¿Fascismo universal?
La extrema derecha está atrapada en una contradicción: o bien se presenta como una alternativa «antisistémica» y permanece excluida del poder; o bien participa en el restablecimiento de la ley y el orden, y aceptan el «sistema» con sus reglas y sus instituciones.
Una respuesta a Ugo Palheta
Durante los años recientes, el ascenso espectacular de los movimientos de extrema derecha a nivel internacional colocó la cuestión del fascismo en el corazón de la agenda política. El fascismo está de vuelta: nadie puede pretender seriamente que pertenece exclusivamente al pasado ni que es meramente un objeto de estudio histórico, y no se lo había discutido tan intensamente en la esfera pública desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Debemos agradecer a Ugo Palheta por esclarecer los términos de este debate necesario. Su texto incluye una dimensión analítica en la que aborda tanto las causas como los rasgos definitorios de esta nueva «ola» fascista, además de una conclusión programática sobre los medios para combatirla. Acuerdo con su diagnóstico en muchos aspectos pero mantengo mi escepticismo en relación con otros. Aquí intentaré explicar mis motivos, con la expectativa de estimular así nuevas contribuciones al debate.
Ugo Palheta define al fascismo como un proyecto de «regeneración» de la nación concebida como una comunidad imaginaria construida alrededor de rasgos raciales y étnicos. Esta comunidad imaginaria dispone de mitos «positivos» y negativos. Designa una pureza supuestamente original que debe ser defendida o restablecida en contra de sus enemigos: la inmigración («el gran reemplazo»), el «racismo antiblanco», la corrupción feminista y LGTBIQ de los valores tradicionales, el Islam y sus aliados («islamoizquierdismo»), etc. Las premisas de la emergencia de esta ola neofascista, argumenta Palheta, yacen en la «crisis de hegemonía» de las élites globales, cuyas herramientas de dominación, heredadas del viejo Estado nación, parecen haber quedado obsoletas y se muestran cada vez más ineficientes. Tal como explicó Gramsci al volver sobre Maquiavelo, la dominación es una combinación de aparatos represivos y hegemonía cultural que le permite a un régimen político presentarse como ventajoso y legítimo en vez de tiránico y opresivo. Luego de varias décadas de políticas neoliberales, las clases dominantes incrementaron enormemente su riqueza y su poder, pero también sufrieron una gran pérdida de legitimidad y hegemonía cultural. Estas son las premisas del ascenso del neofascismo: por un lado, el «asalvajamiento» de las clases dominantes; por otro, las tendencias autoritarias generales que engendra este tipo de dominación. Por lo tanto, nos dice Palheta, el fascismo está afectado por una contradicción estructural: pretende ofrecer una alternativa al neoliberalismo y, al mismo tiempo, defiende el restablecimiento del orden amenazado. Al igual que el fascismo clásico, que se definió a sí mismo como una «tercera vía» en contra del capitalismo y del socialismo, o de la democracia liberal y del bolchevismo, el neofascismo pretende luchar en contra del establishment, pero también desea restaurar la ley y el orden. Históricamente, este fue uno de los rasgos de la revolución conservadora.
Estoy de acuerdo con la definición de Palheta que dice que el fascismo es un proyecto de «regeneración» de la nación, pero no me parece completa ni satisfactoria, en la medida en que no logra aprehender el conjunto de los elementos que son constitutivos del fascismo. Visto con una lente histórica, el fascismo fue más que una forma de nacionalismo radical y una idea racista de la nación. También fue una práctica de violencia política, una forma de anticomunismo militante y una destrucción absoluta de la democracia. La violencia, dirigida especialmente contra la izquierda y contra el comunismo, fue la forma privilegiada de su acción política, y allí donde llegó al poder –fuese por medios legales, como en Italia y Alemania, o a través de un golpe militar, como en España– destruyó la democracia. Desde este punto de vista, los nuevos movimientos de la derecha radical tienen una relación diferente, tanto con la violencia como con la democracia. No disponen de milicias armadas, no defienden un nuevo orden político y no ponen en riesgo la estabilidad de las instituciones tradicionales. Aunque pretenden defender al «pueblo» en contra de las élites y restablecer el orden, no desean crear un nuevo orden. En Europa están más interesados en implementar políticas autoritarias y nacionalistas en el marco de la UE que en destruir sus instituciones. Esta es la postura de Victor Orban en Hungría y la de Mateus Morawiecki en Polonia, y también es la orientación de Vox en España, del Rassemblement National de Marine Le Pen en Francia y de la Lega de Matteo Salvini en Italia, tres fuerzas políticas que en última instancia aceptaron el Euro. La Lega italiana entró recientemente en una coalición de gobierno dirigida por el antiguo director del ECB, Mario Draghi, que es la encarnación simbólica del neoliberalismo y de las élites financieras. En Austria, en los Países Bajos y en Alemania, los países que más se beneficiaron del Euro, la extrema derecha es efectivamente xenofóbica y racista, pero no es anti-UE, anti-Euro, ni se opone al neoliberalismo. Su perfil político está mucho más arraigado en el conservadurismo cultural. En India, en Brasil y en los Estados Unidos, los líderes de la extrema derecha llegaron al poder y desplegaron tendencias xenofóbicas y autoritarias sin poner en cuestión el marco institucional de sus Estados. Bolsonaro y Trump no solo fueron incapaces de disolver el parlamento, sino que terminaron o están terminando sus mandatos enfrentando graves procesos de impeachment.
El caso de Donald Trump, el más espectacular y debatido durante los últimos meses, es especialmente instructivo. Su inclinación fascista surgió con claridad hacia el final de su presidencia, cuando se rehusó a admitir su derrota e intentó invalidar el resultado de las elecciones. La «insurrección» folclórica de sus partisanos, que invadieron el Capitolio, no fue un golpe fascista fallido; fue el intento desesperado de invalidar las elecciones de un líder que ciertamente había roto con las reglas más elementales de la democracia –lo cual hace que sea posible definirlo como un fascista– pero que fue incapaz de señalar una alternativa política. Los acontecimientos del Capitolio revelaron sin duda la existencia de un movimiento fascista de masas en los Estados Unidos, pero este movimiento está muy lejos de conquistar el poder. La consecuencia más inmediata de todo esto fue la generación de una gran crisis en el Partido Republicano. Trump había ganado las elecciones en 2016 como candidato del Partido Republicano: una coalición de élites económicas, clases medias altas interesadas en la baja de impuestos, defensores de los valores conservadores, fundamentalistas cristianos y clases populares blancas marginalizadas y empobrecidas que se ven atraídas por un voto de protesta. Con todo, lo cierto es que si se hubiera presentado como el líder de un movimiento de nacionalistas reaccionarios y blancos supremacistas, Trump no hubiese tenido muchas oportunidades de ganar las elecciones. El movimiento fascista detrás de él es ciertamente una fuente de inestabilidad política, que puede llevar a violentas confrontaciones de clase con BLM y otros movimientos de izquierda, pero debe ser comprendido en su propio contexto. A diferencia de la milicias fascistas durante el período 1920-1925 o de las SA entre 1930 y 1933, que expresaban la decadencia del monopolio estatal de la violencia en Italia y Alemania durante la posguerra, las milicias de Trump son el legado de la historia de los Estados Unidos, un país que durante siglos ha considerado a la posesión de armas por parte de los individuos como una propiedad de la libertad política.
El fascismo clásico nació en un continente devastado por la guerra total, creció en un clima de guerras civiles, al interior de Estados profundamente inestables y paralizados institucionalmente por agudos conflictos políticos. Su radicalismo surgió de una confrontación con el bolchevismo, que lo dotó de su carácter «revolucionario». El fascismo era una ideología y un imaginario utópicos, que crearon los mitos del «hombre nuevo» y la grandeza nacional. Los nuevos movimientos de extrema derecha carecen de todas estas premisas: surgieron de una «crisis de hegemonía» que no puede ser comparada con el colapso europeo de los años 1930; su radicalismo no contiene nada «revolucionario» y su conservadurismo –la defensa de los valores tradicionales, de las culturas tradicionales, de las «identidades nacionales» amenazadas y del honor burgués que se opone a las «desviaciones sexuales»– no plantea la idea de un porvenir, tan importante para las ideologías y las utopías fascistas. Este es el motivo por el cual me parece más apropiado definir a estos movimientos como «posfascistas»
Teniendo en cuenta la ideología y la propaganda de los movimientos de derecha radical contemporáneos, Palheta enfatiza pertinentemente sus pronunciadas vetas anticosmopolitas. Percibe en ellas algunos elementos de continuidad con el antisemitismo fascista. Evidentemente, esto es cierto. Pero curiosamente, Palheta ignora una de las transformaciones más importantes que se desarrollaron durante las últimas dos décadas y que distingue significativamente a estos movimientos del fascismo clásico. Ya no apuntan contra los judíos –la mayoría de los movimientos de extrema derecha tienen muy buenos vínculos con Israel–, sino más bien contra los musulmanes. La islamofobia reemplazó al antisemitismo en la retórica posfascista: el mantra de la lucha contra el bolchevismo judío fue reemplazado por el rechazo del «islamoizquierdismo» y de los movimientos «decoloniales» y anticoloniales. Si se considera la influencia de los movimientos de izquierda contemporáneos –especialmente el antirracista, el feminista y el LGTBIQ–, se concluye que esta es significativa pero incomparable con el impacto que tuvo el bolchevismo durante las décadas de entreguerras, cuando la URSS encarnaba una alternativa. De hecho, el posfascismo parece remitir más al «pesimismo cultural» (Kulturpessimismus) que al fascismo histórico.
Hablar de la nueva extrema derecha como «contrarrevolución» –sea «póstuma» o «preventiva»– no me parece útil a la hora de esclarecer el asunto, dado que simplemente transpone el fascismo histórico en un conjunto de movimientos que abandonaron explícitamente esta referencia política e ideológica. Definir al fascismo como contrarrevolución tenía un sentido en los años 1920 y 1930, en una coyuntura Europea moldeada por la Revolución de Octubre, el biennio rosso italiano (las ocupaciones de fábricas de 1919-1920), el alzamiento espartaquista de enero de 1919 en Berlín, las guerras civiles de 1920 en Bavaria y Hungría, y la guerra civil española de los años 1930. Pero el término se convierte en un eslogan prácticamente incomprensible cuando se lo aplica a Marine Le Pen, Matteo Salvini, Victor Orban, Jair Bolsonaro o incluso a Donald Trump. La contrarrevolución no existe sin la revolución.
Palheta tiene razón cuando señala la tendencia a reforzar las tecnologías de control social y de vigilancia y a extender el alcance de la represión policial. Esta tendencia, argumenta, afecta a la mayoría de los Estados contemporáneos y expresa el «asalvajamiento» general de la clase dominante. Sin embargo, estos cambios se observan en la mayoría de las democracias liberales y no pueden relacionarse con el ascenso del fascismo. En los Estados Unidos, Obama expulsó a más inmigrantes indocumentados que Trump y la exacerbación de la violencia policial racista llevó a la creación de Black Lives Matter en 2013, tres años antes de la elección de Donald Trump. En Francia, se promulgaron leyes de excepción bajo la presidencia de Hollande, luego de los ataques terroristas de 2015, y puede observarse un notable incremento de la violencia policial contra los movimientos sociales, particularmente visible en el caso de los «chalecos amarillos», desde la elección de Macron en 2017. Todas estas tendencias no reflejan una «dinámica de fascistización», sino más bien la emergencia de nuevas formas de neoliberalismo autoritario. En la mayoría de los casos, los partidos de extrema derecha apoyan estas transformaciones sin preocuparse por la gestión de su aplicación. En los años 1930, las élites militares, financieras e industriales europeas apoyaron al fascismo como una solución a crisis políticas endémicas, a parálisis institucionales y, sobre todo, como una defensa frente al bolchevismo. Hoy las clases dominantes prefieren la UE a los movimientos populistas, nacionalistas y neofascistas que proclaman el retorno de las «soberanías nacionales». En Estados Unidos, las clases dominantes pueden apoyar al Partido Republicano como una alternativa habitual al Partido Demócrata, pero nunca respaldarían el supremacismo blanco en contra de Joe Biden. No porque crean en la democracia, sino porque Biden es incomparablemente más efectivo que el supremacismo blanco a la hora de defender el orden establecido.
¿Significa esto que no existe una amenaza fascista? En absoluto. El crecimiento espectacular de los movimientos, partidos y gobiernos de extrema derecha claramente muestra que el fascismo puede convertirse en una alternativa, especialmente en los casos de una crisis económica general, una depresión prolongada de la economía estadounidense o un colapso del Euro. Acontecimientos como estos podrían radicalizar a estos movimientos hacia el fascismo y dotarlos de un amplio apoyo entre las masas. Su relación con las clases dominantes inevitablemente se modificaría, tal como sucedió en los años 1930. Pero esta tendencia está lejos de prevalecer en la actualidad. Es interesante observar que la pandemia del COVID-19 no generó una ola de xenofobia ni la búsqueda de chivos expiatorios. En Estados Unidos llevó a la derrota electoral de Trump (a pesar de la radicalización del trumpismo), en Brasil a dificultades cada vez más pronunciadas para el gobierno de Bolsonaro y en el continente a un refuerzo de la UE, que mitigó su neoliberalismo usual para adoptar inesperadas medidas neokeynesianas. La «posibilidad del fascismo» sigue latente, pero la crisis económica de la pandemia no la fortaleció. En Italia, durante los peores meses de la emergencia sanitaria, el odio hacia los refugiados e inmigrantes fue reemplazado por la solidaridad espontánea y la acogida popular de médicos chinos, albaneses y africanos que llegaron para ayudar a sus exhaustos colegas. Evidentemente, esta tendencia no es irreversible, pero muestra que no estamos frente a un proceso inevitable de fascistización.
Hasta ahora, los movimientos neofascistas y posfascistas están atrapados en la contradicción definida por Palheta: o bien se presentan como una alternativa «antisistémica» y permanecen excluidos del poder; o bien participan en el restablecimiento de la ley y el orden, y aceptan el «sistema» con sus reglas y sus instituciones. Sin embargo, en este caso, se vuelven parte del orden establecido que rechazaron previamente. Es Palheta quien señala la «normalización burguesa» como un desenlace posible de la presente «crisis de hegemonía» del neoliberalismo. Pero la «normalización burguesa» es incompatible con la «dinámica de fascistización» general. Esta trayectoria –denominada por algunos académicos como giro «bonapartista» o defascistización– se observó en general luego del establecimiento de un régimen fascista (pensemos, por ejemplo, en el franquismo tardío). Si esta «normalización» afecta al movimiento fascista antes de la conquista del poder, significa que la «dinámica de fascistización» no existía. En Italia, la «normalización burguesa» de la Lega se desarrolló sin que medie ninguna «respuesta popular considerable» (que es la condición que Palheta establece para esta «normalización»). En otros países, el espectro del fascismo podría ser utilizado por las mismas élites para contrarrestar su «crisis de hegemonía». Para Biden, Macron y Merkel podría ser un pretexto conveniente para silenciar cualquier oposición de izquierda.
La conclusión de Palheta es un llamamiento al antifascismo, a un antifascismo concebido, no como un «combate sectorial, un método particular de lucha o una ideología abstracta», sino como una dimensión central de la política de izquierda, como algo que «impregne e implique a todos los movimientos emancipatorios». Una izquierda provista de conciencia histórica y memoria del pasado no puede más que acordar con esta propuesta. A pesar de la sensibilidad de Palheta frente a la necesidad de un heterogéneo ethos antifascista en vez de una ideología antifascista monolítica, es su abordaje del fascismo el que corre el riesgo de ocluir algunas de las singulares dinámicas posfascistas en contra de las cuales luchamos hoy. El antifascismo no es una panacea para un «proceso de «fascistización» universal; en cambio, debe adaptarse y desplegarse de acuerdo con la diversidad de los contextos nacionales.
*** Publicado el 31 de marzo de 2021 en el sitio web de Historical Materialism ***
No hay comentarios:
Publicar un comentario