Más españoles que ciudadanos.
El pasado 1 de junio Ciudadanos mostró en el Congreso
de los Diputados su auténtica naturaleza política. Al votar a favor de
la continuidad en el poder de Mariano Rajoy y del PP, el partido más
corrupto de Europa, manifestó que la pretensión de ser el principal
promotor de la regeneración de la democracia española era una falacia.
Al plantear como único dilema político la convocatoria inmediata de
elecciones o la continuidad de Rajoy, Cs ha demostrado su oportunismo
más descarado y ha alejado su imagen de equidistancia y la ambición de
ser el partido bisagra. Entonces se hizo evidente que la obsesión de
Albert Rivera por ir a unas elecciones anticipadas sólo respondía al
deseo de aprovechar la fuerte subida en votos y escaños de su partido
que preveían las últimas encuestas. Rivera quería rentabilizar lo antes
posible el hecho de haber sido durante dos años el más atrevido
hostigador del proceso soberanista catalán y haberse convertido en el
caudillo de la defensa de la unidad española.
En efecto, el éxito de Cs ha sido encabezar de forma
apasionada la lucha contra el independentismo catalán, actitud que le ha
permitido salir de una relativa marginalidad para convertirse en un
referente político que recibía todo tipo de apoyos y elogios tanto de
la prensa de Madrid, y especialmente de El País, como de buena parte de
los sectores empresariales, que podrían sintetizarse en el Ibex 35.
Pero para liderar esta causa, hacía falta intensificar el discurso
españolista y oponerse firmemente a la visión plural de España,
defendiendo la vieja concepción integrista de la nación única, que
excluye la existencia de otras identidades en su interior. Este énfasis
nacionalista ha significado también acentuar la indefinición ideológica
del partido y sostener que Cs no es ni de derechas ni de izquierdas,
con el fin de convertirse en polo de atracción de todo tipo de
tránsfugas, desde el PP y UPyD hasta el PSOE y el PSC. E igualmente
había que desterrar su primera propuesta programática, hecha en el 2007,
cuando Cs se definía como una formación socialdemócrata, liberal
progresista y de centroizquierda.
La airada movilización españolista protagonizada por Cs
es fruto de la inseguridad ante las debilidades de la nación propia,
puestas de manifiesto por el desafío catalán. Es una actitud
intransigente y básicamente defensiva que parte de negar todo
reconocimiento a los derechos de los “otros”. Es, de hecho, la cultura
del “a por ellos”, que implica presentar a los independentistas
catalanes como una gente rechazable y reprimible por el hecho de haber
cuestionado la nación única y haber osado exigir una soberanía que ni
tienen ni se merecen. Es una actitud visceral, fruto más de la pasión
que de la razón.
Por eso, Albert Rivera, antiguo militante de Nuevas
Generaciones del PP, no ha tenido ningún escrúpulo por equiparar el
independentismo catalán y el terrorismo etarra ni tampoco por defender
la necesidad de abrir una especie de “causa general judicial” contra los
separatistas. La vehemencia de Rivera al exigir a Rajoy que no
levantara de ninguna manera el artículo 155 recuerda la actitud de José
Antonio Primo de Rivera cuando, después de los hechos de octubre de
1934, sostenía que antes de volver a poner en vigencia el Estatut de
1932 había que observar la situación política de Catalunya “para que
veamos si está bien afianzada en ella el sentido de la unidad de los
destinos nacionales”.
El nacionalismo esencialista de Cs ha derivado, como era
previsible, en un descarado populismo que fundamenta su discurso en una
visión unívoca e idealista de una patria española sin diferencias
internas. Cuando Albert Rivera afirma que sólo ve españoles en el país
que, según el Banco de España, es el líder europeo en desigualdades
sociales, nos ofrece una lección magistral de demagogia populista que
pasará a los anales de la política española. El artículo primero del
decálogo del buen populista es hacer apelaciones vehementes a la patria
unida con el fin de ocultar las diferencias y contradicciones sociales.
Con toda seguridad Cs, como también el PP, actuará como
una oposición intransigente al nuevo Gobierno del socialista Pedro
Sánchez e intentará dificultar al máximo cualquier tipo de
entendimiento entre el Gobierno de Madrid y el de la Generalitat.
Rivera ha quedado descolocado después de la votación del día 1 y su
papel de azote de los corruptos ahora es poco creíble. Por eso espoleará
y tratará de mantener vivo el conflicto catalán todo el tiempo que
pueda. El éxito electoral de Cs en Catalunya y sus expectativas a
nivel español están estrechamente vinculados a seguir apareciendo como
el principal defensor de la nación española amenazada. Sin esta pantalla
patriótica, el discurso de Cs aparece vacío de contenido político. Por
no perder protagonismo, Rivera condenará con gran griterío cualquier
intento de negociación con la Generalitat y acusará de traidores a los
socialistas si pretenden hacerlo.
Hace diez años Francesc de Carreras, principal
ideólogo de Cs, cuando esta formación era esencialmente
anticatalanista, sostenía que “nosotros no somos partidarios de la
nación identitaria, sino de la nación de ciudadanos”. La actuación de
Albert Rivera estos últimos años ha desautorizado totalmente esta
afirmación, ya que ha convertido Cs en el partido más identitario y más
nacionalista de toda España.
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