los datos del gobierno. Con todo, el término “islamofobia” no permite dar cuenta del todo de esta modalidad fluida y variable de racismo, que facilita que los partidos de la nueva derecha radical exhiban de vez en cuando candidaturas “exóticas” pero integradas. En Bélgica organizaciones contra el racismo y la xenofobia vienen denunciando desde hace un tiempo el recrudecimiento del número de actos racistas en general.
Nos encontramos con diferentes mecanismos de discriminación y de exclusión social de árabes, negros, etc.
Si ampliamos la perspectiva, nos encontramos con diferentes mecanismos de discriminación y de exclusión social de árabes, negros, etc. mientras rechaza la misma idea de raza en nombre de la igualdad. Se trata, pues, de un racismo que ya no se admite como tal, al no atender a los criterios biologicistas de la “raza”,  y de una xenofobia que no alude tanto a los extranjeros como a los “alógenos”,  quienes no encajan en los cánones identitarios oficiales, ya provengan de fuera o hayan nacido dentro. El citado Meziane traza su origen en la raciología imperial francesa de la segunda mitad del siglo XIX, aquella que se basa en el acceso condicionado a la ciudadanía. A diferencia del racismo de los colonos y del racismo biológico (Gobineau) la “raciología imperial” del Estado “considera la raza como una entidad cultural perfectible, y no como una esencia biológica fija.” En Francia, su último avatar es el intento de constitucionalización de la retirada de la nacionalidad francesa a los condenados por delitos de terrorismo, aunque hayan nacido en Francia.
Esta segregación tiene su expresión geográfica, urbana, con suburbios como Seine-Sant-Denis en Francia o comunas como la de Molenbeek en Bruselas, Bélgica. Pese a su diversidad interna, también en cuanto a niveles de renta, su demografía se instala como amenaza en el imaginario de quienes se perciben como integrantes de las clases medias nativas. Para la socióloga belga Nadia Fadil, estas “inquietudes ponen de manifiesto una preocupación más amplia sobre la pérdida de control del imaginario nacional y la imposibilidad de contener la 'otredad'”. Así. el primer ministro francés Manuel Valls denuncia un “apartheid territorial, social, étnico” del cual los principales responsables serían los propios segregados por una República que los desprecia. Esta imagen estereotipada es reforzada por una prensa que solo se acerca a esas áreas urbanas cuando hay atentados o problemas.
Dos semanas antes de los atentados de 13 de noviembre en París, los medios rememoraban el décimo aniversario de la muerte de Zyed Benna y Bouna Traoré en la barriada de Clichy-sous-Bois, en Seine-Saint-Denis, en el transcurso de una persecución policial. El incidente dio lugar a una auténtica insurrección popular que en otoño de 2005 se propagó por todos los suburbios de Francia, síntoma evidente de que algo no iba bien en la República. La revista Charlie Hebdo conmemoró el aniversario de la insurrección con una portada en la que se retrata a los jóvenes que reventaron las calles en 2005 con un aspecto simiesco y asimilados al Frente Nacional, como si ellos fueran los responsables del ascenso de dicho partido. Y es que la reacción de la clase política y de los medios de comunicación a dicha revuelta siempre fue de gran hostilidad hacia unos jóvenes que quemaban la propiedad privada y atacaban los símbolos de la República, incluyendo los establecimientos escolares.
Programas de renovación urbana (Seine-Saint-Denis) y sucesivos programas sociales (Molenbeek, Schaerbeek) no han resuelto los problemas de fondo, como el elevado desempleo que dobla o triplica la media nacional, según las zonas. La posesión de determinados nombres obliga a redoblar esfuerzos para encontrar un empleo decente o una vivienda digna. La joven “chusma” (Sarkozy dixit) de ascendencia árabe o africana, como su equivalente negra en Estados Unidos, continúa sobrerrepresentada en las prisiones. Franceses o belgas que no terminan de serlo, que abuchean la Marsellesa en los estadios, que rechazaron la conminación de las escuelas a proclamar “Je suis Charlie” tras los atentados de enero de 2015, para indignación de la ministra de educación, la integrada Najat Belkacem. Como si el estatuto de ciudadanía exigiera no ya la defensa de las libertades sino la aceptación de la expresión concreta de un retrato denigrante. El término “franceses de papel”, empleado originalmente por la extrema derecha francesa en relación con los naturalizados, comienza a aplicarse también a los franceses nacidos en Francia pero que mantienen otra nacionalidad, o simplemente otras conexiones identitarias.
Programas de renovación urbana y sucesivos programas sociales no han resuelto los problemas de fondo, como el elevado desempleo
Otros países europeos presentan otras declinaciones de la misma tendencia, producto de diferentes recorridos históricos. Los admirados países escandinavos no escapan a esta deriva. Así por ejemplo, los responsables del Centro Multicultural de Botkyrka, que organizaron en 2013 una criticada exposición sobre la cuestión racial en Suecia, recuerdan que “Suecia no se sitúa al margen del mundo y su historia de racismo y colonialismo.” Allí, al igual que sucede con el modelo republicano francés, existe una negación del racismo que oculta “la discriminación y la segregación que es tan tangible y evidente para muchos de quienes no son vistos como suecos, y cuyas historias aportan un doloroso testamento del estado de cosas en Suecia.” “Si ciertos grupos de personas con similares orígenes se sitúan una y otra vez en los escalones más bajos de las tablas estadísticas, entonces hay razón para tratar de entender por qué y cuáles son las consecuencias de ello.” Dicha ocultación aflora con las ocasionales explosiones sociales, para sorpresa de los apologetas del modelo social escandinavo. De ahí que “la raza sea una categoría activa en Suecia, o mejor dicho, la “raza todavía se construye” todo el tiempo en la Suecia actual incluso aunque el mismo concepto haya sido descartado por las ciencias sociales y la política.”
Una construcción comunitaria neorracista de la otredad, en el sentido expuesto,  se está consolidando en Europa. A ella contribuye la contención nacional de la crisis financiera de la zona euro y la desastrosa gestión europea de las recientes migraciones. En particular, la crisis de gobernanza inducida por el reforzamiento de los controles fronterizos acentúa una percepción defensiva y temerosa de lo comunitario entre quienes se consideran autóctonos, que tienden a articularla en términos nacionales. La misma percepción se construirá de otra manera entre quienes se debaten entre diferentes pertenencias, sobre la base de otras referencias.
Este será el terreno abonado para la expansión del salafismo.

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