Centenares de personas celebran en las calles de Valparaiso
el resultado del referendum en Chile por la reforma de la Constitución.
REUTERS/Rodrigo Garrido
A mis alumnos siempre les digo que para comprender en
general la historia del siglo XX, para hacerse cargo de la relación entre
ciudadanía, democracia y capitalismo, para entender, en suma, las dificultades
a las que siempre se ha enfrentado el proyecto político de la Ilustración,
desde que la burguesía logró derrotarlo imponiendo su contrarrevolución
francesa en 1794, incluso para entender a Carl Schmitt y a Hannah Arendt, o
para que Habermas o Savater no te empujen a decir demasiadas tonterías, para
todo esto y más, conviene que vean La batalla de Chile, la famosa película de
Patricio Guzmán.
Este 25 de octubre, el pueblo chileno ha conquistado, por
fin, el derecho a romper con el legado de Pinochet. Han pasado casi 50 años
desde el golpe de Estado que, en 1973, acabó con la democracia chilena y con la
vida de su presidente Salvador Allende. Es verdad que, ya en 1990, Pinochet
había aceptado el resultado de las elecciones que él mismo se había visto
obligado a convocar, y había traspasado el poder a Patricio Aylwin, que sería
así, según nos dice la Wikipedia, el "primer presidente democráticamente
elegido" tras la dictadura. Así más o menos se le quiere recordar. La
verdad es que este señor, un senador demócrata cristiano, aplaudió, apoyó y
vitoreó el golpe de Estado de Pinochet. La verdad es que la democracia
cristiana había perdido las elecciones, porque las ganó Allende. Y no estaban
acostumbrados a eso. Esa gente trabajó sin descanso para dar cobertura a un
golpe de Estado militar que pusiera remedio a tan grave equivocación de los
votantes chilenos. Una vez corregido este desliz popular, una vez escarmentado
el electorado con miles de torturados, desaparecidos y represaliados, estos vampiros
que se autodenominaban cristianos, empezaron a tomar posiciones más
equidistantes, distanciándose hipócritamente de la dictadura y preparándose
para el futuro que finalmente llegó. En 1990 ganaron por fin las elecciones,
que habían perdido en 1970. Y encima, había que celebrarlo como la resurrección
de la democracia.
Esto es lo que, en otros sitios, he llamado "la ley de
hierro de la democracia en el siglo XX". No la descubrió Habermas, ni
tampoco Hannah Arendt, ni mucho menos Fernando Savater. La formuló al desnudo
Augusto Pinochet cuando, el17 de abril
de 1989, declaró que "estaba dispuesto a respetar el resultado de las
elecciones con tal de que no ganaran las izquierdas". Al contrario de lo
que dijo el editorial de El País al día siguiente, tales declaraciones no
tenían nada de "pintorescas". Era la lógica Aylwin, la lógica del que
finalmente ganó las elecciones, y la lógica general que presidió la democracia
durante todo el siglo XX: las izquierdas tuvieron derecho a presentarse a las
elecciones, pero no a ganarlas. Lo mismo que ocurrió en España en 1936. Aquí
tardamos 40 años en pagar el crimen de haber votado a la izquierda. Y luego
hemos cargado con las consecuencias. Tras 40 años de represión no se vuelve a
ser el mismo. En 1978 no se devolvió el poder a la República y al Frente
popular, sino que se convocaron elecciones y, naturalmente, las ganó la
centroderecha, como era de esperar tras cuatro décadas de escarmiento. Lo que
pasó en Chile. Tras década y media de torturas, el pueblo ya había sido
suficientemente aleccionado: ya no se podía devolver el poder a Allende y a la
Unidad Popular, se votó sobre un campo de cadáveres. Y ganaron, por supuesto,
los moderados, los mismos demócratas cristianos que habían alentado el golpe de
Estado cuando perdieron las elecciones en los años setenta. Jamás se hará un
mejor retrato de esta gente que el que hizo la Polla Records: "Hinchado
como un cerdo, podrido de dinero, ¡cómo hueles! / Hiciste nuestras casas al
lado de tus fábricas / Y nos vendes lo que nosotros mismos producimos / Eres
demócrata y cristiano, eres un gusano/ ¡Cristo, Cristo, qué discípulos!"
Esta "ley de hierro de la democracia", antes que
Pinochet, ya la había formulado el gran jurista del siglo XX Carl Schmitt, que
era un nazi, pero que no tenía un pelo de tonto y, además, precisamente porque
era un nazi, no tenía muchas ganas de disimular y de mentir, como no han parado
de hacer nuestros apologetas de la democracia y el Estado de derecho (siempre
que no ganen las izquierdas, por supuesto). Lo dijo en 1923: "Seguro que
hoy ya no existen muchas personas dispuestas a prescindir de las antiguas
libertades liberales, y en especial de la libertad de expresión y de prensa.
Pero seguro que tampoco quedarán muchas en el continente europeo que crean que
se vayan a mantener tales libertades allí donde puedan poner en peligro a los
dueños del poder real." Estaba hablando del parlamentarismo. ¿Quién va a
estar en contra del parlamentarismo? Seguro que nadie… ¿pero habrá alguien tan
ingenuo de pensar que las libertades parlamentarias se van a mantener si algún
día osan legislar contra "los dueños del poder real", contra los
poderes económicos, en definitiva? Ah, claro que sí, el 90% de nuestros
intelectuales funcionan así, con esa insensata ingenuidad oportunista. Mientras
no ganen las izquierdas (o mientras las izquierdas no estén dispuestas a tocar
los intereses de los que detentan el poder económico), da gusto declararse
progresista y de izquierdas. Si ganan las izquierdas, no tanto, porque entonces
te torturan, te matan y te desaparecen.
Esta es la terrible realidad del siglo XX. Así fue todo el
rato. Nos lo había advertido un nazi: la democracia se tolera con tal de que no
sirva para nada, si no… se acabó lo que se daba. Y nos lo confirmó ese gran
filósofo político que fue Augusto Pinochet: los comunistas tenían derecho a
presentarse a las elecciones, pero si las ganaban, así lo expresó con todas sus
letras, "¡se acabó la democracia!". Y lo más divertido es que luego
no ha parado de repetirse que los socialistas y los comunistas nunca hemos
tenido respeto por la democracia. Que allí donde hemos gobernado nunca hemos
sido democráticos.Que el
"socialismo real" nunca fue democrático. Pues sí, eso es cierto, sólo
que se podría haber añadido: cuando el socialismo intentó ser democrático, cada
vez que intentó llegar al poder mediante unas elecciones, cada vez que intentó
conservar todas las garantías constitucionales y trabajar parlamentariamente
por el socialismo, siempre vino a ocurrir lo mismo: que un golpe militar acabó
con la democracia, el parlamentarismo, la división de poderes y la libertad de
expresión. Estos son los límites de la democracia bajo condiciones
capitalistas, un paréntesis entre dos golpes de Estado, en el que ganan las
derechas (o las izquierdas de derechas).
Hubo una inmensa excepción que confirma la regla. Lo que
ocurrió en Europa tras la segunda guerra mundial, lo que se ha venido en llamar
"el espítitu del 45" (por recordar la excelente película de Ken
Loach). En realidad, la guerra había sido gestionada de forma socialista. Y si
el socialismo había permitido ganar la guerra, podía también ganar la paz. Y
así pareció que podía ser durante algunas décadas, hasta que, a partir de 1979,
Reagan y Thatcher acabaron con ello. El Estado del Bienestar europeo fue, sin
duda, un experimento socialista de primer orden. Fue la demostración fáctica
innegable de que el socialismo es mucho más compatible con la democracia y el
Estado de derecho que el capitalismo y el libre mercado. Hasta que lo asesinaron,
el primer ministro de Suecia Olof Palme no dejó de luchar por un modelo
económico que hoy en día sería considerado muy a la extrema izquierda del de
Unidas Podemos. Un modelo que estaba resultando más exitoso cuanto más se lo
radicalizaba.
Pero este éxito no es una excepción a la citada ley de
hierro del siglo XX. Es más bien su confirmación a escala más amplia. Para
comprobarlo, hay que comenzar por desmentir algunas leyendas. Para empezar, la
de que Hitler ganó las elecciones en 1933. No, Hitler nunca ganó las
elecciones, como tantas veces se pretende cuando quiere alertarse de los
peligros de que ganen las izquierdas. Me limito a citar un espléndido artículo
que Andrés Piqueras publicó en este mismo periódico hace ya años: "Hitler
fue aupado políticamente y en enero de 1933 nombrado a dedo canciller por la
gran industria y Banca alemana (los Bayer, Basch, Hoechst, Haniel, Siemens,
AEG, Krupp, Thyssen, Kirdoff, Schröder, la IG Farben o el Commerzbank, entre
otros), utilizando para ello la figura del presidente de la República,
Hindenburg. Apenas un mes después el nuevo canciller provocó el incendio del
Reichstag y acusó a los comunistas de haberlo hecho para conseguir que se
dictara el estado de excepción, a partir del cual desató una fulminante represión
contra las organizaciones de los trabajadores, cuyos partidos políticos juntos
(KPD -comunistas- y SPD –socialistas-) le habían superado con creces (unos 13
millones de votos contra 11 y medio). Ilegalizó al KPD y prohibió toda la
prensa y la propaganda del SPD. Después, el 6 de marzo, convocó unas elecciones
y entonces ya sí, claro, las ganó". Luego, se autoproclamó Jefe del
Estado.En resumen: cuando "los
dueños del poder real" vieron que podían perder las elecciones, decidieron
recurrir a los nazis, para que les quitaran de encima a esos
"comunistas". Y provocaron una guerra mundial, durante la cual,
aprovecharon para exterminarlos en campos de concentración, junto a los judíos
y a los gitanos.
La otra leyenda que conviene desenmascarar es la de que
fueron los aliados comandados por EEUU los que ganaron la segunda guerra
mundial. No, ocurre que fueron precisamente los comunistas los que la ganaron
en toda Europa. Tanto por el avance de las tropas soviéticas, como por la
resistencia interna, que en casi todos los países fue protagonizada por los
comunistas. Fueron los comunistas los que salvaron la democracia contra los
nazis. Se entiende así que, al acabar la segunda guerra mundial, estaban en muy
buenas condiciones para negociar una paz acorde, como hemos dicho, con el
"espíritu del 45", que era contundentemente socialista.
De modo que el socialismo, el de verdad, no el que tenemos
ahora, dio muy buenos resultados democráticos cuando pudo sostenerse sin
guerras ni golpes de Estado. Esta es la tercera leyenda que hay que desmentir,
la de que el socialismo "real" siempre ha sido incompatible con la
democracia. En la fórmula "socialismo real" no sólo habría que
incluir a los países que, como Cuba, lograron defender el socialismo por la
fuerza de las armas, sino a los países que, como Chile, lo intentaron por la
fuerza de la democracia y fueron castigados por ello acabando con la
democracia. Hay varias decenas de casos en el siglo XX que son ejemplos de
ello, sin ir más lejos, España en 1936.
Así pues, la historia de Chile puede muy bien instruirnos
para sopesar los pilares sobre los que se asienta nuestro propio sistema
democrático, y alentarnos a hacer una pregunta crucial: ¿realmente hemos
logrado constitucionalizar, es decir, someter a legislación, a los "dueños
del poder real", es decir, a los poderes económicos que serían capaces de
suspender el orden constitucional y acabar con la democracia si se vieran
amenazados por el Parlamento? Muy al contrario, les hemos dado carta blanca
introduciendo en nuestra Constitución el artículo 135. Ahora, los golpes de
Estado financieros ya no necesitan de los tanques, como dijo Yanis Varoufakis,
cuando en 2015 se le forzó a dimitir como ministro de economía. Una historia
parecida a la que ocurrió en Alemania en 1990, cuando una insensatez de los
votantes había logrado que nombraran ministro de hacienda a Oskar Lafontaine,
una inmensa victoria para la izquierda. El sueño no duró ni un mes. El
presidente de la Mercedes Benz amenazó con trasladar toda su producción a los
EEUU si no se le destituía de ipso facto y en seguida quedó claro quiénes eran
"los dueños del poder real". Como decía Carl Schmitt, el nazi, el
poder no lo detenta quien lo ejerce, sino quien te puede cesar por ejercerlo.
Si las democracias europeas no logran encontrar la vía para
constitucionalizar la vida económica, nuestros parlamentos estarán siempre
secuestrados y amenazados. Continuaremos viviendo en un nuevo Antiguo Régimen,
sometidos al arbitrio de corporaciones privadas, verdaderos poderes feudales,
capaces de anonadar cualquier espacio público, a los que la vida parlamentaria
no se atreverá a enfrentarse jamás. Una situación premoderna y preilustrada,
que indica todo lo contrario de lo que se proclama como soberanía popular. La
democracia continuará siendo un paréntesis entre dos golpes de Estado.
Vamos a ver , eso de criticar la mon-arquía por que le suban el sueldo500 millonesno es deser agradecidos , la mon -arquía en nuestra divina Providencia , que nos otorgó la democracia pordivina gracia en la que vivimos,y con enormesacrificio porEspaña , véaseel supremo esfuerzo en cama del rey emérito por ejemplo , teniendo que mantener a tantas amantes y sacar a pasear a laMarca España yalIBEX 35 y encima tener que aceptar regalos , que siyate , que si uno o dosMaseratise incluso tener que comprar una maquinita para contar billetes y tenerque llevaro pagar el trasportea paraísos fiscales fuerade España. ¡Qué sacrificio ¡!¿Y como se ibaa pagar su retiro actual en elGolfo? , sinole suben el sueldo el 7% con IVA y el de su mujer y sus hijas y sus nietos ..Y ya es el colmo encima que tenga que aguantar las críticasde desagradecidos.. que ni gritan, ¡ Viva el Rey ¡!..con lo mucho que se ha entregado años y añospor todos nosotros .. y con la gracia que lo hacíay lo campechano que era .
Tres mujeres, una sarta de mentiras y la destrucción de
Libia
Por Dr. Mustafa Fetouri
Fuentes: Middle East Monitor [Foto: la entonces Secretaria
de Estado estadounidense Hillary Rodham Clinton (D) habla con Susan Rice (I),
entonces embajadora de Estados Unidos ante la ONU. Michael Nagle/Getty Images
North America)] .Foto del texto original
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales
Bastos
Hillary Clinton, Susan Rice y Samantha Power fueron las tres
principales defensoras de la guerra contra Libia en 2001 que provocó desde
entonces la caída libre de esta nación norteafricana. En febrero de 2011 hubo
manifestaciones en algunas ciudades libias contra el gobierno del difunto
Muammar Gadafi en lo que se conocería como la “Primavera Árabe” que se extendió
por la zona. Sin embargo, la prometida primavera de Libia se convirtió en un
otoño destructivo durante el cual Gadafi fue asesinado el 20 de octubre de 2011
y Liba quedó sumida en el caos por cortesía de las tres mujeres.
La Secretaria de Estado Hillary Clinton desplegó todo cuanto
disponía el Departamento de Estado para emprender la guerra pasando por encima
tanto del Pentágono como de los servicios de inteligencia estadounidenses. Los
altos cargos del Pentágono y el legislador demócrata Dennis Kucinich desconfiaban
tanto de Hillary Clinton que incluso abrieron un canal oculto de comunicación
con el gobierno de Gadafi para tratar de detener esa innecesaria guerra contra
Libia. Sin embargo, Hillary Clinton gozaba de la confianza de Barak Obama y le
estaba llenando de historias infundadas sobre el conflicto en Libia para
convencerle de que autorizara la actuación del ejército estadounidense. En un
momento dado el presidente Obama hizo que cualquier persona que quisiera hablar
sobre Libia acudiera a Hillary Clinton.
En su campaña a favor de la guerra y el cambio de régimen
Hillary Clinton utilizó primero todos los medios de los que disponía en su
condición de Secretaria de Estado para que otros aliados de Estados Unidos
apoyaran la intervención con el pretexto de “proteger a los civiles y las zonas
habitadas por civiles” de Libia que supuestamente estaban bajo el asedio del
gobierno. Encargó a Susan Rice, la representante permanente de Estados Unidos
en el Consejo de Seguridad de la ONU, que hiciera campaña para asegurarse los
votos necesarios en el Consejo y garantizar la aprobación de la Resolución 1973
que autorizaba vagamente el uso de la fuerza. El Consejo de Seguridad aprobó la
Resolución con diez votos a favor y cinco abstenciones, incluidos los de Rusia y
China. Al mismo tiempo, Samantha Power, que ostentaba un alto cargo en el
equipo de seguridad del gobierno de Obama, se ocupó de vender la guerra dentro
del gobierno como una “intervención humanitaria” .
Para Hillary Clinton, que había fracasado en casi todos los
trabajos que había desempeñado, promover la guerra contra Libia en 2011
significaba utilizar sus habilidades no sólo como la diplomática de más alto
rango de Estados Unidos, sino también como mentirosa prolífica. Mintió al menos
dos veces, al pueblo y a los legisladores estadounidenses, simplemente al
falsear cuál era la situación sobre el terreno en Libia en aquel momento y al
afirmar que el cambio de régimen en Libia no era desde un principio el
verdadero objetivo de la intervención militar. Incluso después de que la OTAN
empezara a bombardear, cerró la puerta a cualquier mediación o a que el
gobierno libio explicara su posición.
Tres años más tarde Hillary Clinton siguió tergiversando lo
ocurrido en Libia, incluso cuando ya no era Secretaria de Estado. En sus
memorias Hard Choices, [Elecciones difíciles] publicadas en 2014, Hillary
Clinton omitió el papel que había desempañado la OTAN en el cambio de régimen
al afirmar que los rebeldes libios habían tomado Tripoli “para finales del
verano de 2011”, sin mencionar la intervención de la OTAN. En aquel momento de
la guerra en Libia los bombardeos de la OTAN sobre este país se había expandido
de forma generalizada, más allá de la misión declarada de “proteger a los
civiles” como exigía la Resolución de la ONU. El cambio de régimen se convirtió
en el objetivo final. El propio presidente Obama mintió o fue engañado por su
propia Secretaria de Estado para que mintiera. En el discurso sobre Libia
pronunciado el 23 de marzo Obama afirmó que la tarea que se había asignado al
ejército estadounidense era la de “proteger al pueblo libio de un peligro
inmediato” estableciendo una zona de exclusión aérea, que no pretendía ampliar
esa misión e incluir el “cambio de régimen” puesto que, según Obama, sería un
“error”.
Foto: El Secretario de Estado John Kerry habla con la
embaladora estadounidense ante la ONU Samantha Power en una reunión del Consejo
de Seguridad sobre antiterrorismo en la sede de la ONU el 30 de septiembre de
2015 en la ciudad de Nueva York. [Spencer Platt/Getty Images]. Foto del texto original .
Susan Rice, la diplomática estadounidense en la ONU, trató
de matizar las mentiras de Clinton en el Consejo de Seguridad pronosticando una
masacre en el este de Libia. El caso es que el gobierno libio estaba
respondiendo en aquel momento a la rebelión armada como habría hecho cualquier
gobierno. Ni siquiera a día de hoy existen pruebas que apoyen la afirmación de
que Gadafi estaba planeando, y mucho menos ejecutando, masacre alguna en
ninguna parte de Libia.
La mayoría de los libios todavía recuerdan a Susan Rice, una
vez que el Consejo de Seguridad adoptó la Resolución 1973, abrazando al
representante de Libia, que había desertado previamente. Esta escena, en la que
se ve a un lloroso Abdurrahman Shalgham abrazar a una Rice de aspecto sombrío,
se convirtió en objeto de sarcasmo y ridículo. Algunos partidarios de Gadafi
incluso la interpretaron como una prueba más de la “conspiración” contra Libia.
Cuando Samantha Power vendió la guerra entre las filas del
gobierno Obama, utilizó la baza de la historia para el presidente Obama tuviera
miedo de no actuar y fracasar. Exageró lo que estaba ocurriendo en Libia e
incluso lo comparó con el genocidio de Ruanda de 1994 en que fueron asesinadas
casi un millón de personas. El objetivo de mencionar la experiencia de Ruanda
era provocar la más firme reacción en Obama, un demócrata, lo mismo que Bil
Clinton, bajo cuya mirada se llevó acabo la masacre de Ruanda. El mundo
descubrió más tarde que Bill Clinton sabía lo que estaba ocurriendo en Ruanda,
pero eligió ignorarlo. Al parecer, lo que quería Samantha Power al comparar
Libia con Ruanda era advertir a Obama de que no ignorara Libia y fuera acusado
de mentir, algo que de todos modos hizo en el caso de Libia.
Cinco años después, en 2016, Obama admitió en una entrevista
que intervenir en Libia había sido su “peor” error y culpó a los británicos y a
los franceses en vez de a sus propios asesores. Nunca se ha pedido a ninguna de
sus tres asesoras que asumiera responsabilidades y respondiera a graves
acusaciones por el fiasco de Libia. En vez de ello Samantha Power fue nombrada
posteriormente embajadora de Estados Unidos ante la ONU antes de incorporarse a
una de las principales universidades estadounidense, nada menos que Harvard.
Susan Rice es investigadora en la American University de Washington, mientras
que Hillary Clinton aspiró a la presidencia de Estados Unidos y perdió frente a
Donald Trump en 2016.
Mustafa Fetouri es un académico libio y periodista
independiente. Ha sido galardonado con el premio Libertad de Prensa de la Unión
Europea.
Reino de España: a toro pasado, el fracaso de la moción de
censura
Gustavo Buster Daniel Raventós Miguel Salas
A toro pasado, decían los clásicos, todos los análisis aciertan. En el caso de la moción de censura de Vox (1 y 2), el partido de la ultraderecha española, el resultado no puede ser más evidente: el fracaso más absoluto, el ridículo de su portavoz Abascal, la fractura parlamentaria del “trifachito” de la Plaza de Colón y la consolidación del bloque mayoritario que apoyó la formación del Gobierno de Coalición Progresista (GCP) en el momento decisivo del debate de los presupuestos del 2021.
Un pulso por la hegemonía de una derecha radicalizada
¿Por qué presentó entonces Vox su moción de censura? Más allá de la teleología de su fracaso, la respuesta a esta pregunta puede recomponer el espejo roto de la situación política en el Reino de España. La estrategia de Vox, como la del resto del arco parlamentario, comienza por una interpretación de las encuestas y, en su caso, de las de GAD-3, como ha recordado Mariano Guindal. La consultora de Michavila viene apuntando desde el mes de abril dos importantes tendencias: un aumento del doble de los encuestados (47,8%) que consideran que la gestión del Covid-19 es mala, cuando no peor; y una caída importante en las expectativas de escaños, en caso de elecciones, del PP (menos 18), frente a una subida paralela de Vox de 13 escaños. Vox creía saber donde pisaba. El 44% de lo votantes del PP quería que su partido apoyase la moción de censura de Vox. Y el 43% que se abstuviese.
Aunque la encuesta del CIS de septiembre no avala la fuerza de la tendencia de intercambio de votos entre la derecha extrema del PP y la extrema derecha de Vox, sí la recoge de manera más matizada, añadiendo la recuperación paulatina de Ciudadanos tras el cambio de orientación de Arrimadas alejándose del “trifachito”.
Mientras que la hegemonía del PSOE de Pedro Sánchez se ha ido consolidando sobre el conjunto de las fuerzas políticas -con una distancia creciente sobre el PP que ya suma 12 puntos y de más de 19 puntos sobre Unidas Podemos-, lo que estaba en liza en la moción de censura era la hegemonía de la derecha radicalizada y la correlación de fuerzas interna en el bloque que constituye frente al GCP. Si era evidente al comienzo, se hizo patente en el debate y acabó en “mascletá” fallera con el demoledor discurso de Casado contra un Abascal ya abatido y el descalificativo voto negativo del PP. Vox solo pudo recoger los 52 votos de sus escaños como tercera fuerza parlamentaria.
Pero es muy probable, como señaló Pablo Iglesias en su intervención, que el distanciamiento de Casado de Vox haya llegado tarde y que no existan fronteras entre sus electorados, como defiende la defenestrada portavoz del PP, Cayetana Álvarez de Toledo, en una situación de radicalización del conjunto de los votantes de la derecha por el efecto devastador sobre las llamadas clases medias de la crisis del Covid-19. En este caso es el CIS el que recoge que el 79% de los encuestados consideran que la situación económica es mala o muy mala. Y ello ha agravado la tensión social en una competencia por el acceso a los subsidios públicos en los que una débil y precaria pequeña burguesía sustenta su status de clase a través de un acceso privilegiado a la educación (1)y la sanidad concertadas, frente a la pública. Esa es la base material que sustenta las “guerras culturales” que han ido acentuando la enorme polarización política en medio de la crisis estructural del Régimen del 78 y alienta a Vox como movimiento político-social. Y lo que sin duda explica la referencia de Iñigo Errejón al análisis del fascismo en los años 1930 de Joaquín Maurín. Al fin y al cabo Vox tiene una cierta base social, pero es especialmente fuerte en la gran cantidad de franquistas que siguen medrando en las instituciones: poder judicial, aparatos policiales, ejército, iglesia católica -que sigue gozando de privilegios incluso mayores que con el régimen franquista aunque pueda parecer inverosímil- y, por supuesto, la misma monarquía.
Una cierta conciencia del peligro que representa Vox estuvo presente en las intervenciones de los partidos de izquierdas. La réplica de Pedro Sánchez, concentrada en los seis puntos del documento de solicitud de la moción de censura de Vox, fue demoledora. Las intervenciones de las diputadas de Unidas Podemos una barrera feminista contra la avalancha reaccionaria contra sus derechos en la crisis del Covid-19. Los sarcasmos del portavoz de ERC, Gabriel Rufián, desplumaron el pollo franquista que representa la unidad impuesta de la monarquía española.
El PP como partido alfa de la derecha extrema
Pero el mérito de la ridiculización del personaje correspondió al portavoz del PP, Casado, rozando la venganza personal por poner en cuestión su liderazgo en el conjunto de la derecha. Se trataba mucho más de este liderazgo que de diferencias de fondo: el franquismo de buena parte del PP está fuera de toda duda incluso para el más despistado. Viniendo de Casado, sus efectos fueron devastadores en Abascal y las filas de Vox. Que el candidato al gobierno -y cada vez se hacía más insostenible esa denominación repetida una y otra vez cada vez que volvía a la tribuna para las réplicas- confesara estar “desconcertado” por la intervención llena de desprecio de Casado fue seguido por la humillación de asegurar el apoyo “por responsabilidad” de Vox a los gobiernos autonómicos del PP y Ciudadanos.
Su electorado, sobre todo en Madrid y Andalucía, no lo entendería de otra manera. De la misma forma que reconoce a Vox un papel destacado en las protestas callejeras de los barrios de clase media y las caravanas de coches con banderas españolas que circulan como una provocación por los barrios populares, sigue identificándose con la representación institucional del PP que hoy encarna la presidenta de Madrid Isabel Díaz Ayuso en su insumisión frente al GCP. La consolidación de Casado como líder de la oposición se hace por la derecha extrema, no en un giro hacia el centro. Es importante esta cuestión porque desde ciertos medios de comunicación se presenta como un giro al centro y no lo es. Desde las izquierdas no hay que bajar la guardia ni tranquilizarse, al contrario, debe perseverar en su denuncia y en la movilización contra la extrema derecha y contra esa derecha extrema que representa Casado y sus políticas antidemocráticas y antisociales.
Dos maniobras políticas nos lo recuerdan estos días. Por un lado, su pertinaz bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), a pesar de los enormes costes en términos de legalidad y legitimidad que ello supone para el Régimen del 78, como ha vuelto a señalar Javier Pérez Royo. Por otro, su obstina actuación como el “Partido Holandés”, acudiendo a la Comisión europea para condicionar y bloquear las ayudas acordadas para el Plan de Reconstrucción, alegando la pretensión del GCP de violar el estado de derecho con su proyecto de reforma del sistema de designación de los miembros del CGPJ.
El bloqueo de la renovación largamente aplazada del CGPJ es un reflejo directo de la crisis del bipartidismo dinástico del Régimen del 78. El PP de Casado exige para acometerla una vuelta a los “pactos de estado” PSOE-PP, excluyendo de la negociación a Unidas Podemos, imponiendo su veto en la gestión de los pilares institucionales de la segunda restauración borbónica. Todo ello en medio de los escándalos en los que esta envuelto el poder judicial en su actuación frente a los casos corrupción del PP, la pirámide de causas contra Villarejo y las cloacas del estado, y las decisiones sobre la represión judicial contra el independentismo catalán., que tras el mencionado juicio y la absolución de Trapero y Soler, claman al cielo.
En pleno debate parlamentario de la moción de censura se conoció la sentencia que absolvía a Trapero, Soler, Puig y Laplana de los delitos que eran acusados por la fiscalía por su intervención en el referéndum catalán por la autodeterminación del 1 de octubre de 2017. Una sentencia con 20 folios de hecho probados y 70 de fundamentos jurídicos. La tesis de la Guardia Civil queda contestada completamente. La sentencia es una carga de profundidad contra la actuación represiva de la Policía Nacional y la Guardia Civil el mencionado 1-O. Al parecer de Gonzalo Boye: “Obviamente, la absolución de Trapero, Laplana, Soler y Puig no producirá consecuencias inmediatas en los condenados [independentistas]; afirmar lo contrario sería engañar, pero sí las está produciendo desde ya en relación con la construcción judicial montada para reprimir a los independentistas, y eso ya es muy positivo.” Y más adelante: “El 1-O no fue una conjunción de delitos, sino un amplio, masivo y colectivo ejercicio democrático, que sólo quienes viven anclados en un pasado, del que hay que desprenderse cuanto antes, pueden concebir como criminal, y esto ya no sólo lo ven en Europa. Seguramente esta es la aportación más importante de una sentencia que, como digo, es justa, no por las absoluciones, que también, sino porque respeta los derechos fundamentales y los principios democráticos básicos.”
El proyecto de reforma de la Ley orgánica del Poder Judicial del GCP abre la vía para una solución institucional a la crisis constitucional forzada por el bloqueo del PP, al reducir en segunda vuelta la mayoría cualificada de tres quintos a una mayoría simple la designación de los miembros del CGPJ. Pero supone una ruptura con el bipartidismo PSOE-PP que ha sostenido durante décadas el “pacto de estado” de reparto del poder judicial. De ahí la exigencia del PP de excluir de la negociación a Unidas Podemos, en un paralelismo de su voto negativo a Vox en la moción de censura. Que el PSOE haya aparcado el proyecto de reforma, como una concesión tras la decisión de voto de Casado puede contentar a sectores del PSOE como los que están detrás del editorial de El País de 15 de octubre, pero envía un mensaje sobre los límites del Régimen del 78 que no está dispuesto a traspasar. Unos límites que, como en el caso de la Monarquía, son los de la hegemonía social de las clases dominantes.
La UE y los presupuestos
Más allá de la gestión de la crisis del Régimen del 78, la cuestión central de este inicio de curso político sigue siendo el presupuesto de 2021. La propuesta de techo de gasto del GCP de 196.000 millones de euros, casi un 50% más, con una caída del PIB del 11,2%, supone un cuadro macroeconómico inédito, que solo es sostenible e imaginable gracias a la inyección de los 27.400 millones de euros de subvenciones anunciadas por el Consejo europeo para 2021 y, posteriormente para 2022 y 2023.
Los problemas de gestión administrativa de casi dos puntos del PIB, centralizada en una oficina de Moncloa presidida por el Presidente de Gobierno Sánchez abren más de una duda. La administración europea no ha sido capaz de administrar mas que 1 de cada 3 euros de los paquetes de las ayudas europeas. Y, en las condiciones del Covid-19 y la situación de las administraciones autonómicas y locales, es difícil que pueda hacer frente a un volumen de gestión de estas dimensiones, cuando la mera tramitación del 10% del Ingreso Mínimo Vital ha bloqueado el sistema y lo ha convertido en un esperpento respecto a las previsiones que hicieron sus apologistas más encendidos. Se trata de uno de los subsidios condicionados para pobres con unos resultados cinco meses después de su instauración menos eficaces, como cada vez se reconoce desde los más diversos ámbitos políticos y sociales. Una vez más, la crisis del Régimen del 78, en este caso concretada en la aplazada modernización de las administraciones, se convierte en un obstáculo.
En estas circunstancias, no resulta tan complicado comprender la posición del GCP de no recurrir a los 70.000 millones de euros previstos de créditos europeos. Desde sus inicios, esta partida de las ayudas para la reconstrucción despertó recelos entre los estados miembros del sur europeo, en especial Italia, Portugal y el Reino de España. Se objetaban las condiciones y el mecanismo de vigilancia que querían imponer acreedores como Países Bajos, más allá de los establecidos por el Pacto Fiscal europeo. Este, a pesar de la moratoria hasta 2023 de los techos de déficit por el carácter excepcional de la crisis del Covid-19, conviene recordar que sigue estableciendo un marco de medidas neoliberales de estabilización económica, aplicables también en el caso de las subvenciones europeas no retornables.
Lo que parece evidente a estas alturas, con nuevos retrasos del ciclo de aprobación presupuestaria, es que el GCP cuenta con la mayoría parlamentaria de la moción de confianza para la aprobación de los presupuestos. A ella se ha sumado la derecha social -y ha sido evidente en las posiciones alrededor de la moción de censura- , activamente implicada en el diálogo social que dirige la ministra de trabajo Yolanda Díaz. Un “diálogo social” que ha frenado el desplome empresarial y el paro por la crisis a través de la extensión de los ERTES pero también trasladando al presupuesto y a la deuda pública la supervivencia de un gran número de “empresas zombies”. Esa presión sobre el Boletín Oficial del Estado de una buena parte del sector empresarial espera sus compensaciones en el proceso de reestructuración y transición a una economía verde sostenible, con la amenaza de un rápido crecimiento del paro. Se traslada así al debate mismo del presupuesto y de la gestión de las ayudas europeas el modelo económico que consolidar, no mediante la competencia descarnada del mercado sino mediante el pacto de las políticas industriales. El “diálogo social”, término que encubre esta encarnizada dinámica, debe al menos asegurar la capacidad de representación colectiva de los sindicatos y su capacidad de presión autónoma en defensa de los intereses de los trabajadores y los pensionistas. El carácter “progresista” del gobierno PSOE-UP depende en última instancia de ello y de la derogación urgente en la práctica de los efectos de la contra-reforma laboral del PP.
Quedan aun muchas interrogantes por despejar. El viernes 23 de octubre se ha cerrado el informe sobre las pensiones del Pacto de Toledo, tras cuatro años de reuniones y está por ver su recorrido, sobre todo cara a las exigencias de la Comisión europea. Las elecciones autonómicas catalanas del 14 de febrero, que deben tener lugar después de la aprobación del presupuesto, volverán a situar al GCP ante el mayor desafío de la crisis constitucional, que es el movimiento soberanista catalán. Y por encima de todos ellos, la gestión de la pandemia del Covid-19, después de la convocatoria este mismo domingo 25 de un Consejo de Ministros extraordinario para establecer el estado de alarma, con la oposición de las comunidades autonómicas gobernadas por el PP y Ciudadanos con el apoyo de Vox.
Seguimos estando muy lejos de la estabilidad política que reclaman las clases dominantes, pero igualmente de articular una alternativa republicana y socialista en defensa de los intereses de la mayoría. La movilización social es la base para darle empuje. A pesar de las dificultades debidas a la pandemia son muchas las movilizaciones que salen a la calle: todo el sector sanitario exigiendo inversiones en la sanidad pública y mejora de sus condiciones laborales; los de Alcoa y muchas otras empresas defendiendo el empleo y el futuro de sus empresas; las mareas de pensionistas que siguen ocupando las plazas públicas para defender las pensiones; más de 9.000 organizaciones pidiendo al gobierno que regule los alquileres; los universitarios defendiendo la universidad y la investigación pública…
Nota (1).-No se puede obviar lo siguiente que es la bendición judicial para la expansión de la concertada: la
Iglesia logra el blindaje del dinero público para sus colegios. Dos fallos del Supremo, con el juez vinculado al Opus José
Luis Requero como ponente, rechazan un recorte de conciertos de la Generalitat
valenciana .El Tribunal Supremo rechaza la revocación de conciertos para
enseñanzas no obligatorias, aunque el Govern pueda cubrir las necesidades con
la red pública Los fallos se suman a
otro del Constitucional, con el apoyo de otro juez de la Obra, que avaló la
financiación pública a los centros que segregan por sexos.
'Kitchen', la supuesta investigación policial para robar
documentos a Bárcenas en la que casi nada es lo que parece
El día 30 declara ante el juez el exministro Jorge Fernández
Díaz y un día antes lo hará su exsecretario de Estado de Seguridad, Francisco Martínez
Vázquez. La supuesta operación policial para localizar documentación
incriminatoria para el PP en poder de Luis Bárcenas esconde una trama de la
cúpula policial dependiente de ambos mandos para beneficiarse de los fondos
reservados y seguir funcionando con impunidad
En defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo (Madrid, Siglo XXI) es una de las novedades editoriales de esta primavera, obra de Francisco Erice (Colombres, Asturies, 1955) profesor de Historia de Contemporánea de la Universidad de Oviedo/Uviéu.
No se trata, como su propio nombre indica, de un trabajo histórico al uso ya que aborda la crítica al posmodernismo desde una perspectiva global, filosófica y política, aunque sobre todo, desde una intencionalidad de combates por la Historia… Marxista.
Y es que si algo caracteriza a este texto es la reivindicación de la vigencia del marxismo y su método de análisis como forma de hacer historia y de entender el mundo frente a las proyecciones posmodernas.
Esta conjugación de crítica hacia la posmodernidad con la defensa del materialismo histórico da como resultado un libro tan interesante como polémico que a buen seguro levantará ampollas y suscitará reacciones contrapuestas, porque sus posicionamientos y argumentaciones tienen la cualidad de no dejar indiferente a ningún lector que se sumerja en su densa narración.
¿Qué es lo que te ha llevado a embarcarte en este trabajo? ¿Cuál es la motivación origen del libro y su necesidad? ¿Qué vacío viene a llenar?
Pensar que se trate de un libro “necesario” o que “llene” algún vacío me parece pretencioso. Me conformo con que resulte útil y estimule el debate. Lo cierto es que comparte argumentos con otros libros que, en los últimos años, han cuestionado las tesis posmodernas y reivindicado la recuperación de un marxismo abierto y no dogmático; en este caso, se aplican especialmente a la Historia. El origen fueron unas Jornadas organizadas por la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM), en las que participé con algunas reflexiones que ahora se profundizan. El estímulo que acabó de dar forma al texto era doble: reaccionar frente a planteamientos posmodernos que constituyen un verdadero “asalto a la razón” y alertar sobre la difusión acrítica de estas ideas entre cierta izquierda política y social.
En defensa de la razón…, no es exactamente un libro de historia, aunque se hable mucho sobre historia y sobre los historiadores, tiene además cierto tono de ensayo. Esto no es lo más común entre los historiadores…
Es un ensayo porque carece de la profundidad y sistematicidad que requeriría un “tratado” sobre temas tan arduos, diversos y complejos como los que en él se abordan, y además porque no se plantea como objetivo -lo cual sería nuevamente pecar de pretencioso- cerrar ningún debate, sino contribuir a abrirlo con actitud humilde, pero a la vez deliberadamente polémica.
Haces una crítica muy dura al posmodernismo ya desde la primera página ¿Es acaso una respuesta a la forma en la que el propio posmodernismo ejerce sus críticas?
En general los posmodernos suelen envolver sus críticas en tono petulante, haciendo gala además de un afán de originalidad que suele desembocar infelizmente en el “descubrimiento de mediterráneos” o en una distorsión efectista y sofisticada de la realidad. Todo ello con un lenguaje deliberadamente oscuro, casi de secta, que a veces envuelve contenidos bastante más inocuos o superficiales de lo que aparenta. No sé si mi crítica es dura, pero no lo es menos que otras. Además, no es del todo original. En todo caso nunca niega de manera absoluta la utilidad de algunas ideas que estos pensadores pueden aportar, sino su carácter de alternativa superadora del pensamiento de los que ellos laman “la modernidad”.
Una cuestión que resulta muy llamativa es la crítica que realizas a Foucault por su ambigüedad y falta de método. Generalmente a Foucault se le tiene como todo un referente intelectual que traspasa los límites de la posmodernidad
El tratamiento de Foucault es mucho mas matizado y a la vez más amplio que el que se hace de todos los pensadores posmodernos que aparecen en el libro, porque me parece indudable que el intelectual francés sí ha aportado desarrollos interesantes para los historiadores, quizás más sugerentes que rigurosos. Por eso la crítica incluye esos matices positivos (cosa que apenas aparece por ejemplo en Derrida, Deleuze o Laclau). En todo caso, su falta de sistema propio, la variabilidad de sus posiciones teóricas y coqueteos intelectuales, la arbitrariedad de sus construcciones históricas (o, como preferiría decir él, genealógicas), el uso injustificado que hace de determinados conceptos, la debilidad de su noción de “poder”, etc., son cosas bien sabidas, que a menudo el propio Foucault reconoce a su manera. No sé si es justo decir, como hacía Thompson, que Foucault es “un fraude” o que, como apunta Ginzburg, “no es mas que a nota a pie de página de Nietzsche”, pero sí comparto con ellos -y con otros muchos- que está claramente sobrevalorado.
¿La función crea el órgano? ¿A pesar del rechazo de las teorías posmodernas ha de admitirse que son la consecuencia lógica de vivir inmersos en la posmodernidad?
Aunque una parte del diagnóstico que hacen de las nuevas realidades pueda estar justificado, no comparto su aserto radical de que asistimos a un “cambio de época”, o de la crisis terminal de la llamada “modernidad”; del mismo modo que creo que no debe suscribirse, como si de una obviedad se tratara, la idea de la caducidad inexorable de los proyectos emancipadores, ni el relativismo extremo o el escepticismo que niega la realidad material o la causalidad histórica. Me parece difícil suscribir que vivamos en un universo de pura contingencia, o que los contextos sociales no condicionen o determinen los comportamientos colectivos, y que estos deban entenderse como mera construcción del lenguaje. Sí creo que el posmodernismo -que, por otra parte, es muy diverso- responde a una etapa de crisis de las ideas críticas y los proyectos de la izquierda histórica, pero lo nuevo no siempre es mejor que lo viejo; en este caso, no es una respuesta creativa a esas viejas ideas al parecer superadas. Por el contrario, ofrece esquemas bastante funcionales para el nuevo capitalismo en su etapa neoliberal, o al menos inocuos para sus intereses.
En tiempos de posverdad y subjetividad ¿No viene la realidad a darle la razón al posmodernismo como método a través del que explicar los agrupamientos identitarios y ciertos comportamientos políticos de parte del electorado en muchos países?
Creo que el posmodernismo detecta procesos y síntomas reales (por ejemplo, la diversificación de las contradicciones sociales y culturales), pero elabora con ellos un diagnóstico equivocado (el fin de las viejas contradicciones o la imposibilidad de entender la historia como proceso unitario), y difunde una idea de ruptura (nueva fase) sobredimensionada o errónea. Las “nuevas identidades”, la fragmentación de la clase obrera, la crisis de los proyectos emancipadores, la terciarización de las economías desarrolladas y otras cuestiones que podríamos añadir son procesos reales del nuevo capitalismo, pero no significan ni el fin del capitalismo en sí ni, en sentido estricto, de la “modernidad”, como se dice. Esa obsesión por los “post” tiene algo de marketing y ruido mediático y no pocas dosis de desviación del punto de mira y de enmascaramiento.
¿Ha cometido el posmodernismo errores de bulto de interpretación de la realidad? ¿Peca de ser una corriente tan influenciada por su occidentalismo como ella misma criticaba por el ejemplo al marxismo?
Creo que el primer error es su diagnóstico general y su rechazo de la herencia ilustrada, más allá de algunas críticas dignas de ser consideradas a las contradicciones de esta herencia. El antirracionalismo, el rechazo a la ciencia y a toda noción de verdad, el escepticismo nihilista y el relativismo radical, el idealismo pan-lingüístico extremo, nos conducen a callejones sin salida, aparte de sus derivaciones político-sociales potencialmente reaccionarias. Es cierto que Foucault o Derrida han sido calificados de eurocéntricos, término que, en todo caso, conviene no usar de manera indiscriminada y acrítica. El posmodernismo occidental ha suscitado réplicas desde posiciones que a veces, desgraciadamente, no defienden una racionalidad crítica alternativa, sino posturas místicas (por ejemplo indigenistas), anti-racionalistas y contrarias a la ciencia, a la que califican sin matices -creo que erróneamente- de producto “eurocéntrico”. En particular, el escepticismo radical sobre la posibilidad de comprender racionalmente el mundo tiene consecuencias objetivamente reaccionarias y desmovilizadoras (más allá de las intenciones de quienes lo formulan), pues nos impide actuar coherentemente sobre la realidad y nos condena a asumir lo existente o a rechazarlo desde posiciones meramente psicologistas, eticistas o de un voluntarismo extremo.
¿Qué aportes parciales podemos salvar del posmodernismo?
Quizás lo mas salvable -aunque no exactamente de la manera en que estos autores lo plantean-, es la crítica a las teologías del progreso y a ciertas visiones mecanicistas, y una cierta sensibilidad para percibir síntomas que luego son indebidamente diagnosticados, pero que merecen atención. En el campo historiográfico, muchos estudios que utilizan referentes de estos autores o algunas corrientes especialmente influidas por ellos (los estudios culturales o poscoloniales, la nueva historia cultural, una parte de los estudios de género) han hecho aportaciones útiles, incluso muy relevantes. Esto es tanto más cierto cuando hablamos de un uso parcial y matizado de estas ideas y no de su presentación como alternativa completa (como se hace por ejemplo, en la llamada “historia postsocial”). Creo que cabe separar y rescatar esos avances de los planteamientos generales del posmodernismo. Con respeto a la revalorización del campo de lo simbólico o de la subjetividad, no creo que se puedan reducir o incluso atribuir preferentemente al posmodernismo. Una concepción materialista como la que se defiende en este libro debe recoger e incorporar estos elementos a una visión más rica y totalizadora, pero desligándolos precisamente de la visión posmoderna u otros reduccionismos e idealismos; por ejemplo, evitando que el análisis histórico de los elementos simbólicos sustituya o subsuma las realidades materiales, o que la incorporación de la subjetividad (la visión “emic”, las emociones y sentimientos) olvide el nexo social y nos presente a sujetos individuales absurdamente desligados de su vínculo social, lo que Marx llamaba “robinsonadas”; o que, por ejemplo, el reconocimiento del papel de la retórica y el discurso en la construcción de los sujetos y la acción colectiva desemboque en la visión idealista de un lenguaje que funciona como “deus ex machina”, con lógica propia y desligado de los intereses y estrategias sociales.
Señalas una dicotomía y un enfrentamiento del posmodernismo con la escuela marxista ¿Hasta que punto son incompatibles? ¿Se puede ser marxista y posmodernista o es una concomitancia imposible más allá de ciertas influencias?
No hay realmente una “escuela marxista” (el marxismo siempre ha sido tremendamente plural) y en realidad tampoco un Posmodernismo absolutamente homogéneo. Claro que se han dado y se dan “maridajes” e “hibridaciones” múltiples, tanto en lo teórico (por ejemplo, entre marxismo y foucaultismo) como en la labor práctica de muchos de los historiadores, que suelen ser bastante eclécticos. Pero, en algunos aspectos claves, me parece que existe una clara incompatibilidad entre cualquier marxismo que se precie y el posmodernismo, cualquiera que sea la holgura con la que se lo defina: racionalismo frente a irracionalismo; visión totalizadora frente fragmentariedad; dialéctica frente a “diferencia” irreductible; determinación frente a aleatoriedad y contingencia; historicidad frente a deshistorización, etc. etc.).
Parece ser que se ha impuesto la posverdad en las sociedades occidentales ¿Eso cómo afecta a la escrituración de la historia? ¿Cómo combatirlo?
La pomposamente denominada “posverdad” no me parece que represente, en sí, nada nuevo: tergiversar deliberadamente la realidad histórica y utilizar la mentira para determinados fines apelando a las emociones tiene ya una amplia tradición; incluso, lo de negar relevancia en sí a la verdad y su supeditación a la apariencia. ¿Cómo, si no, sobre la base de falsedades, se han justificado a lo largo de la historia tantas declaraciones de guerra, o las persecuciones a minorías, por ejemplo? El tema de la “mentira política”, incluso de su conveniencia, es ya clásico en la filosofía (al menos desde Platón) o la politología (piénsese en las reflexiones de Hannah Arendt). Quizás lo único nuevo es la capacidad casi infinita para difundir las mentiras a través del “ruido” generado en las nuevas redes sociales, que envuelven cada vez más en brumas los límites entre lo verdadero de lo falso y que generan desinformación sobre la base del “exceso de información”. Sería injusto atribuir al posmodernismo la admisión o el elogio de la difusión de “fakenews”, por ejemplo, pero sí hay elementos en la perspectiva posmoderna que contribuyen a crear un clima favorable: los ataques a la razón, el relativismo y la tendencia a no diferenciar realidad y ficción, o la apelación a las emociones como forma de generar vínculos políticos colectivos.
¿Está la universidad preparada para formar estudiantes que puedan formarse teórica y metodológicamente sobre estas cuestiones? En definitiva ¿Enseña la universidad a pensar o reflexionar sobre asuntos trascendentes para la ciencia, la sociedad y el individuo?
Desde la universidad que yo conocí como estudiante o cuando me incorporé a ella, las cosas han cambiado mucho. Por ejemplo, en mi gremio, el de los historiadores, el nivel de competencia profesional, de apertura al mundo exterior, es hoy comparable al de otros países de nuestro entorno, no desmerece en absoluto. Otra cosa distinta son los planes de estudio, que no fomentan particularmente, por ejemplo, el acceso por parte de los estudiantes a los conocimientos o los métodos de otras disciplinas (Sociología, Antropología, etc.). La retórica de la interdisciplinariedad choca con esa realidad limitativa. Esto se palía en parte con el papel que desempeñan los másters, pero sigue predominando, en la formación básica de los estudiantes, una visión disciplinar demasiado cerrada, que luego quienes optan por la investigación deben, obviamente, superar.
Entrando en el marxismo, Marx señaló la importancia de la intervención en la sociedad frente a la interpretación de la misma con el objetivo de transformar la realidad. Las facultades de historia, marxistas o no, parecen tener poco interés por transformar la sociedad y menos por interpretarla ¿Están le han dado los historiadores la espalda al mundo?
Yo creo que es precisamente uno de los signos de la impronta posmoderna, aunque no solo de ella. Los posmodernos no creen que la Historia nos ofrezca instrumentos útiles para analizar críticamente el presente y actuar sobre él; en muchos casos, incluso se cuestionan la necesidad de la Historia como tal (Keith Jenkins habla de una futura sociedad “sin Historia”, que no se moleste en “historizar el pasado”). La universidad es parte de la sociedad, y si esta última se encuentra relativamente desmovilizada y desideologizada, ¿cabe pensar que eso no afecte a la universidad? Con todo, en esta universidad, quizás mayoritariamente conformista en lo político-social y entregada al saber erudito o profesional sin cuestionarse en exceso su función social, existen focos de pensamiento crítico bastante más amplios de que una visión superficial nos puede hacer pensar.
¿Se corre (cierto) riesgo de reducir la historia a un mero saber erudito?
Dejando claro que la buena erudición y el adecuado andamiaje metodológico son fundamentales para elaborar una Historia crítica, lo que sí creo que predomina entre los historiadores es un cierto sentido gremial que tiende a eludir los debates y las controversias de fondo, en una especie de tolerancia y “fair play” mal entendidos. Creo que se pueden y deben definir posiciones -como modestamente quiere hacer este libro- y a la vez reconocer el valor del trabajo de quienes no las comparten.
Te expongo la siguiente frase: Marx es un autor al que lo han leído muchas menos personas de las que lo presumen y de las que lo han leído, una gran parte no se ha enterado de gran cosa.
Creo que es verdad lo que dices, aunque ahora ni siquiera esté de moda citar a Marx ni presumir de haberlo leído, salvo para emitir un desdeñoso juicio de distanciamiento o condescendencia; es más frecuente (a la vez que respetable e “historiográficamente correcto”) encontrar, en los índices onomásticos de los libros o en las notas a pie de página, nombres como Geertz, Bourdieu, Hayden White, Ricoeur o Foucault. Cabe destacar, en todo caso, que no pocos historiadores no marxistas siguen reivindicando la utilidad de Marx, incluso muchos que piensan que el marxismo debe purgar su vinculación a proyectos políticos y experiencias históricas que les desagradan. Por supuesto que hay que leer (o releer) a Marx, pero yo recomendaría sobre todo empezar por leer a tantos marxistas actuales, ortodoxos o heterodoxos que han estado y están planteando en las últimas décadas reflexiones verdaderamente importantes para comprender el mundo y las sociedades actuales y pasados (Friedric Jameson, Terry Eagleton, Daniel Bensaïd, Ellen M. Wood, Robert Brenner, David Harvey, Georges Dumenil, Domenico Losurdo, Alex Callinicos, Erik Olin Wright, Heidi Hartmann, Perry Anderson, Silvia Federici, etc. etc.). Pese a la crisis y el retroceso de las últimas décadas, el pensamiento marxista o marxistizante ha seguido vivo.
Hobsbwam y Thompson se erigen como los principales referentes de la historiografia marxista. Haces hincapié en lo que ambos autores pueden aportar al estudio de la historia y las sociedades, sin embargo… ¿Lo aportan realmente?
Hobsbawm y Thompson, como exponentes destacados de la historiografía marxista británica, son referentes fundamentales aún hoy de un tipo de Historia social crítica y abierta a lo cultural. Los planteamientos de ambos tienen puntos de conexión, pero también diferencias que sería largo explicar. Los dos escriben con un pulso literario verdaderamente rico y atractivo. Su influencia es amplia (Thompson es el más citado en la segunda mitad del siglo XX y Hobsbawm probablemente el más traducido y parece que uno de los más leídos). Pero su huella evidente, que va mas allá de la disciplina histórica, no supone que sus posiciones historiográficas sean hegemónicas. El “modelo” thompsoniano de la formación de la clase obrera y algunos de las nociones que utiliza (como las de “experiencia” o “economía moral”) sí han ejercido un amplio influjo, aunque a menudo más superficial que profundo. En el caso de Hobsbawm, la influencia se refiere, más que a su planteamiento general marxista, al abordaje de temas o campos concretos (nacionalismos, bandolerismo social, protestas primitivas, etc.), o a sus sugestivas y diestramente construidas obras de síntesis, como la Historia del Siglo XX.Ambos proporcionan mimbres y sugerencias útiles para la posible reconstrucción de una historia marxista en el siglo XXI, pero junto con otras muchas, y en modo alguno podemos erigirlos como cánones directamente reproducibles, y sus aportaciones no deben ser sacralizadas.
Viene muy a cuento la siguiente anécdota: una vez me tacharon los planteamientos de Thompson sobre el concepto de clase como categoría histórica y el término de experiencia como planteamientos posmodernos.
Una caracterización así podría provenir de alguien a quien “le suene” Thompson sin haberlo leído y que participe de una visión dogmática o mecánica, propia de un cierto marxismo trasnochado. Thompson no comparte en absoluto los postulados del posmodernismo, salvo que por tal se entienda -lo cual es bastante absurdo- subrayar la importancia de los factores culturales u otorgar un papel importante a la acción social humana frente a la “determinación estructural”. ¿Cómo calificar de posmoderno a quien siguió hasta el final manifestando su repudio al “subjetivismo de moda y al idealismo”, o que defendía “estudiar el proceso social en su totalidad”?
La historiografía social española no ha logrado demasiado éxito cuantitativo y sigue predominando lo que podemos definir como la vieja historia, ni siquiera la posmoderna ha tenido un eco relevante dentro de nuestras fronteras. Sin embargo esta circunstancia, más allá de ocasionales lamentos no ha generado excesivas reacciones ¿Qué te sugiere esta cuestión? ¿Se hace necesario un combate frente a la vieja historia como el que se plantea frente a la posmodernidad?
No comparto que la historiografía española esté atrasada o al margen de lo que se hace en otras historiografías. La batalla contra una Historia tradicional y la incorporación de la renovación historiográfica del siglo XX ya se ha consumado plenamente, y yo diría que con bastante éxito, al menos en lo que se refiere a la Historia Contemporánea, que es la que mejor conozco. Paralelamente, fueron llegando a nuestro país influencias posmodernas o corrientes y tendencias que las incorporan. En esto como en otras cosas, España es cada vez menos “diferente”.
Los historiadores más relevantes de las últimas décadas, al menos en contemporánea, no son para nada posmodernos. Los más peligrosos como Pío Moa, tampoco.
La labor del llamado revisionismo afecta menos a la investigación histórica propiamente dicha que a su difusión. Pío Moa es simplemente un vulgarizador, en el peor sentido de la palabra. Estos personajes ni suelen ser historiadores profesionales ni ejercitan métodos de investigación homologados por la Historia académica, como sucede también, por ejemplo, con María Elvira Roca Barea y su “best seller” Imperiofobia y leyenda negra. Sus libros no son resultados de prácticas historiográficas legítimas más allá de su intención conservadora o reaccionaria, sino de operacionesdemarketing, que responden a rearmes ideológicos de una nueva derecha agresiva y autoritaria (el “aznarismo”, Vox y la actual deriva ultra de la derecha conservadora). La crítica historiográfica a los mismos resulta relativamente fácil, incluso a productos algo más sofisticados (pienso por ejemplo en los trabajos sobre la Segunda República o el Frente popular español de Álvarez Tardío, Rey Reguillo y otros). Pero la difusión es más difícil de controlar, porque responde a parámetros y a voluntades que nada tienen que ver con la calidad. Tal vez los historiadores mas críticos y rigurosos deberían plantearse combinar o compaginar la investigación seria con una difusión amplia más eficaz.
Pero Moa o Roca Barea no son modelos para los nuevos historiadores. Me preocupan más las modas entre los jóvenes investigadores, tan pulcramente formados en la metodología y los procedimientos de la investigación y a veces carentes de cautelas críticas (o de reservas ideológicas, incluso) que los pongan a salvo de ciertas modas temáticas o tics teóricos, que les ofrecen un reconocimiento gremial que útil en su carrera académica. Ahí es donde el virus posmoderno tiene un amplio campo de posibilidades de reproducirse, y citar a Judith Butler, Laclau o Clifford Geertz funciona como una especie de rito de paso grupal.
Al final del libro apuestas por una historia con fuerte compromiso político y planteas la necesidad de “repolitizar la historia”
“Repolitizar la historia” en el sentido que lo planteo no es utilizarla como arma arrojadiza o reducirla a la condición de arma de combate en menoscabo del rigor de su construcción, sino ubicar la disciplina donde siempre, consciente o inconscientemente, ha continuado estando: en el terreno de la legitimación o la crítica de los sistemas sociales y culturales. Es recuperar la idea del valor de la Historia para comprender el presente y atisbar el futuro, frente al rechazo posmoderno de la utilidad de la disciplina y su consideración de la misma como forma de arte o producto literario. En ese sentido, “repolitizar la Historia” sí podría considerarse una consigna anti-posmoderna.
¿Estas afirmaciones nos lleva a plantearnos el problema de la objetividad
Es, desde luego, un problema fundamental, pero abordarlo en profundidad exigiría una nueva entrevista. Como ciencia humana o social, obviamente, la Historia no nos proporciona certezas equivalentes a las de las ciencias naturales, porque el historiador está personal y socialmente implicado en los procesos históricos que analiza (no sucede lo mismo con las reacciones químicas o los procesos físicos). Pero eso no significa que, como dirían los posmodernos, cualquier visión del pasado sea igualmente legítima, o que la práctica de los historiadores se sitúe al mismo nivel que las de cualquier otro mecanismo de acceso al pasado (por ejemplo, no es lo mismo Historia que Memoria). Además de los principios deontológicos y éticos del historiador, existen mecanismos de depuración de las fuentes, criterios heurísticos y principios metodológicos que nos permiten reconstruir con rigor los datos y por ende, con los pertinentes matices, los procesos. Los propios controles gremiales actúan como filtros, teóricamente separando la mena de la ganga, pero por supuesto con la interferencia inevitable de intereses sociales. Pero, obviamente, la cuestión es compleja.
Y de golpe, la "prensa seria" se olvidó de
Podemos: las portadas omiten que el juez ha archivado el caso de la supuesta
caja B del partido
Salta a la vista. La prensa conservadora, tajante cuando
Podemos empezó a ser investigado por una supuesta caja B que un exabogado del
partido decía que existía, no se ha hecho eco en su portada de la noticia de
que el juez ha archivado la causa.
Las portadas del 12 de agosto, día en el que saltaba la
noticia, fueron contundentes contra Podemos, especialmente en los medios
conservadores. Este sábado, cuando se podrían haber resarcido tras la noticia
conocida este viernes, han preferido centrarse en otras cuestiones.
El juez que investiga la gestión de Podemos ha archivado la
causa por presunta administración desleal de la denominada Caja de Solidaridad
de la formación, atribuido al diputado y portavoz Rafael Mayoral por el
exabogado de la formación José Manuel Calvente.
De las portadas impresas al olvido, ese ha sido el proceso
de El Mundo, ABC y La Razón. En la imagen se pueden comparar las portadas de
los tres medios, que no dudaban en llevar a la apertura de sus diarios la
polémica, ahora desaparecida en las cabeceras.
Incluso el diario El País, que mencionó en su portada del 12
de agosto el caso, aunque con un enfoque menos incendiario, ha terminado por
obviar la archivación del caso en su portada de este sábado(?).
( ?) Nota del blog ..El Páis lo publicó hace dos dias , el dia 23 )