La crisis de la globalización: ¿una guerra inevitable?
La falsa ilusión de la globalización, tal y como la concibió hace veinte años gente muy insensata, es insostenible
La boca del logo
En su libro más reciente, Kari Polanyi Levitt señala que la palabra “globalización” no aparece en los diccionarios de lengua inglesa Oxford Shorter English anteriores a 1994 ni en los programas correctores ortográficos de la época. Surgió de la nada en ese momento por una razón: para arrojar cierta luz de benigna inevitabilidad sobre el proyecto de hegemonía occidental que se ofrecía como futuro tras la disolución de la URSS.
Hoy, mientras escribo en el 200 aniversario del nacimiento de Karl Marx, este proyecto no ha estado a la altura, y quizá se tambalee y esté a punto de sufrir su propia disolución. Hay tres motivos principales: uno es China; el segundo es Rusia; y el tercero, y más importante, es la mala gestión financiera de Estados Unidos y Europa.
La gran idea de la década de 1990 era que un orden mundial liberal, abierto y unificado, dominado por los bancos, podría llevar democracia y prosperidad al Este. Esta idea, ciertamente, se había puesto a prueba en el hemisferio sur desde comienzos de la década de 1980 y la experiencia se denominó la “Década Perdida”. Sin embargo, en el Este era novedoso –además de ser, hasta cierto punto, algo en lo que se confiaba fielmente en los vertiginosos momentos en que se producía la desaparición de un socialismo mediocre en Europa.
La ilusión no duró mucho tiempo. En Rusia se vio frustrada por los tanques de Yeltsin en 1993 y después por la descarada corrupción de su reelección en 1996. Entretanto, la promesa de la prosperidad se desvaneció en una orgía de privatizaciones, alzamientos de bienes, sustracción de salarios y pensiones y desastres demográficos. A finales de la década de 1990, el engaño había quedado totalmente al descubierto, había que tomar medidas correctivas y el coqueteo ruso con la democracia “occidental” llegó a su fin.
China, entretanto, escogió un camino distinto: un kadarismo de dimensiones épicas. Recordemos al primer ministro húngaro que instalaron los soviéticos tras la derrota de la revolución de 1956, que entonces declaró: “Si no estáis contra nosotros, estáis con nosotros” y encontró el modo de lograr una liberalización social y cultural y una economía basada en el consumo sin llevar a cabo una reforma política. Elevémoslo a una escala exponencial y tenemos a China. Una prudencia crucial impidió, a mediados de la década de 1990, la liberalización de los controles del capital, de modo que en 1997 China se libró de la crisis financiera asiática. Posteriormente, el crecimiento chino de la década de 2000 provocó un boom mundial de los productos básicos que hizo posible el verano sudamericano y que llevó cierto grado de democracia social sostenible a dicho continente por primera vez.
Cimientos vacíos
En Occidente, George W. Bush y Dick Cheney demostraron la obsolescencia y futilidad del poder militar moderno en Afganistán e Iraq. Al mismo tiempo, tras la ampliación de la OTAN y Kosovo, agotaron lo poco que quedaba de respeto en el Este –así como entre una parte importante de la opinión europea– por la idea de que los valores occidentales eran un principio rector en vez de un eslogan vacío. La globalización se convirtió en sinónimo de la aceptación de que un país, que funcionaba por su propio interés y sin tener en cuenta a nadie más, establecería los términos por los que se gobernaba el mundo, lanzando su fuerza militar incluso mucho después de que se hiciera evidente, a ojos de cualquier observador imparcial, hasta qué punto los beneficios eran inferiores a los costes.
Así, al final de la era Bush, la gran crisis mostró al mundo entero los cimientos vacíos de las finanzas de Occidente. En la década posterior, la consecuencia derivada de las doctrinas económicas reaccionarias y de unos legisladores obstinados e incompetentes ha sido hacer trizas el gran proyecto constructivo de la era neoliberal, concretamente la Unión Europea. De este modo, una década después de que Wall Street siguiera el camino de la URSS –aunque fue rescatado y apuntalado, a diferencia de los soviéticos, manteniéndolo en modo zombi bajo la administración de Obama–, tenemos un mundo envejecido, una potencia hegemónica cansada y una alianza tambaleante que provoca peleas y que, de repente, se sorprende al comprobar que en realidad no puede ganar una guerra nuclear.
En Siria, Rusia ha puesto fin al proyecto de cambio de régimen, cuyos efectos se extenderán a Ucrania, el Cáucaso y finalmente al corazón de Europa. En África y Asia occidental, China está al frente de la ingeniería de desarrollo. Estos fenómenos carecen de contenido ideológico; no tienen nada que ver con Marx, Lenin o incluso el socialismo –únicamente con la consolidación de una política de interés nacional no dominada por Estados Unidos–. En Sudamérica, por el momento, los regímenes neofascistas enfocados hacia EE.UU. van en aumento, pero no pueden durar mucho. Y cuando los oprimidos se rebelan de nuevo, los líderes de esos países tendrán que cuestionarse quién interfiere en sus asuntos políticos y quién no.
Guerra o depresión
De modo que sí, crisis de globalización. Una crisis con una posibilidad razonable de acabar mal, bien en una catastrófica guerra o –más probablemente– en una Gran Depresión en Occidente, junto con una consolidación de estrategias de desarrollo nacional en el continente euroasiático. Al fin y al cabo, China realmente no necesita a Estados Unidos. Y, al fin y al cabo, Rusia, puede forjar las alianzas que necesita con sus vecinos geográficos cercanos, incluidas algunas zonas de lo que alguna vez se consideró Europa “occidental”. Estos procesos, a menos que se vean interrumpidos por una guerra o revueltas internas, probablemente se opondrán a una ruptura procedente del exterior.
Para Occidente todo esto plantea una cuestión profunda y difícil. Si has dilapidado la reputación de poseer valores superiores, si has degradado la democracia a favor de las finanzas, si has mostrado desprecio por las estructuras del derecho internacional de posguerra y, al mismo tiempo, has demostrado que Mao no iba desencaminado cuando acuñó el logrado “tigre de papel”; después de hacer todo eso, ¿cómo restituyes tu reputación y posición en el mundo?
Un poco de humildad, de reconocer que la falsa ilusión de la “globalización” tal y como la concibió hace veinte años gente muy insensata es insostenible, y que la creación de un programa de reconstrucción nacional y regional centrado en los problemas más urgentes –sociales y los derivados del cambio climático– podría ser la forma correcta de empezar.
En su libro más reciente, Kari Polanyi Levitt señala que la palabra “globalización” no aparece en los diccionarios de lengua inglesa Oxford Shorter English anteriores a 1994 ni en los programas correctores ortográficos de la época. Surgió de la nada en ese momento por una razón: para arrojar cierta luz de benigna inevitabilidad sobre el proyecto de hegemonía occidental que se ofrecía como futuro tras la disolución de la URSS.
Hoy, mientras escribo en el 200 aniversario del nacimiento de Karl Marx, este proyecto no ha estado a la altura, y quizá se tambalee y esté a punto de sufrir su propia disolución. Hay tres motivos principales: uno es China; el segundo es Rusia; y el tercero, y más importante, es la mala gestión financiera de Estados Unidos y Europa.
La gran idea de la década de 1990 era que un orden mundial liberal, abierto y unificado, dominado por los bancos, podría llevar democracia y prosperidad al Este. Esta idea, ciertamente, se había puesto a prueba en el hemisferio sur desde comienzos de la década de 1980 y la experiencia se denominó la “Década Perdida”. Sin embargo, en el Este era novedoso –además de ser, hasta cierto punto, algo en lo que se confiaba fielmente en los vertiginosos momentos en que se producía la desaparición de un socialismo mediocre en Europa.
La ilusión no duró mucho tiempo. En Rusia se vio frustrada por los tanques de Yeltsin en 1993 y después por la descarada corrupción de su reelección en 1996. Entretanto, la promesa de la prosperidad se desvaneció en una orgía de privatizaciones, alzamientos de bienes, sustracción de salarios y pensiones y desastres demográficos. A finales de la década de 1990, el engaño había quedado totalmente al descubierto, había que tomar medidas correctivas y el coqueteo ruso con la democracia “occidental” llegó a su fin.
China, entretanto, escogió un camino distinto: un kadarismo de dimensiones épicas. Recordemos al primer ministro húngaro que instalaron los soviéticos tras la derrota de la revolución de 1956, que entonces declaró: “Si no estáis contra nosotros, estáis con nosotros” y encontró el modo de lograr una liberalización social y cultural y una economía basada en el consumo sin llevar a cabo una reforma política. Elevémoslo a una escala exponencial y tenemos a China. Una prudencia crucial impidió, a mediados de la década de 1990, la liberalización de los controles del capital, de modo que en 1997 China se libró de la crisis financiera asiática. Posteriormente, el crecimiento chino de la década de 2000 provocó un boom mundial de los productos básicos que hizo posible el verano sudamericano y que llevó cierto grado de democracia social sostenible a dicho continente por primera vez.
Cimientos vacíos
En Occidente, George W. Bush y Dick Cheney demostraron la obsolescencia y futilidad del poder militar moderno en Afganistán e Iraq. Al mismo tiempo, tras la ampliación de la OTAN y Kosovo, agotaron lo poco que quedaba de respeto en el Este –así como entre una parte importante de la opinión europea– por la idea de que los valores occidentales eran un principio rector en vez de un eslogan vacío. La globalización se convirtió en sinónimo de la aceptación de que un país, que funcionaba por su propio interés y sin tener en cuenta a nadie más, establecería los términos por los que se gobernaba el mundo, lanzando su fuerza militar incluso mucho después de que se hiciera evidente, a ojos de cualquier observador imparcial, hasta qué punto los beneficios eran inferiores a los costes.
Así, al final de la era Bush, la gran crisis mostró al mundo entero los cimientos vacíos de las finanzas de Occidente. En la década posterior, la consecuencia derivada de las doctrinas económicas reaccionarias y de unos legisladores obstinados e incompetentes ha sido hacer trizas el gran proyecto constructivo de la era neoliberal, concretamente la Unión Europea. De este modo, una década después de que Wall Street siguiera el camino de la URSS –aunque fue rescatado y apuntalado, a diferencia de los soviéticos, manteniéndolo en modo zombi bajo la administración de Obama–, tenemos un mundo envejecido, una potencia hegemónica cansada y una alianza tambaleante que provoca peleas y que, de repente, se sorprende al comprobar que en realidad no puede ganar una guerra nuclear.
En Siria, Rusia ha puesto fin al proyecto de cambio de régimen, cuyos efectos se extenderán a Ucrania, el Cáucaso y finalmente al corazón de Europa. En África y Asia occidental, China está al frente de la ingeniería de desarrollo. Estos fenómenos carecen de contenido ideológico; no tienen nada que ver con Marx, Lenin o incluso el socialismo –únicamente con la consolidación de una política de interés nacional no dominada por Estados Unidos–. En Sudamérica, por el momento, los regímenes neofascistas enfocados hacia EE.UU. van en aumento, pero no pueden durar mucho. Y cuando los oprimidos se rebelan de nuevo, los líderes de esos países tendrán que cuestionarse quién interfiere en sus asuntos políticos y quién no.
Guerra o depresión
De modo que sí, crisis de globalización. Una crisis con una posibilidad razonable de acabar mal, bien en una catastrófica guerra o –más probablemente– en una Gran Depresión en Occidente, junto con una consolidación de estrategias de desarrollo nacional en el continente euroasiático. Al fin y al cabo, China realmente no necesita a Estados Unidos. Y, al fin y al cabo, Rusia, puede forjar las alianzas que necesita con sus vecinos geográficos cercanos, incluidas algunas zonas de lo que alguna vez se consideró Europa “occidental”. Estos procesos, a menos que se vean interrumpidos por una guerra o revueltas internas, probablemente se opondrán a una ruptura procedente del exterior.
Para Occidente todo esto plantea una cuestión profunda y difícil. Si has dilapidado la reputación de poseer valores superiores, si has degradado la democracia a favor de las finanzas, si has mostrado desprecio por las estructuras del derecho internacional de posguerra y, al mismo tiempo, has demostrado que Mao no iba desencaminado cuando acuñó el logrado “tigre de papel”; después de hacer todo eso, ¿cómo restituyes tu reputación y posición en el mundo?
Un poco de humildad, de reconocer que la falsa ilusión de la “globalización” tal y como la concibió hace veinte años gente muy insensata es insostenible, y que la creación de un programa de reconstrucción nacional y regional centrado en los problemas más urgentes –sociales y los derivados del cambio climático– podría ser la forma correcta de empezar.
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