El programa económico
de la derecha radical europea: lo que dicen, lo que no dicen y lo que hacen
Àngel Ferrero
Muchas gracias a la
Candidatura d’Unitat Popular (CUP), y en especial a Laure Vega, por invitarme a
esta mesa sobre una cuestión que nos ocupa desde hace unos años, como es el
auge de la ultraderecha, a falta de un nombre mejor, porque es el concepto que
mejor agrupa a diferentes corrientes de este espectro político.
Una cuestión que, por desgracia, probablemente nos seguirá
ocupando en los próximos años: un estudio de 31 países europeos del
especialista en ultraderecha Cas Mudde, los resultados del cual se publicaron
en diciembre de 2020, mostraba que la percepción de que la ultraderecha se
había debilitado como consecuencia de la pandemia de COVID-19 era errónea.
Según este estudio, sólo la mitad de los partidos había perdido apoyos durante
la primera oleada del coronavirus, mientras que el resto los ganó y 10 de ellos
no experimentó ningún cambio en las encuestas de intención de voto; el impacto
general era marginal: una variación de un 1% de media.
El motivo de mi presencia hoy en esta mesa es la publicación
hace unos meses de un informe que el eurodiputado Miguel Urbán nos encargó al
economista Ivan Gordillo y a mí. El informe, que puede descargarse de la página
web de Miguel Urbán, se titula ‘El programa económico antisocial de la nueva
derecha europea’. A continuación resumiré muy brevemente el contenido y los
objetivos del informe para tratar a continuación otras cuestiones relacionadas
con la ultraderecha. Digo “muy brevemente” porque la presentación del informe
se ha publicado ya en español y en inglés y volverla a repetir aquí
íntegramente significaría cometer un fraude intelectual, que es un delito
frecuente en el mundo académico y los círculos culturales, particularmente en
este país.
En el informe analizamos 10 partidos políticos representados
en el Parlamento Europeo. Estos 10 partidos se repartían en el momento en que
redactamos el informe en tres grupos: Identidad y Democracia (ID) –del que
forman parte Agrupación Nacional (RN), de Francia; la Liga, de Italia;
Alternativa para Alemania (AfD); el Partido de la Libertad de Austria (FPÖ); e
Interés Flamenco (VB), de Bélgica–, el Grupo de los Conservadores y Reformistas
Europeos (ECR) –al que pertenecen Ley y Justicia (PiS), de Polonia; Hermanos de
Italia (FI); Demócratas de Suecia (DI); y Vox, de España– y el húngaro Fidesz,
que entonces se integraba en el Partido Popular Europeo (PPE). Después de su
salida en marzo del PPE, los 12 eurodiputados de Fidesz han ido automáticamente
al grupo de los no inscritos, a la espera de su posible incorporación a otro
grupo, probablemente ECR, o la creación de nuevo grupo que fusione a los
anteriores y con el cual se especula desde hace tiempo.
¿Por qué decidimos analizar los programas económicos de
estos partidos? Lo hicimos conscientemente, para alejarnos de las críticas más
habituales, centradas en su xenofobia o su moral reaccionaria. Como no nos
hemos cansado de repetir, estos partidos alimentan la división y el
enfrentamiento social explotando las líneas de fractura culturales: es su mejor
táctica para crecer electoralmente. Lo es porque hay problemas sociales para
los cuales no hay una respuesta clara: desde la integración de las comunidades
de trabajadores inmigrantes hasta una política de transición ecológica que no
cargue los costes sobre las espaldas de los trabajadores, pasando por uno de
los temas favoritos de la nueva derecha radical como es el arrinconamiento de
las culturales nacionales –sobre todo, evidentemente, la de las “grandes”
naciones, no la de las pequeñas– ante la inmensa y devastadora influencia
cultural de la cultura de masas y el ocio alienado procedente de Estados Unidos
durante todos estos años de llamada “globalización”.
La crisis de los partidos de izquierdas en todo el continente
favorece esta táctica. Sólo hace falta echar un vistazo a las encuestas de
intención de voto de la mayoría de países: las excepciones a esta crisis –por
muchas y diferentes razones que no son motivo de esta mesa– pueden contarse
prácticamente con los dedos de una mano. Los cambios en la estructura social de
la base de la izquierda –más urbana, más frecuentemente con titulación
universitaria y en no pocas ocasiones de clase media o hasta media-alta– dan
pie a la caricatura que la ultraderecha utiliza hasta la extenuación en sus
intercambios de golpes, que no debates, en las redes sociales.
En este contexto, presentarse como representantes del
“ciudadano común” y hasta del “trabajador” –por supuesto, del “trabajador
nacional” antes que ningún otro–, empleando una retórica populista, y hasta
pseudosocialista, entre otras estrategias de apropiación que no por
históricamente conocidas dejan de ser efectivas, les ha permitido ir obteniendo
conquistas electorales, como hemos visto repetidamente en los últimos años.
La información que recogimos en el informe deja al
descubierto, obviamente, otra realidad. Una de las demandas más repetidas de
los partidos ultraderechistas es, por ejemplo, la aprobación de un tipo fijo
sobre la renta, más conocido por su expresión inglesa, flat tax, es decir, que
el porcentaje del impuesto a aplicar sea constante, con independencia del nivel
de ingresos. La Liga y Hermanos de Italia lo fijan en el 15%, Fidesz en el 16%
y Vox en el 20%. Esta medida la defienden con la típica falacia neoliberal de
que un tipo fijo sobre la renta simplificaría el proceso de declaraciones y
recaudación de impuestos y que, gracias a eso, se reduciría la burocracia.
Estas llamadas a la contención del gasto pública se limitan, sin embargo, al
ámbito de la administración o los servicios públicos, no al de los cuerpos y
fuerzas de seguridad que, muy al contrario, piden aumentar.
Como también recordaba Ivan Gordillo en la presentación del
informe, una caída pronunciada de los ingresos del tesoro público como consecuencia
de la reducción de impuestos tampoco permitiría financiar los programas de
medidas “sociales” que la ultraderecha pregona. Gordillo señalaba otra
contradicción no menos importante: el proteccionismo propuesto por la
ultraderecha, aparentemente patriótico, consiste en defender a unas
determinadas empresas nacionales, favoreciendo su producción respecto a las
empresas extranjeras importadoras. Ahora bien, la propiedad de muchas de estas
empresas, como añadía de inmediato Gordillo, puede ser muy difícil de
determinar o puede ser muy difusa si recae en manos de grupos financieros
inversores o grandes conglomerados bancarios, como es el caso de las empresas
que cotizan en bolsa.
Además de todo eso, en los programas económicos de la
ultraderecha no se encuentra por ningún lugar un plan estratégico para la
transformación del modelo productivo que esté basado en la demanda interna y
las necesidades de la población. Por eso lo veníamos a decir en las
conclusiones del informe es que lo verdaderamente esconden estos programas es
una batería de medidas en última instancia en detrimento del trabajo y
favorables al capital. O, para ser más precisos, a determinados sectores del
capital, ya que la ultraderecha no es la opción política de determinados
sectores empresariales, sobre todo los más dinámicos, como el de las nuevas
tecnologías digitales, como muestra el caso de Estados Unidos. El vacío que
dejase el Estado del Bienestar en su retroceso lo ocuparía la iniciativa
privada y los servicios de caridad.
Aunque encontramos diferentes similitudes entre los
programas, conviene matizar que no hay un programa económico común a todas las
fuerzas políticas: mientras Agrupación Nacional se opone a los tratados de
libre comercio, por ejemplo, los Demócratas Suecos son partidarios de ellos,
sobre todo con el Reino Unido post-Brexit y Estados Unidos. En términos
generales, puede afirmarse que los partidos del grupo Identidad y Democracia
(ID) acostumbran a ser más “populistas” que los del Grupo de los Reformistas y
Conservadores de Europeos (ECR).
Consultando los programas, también nos sorprendió el detalle
y el acento social que presentaba el de Agrupación Nacional frente al de otros
partidos –de hecho, la mayoría– que tienen programas económicos mucho más
esquemáticos. Esta característica la consideramos un síntoma de las escasas
propuestas que tienen a hacer los partidos de la ultraderecha en este ámbito
que los distinga a la hora de la verdad de otras formaciones de la derecha y,
por extensión, de su interés en amplificar la retórica de confrontación y
librar ‘guerras culturales’ que ayuden, también, a encubrir estas carencias.
Llegados a este punto, no está de más observar aquí la
ironía que afecta a dos de los partidos analizados, Ley y Justicia (PiS) y
Fidesz, que gobiernan desde hace años en dos países, Polonia y Hungría, y en
consecuencia sirven como modelo para el resto. Hungría y Polonia presentan como
es sabido una considerable dependencia de los fondos estructurales y de
inversión de la Unión Europea. En el período 2014-2020 Hungría ha recibido más
de 25 mil millones de euros a través de 9 programas de fondos estructurales de
inversión comunitarios, una media de 2.532 euros por persona. En el mismo
período Polonia recibió más de 86 mil millones de euros, una media de 2.262
euros por persona. En comparación, España recibió más de 39 mil millones de
euros que se tradujeron en 856 euros por persona.
Esta paradoja entre el discurso y la práctica “soberanista”
en Polonia y Hungría es aún más estridente si se buscan los porcentajes de
Inversión Extranjera Directa (IED), que muestran la profundidad con la que ha
penetrado el capital alemán en Europa occidental. Según datos de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), hasta un
25,4% de la IED en Hungría procedía de Alemania (datos de 2017), un 20,1% en el
caso de Polonia (datos de 2018). En 2018 Alemania fue, a su vez, el país al que
más exportaron Hungría (26,8%) y Polonia (27,3%). Si entramos en detalle en qué
exportaron estos dos países encontramos que los vehículos a motor y componentes
para el automóvil son el producto más exportado –Hungría (26%), Polonia (13%)–
seguido por los equipos electrónicos –Hungría (26%), Polonia (10,7%)–.
Lo que demuestran estos datos es que a pesar de toda su retórica
“soberanista”, las economías de Hungría y Polonia siguen integradas en la
alemana como “semi-periferia” de este país. De manera no muy diferente, antes
de la pandemia los húngaros eran la segunda comunidad de inmigrantes en Austria
(datos de 2018). La oficina de estadística de este país calculó que un 2,5% de
su fuerza de trabajo es de esta nacionalidad. Una estadística, no obstante, que
no tiene en cuenta a los trabajadores transfronterizos, es decir, a quienes
tienen su residencia en Hungría pero cruzan la frontera a diario para trabajar
en Austria, o sólo viven durante la semana laboral. ¿Y qué tipos de trabajos
hacen los inmigrantes húngaros en Austria? Pues los más precarios: cerca de
11.500 de estos inmigrantes trabajaban en la hostelería y cerca de 9.000 en la
restauración. El resto lo hacían como conductores de camión, auxiliares de
limpieza, obreros de la construcción, y en las industrias cárnicas y
gasolineras, donde se calculó que uno de cada tres empleados era húngaro. En
septiembre de 2018 el ministro de Finanzas húngaro, Mihály Varga, afirmó que
los húngaros, gracias a la política de Fidesz, finalmente volvían a su patria
después de años de trabajar en el extranjero. La realidad, en cambio, decía una
cosa muy diferente.
Hungría y Polonia son, como se sabe, dos de los referentes
de Vox, del que me gustaría ocuparme a continuación.
Primero resumiré algunas de sus propuestas económicas más
importantes, que coinciden con el patrón que grandes trazos he presentado. Son:
reducción de lo que llaman “gasto político”, con la eliminación de cargos y
organismos, la fusión de ayuntamientos y la eliminación del modelo autonómico;
derogación de cinco normativas por cada una promulgada (una medida copiada del
programa electoral de Donald Trump); tipo único (flat tax) sobre la renta del
20% hasta los 60 mil euros y del 30% por encima de esta cantidad; reducción del
impuesto de sociedades al 20%; beneficios fiscales para las familias numerosas;
eliminación del impuesto de sucesiones (que llaman, siguiendo al Partido
Republicano de los Estados Unidos, “impuesto sobre la muerte”); fomentar la
reindustrialización con esquemas de cooperación público-privados; priorizar la
contratación pública de empresas y trabajadores españoles; liberalización del
suelo edificable; y medidas de apoyo a los autónomos y parados de larga
duración como la eliminación de las cuotas para los autónomos si no perciben
una cantidad de ingresos y beneficios fiscales para las empresas que contraten
a parados de larga duración y mayores de 50 años.
De esta breve enumeración puede concluirse la escasa
originalidad y el neoconservadurismo del programa económico de Vox. Daniel
Rueda ha calificado en un artículo la construcción ideológica de Vox de
pastiche. Creo que es una buena definición. Vox ha ido tomando de aquí y de
allá componentes discursivos que han funcionado a partidos similares en otros
países o que pueden apelar a diferentes sectores de su electorado en función de
su generación o clase social, aunque parezcan estar fuera de lugar en la
realidad española.
Haría evidentemente falta un estudio detallado de su
discurso, pero podemos citar, de pasada, los siguientes: el trumpismo (desde el
eslogan ‘Hacer España grande otra vez’ hasta propuestas como la ya citada
derogación de cinco normativas por cada una promulgada); la alt-right
estadounidense, sobre todo en su uso de las redes sociales, vocabulario y
lugares comunes, y en su penetración ideológica en las comunidades digitales,
principalmente las formadas por hombres adolescentes; la nueva derecha europea,
en particular en sus textos más teóricos; el nacionalismo español, con su
revisionismo histórico y la defensa de un Estado unitario que aplaste al resto
de naciones que forman parte de él, así como la defensa de las manifestaciones
culturales que supuestamente lo caracterizan (como la tauromaquia); el
nacionalcatolicismo, con el anticomunismo visceral que conlleva; la “izquierda”
falangista representada por Ramiro Ledesma Ramos, a quien Santiago Abascal ha
citado en alguna ocasión, sin mencionarlo, y que toma cuerpo en la formación de
un pseudosindicato, Solidaridad, que copia su nombre del célebre sindicato
católico polaco; y así sucesivamente.
Rueda se apresuraba a añadir que cometeríamos un grave error
de subestimar esta mezcla ecléctica, por ridícula y precipitada que nos
parezca, porque ha demostrado con creces su efectividad: a día de hoy Vox sigue
siendo la tercera fuerza política en las encuestas, con un porcentaje de votos
bastante sólido, de entre el 12% y el 15%. Como dije en la presentación en
Barcelona del libro de Miguel Urbán sobre Vox, sin conciencia de clase –que se
crea a través de un tejido asociativo y de organizaciones en las que los
trabajadores participan y se sienten representados–, el voto obrero puede ser
movilizado con factores culturales, llamadas a la seguridad ciudadana y
promesas de mejoras laborales.
En las elecciones andaluzas de 2018 –las primeras donde
entraron en un parlamento, precedidas de muchas bromas por el anuncio electoral
en el que salía Abascal a caballo– el mismo Abascal habló de Vox no como “de un
partido de extrema derecha, sino de extrema necesidad”. Esta expresión la tomó
del fundador del Sindicato de Obreros del Campo (SOC), Diamantino García. En su
libro, Urbán también destacaba cómo más de la mitad de quienes siguen a Vox en
redes sociales tiene menos de 44 años, más de las tres cuartas partes no han
cumplido aún los 55 años y sólo un 12% son jubilados.
¿En qué se ha traducido todo esto? La mejor manera de buscar
una respuesta es comenzar por sus resultados por barrios. En las elecciones al
Congreso de los Diputados de 2019, Vox obtuvo buenos resultados en Barcelona en
los barrios de Pedralbes (12%) o Sant Gervasi-La Bonanova (8,7%), pero también
resultados destacables en Torre Baró (12,9%), Baró Viver (12%), Ciutat
Meridiana (10%), Besòs i el Maresme (9,7%), Les Roquetes (9,1%), Trinitat Nova
(9,7%), Verdun (8,2%), La Teixonera (7,9%) o el Carmel (7,5%).
En las elecciones al Parlament de Catalunya de este año los
resultados fueron bastante similares: 17% en Pedralbes, 12% en Sant Gervasi-La
Bonanova o un 9,5% en Sarrià, pero también un 17.7% en El Carmel, un 12,5% en
Trinitat Nova, un 12% en Ciutat Meridiana, un 11,8% en Canyelles o un 10,7% en
el Besòs, y, en general, resultados de entre el 5% y el 7% en el resto de
barrios de la periferia. Incluso si la suma de fuerzas de centro-izquierda e
izquierda en los barrios trabajadores arroja una mayoría clara, son porcentajes
que no pueden dejarse pasar por alto y que conviene abordar.
Acabo citando al mismo autor con el que he comenzado, Cas
Mudde, quien, en un artículo reciente, planteaba cómo la pandemia “ha mostrado
la importancia de la competencia, la experiencia y las cuestiones
socioeconómicas, como los sistemas públicos de salud y el Estado del
Bienestar”, y cómo eso mismo crea “una oportunidad para los partidos
progresistas, mucho de los cuales han estado marginados en un mundo político
dominado por cuestiones socioculturales, como la identidad y la seguridad”.
Para evitar que la nueva situación acabe siendo explotada
por el populismo ultraderechista o vuelva a manos de los socialdemócratas de la
“tercera vía” que son quienes en buena medida nos trajeron hasta aquí en un
primer momento, Mudde planteaba cuatro grandes ejes para una política de
transformación social que merece la pena tener en cuenta y que sirven, también,
para privar de oxígeno a la ultraderecha.
El primero, “repolitizar la política”, abandonar la política
“tecnocrática” y “pragmática”, y ofrecer planes de futuro realistas y
convincentes; el segundo, controlar la agenda política, y no que la agenda
política los controle a ellos, ni que sean los partidos de la ultraderecha y
derecha quienes marquen los temas y el marco del debate, normalmente sobre
cuestiones de identidad y seguridad; el tercero, redefinir Europa, en la línea
de lo que ha mostrado la pandemia: que la coordinación y cooperación
internacional más allá de las fronteras de la Unión Europea es clave para
resolver los retos del siglo XXI, una tarea que la opacidad con la que trabaja
la Comisión Europea dominada por una ‘gran coalición’ entre socialdemócratas y
conservadores no ayuda; y el cuarto, aceptar los cambios que vayan en la
dirección correcta, ni que sea tímidamente, para asegurar un futuro de mayor
justicia social para Europa, ya que, de lo contrario, los partidos progresistas
corren el riesgo de caer en la marginalidad.
Muchas gracias.
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