El entramado sangriento de Afganistán.
Guadi Calvo
Respecto a la crítica situación de la seguridad en Afganistán, que se ha prolongado más allá de la victoria de los talibanes del 15 de agosto, si bien han cesado las grandes operaciones militares, el Gobierno de los mullahs no ha logrado abordar con éxito estrategias contra los dos focos de insurgencia, que a lo largo de este último año han incrementado su actividad.
Tanto el Dáesh Khorasan, que opera esencialmente en el este y sectores del norte del país con células durmientes cada vez más activas en la misma capital y golpea cada vez con más frecuencia, esencialmente contra las minorías chiíta hazara y sufí, así como el Frente de Resistencia Nacional (NRF) junto a otros grupos vinculados al Gobierno instalado por los Estados Unidos y derrocado el 15 de agosto 2021, concentrados en la provincia de Panjshir, al noreste de Kabul, y sectores de las provincias de Baghlan, Parwan y Kapisa, aunque también con algunos cuadros en Kabul, sus hombres son cada vez más operativos. Muchos analistas insisten en que la frecuencia de ataques del NRF, en lo que va del año, ha superado a la del Dáesh Khorasan.
Más allá de cifras y exactitudes, lo cierto es que ambas organizaciones continúan provocando más inestabilidad y jaqueando Gobierno del cada vez más aislado Estado Islámico de Afganistán.
El Dáesh Khorasan, la rama para Asia Central del Dáesh o Estado Islámico global, se va convirtiendo en un animador constante de las tribulaciones de los mullahs.
En una nueva operación, no lejos de la espectacularidad con la que intentan rodear todas sus acciones, el pasado miércoles 11 reivindicó el ataque que terminó con la vida del sheikh Rahimullah Haqqani, sorprendido en una madrassa (escuela coránica) de Kabul por un atacante suicida o shahid (mártir/testigo) que llevaba el explosivo en el interior de su pierna ortopédica.
Haqqani, que más allá de su apellido no está vinculado a la poderosa familia que controla la Red Haqqani, aliada a los talibanes, había sobrevivido a varios ataques anteriores, entre ellos el atentado a otra madrassa en la norteña ciudad pakistaní de Peshawar, en octubre del 2020, que dejó siete muertos y 120 heridos, también reivindicado por el Dáesh Khorasan.
El sheikh Haqqani, la figura de más trascendencia asesinada desde la toma del poder de los talibanes, había emitido recientemente una fatwa (decreto religioso) en apoyo de la educación de las mujeres, argumentando que en la sharia (ley islámica) no hay ninguna norma que impida el acceso de las mujeres a la educación, por lo que tendrían que tener derecho a la enseñanza, agregando que “En todos los libros religiosos se declara que la educación femenina es permisible y obligatoria”, dando por ejemplo que si una mujer enferma en una sociedad islámicaynecesita asistencia médica, siempre es mejor que sea asistida por una médica.
Tanta “permisividad” por parte de Haqqani hacia las mujeres, que en esta nueva versión del Gobierno de los talibanes siguen sufriendo las mismas restricciones que durante el rígido mandato del mullah Omar, había convertido al mullah asesinado no solo en un objetivo del Dáesh, sino también de los sectores más ultramontanos del Gobierno del Estado Islámico de Afganistán, ya que, a excepción de algunas pocas provincias, las escuelas para mujeres siguen clausuradas desde agosto del 2021.
El atentado contra el sheikh Haqqani, la muerte del emir de al-Qaeda Ayman al-Zawahiri, la explosión de una mina magnética bajo un minibús en el distrito de Chandawal en Kabul donde murieron ocho civiles y otros 18 resultaron heridos, el intento de toma del complejo habitacional del barrio kabuli de Karte Sakhi, y el reciente ataque en el distrito cambiario de Sarai Shahzada, en la ciudad de Kabul donde el estallido de una granada, no se sabe si lanzada por un terrorista o por un delincuente común que intentó un asalto el domingo día 7 y mató a un persona e hirió a otras 58, diez de ellas de gravedad, son las pruebas más recientes de que el control de la seguridad por parte del Gobierno de los mullahs, se les está yendo de control
En vista de esta realidad los talibanes se han comprometido a implementar importantes planes para la creación de un gran aparato de seguridad -que se encuentra en un estadio primario de desarrollo más allá de los anuncios del Ministerio de Seguridad– respecto a que se han incorporado unos 100.000 militares y 180.000 policías y el de haber recuperado decenas de aviones para aumentar la vigilancia en todo el país y las corrosivas fronteras internacionales. Más allá del entusiasmo se estima que para alcanzar niveles de seguridad, por lo menos acaptables, pasarán varios años.
Los motivos sobre la falta de seguridad tienen varias razones concretas, como que recién llegados al poder los mullahs debieron cerrar centenares de puestos de vigilancia en rutas y autopistas, esencialmente por no contar con los efectivos suficientes para mantener esos retenes y brindar seguridad en otras áreas que las nuevas responsabilidades como Estado los obliga.
Los medios utilizados por los talibanes para contener los focos insurgentes no escapan de la lógica fundamentalista aplicada a lo largo de su historia, e incluso los métodos utilizados por los invasores norteamericanos a lo largo de los 20 años de ocupación.: detenciones ilegales, torturas, ejecuciones extrajudiciales, castigos colectivos, de los que no se libran las pequeñas comunidades próximas a los núcleos operacionales de las insurgencias, centrando sus objetivos también en los grupos étnicos, tribales y religiosos sospechados de apoyar a la insurgencia o alentar ideales antitalibanes. Lo que ha hecho reconocer al nuevo Gobierno que estas tácticas represivas no sólo han provocado reacciones violentas entre los afganos, que en muchos casos han pasado a apoyar a sus enemigos, sino que se han producido numerosas muertes de efectivos talibanes en venganza por parte de familiares de personas ejecutadas sin razón.
Por lo que muchos de los efectivos más cuestionados por sus acciones contra civiles han empezado a ser relocalizados, para evitar no sólo la reiteración de sus abusos, sino y fundamentalmente, para evitar sus asesinatos y levantamientos contra los gobiernos regionales de los mullah. Además se ha otorgado la libertad a muchos detenidos con la condición de que las autoridades locales y tribales garanticen la conducta de los liberados.
También las campañas de desarme de la población civil han malquistado a muchos sectores, particularmente en las áreas rurales, contra Kabul, ya que son comunidades que desde hace más de 40 años han adoptado las armas no solo para su seguridad, sino también para resolver cualquier tipo de entredicho. Teniendo en cuenta que prácticamente no existe familia en el país que no posea al menos un arma, la búsqueda casa a casa ha irritado a esas comunidades, principalmente rurales, de sobremanera.
El reto de la pacificación
Tanto la shura (Consejo) de los talibanes, como su máximo líder, el mullah Hibatullah Akhundzada, más allá de cualquier intento de pacificación saben que tras la muerte de al-Zawahiri serán monitoreados con mucho más cuidado tanto por los países fronterizos como por las grandes potencias que han utilizado el terrorismo como caballo de batalla para emprender más de un genocidio en lo que va del siglo, Irak, Siria, Libia, Yemen y obviamente Afganistán. Por lo que aquella advertencia de Estados Unidos de que mantendrá capacidad punitiva “sobre el horizonte” para atacar objetivos desde bases en otros países, cómo lo acaba de demostrar con al-Zawahiri con un dron que despegó desde Pakistán, ha abierto sin instalación una disyuntiva de hierro: Mantener su alianza con al-Qaeda o romper para cumplir con lo acordado en Doha (Catar) en febrero del 2021 y evitar que Washington comience a operar con más frecuencia en el país, o arriesgarse a que sus muyahidines, frente a lo que podría considerarse una debilidad de los mullahs, decepcionados comiencen a desertar para unirse al Dáesh Khorasan, que parece mantener las banderas que los propios talibanes levantaron allá por 1994.
Mientras la inserción internacional, uno de los objetivos más claros de los mullahs en este año de gobierno, parece estar cada vez más lejana, por lo que los grupos de oposición como el NRF, apuntan a convertirse en aliados de Occidente con una retórica opuesta a la barbarie fundamentalista, mostrando su respeto a los derechos de las minorías étnicas, religiosas y hacia las mujeres, que el pasado sábado 13 sufrieron una brutal represión mientras se manifestaban en Kabul. Entre las estrategias de NRF también está la de promover la independencia de los gobiernos provinciales frente al poder central.
Además ha comenzado a operar, desde mayo último, otro grupo antitalibán el Consejo Superior de la Resistencia Nacional para Salvar Afganistán, formado por antiguos señores de la guerra que surgieron durante la guerra antisoviética y reflotaron su sociedad con los Estados Unidos tras la invasión de 2001. El grupo, que hasta ahora no ha tenido actividad militar, acusa a los talibanes de conformar un Gobierno autocrático. Por lo que algunos de sus líderes, en las provincias norteñas de Sar-e Pol, Samangán y Bamiyán, anunciaron la intención de comenzar una resistencia armada para sumarse al sangriento entramado afgano.
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