Desmontando las falacias del eurocentrismo académico
Por Jesús Aller
El antropólogo e historiador británico Jack Goody
(1919-2015), formado en las universidades de Cambridge y Oxford, comenzó sus
investigaciones con trabajos de campo en el norte de Ghana y análisis
comparativos entre diversos grupos étnicos. En estos estudios se ocupó sobre
todo de los cambios provocados en la estructura social por procesos como el
desarrollo de la agricultura, la urbanización o el uso de la escritura.
Ya en sus últimos años vio la luz El robo de la historia
(2006), su trabajo más ambicioso y polémico, en el que trata en detalle cómo
Europa ha impuesto su relato y su perspectiva histórica al resto del mundo.
Akal acaba de reeditar la versión de esta obra que publicó en 2011 (trad. de
Raquel Vázquez Ramil).
En la introducción del libro, Goody describe cómo durante
sus trabajos en África comenzó a tener conciencia de que la pretensión de los
europeos de haber inventado instituciones como la democracia, la familia
nuclear o el mercado no se ajustaba a los hechos. En su opinión, la comparación
de modelos en los tres continentes del viejo mundo invitaba a desechar la singularidad
de Europa, a favor de un patrón mucho más unitario, en el que luego era posible
discernir particularidades locales. De todas formas, en descargo de la
mentalidad europea, debe reconocerse que el etnocentrismo es un fenómeno muy
común por todas las latitudes.
De acuerdo con estos planteamientos, el primer objetivo de
El robo de la historia es sopesar la validez de la genealogía que propone, como
modelo universal, una evolución de la Antigüedad al feudalismo y luego de éste
al capitalismo. En la segunda parte, se discuten las ideas de tres autores muy
influyentes que privilegian esta línea de progreso sobre cualquier otra, y en
la tercera y última se analiza el empeño de los europeos por ser fundadores y
custodios de instituciones mucho más extendidas de lo que se supone.
1. Los mitos de los mitoclastas
Occidente ha universalizado su cómputo del tiempo,
fundamentado en gran parte en las enseñanzas del cristianismo, aunque hoy día
se desarrolle, sólo en ocasiones, una actitud secular. También ha impuesto su
“centralidad espacial” a partir del meridiano de Greenwich, y sus períodos
históricos. La filosofía es casi por definición una cuestión europea, así como
la teología o la literatura, y sólo recientemente se han consolidado a nivel
académico los estudios comparativos. Si intentamos comprender cómo se llegó a
este dominio, un momento clave es la Antigüedad clásica, referencia universal
invocada continuamente. Sin embargo, la especificidad de esta época es
altamente discutible, como muestra un recorrido por la historia de otras
regiones del viejo mundo.
En el aspecto crucial de la “invención” de la democracia,
por ejemplo, es fácil demostrar que la representatividad, en distintas formas,
ha sido un ideal perseguido en sus instituciones por numerosos pueblos de África,
Europa, Mesopotamia, India o China. Hay que señalar, además, que en Grecia la
democracia coexistía con la tiranía. El análisis del concepto de “libertad
individual” arroja resultados similares. Por otro lado, diversos autores han
puesto de manifiesto sólidas conexiones entre Grecia, Oriente Medio y el norte
de África. En resumen, por lo que respecta a la Antigüedad, es difícil
reconocer la marcada singularidad de Grecia que sirve de mito fundacional a la
historia de Occidente.
El feudalismo se corresponde con una época de “decadencia
catastrófica” de Europa occidental, en la que ésta constituye una auténtica
excepción cuando se observa con una perspectiva global. El análisis evidencia
que no se trata, de ningún modo, de una fase “progresiva” en el desarrollo
tecnológico y que la recuperación económica sólo se produjo con la apertura
comercial hacia las urbes del Mediterráneo oriental. Para Goody, la búsqueda de
un “feudalismo universal” es un error, y el capitalismo no requiere esta etapa
previa como condición necesaria, como demuestra la historia reciente de Asia.
Se critica después el mito del Asia despótica e incapaz de
innovaciones a través de tres ejemplos extraídos de la historia del Imperio
turco: la rapidez y eficacia de la adopción de armas de fuego por el ejército
del sultán, la organización de la agricultura en unidades familiares de
explotación, y el mundo del comercio. La conclusión es que aquel imperio se
parecía más a Europa de lo que se ha querido admitir. Por otra parte, la
comparación con China ofrece resultados similares y desmonta completamente la
invocación a un Oriente atrasado y anquilosado.
2. Tres desbarres académicos
El bioquímico británico Joseph Needham desarrolló también
una importante labor como historiador de la ciencia china. Sus estudios en este
campo lo llevaron a investigar por qué a pesar de los éxitos de ésta en muchas
disciplinas hasta la Edad Moderna, Occidente se impuso claramente después en la
competencia tecnológica, el que se conoce cómo “Problema de Needham”. Según
este autor, el factor determinante fue el surgimiento en Europa, en contraste
con la estructura social burocratizada de China, de una clase dinámica y
emprendedora, la burguesía, que fue capaz de potenciar el desarrollo del
capitalismo y la ciencia moderna. Goody, sin embargo, desconfía de esta
explicación y presenta numerosos datos que muestran cómo la sociedad china
exhibe una sorprendente capacidad de mutación y adaptación en diferentes
momentos de su historia. El adelanto de Europa tuvo lugar sobre todo en los
siglos XIX y XX, y debe relacionarse con la catástrofe social inducida por la
agresión colonial. En el presente estamos viendo, sin embargo, cómo este
sobrepaso no marca una tendencia inmutable.
El sociólogo alemán Norbert Elias representa un caso extremo
de eurocentrismo con su identificación de la civilización con un contexto
exclusivamente europeo en su libro El proceso de la civilización (1994). Para
él, es sólo con la aparición en Europa de monarquías absolutas tras el
Medioevo, cuando se impone el refinamiento como forma de subrayar las
divisiones sociales. En ese momento, las restricciones externas al
comportamiento se interiorizan, en una serie de procesos explicables a través
del psicoanálisis y que determinan el progreso cultural. Sin embargo, no es
difícil comprobar que esta evolución no es exclusiva de Europa, y Goody muestra
cómo se produjo, por ejemplo, en el Japón del siglo XI. La obra de Elias ofrece
un amplio catálogo de los errores a los que conducen las generalizaciones basadas
en prejuicios etnocéntricos.
El historiador francés Fernand Braudel critica la
correlación que establece Max Weber entre el capitalismo y la ética
protestante, y atribuye la irrupción de este sistema económico al carácter
dinámico de Occidente cuando se le compara con las estáticas sociedades
orientales. Para Goody, sin embargo, esto es una simplificación excesiva. Los
metales preciosos salían al comienzo de la Edad Moderna de los circuitos
occidentales camino de Asia, lo que muestra la pujanza de la economía de ésta,
y que allí también había “ansia de oro”, pero esta ambición era canalizada por
medios pacíficos, a través del comercio, y no de guerras de conquista colonial.
La asociación de Braudel del capitalismo con el desarrollo de las ciudades y
sus libertades choca con las características de las urbes chinas de la misma
época, y con el sometimiento final al poder real que se dio en Europa. La
discusión pone de manifiesto el sesgo teleológico de muchos de los
planteamientos de Braudel.
Goody concluye sintetizando los argumentos expuestos en un
nuevo modelo ciertamente revolucionario. Se trataría de describir las
transformaciones a nivel global desde la Edad del Bronce sin dar carácter
universal a los períodos que se distinguen en Europa. Podríamos hablar así del
surgimiento de culturas urbanas en diversas regiones del planeta, y
posteriormente de la irrupción de las grandes civilizaciones clásicas
mundiales. El colapso medieval de Europa sería un proceso local, que iría
seguido de una recuperación por la renovación de las ciudades de Occidente y su
comunicación comercial con las de Oriente. Finalmente, la mecanización de su
producción por las culturas mercantiles en diferentes áreas daría lugar a los
cambios económicos observados a nivel mundial. Con este planteamiento, resultan
superfluas categorías universales que oscurecen más que aclaran, y se podría
consolidar un nuevo paradigma, sin teleologías y alejado de los esquemas
eurocéntricos.
3. Otros latrocinios
La tercera parte de la obra repasa cuestiones como el papel
atribuido a las ciudades y universidades medievales en el “despegue” de
Occidente. Aquí también se demuestra que la singularidad europea no se asienta
en suelo firme, y lo mismo puede decirse respecto a conceptos como
racionalidad, humanismo, democracia o individualismo, estudiados en otro
capítulo. Son especialmente interesantes los datos que se aportan sobre la
situación en la China clásica, sin un credo dominante y con una gran influencia
del confucianismo y su perspectiva secular sobre el mundo. Frente a esto,
resulta absurdo encarecer las virtudes del humanismo renacentista o la
Ilustración. Es cierto además que los altos valores alumbrados en Occidente no
se notan en sus guerras de conquista ni en la depredación colonial y post-colonial
que lleva a cabo por todo el mundo.
Un capítulo final analiza la idea, muy extendida (D. de
Rougemont, N. Elias, C. S. Lewis, G. Duby), de la “invención” del amor
romántico por los trovadores en el siglo XII. Goody multiplica los ejemplos por
muchos lugares y épocas para mostrar lo quimérico de esta suposición. La
importancia de la familia reducida en Europa es otro aspecto en el que se han
querido ver argumentos para la especificidad de su sociedad y el origen del
capitalismo, pero también esta peculiaridad resulta muy discutible.
Para superar el eurocentrismo
El leitmotiv de la obra es poner en evidencia la apropiación
por Occidente de un gran número de elementos culturales clave, a través de un
proceso largo y complejo que se describe pormenorizadamente. Por medio de esta
trapacería, el pensamiento dominante ha fantaseado una singularidad histórica
en Europa que se remonta a miles de años atrás y conduce necesariamente al
capitalismo. Puede decirse, en conclusión, que a la expansión militar colonial
y a la dominación económica ha sucedido la imposición de un relato que nos
trata de presentar todas estas desgracias como inevitables.
El robo de la historia desnuda la inconsistencia del
entramado tejido por la historiografía oficial, y muestra el carácter falaz de
la predestinación de Europa. La realidad que deja entrever es que los estadios
esenciales del desarrollo económico y social se originan en muchos casos en
diversas regiones y con particularidades locales, para extenderse luego por
todo el orbe.
Jack Goody aporta en este libro un copioso caudal de erudición
para desmantelar el mito de la exclusividad europea. Éste resulta ser al fin,
simplemente, otra penosa forma de etnocentrismo y una justificación ideológica
de la masacre colonial.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/
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