Pierfranco Pellizzetti / Autor de El fracaso de la indignación
“¿Euroescépticos de izquierdas? Para nada: ¡eurocríticos!”
Steven Forti
Pierfranco Pellizzetti lo entendió inmediatamente. La indignación ha fracasado. Así de claro. Lo explica en detalle en El fracaso de la indignación: del malestar al conflicto, volumen recién publicado por Alianza Editorial. En realidad, con el título menos tajante de Conflitto. L’indignazione può davvero cambiare il mondo?, este libro salió en Italia en 2013. Otra época. Sobre todo si repensamos esos años desde el peculiar contexto español. Aquí estábamos inmersos todavía en las Mareas. Podemos nacería unos meses más tarde, las confluencias municipalistas también.
Desde entonces Pellizzetti, exprofesor de Sociología de los Fenómenos Políticos y de Políticas Globales de la Universidad de Génova e incansable colaborador de periódicos como MicroMega, Critica Liberale e Il Fatto Quotidiano, ha escrito otros libros sobre la crisis italiana o la figura de Matteo Renzi. Además, hace un par de meses, se publicó, bajo el título de Il conflitto populista. Potere e contropotere alla fine del secolo americano, la continuación de El fracaso de la indignación. Aprovechamos la entrevista para hablar también de este nuevo libro con la esperanza de que aparezca pronto traducido en castellano.
El título de su libro no deja espacio a dobles lecturas. ¿El ciclo que se ha abierto en la primavera de 2011 se ha cerrado con una derrota? ¿Por qué la indignación ha fracasado?
Esa derrota es también de 2011, un año de insurgencias que contestaron a nivel planetario la hegemonía financiera global y sus crímenes. Un año que concluyó con el infame espectáculo de los gobiernos de los llamados países desarrollados que iban al rescate del sistema bancario en caída libre con desembolsos de dinero público. Dinero que, en gran medida, se metieron en los bolsillos los altos directivos de aquellos institutos. La indignación ha fracasado porque se reveló inerme, desarmada, incapaz de romper la colusión sistémica entre personal político y señores del dinero.
Reivindica el conflicto como la sal de la democracia. ¿El conflicto ha desaparecido con el fin del que el historiador británico Eric J. Hobsbawm llamó el siglo breve?
En realidad el primero que habló de conflicto (pòlemos) “padre de todas las cosas” fue Heráclito. Bromas aparte, estoy de acuerdo con quien defiende que el verdadero elemento de distinción de la democracia es la legitimación de la protesta. El dissent que para los teóricos liberales era el verdadero motor crítico del existente para la innovación política. Un peligro de desestabilización exorcizado a través del control de las fuentes de sentido, potenciado por el uso de las tecnologías TIC. ¿Nos dice algo el escándalo Cambridge Analytica y la estafa de los big data por parte del llamado “capitalismo de la vigilancia”?
Defiende que los Salvini, Le Pen y Trump no son populistas, sino sencillamente unos demagogos. ¿Está de acuerdo con Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en que el populismo es de izquierdas?
El “populismo de derechas” no es nada más que el enésimo engaño lingüístico del poder que, una vez más, manipula el sentido común con el objetivo de su perpetuación
El “populismo de derechas” no es nada más que el enésimo engaño lingüístico del poder que, una vez más, manipula el sentido común con el objetivo de su perpetuación. El eterno maquillaje que describe las correlaciones de fuerzas existentes como “verdaderas y naturales” y habla del “mejor de los mundos posibles”. Si hay un elemento que pone en común los populismos de los siglos pasados –los rusos de Tierra y Libertad o los americanos del Peoples’s Party– es haber entendido las sistemáticas tendencias involutivas de las élites en el poder. Los primeros liberales se habían planteado el problema de poner bajo control el Leviatán: en ese entonces el régimen absolutista y luego, a partir del triunfo de la burguesía, las oligarquías plutocráticas y el poder económico en general. Como dijo Lord Acton, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
En su análisis de la victoria de la contrarrevolución neoliberal, inaugurada con Reagan y Thatcher, defiende que la izquierda aún no ha hecho las cuentas con su derrota histórica. ¿Qué debería aprender la izquierda de lo que ha pasado en los últimos 40 años?
Quien tiene que reflexionar no es la izquierda, sino quien militaba en la izquierda. La diferencia no es baladí. Después de 1989 y la caída de los contrapesos internos –el trabajo organizado– y externos –el régimen soviético– el turbocapitalismo pareció triunfante. Así, asistimos a la carrera de los profesionales de la política por subir al carro de los supuestos vencedores. No hicieron otra cosa que desacreditar el sector de donde provenían. Tiene toda la razón Ada Colau cuando dice que se tienen que hacer cosas de izquierda sin decirlo.
La sociedad de los individuos y las manías identitarias son una mezcla imbebible de thatcherismo–“la sociedad no existe”– y comunitarismo reaccionario
Comparto el juicio de Alain Touraine de que no existe ya el lugar del “conflicto central”: la desindustrialización neutralizó las luchas del trabajo que se beneficiaban del elemento estratégico de desarrollarse en el centro de los procesos de reproducción del capital. Desafortunadamente, debido a la crisis del pensamiento crítico, en la actualidad, la reflexión sobre el punto sensible del mando todavía no ha empezado. De todos modos, pienso que, aunque no exista un Palacio de Invierno que conquistar, el lugar clave para contrarrestar las actuales prácticas hegemónicas que promueven explotación y marginación se encuentra todavía en los núcleos donde se toman las decisiones, es decir las instituciones.
¿Comparte la tesis de Mark Lilla según quien la identidad no es de izquierda?
Soy un liberal de la escuela francesa y estoy convencido de que la libertad se declina en la sociedad, a diferencia de los anglosajones que la identifican en la propiedad. La sociedad de los individuos y las manías identitarias son una mezcla imbebible de thatcherismo–“la sociedad no existe”– y comunitarismo reaccionario. Pero también es el mood de estos tiempos. El pensamiento crítico y de izquierda es responsable de ello ya que se ha subido a esta ola.
¿Cuáles son entonces los antídotos para construir una nueva política?
En esta fase de bloqueo es necesaria una obra de desmitificación de las construcciones comunicativas, que predican la tesis de pensamiento único, según la cual las relaciones sociales existentes son las únicas que se pueden pensar. Es decir, esa expropiación de futuro que, de diferentes maneras, golpea clases y grupos distintos. Sólo si ponemos de manifiesto la común convergencia de intereses por sobreposición, para citar a Rawls, se puede dar vida al sujeto colectivo para la reconquista de una democracia hoy en día desfigurada por las derivas posdemocráticas y que corre el riesgo de precipitar en la “democratura”, la cáscara vacía dentro de la cual avanza el nuevo autoritarismo reaccionario.
¿Existen experiencias interesantes de las que aprender?
Estamos viviendo el agotamiento de una fase histórica capitalista, sin duda el fin del siglo americano. Si el siglo XX habló inglés –New Deal, Welfare State, etc.– hoy las experiencias y los laboratorios más interesantes se encuentran en otras latitudes: en las periferias del sistema mundo y en algunas ciudades que experimentan la refundación democrática. El verdadero problema es que las teorías de los ciclos hegemónicos resultan ya inaplicables, si tenemos además en cuenta el deterioro de los dos artefactos dominantes en el mundo moderno –el Estado y el Mercado–, mientras avanza el otoño de un estancamiento que alguien prefigura como secular, y que podría convertirse en un caos sistémico, en un mundo que ha perdido modelos y centro.
¿Qué papel puede jugar Europa en todo esto?
La izquierda que se define soberanista sigue en el trágico error, que empezó con el blairismo, de querer relanzarse adoptando temáticas de la derecha
En el panorama plúmbeo de la Guerra Fría, Europa era la única posible alternativa existente. Tanto que los Países No Alineados miraban con interés a Europa a partir de la misma conferencia de Bandung de 1955. Aún en 2004, Zygmunt Bauman escribía el ensayo Europe. An Unfinished Adventure defendiendo los méritos del gran experimento de cooperación continental, aunque el proceso de integración respondía más a lógicas tecnocráticas –al estilo de Saint-Simon, decía Tony Judt– que a las de democracia radical de los viejos federalistas. Luego, entre 2008 y 2011, llegó el tsunami desde el otro lado del Atlántico con las burbujas financieras que explotaron en Wall Street, y se creó una soldadura entre los vértices políticos y las tecnocracias incapaces de pensar una salida estratégica diferente a las recetas austericidas. Ahora, si no quiere precipitarse en el abismo, la UE debe volver a ser la de los Erasmus, los acuerdos transfronterizos, el aprendizaje por experimentación. En ese abismo, obviamente, caerían también las medias potencias y los Estados europeos: en el mundo global, los retos superan las fronteras nacionales y los players deben tener una dimensión continental
En la izquierda europea se percibe un aumento de las posiciones soberanistas. ¿Se puede ser euroescéptico y de izquierdas?
La izquierda que se define soberanista sigue en el trágico error, que empezó con el blairismo, de querer relanzarse adoptando temáticas de la derecha. Así, pierde dos irrenunciables principios fundacionales: la tradición internacionalista y cosmopolita y la orientación hacia el futuro. Esta izquierda persigue la quimera retro del Estado-Nación y la ilusión de que el pueblo pueda ser soberano por graciosa concesión: solo gracias al conflicto social y las luchas del trabajo se puede contrarrestar la deriva oligárquica de la democracia representativa. ¿Euroescépticos de izquierdas? Para nada: ¡eurocríticos! Así que… aux armes, citoyens!
Autor
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Steven Forti
Profesor asociado en Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa.