El Periodismo Gillette
Pura cháchara
El Periodismo Gillette condena a esos colegas que llaman activistas porque muestran ‘una ideología’. Así postulan que lo que ellos despliegan no es ideología
Martín Caparrós (Cháchara)
Hace unos días me fui del New York Times. Hoy empiezo a
publicar en este espacio propio, chiquito, modesto, donde nadie me va a decir
qué puedo escribir y qué no. Me parece que no hay nada más valioso –y, a veces,
más difícil.
Estamos, como
siempre, en un momento raro. Más allá de la confusión momentánea del virus, los
diarios tradicionales, ya digitalizados, siguen buscando sus maneras. La
mayoría cae presa de la lógica del rating: una nota importa menos por lo que ve
que por cuántos la miran. Muchos medios se someten a esa dictadura del número,
donde los que definen qué vale la pena publicar son los miles o millones que
cliquean o no sobre un título más o menos engañoso: el Periodismo Clic. Por
algo la palabra clic significó, durante siglos, la comitiva de lameculos que
festejaban todas las ocurrencias de algún jefe –y ese sentido sigue vivo en la
clica centroamericana, otro nombre de la banda mara.
Aquí, para
lamer consumidores y anunciantes, las notas se vuelven cada vez más banales,
cada vez más amarillas, cada vez más necesitadas de cariño; no pensadas para
contar lo que creemos que debe ser contado sino la cantidad de lectores que las
miran. Para lo cual abundan las preguntas en lugar de títulos, los títulos
falaces, el chisme irrelevante, la sangre pegajosa: como si sus autores, que
ahora llaman editores, asumieran que sus lectores son idiotas y que solo se
interesarán por materiales ídem.
Por eso hemos
dicho, tantas veces, que importa escribir contra el público –o, por lo menos,
contra esa idea desdeñosa del público que se hacen muchos editores. Porque esa
idea es eficaz: crea lo que imagina. Cuanta más mierda se les dé a las moscas,
más querrán las moscas comer mierda –digo, para mostrar que no he olvidado mi
francés. Más se acostumbrarán, más la pedirán: mejor, entonces, podrán cagarlos
los que siempre lo han hecho.
Y que si alguna
vez se dijo que hacer periodismo es contar lo que alguien no quiere que se
sepa, ahora se puede suponer que hacer periodismo es contar lo que muchos no
quieren saber. Escribir a favor del público, pero un público utópico, entendido
como una legión de inteligencias exigentes, movilizadas. A favor de un público
que quizá no exista, pero que solo puede llegar a existir si creemos que sí –y
trabajamos para él.
Muchos medios,
muchos editores se debaten en este problema: ¿hacerlo bien o ganar plata? Y
algunos de los más serios, de los mejor intencionados caen, creo, en una trampa
para bisontes. Se ha difundido por el mundo –y, mucho, por Latinoamérica–
cierto modelo de periodismo americano. Cada vez me apena más la influencia que
alcanzó en nuestros países ese periodismo atildado, pasteurizado, tan seguro,
tan satisfecho de sí mismo, tan bien afeitado que podríamos llamarlo Periodismo
Gillette. Es ese periodismo que llega con ínfulas de superioridad moral porque
les preguntan las cosas a dos o tres personas y balancean lo que dicen las unas
y las otras y usan mucho la palabra fuente y, en general, escriben como si se
aburrieran. Disculpe, señora Rosenberg, ¿usted qué opina del señor Hitler?
Perdone, señor Hitler, ¿usted qué piensa de la señora Rosenberg?
Es un
periodismo paranoico, donde los medios más copetudos ya no confían en los periodistas
que contratan y les hacen fuck-checking, la famosa verificación de datos.
Durante siglos se supuso que los periodistas trabajaban de conseguir
información correcta; ahora sus jefes no lo creen –no les creen– y ponen a
alguien a controlarlos. Se quejan de que no tienen dinero, echan gente con
ganas pero se gastan lo que dicen que no tienen en seguridad: en paranoia. Es,
con perdón de las camareras de los hoteles, lo mismo que hacen algunas cadenas
cuando las obligan a limpiar de a dos cada habitación, para garantizar que cada
una, al estar sola, no se tiente y robe. La práctica paranoica es coherente con
este mundo de hipercontrol construido a partir de los miedos. Sería lógico que
el ejemplo del periodismo se difundiera: que, por ejemplo, en cirugía se
impusiera el cut-checking, donde un colega más bisoño vuelve a abrir al
paciente para ver si el primero no se olvidó una gasa sucia o un pedacito de
tumor.
Es, está claro,
un periodismo elaborado en los Estados Unidos para ciertas características del
pensamiento americano, con perdón del oxímoron. Un periodismo –¿un
pensamiento?– que busca, básicamente, la verdad, porque cree que existe una
verdad, porque viene de un país que cree en la verdad porque usa unos billetes
que dicen que In God we trust, y quien confía en Dios se cree que existe la
verdad: Una Verdad. Es la base de la conducta religiosa, contra los incrédulos
que pensamos que no existe la verdad sino miradas, diversidad, conflicto. Que
la verdad se aplica a hechos tan banales como dónde estaba usted ayer a las
ocho menos cuarto –aquí o allá, no en tres lugares– o que si dijo digo no dijo
diego, pero nunca a las cuestiones realmente complejas, las que importan, donde
lo que hay, siempre, son relatos, visiones.
(O se aplica, en
su defecto, a las cuestiones definidas por la ley: si hay una ley que dice que
no se puede conducir a más de 100 por hora, conducir a 104 contraviene esa ley.
Si otra ley dice que las naranjas de una frutería son propiedad del dueño de la
frutería, llevarse una naranja contraviene esa ley. Si otra dice que un
funcionario público no debe obtener beneficios económicos de su puesto más allá
de su sueldo, obtenerlos contraviene esa otra. Por lo cual el Periodismo
Gillette se siente muy cómodo en ese terreno bien señalizado de la corrupción:
hay una verdad visible, está muy claro cuándo algo es malo y cuándo no. En
cambio, cuando ese mismo ministro decide gastar legítimamente la plata del
Estado en una autopista en lugar de un hospital –tomar una decisión, hacer
política–, ya no hay verdad; todo se vuelve cuestión de opiniones, de visiones
del mundo: todo se complica.
Es la causa
principal de esa tendencia a presentar la política como un relato policial:
quién roba, quién no roba, quién es el culpable. La información poli-poli se ha
asentado porque permite juzgar sin pensar: ciñéndose a las leyes que todos
decimos aceptar. Allí el Periodismo Gillette hace su agosto, y es una mirada
que sí comparte con el resto de la sociedad: lo que alguna vez llamamos honestismo.)
Las escuelas de
periodismo ofrecen el Periodismo Gillette como la forma canónica de hacerlo,
igual que las escuelas de economía enseñan a sacar plusvalía y las de derecho a
usar la ley en beneficio de los dueños. El P.G. sirve, antes que nada, para
definir lo que es noticia: lo que pasa en el poder –político, más que nada, no
vaya a ser– y sus alrededores. El P.G. decidió hace unas décadas que debía
dedicarse a “fiscalizar el poder”, y se empeña en formar parte de él para
vigilar sus errores y excesos. Honestista a fondo, se jacta sobre todo cuando
consigue cargarse a un funcionario –sus gunners se van marcando ministros en
las cachas– porque cree que esa es la mejor manera de purificar el sistema y
conseguir que siga funcionando, pero se presenta como neutro: evita preguntarse
si su trabajo no sirve, sobre todo, para mantener este sistema funcionando, y
qué es este sistema, cómo y a quiénes beneficia, cómo y a quiénes condena.
Gracias a esa
política de mantenimiento del poder constituido, el Periodismo Gillette
funciona en diálogo permanente con los demás poderes constituidos, los
gobiernos que le cuentan sus cositas, los políticos que le entregan a sus
compañeros en desgracia, los empresarios que le compran sus buenas voluntades,
los riquísimos que –incluso– lo subvencionan para lavar sus conciencias y,
sobre todo, para ayudar a que ese sistema que los hizo riquísimos no se
desmorone.
Sus medios y
sus periodistas, mientras tanto, condenan a esos colegas que llaman activistas
porque muestran “una ideología”. Así postulan que lo que ellos despliegan no es
ideología: defender la economía de mercado y la propiedad privada y la
delegación del poder no lo es; eso es pelear por la verdad, la libertad, la
democracia, todo eso que no se puede cuestionar.
Pero, mientras
tanto, el Periodismo Gillette y el Periodismo Clic –¿quién no oyó hacer clic a
una gillette?–, ambos dos, están perdiendo el monopolio. Hasta hace unos años
quien quisiera difundir una noticia, una opinión, dependía de ellos: ellos
tenían el papel, las imprentas, los circuitos de distribución, la plata; sin
ellos no había forma de circular palabra escrita. Ya no: ahora el intermediario
diario no es indispensable. Puede seguir funcionando como garantía de cierto
cuidado: si Juan Pepe publica sus palabras por ahí sueltas muchos podrían no
creerle; en cambio, si Juan Pepe las publica en tal o cual medio, entonces sí.
Pero para un periodista con algún recorrido esa legitimación no es
indispensable; los medios, ahora, en general, se necesitan como gerencia de
recursos: oficinas que recauden el dinero necesario para trabajar, para vivir
de ellos. Nada que no se pueda reemplazar con cierto esfuerzo.
Así que muchos medios se preocupan. Están
en crisis y, como mantienen algún poder de difusión, nos quieren convencer de
que su crisis es la crisis del periodismo. Nada más falaz: en muchos lugares,
de muchas formas, se está haciendo muy buen periodismo; a menudo, no se publica
en los grandes periódicos. Yo acabo de salir de uno porque no quería seguir
haciendo lo que tuve que hacer demasiadas veces en mi vida: pelearme con
editores que ejercían su pequeño poder para tratar de mantenerme dentro de sus estrechísimos
esquemas. Siempre me interesó, dentro de mis estrechísimas posibilidades,
romper esos esquemas, buscar formas.
Así que ahora
volveré a hacer algo que los periodistas sudacas conocemos bien: trabajar por
nuestra cuenta y riesgo, invertir horas y esfuerzos en hacer lo que nos
interesa más allá de que, en principio, no haya quien lo pague. Digo:
trabajando en otras cosas para poder trabajar en las cosas que nos importan.
Así trabajé tantos años; así se hace, todavía, mucho del mejor periodismo.
Ahora,
entonces, quiero armarme un lugar donde no tenga excusas: donde pueda pensar y
publicar lo que quiera, donde pueda acompañar y jalear esa búsqueda, aprender,
participar. Cháchara, entonces, ahora: medio medio, un cuarto propio. Aquí publicaré/subiré,
de ahora en más, lo que se me cante. Una columna, una crónica, un poema en
arameo –ojalá un poema en arameo–, fotos propias y ajenas, un comentario breve,
los dibujitos de un amigo, los desastres de Messi, un video si me atrevo, lo
que pueda. Supongo que lo haré por lo menos una vez por semana; a veces será
más. Y, cuando lea o vea por ahí cosas que me interesen, también lo registraré
en la columna del costado, por si les interesa a otros. Y a veces, ojalá,
invitaré a algún amigo.
Esta es su casa
de usted, como dicen los mejicanos, porque es mi casa de mí: un lugar para
andar a sus anchas, a nuestras anchas. Así que aquí nos veremos, espero, sin
regularidad, sin garantías: cháchara, pura cháchara. Por alguna razón, la
palabra cháchara se usa mucho unida a la palabra pura; es otro infundio que, de
ahora en más, voy a tratar de desmentir.
----------------------------
...............................