Confinamientos 2.0 ¿Dónde está la Salud Pública?
Joan Benach
Realizar encierros extremos sólo puede servir como “solución
final”. En España ha sido la alternativa a una salud pública enormemente débil,
sin capacidad para vigilar, educar, prevenir y actuar
La pandemia ha mostrado nuestra radical fragilidad como
especie, pero también numerosas insuficiencias e hipocresías sociales. Hemos
visto el trabajo “esencial”, pero enormemente precarizado, de muchas mujeres,
migrantes, obreros y jóvenes en el área de cuidados, el comercio o la industria
alimentaria cuyos trabajos antes se etiquetaron de "poco
cualificados" para así justificar unos sueldos muy bajos y unas malas
condiciones de trabajo.
La pandemia ha revelado también la crucial importancia
de la sanidad pública y de sus profesionales. Pero no basta con que éstos
reciban aplausos y premios, o escuchar hipócritamente que son “héroes”, o que
la sanidad es muy importante; las palabras valen de muy poco si no se
convierten en hechos. Para ello, hay que transformar profundamente una sanidad
pública subfinanciada, recortada, mercantilizada, hospitalocéntrica y
medicalizada, en una sanidad construida entorno a la atención primaria y
comunitaria, los servicios sociales, y una atención centrada en la integralidad
psicobioecosocial humana y menos en la biomedicina y la tecnología. Si los
actuales servicios sociosanitarios públicos son débiles, ¿qué decir de la Salud
Pública?
Recordémoslo las veces que sea necesario: la “Salud Pública” no es lo
mismo que la “Sanidad Pública”. Ésta última trata de diagnosticar, curar o
rehabilitar las posibles secuelas de enfermedades como la covid-19 o tantas
otras, así como también ayudar al bien morir. En cambio, la salud pública tiene
como objetivo prevenir la enfermedad, así como proteger, promover y restaurar
la salud de toda la población. Unos pocos ejemplos de esa ingente e
imprescindible tarea son la necesidad de mejorar la salud del medio laboral, la
salud ambiental o la salud mental, el construir una potente y efectiva red de
vigilancia epidemiológica, o actuar eficazmente ante los determinantes sociales
de la salud para así reducir las desigualdades.
Sin embargo, para hacer frente
a objetivos de tanta importancia y dificultad, los recursos actuales de la
salud pública son ínfimos y su visibilidad social casi inexistente. ¿Por qué?
Por una parte, porque tenemos una salud pública débil, desmantelada y nunca
desarrollada, cuya financiación es muy escasa. Pensemos que en nuestro medio
los recursos de salud pública apenas si representan menos del 2% del
presupuesto de salud (y buena parte de ellos se destinan a las vacunas), y que
la formación y número de especialistas disponibles es muy limitado. Por otro
lado, la salud pública tiene poca visibilidad ya que uno de sus objetivos
fundamentales es analizar y prevenir problemas cuyo impacto no es inmediato.
Cuando aparecen nuevos brotes se tienden a generar acciones “curativas”,
perceptibles y necesarias, como aumentar el número de camas, la disponibilidad
de plazas en las UCIs, o crear hospitales de campaña. Sin embargo, muchas acciones
esenciales de salud pública no ofrecen ganancias económicas, políticas o
sanitarias directas y tangibles, por lo que con gran frecuencia quedan
injustamente olvidadas o pospuestas. ¿Es eso sensato? Si alguien señalara que
limpiar un bosque o disponer de un parque bien equipado de bomberos no es algo
rentable porque en este momento no hay incendios, eso podría parecernos un
sinsentido. Pues bien, la pandemia es un “macroincendio” que fue posible
controlar no con distintas medidas de salud pública sino mediante un
confinamiento radical, pero que sigue aún activo.
En el caso de la gestión del Govern catalán, junto a
divulgar eslóganes publicitarios (“frenemos el virus”, “este virus lo paramos
unidos”), apuntar una superioridad infundada (“nosotros lo haríamos mejor”), y
hacer recomendaciones personales (“quédate en casa, usa la mascarilla, mantén
la distancia social, lávate las manos”), las políticas han sido parciales,
tardías e improvisadas, con una actuación que hay que calificar de reactiva y
muy deficiente.
Los ejemplos abundan. Sólo recientemente se ha nombrado a un
Director de la unidad de seguimiento de la Covid-19, se ha esperado casi dos
meses a nombrar un nuevo secretario de Salud Pública, y cuatro meses en crear
un Comité de expertos que proponga como cambiar el sistema de salud y las
residencias. Otro ejemplo de negligencia fue la caída en el olvido del informe
realizado a finales de abril por Oriol Mitjà, un epidemiólogo que trató de
asesorar al Govern con posibles instrumentos y posibles estrategias de acción
para realizar el desconfinamiento, donde por ejemplo destacaba la necesidad de
hacer tests masivos entre las dos decenas de miles de trabajadores temporeros
de Lleida. Como es lógico, disponer de documentos con estrategias y posibles
acciones a realizar (tests, rastreadores, confinamientos parciales, etc.) no es
lo mismo que ejecutarlas y llevarlas a cabo.
Hay muchos más ejemplos de
incapacidad y displicencia. La ineficiente acción de las tareas de rastreo
externalizadas a Ferroser Servicios Auxiliares, una empresa filial de Ferrovial
que recibió cerca de 18 millones de euros. La negligencia en crear un número de
“rastreadores” suficiente para detectar, seguir y aislar posibles contagios,
especialmente por lo que hace al riesgo existente en trabajos precarizados,
residencias y reuniones (o aglomeraciones) juveniles y familiares.
En Catalunya
apenas si ha habido doscientos rastreadores, que ahora se han duplicado, pero
que en realidad deberían multiplicarse por 8 o por 10. Existen unos sistemas de
información y vigilancia epidemiológicos muy limitados y unas medidas de
comunicación y prevención mal enfocados. Y se persiste con insistencia en
afirmar que la salud colectiva depende básicamente de la biomedicina
(investigación biológica, epidemiología clínica, especialistas médicos,
tecnologías digitales) en lugar de en los determinantes ecosociales de la salud
o, también, en insistir como estrategia fundamental en la responsabilidad
individual (la salud depende de uno mismo) en vez de en la acción política e
institucional. Todos ellos son síntomas claros de una inaceptable visión
reduccionista y mercantilista de la salud y de tener una salud pública muy
precarizada.
Si bien al principio de la pandemia en marzo, tanto en
Catalunya como en España, se produjeron errores lógicos al saber muy poco de un
virus nuevo, más tarde gran parte de las acciones se han caracterizado por la
falta de previsión y la incapacidad de anticipación. No se aprendió la lección,
faltando claridad y valentía para actuar. Sin un liderazgo adecuado y sin
invertir en serio en salud pública difícilmente podrá controlarse la pandemia,
evitar nuevos brotes, y prevenir sus substanciales efectos a corto y largo
plazo en la salud colectiva. Realizar confinamientos extremos sólo puede servir
como “solución final” cuando la pandemia está fuera de control, pero no, como
ha ocurrido en el Estado español, como alternativa al hecho de tener una salud
pública enormemente débil y sin los medios adecuados para planificar, vigilar,
educar, prevenir y, sobre todo, actuar, con diligencia y efectividad. Para ello
hay que desarrollar instrumentos fundamentales como son por ejemplo la Agencia
de Salud Pública de Catalunya o el Centro Estatal de Salud Pública, previsto en
la nunca desarrollada Ley General de Salud Pública española de 2011. ¿Por qué
tal pasividad?
En general, porque el modelo hegemónico de la salud impide que
la salud pública sea una prioridad en la que deben gastarse muchos más medios y
recursos. Y en relación a la pandemia, porque después del radical confinamiento
que redujo drásticamente el número de contagios, muchos políticos –y buena
parte de la población también– creyeron que todo “estaba controlado”, o bien
porqué se creyó que la situación mejoraría al calor del verano, sin entender
que prevenir y actuar ante pandemias de evolución incierta siempre requiere
disponer de un sistema de salud pública preparado y muy potente.
Para hacer
frente a la pandemia del coronavirus, al igual como ocurre con tantas otras
epidemias comunes (el tabaquismo, el cáncer, los accidentes, la violencia de
género, la salud mental, la precariedad o las desigualdades, entre otras
muchas), debe reforzarse urgentemente la salud pública con fuertes inversiones
y reformas estructurales profundas.
Para hacer frente a una pandemia cuya
evolución es imposible de prever, y a una gravísima crisis económica que ya
tenemos encima, debemos utilizar con rapidez y eficiencia todos los
instrumentos de los que nos provee la salud pública: la planificación, la
vigilancia y análisis epidemiológico, la educación sanitaria comunitaria, el
análisis de los determinantes sociales y la equidad, entre otras muchas
herramientas y estrategias.
La forma en cómo miramos la pandemia, se refleja en las
soluciones que buscamos y en cómo actuamos. ¿De qué servirá controlar
nuevamente la pandemia con nuevos confinamientos masivos, si se gestiona con
poca humildad y competencia una visión distorsionada de los problemas de salud
colectiva? ¿De qué servirá si finalmente se logra controlar la pandemia, aunque
se logre un tratamiento adecuado o se desarrolle una vacuna efectiva, si todo
eso no alcanza a toda la población del planeta? ¿De qué servirá la contención
de esta pandemia, si no somos capaces de prevenir las futuras pandemias que
previsiblemente van a emerger a causa de la crisis ecosocial y climática que
padecemos?
La pandemia no es solamente un fenómeno biológico, epidemiológico o
personal, sino un complejo fenómeno de salud pública cuyas causas e impactos de
tipo biológico, eco-social, político, económico y sanitario debemos comprender
integral e integradamente si queremos actuar con efectividad y equidad. Todas
ellas son tareas esenciales de la Salud Pública, pero ¿dónde está la Salud
Pública?
Joan Benach es
profesor, investigador y salubrista (Grup Recerca Desigualtats en Salut,
Greds-Emconet, UPF, JHU-UPF Public Policy Center), GinTrans2 (Grupo de
Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (UAM).
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