lunes, 22 de marzo de 2021

Raúl Riebenbauer .- 'El silencio de Georg" .

Ni se llamaba Heinz Ches ni era polaco

Raúl Riebenbauer narra en 'El silencio de Georg' la historia del misterioso extranjero que fue ejecutado junto a Salvador Puig Antich

 

Manuel Ligero.

El 2 de marzo de 1974 eran ejecutados por el método del garrote vil el anarquista Salvador Puig Antich y un extranjero que respondía al nombre de Heinz Ches. Poco o nada se sabía de él y a sus jueces tampoco les interesó demasiado indagar. El mes de diciembre anterior ETA había asesinado al presidente del Gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco, y había que castigar a alguien con la máxima dureza para enviar un mensaje a los opositores al régimen. Se dictó la sentencia de muerte en los dos casos, y ambas instrucciones estuvieron llenas de sombras. No es que no fueran culpables, pero había dudas y atenuantes, además de la lógica repugnancia humanitaria, para que se les hubiera podido aplicar penas inferiores.

La ejecución de Salvador fue la venganza de unas autoridades franquistas sedientas de sangre tras el magnicidio de Carrero («ETA me ha matado», llegó a decir Puig Antich). La de aquel otro Heinz Ches, según parece, fue producto de una catastrófica serie de desdichas, de un azar perverso y del más frío cálculo político. A Ches lo agarrotaron como complemento, como figurante, para que Puig Antich no fuera ejecutado solo. Para despolitizar el ajusticiamiento de Salvador. Su drama, que cuenta Raúl Riebenbauer (Valencia, 1969) en el libro El silencio de Georg (recientemente reeditado por la editorial La Vorágine), es que no le importó a nadie.

Ni se llamaba Heinz Ches, ni era polaco, como se dijo, ni era una bestia criminal. Su nombre real era Georg Michael Welzel. Inventó el seudónimo de Heinz Ches juntando el nombre de su padre con el apellido de soltera de su madre (que era Ches y no Chez, como escribió todo el mundo y nadie se molestó en corregir). Welzel era un mecánico de locomotoras de la RDA y había cumplido su sueño, pasar a Occidente, unos pocos meses antes de su detención en España. Pero era un hombre solo, perdido y deprimido. Y, sí, también fue un asesino. Mató a un guardia civil en el bar de un camping de Tarragona. Sin mediar palabra. Sin móvil aparente. Lo vio entrar el el bar y le disparó a quemarropa con una escopeta que había robado antes en un chalet. La reconstrucción de su vida es fruto de una minuciosa investigación a la que Riebenbauer dedicó casi diez años de su vida. Empezó siendo un veinteañero, en la década de 1990, y atribuye su tesón a la cabezonería familiar. «Soy hijo de austriaca», bromea.

 

Desde el principio, tras tener acceso a personajes clave de esta historia, como uno de los miembros del tribunal que lo condenó a muerte, su abogado civil o el cura que lo acompañó en sus últimas horas, esta investigación lo atrapó «como un cepo». Lo que iba descubriendo no se parecía a lo que los medios habían publicado en su momento. Había un montón de zonas grises. Y ya no pudo parar.

La pregunta fundamental en este caso es: ¿por qué Georg Welzel y no otro preso común? ¿Por qué lo eligieron precisamente a él para desempeñar aquel trágico papel de comparsa? «Josiah Tink Thompson hace una reflexión fascinante en El hombre del paraguas (2011), el documental de Errol Morris sobre el asesinato de Kennedy. Dice que cuando cerramos el foco y observamos las cosas a través del microscopio empezamos a ver cosas alucinantes. Pero las cosas, en realidad, son menos complicadas. El caso de Welzel parece a veces una historia de espionaje. Otras, que había algún tipo de relación turbia con las camareras del camping y que eso precipitó el crimen. O incluso que hubo un montaje del Estado para achacarle otro ataque en el puerto de Barcelona [donde disparó contra otro guardia civil, que sobrevivió]. En realidad, todo fue mucho más sencillo».

Raúl Riebenbauer
Raúl Riebenbauer, autor del libro ‘El silencio de Georg’. ESTRELLA JOVER

“¿A este? Pues este”

Riebenbauer tuvo la oportunidad de hablar con uno de los miembros del Consejo de Ministros que ratificó la pena de muerte y su explicación fue muy clara: «¿Vamos a ejecutar a Puig Antich solo? Es mejor dentro de una relación. ¿A quién tenemos por aquí? ¿A este? Pues este». Fue así de sencillo. «Eso es lo terrible de la pena de muerte», afirma Riebenbauer. «Podía haber pasado 15 años en la cárcel, pero la pena capital administrada a sangre fría por el Estado es irreversible, no hay marcha atrás».

Aquel ministro, que ante el autor «reconoció humanidad, reconoció sus dudas y hasta que no tuvo valor», insistió en mantener su anonimato como condición previa para hablar. «Traté de que en esta nueva edición figurara su nombre. Lo he intentado. Pero no ha sido posible y yo lo respeto», confiesa Riebenbauer, que no grabó aquella entrevista y que adoptó la misma precaución con las anotaciones que tomó durante aquel encuentro: nunca escribió en ellas el nombre del ministro. «Lo hice así para que nadie pudiera revelar su identidad si a mí me daba algún achaque y alguien encontraba esas notas después de publicar el libro».

El autor de El silencio de Georg compara a su protagonista con el Meursault de El extranjero. El personaje de Albert Camus acaba en el patíbulo tras una serie de encuentros desafortunados y decisiones incoherentes. Georg Welzel/Heinz Ches siguió ese mismo camino. «Yo leí ese libro cuando estaba ya en una fase avanzada de la investigación y pensé que era la misma historia. Tal cual. Es la historia de alguien al que los avatares del destino, y desde luego sus equivocaciones, le van llevando a un callejón cada vez más estrecho hasta que ya no tiene salida».

«¿Qué hubiera pasado si quienes lo juzgaron hubieran sabido que ese hombre se pasó su juventud en prisiones de la Stasi por tratar de escapar del comunismo? ¿Qué hubiera pasado si hubieran sabido que lo persiguieron a él y a su familia, que tuvo un intento de suicidio, que su hermano Peter vio truncada su carrera como militar, que su madre sufrió desgarros emocionales constantes porque aquel chaval estaba obsesionado por la libertad y por cruzar a la otra Alemania?», se pregunta Riebenbauer.

Quienes asistieron a su ejecución (y algunos funcionarios tuvieron que hacerlo por obligación) quedaron marcados de por vida. La llevó a cabo un verdugo sin experiencia de forma chapucera y espeluznante. «En 1974 aún se ejecutaba en España con el garrote vil, un método medieval, y en el caso de Georg fue puesto en práctica de una forma tan negligente que multiplicaba por mil los horrores de la pena de muerte». Contar los detalles de aquel suceso colocaron a Raúl Riebenbauer ante un dilema ético. «Por varias razones –explica–. Primero, porque me parecía desgarrador para quienes estuvieron allí. La escena fue tan fuerte que luego, cuando por fin conocí los detalles, entendí la negativa de tanta gente a hablar. ¿Cómo se sigue viviendo después de haber estado en aquella sala? Y el otro gran dilema era qué lenguaje utilizar para evitar la pornografía. Traté por todos los medios de esquivar el sensacionalismo, que fue el tono utilizado por El Caso cuando dio la noticia, esa tendencia a ahondar en los detalles más sórdidos, y que también podemos ver hoy en programas de Telecinco o La Sexta».

El libro, en cualquier caso, es una historia personal, no una crónica periodística. Así lo confiesa su autor, que reconoce una ausencia sensible en el relato: la del testimonio de los familiares del agente Antonio Torralbo, el guardia civil de 26 años al que Welzel asesinó en el camping de Tarragona. «Ese es claramente un vacío que hay en esta búsqueda», reconoce. «Es difícil de explicar cuál acabó siendo mi relación con el hombre cuya identidad estaba reconstruyendo. La testigo esencial del caso [la holandesa Jeannette van Hoorn, camarera del camping] me confirmó cómo fue el crimen y me dijo claramente: “El día que aceptes que Georg fue un asesino, empezarás a dejar atrás esta historia y, quizá entonces, podrás empezar a saber qué es lo que haces tú en ella”. En el libro le cuento al lector que he traspasado las líneas rojas que no se deben traspasar como periodista. Estas líneas no son absolutas ni funcionan igual en todos los casos, pero admito que las traspasé».

Riebenbauer narra en su relato, de forma desnuda, cómo la historia de Heinz Ches lo atrapa «por las entrañas» y acaba nublando su objetividad. «La identificación con el objeto de mi investigación y el deseo de que aquel hombre fuera inocente me hizo caer en una injusticia –acepta–. No era inocente. Mató, y lo hizo de una manera inexplicable, e intentó matar a otro agente. Ya no podía ser una historia sobre la restitución de una identidad, una búsqueda por la limpieza y la inocencia. Pero en el curso de la investigación yo lo creía así, y me sentía incapaz de hablar con la familia de Antonio Torralbo. Aún hoy no sabría decir por qué, pero no podía. En el libro lo cuento todo con honestidad, también esta parcialidad. Me gustaría saludar a la familia de Torralbo, pero no lo hice entonces y no sé si hoy tiene sentido».

Prueba balística
Prueba guardada en el sumario: el proyectil disparado contra el guardia civil Jesús Martínez Díaz en el puerto de Barcelona el 13 de diciembre de 1972. Welzel, que se declaró culpable del asesinato del camping de Tarragona, siempre negó su autoría en este otro ataque. LA VORÁGINE

Su obsesiva búsqueda por saber quién era el hombre que se escondía tras el nombre de Heinz Ches le llevó a entrevistarse con muchos de los implicados en el caso: testigos, jueces, funcionarios, incluso con la propia familia de Georg Welzel en Alemania. De todos ellos, quizás el que sale peor parado en esta historia de deshumanidad y ñapas procesales es el abogado civil que se hizo cargo de su defensa, Jordi Salvà Cortés.

Riebenbauer asegura que no era su intención hacer un retrato cruel, «no tenía una animadversión especial contra él», pero la desidia que exhibió durante la instrucción y su pasotismo posterior lo hicieron inevitable. «Mantuve varias conversaciones con Salvà y estas se fueron endureciendo conforme iba avanzando en la investigación, porque vi que había varias cosas que podría haber hecho y no hizo». De haber actuado con más profesionalidad, quizás Georg Welzel hubiera escapado a la pena de muerte. «Y había algo que me irritaba mucho y es que siguiera yendo a las facultades de Derecho, que siguiera dando conferencias y escribiendo artículos como atribuyéndose un mérito».

Tiempo después el azar quiso que Salvà y Riebenbauer volvieran a encontrarse de forma fortuita en las calles de Tarragona. «La memoria es un poco creativa pero creo recordar que al despedirnos me dijo: ‘Quizás tenías razón. Quizás no hice todo lo que pude’. Cuando lo dejé yo estaba temblando. Era una sensación de alivio pero también de pena. Porque Salvà, en el fondo, también fue víctima de las circunstancias del momento».

‘La torna’ de Els Joglars y el giro de Boadella

Una torna, en catalán, podría traducirse como «un complemento» o «un añadido». Eso fue Heinz Ches, un complemento, podría decirse que casi un adorno, al castigo ejemplar que quería exhibir el régimen franquista ejecutando a Puig Antich. Albert Boadella tituló así, La torna, la obra en la que hablaba del proceso y ejecución de Heinz Ches y que le valió a él mismo ser encarcelado y pasar por un consejo de guerra por injurias al Ejército. Es sabido que Boadella, que no tenía ninguna intención de convertirse en mártir, huyó de la cárcel y escapó a Francia en 1978.

La escena que despertó la ira de los militares fue la que representaba la deliberación del caso. Se basaba en la pura realidad: aquellos hombres de uniforme encargaron una paella y vino de rioja en un restaurante cercano para sentarse a discutir sobre la vida y la muerte de Welzel, con el resultado ya conocido. Consideraron una «injuria» verse representados por El Joglars como patriotas borrachos y vocingleros.

Para su libro, Raúl Riebenbauer habló también con Boadella y el suyo fue un encuentro cálido y amistoso. El dramaturgo se interesó vivamente por el progreso de la investigación e incluso incluyó los descubrimientos de Riebenbauer en una nueva versión de la obra, titulada La torna de la torna y estrenada en Reus en 2005.

¿Le sorprende a Riebenbauer la deriva ideológica que hoy ha tomado Boadella? «Totalmente. Cuando nos conocimos me trató con mucho cariño y con mucho respeto. El ya vivía su fractura con Catalunya pero todavía no había ahondado en su proceso de derechización. Ahora me siento muy alejado de él. Hace poco, por curiosidad, leí algunos tuits suyos y me pareció que estamos en lugares muy diferentes de la realidad. No puedo sentir afecto por su ideología ni por su manera de vivir».

Hay otra cosa que molesta a Riebenbauer y que, de alguna manera, define la personalidad de Boadella: su empeño por que se reconociera como propia y única la autoría de La torna. «Aunque él dirigía Els Joglars y era la figura esencial, está claro que el proceso de creación fue colectivo. Y así lo sostienen el resto de miembros de Els Joglars».

«Le estoy muy agradecido al Albert con el que tuve conversaciones tan íntimas. Incluso me confesó que sospechaba que a su hermano lo asesinaron porque lo confundieron con él. Él quedó muy marcado por el caso de Heinz Ches y se entusiasmó con mi trabajo. Pero el Albert que leo ahora, con sus expresiones cada vez más reaccionarias, está muy lejos de mí», se lamenta el autor.

Quedar marcado

Tampoco Riebenbauer salió indemne de esta historia. Se había metido tan profundamente en ella que en una de sus visitas al Gobierno Militar de Barcelona para consultar el sumario de Georg Welzel vio que habían cosido un añadido al final. Era su propio historial, con sus peticiones y sus visitas al archivo. Estaba, literalmente, «cosido a él».

Con toda la documentación recabada pretendió hacer un documental. Hay que señalar que Riebenbauer tiene una larga experiencia en este campo y que fue premiado en varios festivales por su película La sombra del iceberg (2007), en la que investigaba la figura del miliciano muerto durante la Guerra Civil en la célebre foto de Robert Capa. Con el caso de Heinz Ches no tuvo tanta suerte. Denuncia que la productora Malvarrosa se apropió de todo su trabajo y lo expulsó del proyecto. Aquello, según Riebenbauer, le produjo una profunda depresión.

Si consiguió salir de aquel pozo fue gracias al apoyo y la generosidad de dos personas relacionadas con su historia: Francesc Escribano, el autor de Compte enrere, el libro que reconstruye las horas finales de Salvador Puig Antich, y la propia hermana de este, Carme.

Carme Puig Antich lleva 47 años batallando con la justicia para que se anule la sentencia de su hermano y se reconozcan las irregularidades que hubo durante el proceso. Entre ellas destacan la desaparición de las pruebas de balística y la cuestionable autopsia del policía al que supuestamente mató Salvador, que no se realizó en el Instituto Anatómico Forense sino en una comisaría. Durante todos estos años no ha parado de denunciar «la farsa» de juicio al que fue sometido su hermano. Pero no se ha encerrado ahí. Apoyó a Riebenbauer en su propia investigación, lo ayudó a salir de su depresión, lo animó a escribir este libro y sigue cerca de él hoy, acudiendo como invitada a las presentaciones.

Carme sigue luchando para restituir la memoria de su hermano. No se da por vencida a pesar de su profundo pesimismo respecto al sistema judicial español. Simplemente hace lo que, por obligación moral, cree que debe hacer.

En un momento del libro, Raúl Riebenbauer cuenta su conversación con Walter Haubrich, corresponsal del Frankfurter Allgemeine que cubrió la noticia de la ejecución de Georg Welzel. En ella le pregunta: «Oye, Walter, con raíces como estas, ¿crees que este país podrá recuperar la memoria? ¿Nos dejarán?». ¿Cómo contestaría el propio Raúl a esta pregunta?

«Yo creo que no. No nos dejarán. Hay una conexión clarísima entre el país en el que vivimos y la dictadura de la que procedemos», responde Riebenbauer. «Para empezar, en la figura del propio monarca, que accede a la jefatura del Estado gracias al dictador. Querrán separar al ciudadano Felipe de aquellas raíces, pero ahí están. Además, la ley de amnistía permitió que todo lo que ocurrió haya sido borrado y perdonado. Y también ha habido un gran conformismo desde una parte de la izquierda… aunque no tengo muy claro que al Partido Socialista se le pueda llamar izquierda. La cita de José María Mendiluce con la que abro el libro [y que pertenece a un artículo publicado en El País en 2001] sigue valiendo para hoy».

La cita es: «Y para evitar que se confundiera la memoria con el resentimiento o los deseos de venganza, se perdonó hasta el recuerdo, renunciando a una imprescindible pedagogía democrática».

https://www.lamarea.com/2021/03/18/ni-se-llamaba-heinz-ches-ni-era-polaco/


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