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La distopía era esto
Ernesto H. Vidal
Fuentes: CTXT
Las historias de las que nos hablaban los libros de
ciencia-ficción de hace décadas se han colado en nuestras vidas por los huecos
mientras no estábamos mirando, y ahora avanzan como una apisonadora sin frenos
“El Repartidor pertenece a un cuerpo de élite, a una orden
sagrada. Rebosa esprit de corps.” Así empieza Snow Crash, la novela cyberpunk
de Neal Stephenson. Publicada en 1992, nos presenta una sociedad estadounidense
donde la agenda neoliberal se ha erigido triunfante; el gobierno prácticamente
ha desaparecido, y su lugar lo ocupan las grandes corporaciones que lo
controlan todo: franquicias, carreteras, divisas, agencias de seguridad privada
que hacen las veces de policía. En este mundo decadente, buena parte de la
población sobrevive como repartidores y korreos, encargados de entregar
puntualmente los pedidos mientras se juegan la vida entre el tráfico a cambio
del dinero justo para sobrevivir. ¿Les suena de algo?
Los adalides de la ‘gig economy’ prometían que, si bien los
sueldos no eran muy altos, esta permitiría reducir el paro, lo que luego
permitiría aumentar los salarios. Mentían en todo
Cuando leemos el término distopía mucha gente piensa
automáticamente en obras como 1984, de
George Orwell o Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley. Pero yo siempre he sostenido
que quienes más acertadamente anticiparon los aspectos más oscuros y decadentes
de nuestro presente fueron los autores del subgénero cyberpunk, más
concretamente William Gibson y Neal Stephenson. Sus novelas, más allá de
letreros de neón y tribus urbanas con las que se asocian estos universos,
hablan de mundos donde el capitalismo ha triunfado en toda su oscura gloria,
donde las corporaciones gobiernan soberanas en lugar de los Estados y el grueso
de la población ha sido reducida a un precariat alienado que malvive de
trabajos puntuales y mal pagados, como espadas de alquiler de la era digital
tratando de arañar el dinero suficiente para seguir viviendo un día más. Un
mundo en decadencia que, francamente, cada vez se parece más al nuestro.
No voy a descubrir a nadie, a estas alturas, lo que es la
gig economy. Se han vertido ríos de tinta hablando de plataformas como Uber o
Glovo, que llevan tantos años entre nosotros que ya las hemos normalizado en nuestro
día a día. Pero con el mundo sumergiéndose de cabeza en la mayor crisis de este
siglo, cortesía de la pandemia de coronavirus, las mentes que urdieron la gig
economy no van a dejar pasar la oportunidad de enraizar hasta los cimientos su
modelo de negocio en nuestra sociedad, siempre en nombre de la creación de
empleo y el crecimiento.
La pasada recesión fue testigo del surgimiento de estas
plataformas, que vendían las bondades de un nuevo paradigma de trabajo que
permitía tener horarios flexibles y compaginar tu ocupación principal con ese
otro empleo, todo desde la facilidad de una app. Los adalides que nos vendían
este futuro prometían que, si bien los sueldos no eran muy altos, sus
plataformas permitirían reducir el desempleo, lo que posteriormente permitiría
aumentar los salarios. Por supuesto, mentían en todo. A pesar de que el número
trabajadores de Uber y otras plataformas de ridesharing creció como la espuma,
los conductores vieron cómo sus ingresos se reducían un 53% entre 2013 y 2017.
No ha sido la única plataforma en la que ha pasado esto. Los conductores han
tenido que trabajar cada vez más y más horas, hasta el punto de que algunos
conductores viven en sus vehículos. Paralelamente, las empresas artífices de la
gig economy se aferraron con uñas y dientes al mantra de que sus trabajadores
no eran realmente “sus” trabajadores, sino agentes autónomos, simples usuarios
de su aplicación, que debían correr con todos los gastos derivados de su
actividad, pagar sus cuotas de autónomo y hacerse responsables de cualquier
eventualidad. Se instauró un sistema de puntuación para los trabajadores por el
cual, si su calificación descendía por debajo de un umbral arbitrario, estos
perdían el acceso a la aplicación y, con ello, sus ingresos. Todas las conquistas,
fruto de décadas de lucha por los derechos laborales, fueron barridas de un
plumazo, eso sí, en nombre de la tecnología que venía a hacer nuestras vidas
más fáciles.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte los gobiernos y la
justicia han frenado una parte de los atropellos de estas plataformas.
Numerosas sentencias han obligado a reconocer a sus trabajadores como
asalariados, no como autónomos, o han obligado a pagar el salario mínimo a sus
empleados. Y aún así, lejos de disuadir a los inversores, todos estos
contratiempos no han sido óbice para que estos destinen miles de millones en
estos proyectos. Uber está valorado en más de 120.000 millones de dólares, pese
a haber tenido unas pérdidas de 1.100 millones en 2019. Ese mismo año Glovo
cerró una ronda de financiación de 150 millones de euros, a pesar de haber
perdido 45,7 millones en el ejercicio anterior. La única explicación posible
para que tantos inversores se dediquen a arrojar dinero a estas trituradoras es
que esperan que las condiciones cambien para imponer su sistema. Y es aquí
donde entra 2020 como elefante por cacharrería, con la economía desplomándose y
el desempleo alcanzando cifras récord. Sin saber todavía si una segunda ola de
contagios sumirá aún más al mundo en la crisis, es cierto que se avecina una
larga temporada de recesión, terreno abonado para los abanderados del
neoliberalismo y sus políticas de austeridad, pero también para una segunda ola
de falsas promesas de como la gig economy es la única que nos puede sacar del
atolladero. Sus profetas no se detendrán en plataformas como Uber, Glovo, y
similares. Su objetivo es claro: uberizar todos los sectores de la economía y
la sociedad, incluyendo la sanidad y la educación. Nos hablarán de crear
“mercados competitivos” y de cómo, mediante el libre mercado y la competencia,
los salarios subirán y todos seremos más ricos, ignorando que la historia nos
ha demostrado que mienten. Nos hablarán de cómo estas plataformas “apenas
tienen barreras de entrada” y cualquiera con una app puede hacerles la
competencia, escondiendo que estas compañías tienen a su disposición miles de
millones que no dudarán en usar para deshacerse de cualquiera que ose competir
con ellas y no tenga un capital similar. Nos venderán una utopía de libertad y
milagros tecnológicos, cuando lo que nos quieren colar es un infierno de
precariedad y subempleos con el único fin de hacer más ricos a los ricos,
mientras el grueso de la sociedad se pelea entre ella por las migajas.
En tiempos de crisis es muy difícil no ser pesimista. Las
distopías de las que nos hablaban los libros de ciencia-ficción de hace décadas
se han colado en nuestras vidas por los huecos mientras no estábamos mirando, y
ahora avanzan como una apisonadora sin frenos. Por eso se hace imperativo
luchar con todas nuestras fuerzas. Es necesario, casi una obligación moral,
creer que podremos salir airosos de este pulso entre una sociedad justa y digna
para todos o una distopía de miseria y precariedad. Al menos ahora ya le hemos
visto las orejas al lobo. Por mucho que las esconda tras una app.
Ernesto H. Vidal, profesor.
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