Norma odiosa
La singularidad de Catalunya es que tiene que ejercer el derecho a
la autonomía con base en un Estatuto que no ha sido aprobado por su
Parlamento y ratificado por los ciudadanos, sino que le ha sido impuesto
por el Estado
Oí ayer a Felipe
González decir en un corte de un informativo de televisión que lo que
está ocurriendo en Catalunya es el mayor motivo de preocupación que ha
tenido en los últimos cuarenta años y, sin embargo, al preguntarle la
periodista qué solución proponía, la respuesta fue: que los catalanes
vuelvan a la Constitución y al Estatuto y después hablaremos.
Me sorprendió la distancia entre la enormidad de la preocupación y la
simplicidad de la propuesta. ¿Realmente es eso lo que tiene Felipe
González en la recámara para resolver el problema de la integración de
Catalunya en el Estado? ¿De verdad cree que es posible volver a desandar
el camino recorrido en estos últimos siete años como mínimo como si
nada hubiera ocurrido?
Espero que esta opinión del expresidente González no sea
compartida por la dirección del PSOE y por la mayoría de sus
militantes, porque entonces sí que nos encontraríamos ante un problema
insoluble.
La vuelta a la Constitución y al Estatuto
en Catalunya no es posible. En realidad, Catalunya continúa estando en
la Constitución y en el Estatuto, que en cuanto normas jurídicas han
permanecido vigentes desde 2010 sin que se haya producido modificación
de ningún tipo ni en la una ni en el otro. Catalunya formalmente tiene
el mismo bloque de constitucionalidad que tienen las demás Comunidades
Autónomas. No tiene, por tanto, que volver a ningún sitio.
La singularidad de Catalunya es que tiene que ejercer el derecho a la
autonomía con base en un Estatuto que no ha sido aprobado por su
Parlamento y ratificado por los ciudadanos, sino que le ha sido impuesto
por el Estado a través del Tribunal Constitucional contra la voluntad
expresamente manifestada tanto por el Parlament como por los ciudadanos.
Esto es lo que la Constitución intentó evitar que pudiera llegar a
producirse y, por eso, los artículos 151 y 152 están en la Constitución
en los términos que están. De acuerdo con la Constitución, los
ciudadanos de Catalunya tienen que tener la última palabra en lo que a
la definición de la titularidad y el ejercicio del derecho a la
autonomía se refiere. Desde julio de 2010 no es así. Es la única
comunidad autónoma en la que esto ocurre.
Y desde
entonces, el Estatuto de Autonomía de Catalunya es lo que técnicamente
en el mundo del derecho se califica de una 'norma odiosa', que, como
fácilmente puede comprenderse, no es capaz de suscitar el más mínimo
grado de adhesión en los destinatarios de la misma. Es una norma que
afecta a la dignidad de los ciudadanos y que, como consecuencia de ello,
resulta literalmente insoportable. Ningún ciudadano catalán que se
respete a sí mismo puede aceptarla.
Este carácter de
'norma odiosa' se ha extendido por la sociedad catalana de una manera
formidable. No solo entre los que pretenden la independencia, sino entre
muchos más. En todos los procesos electorales celebrados hasta la
fecha, los partidarios de la independencia no han ido más allá del 47-48
% de los votos válidamente emitidos, que vienen a ser el 33-34 % del
censo. Si únicamente fueran ellos los que consideran el Estatuto una
norma 'odiosa', tendríamos un gran problema, pero sería manejable
constitucionalmente.
El problema resulta inmanejable
porque el porcentaje de los que rechazan el Estatuto y quieren que se
celebre un referéndum para poder decidir acerca de su integración en el
Estado llega al 80 %. Cuando se alcanza este porcentaje la capacidad de
persuasión del Estado se reduce a casi nada. Y también el margen de
maniobra de las autoridades catalanas, que no pueden desconocer, sin
deslegitimarse, el 'odio' que el Estatuto suscita.
La
vuelta al Estatuto es una quimera. Si fuera un problema de elites, se
podría encontrar una forma de arreglarlo. Pero no es así. Quien haya
seguido los acontecimientos de Catalunya en estos últimos años, habrá
podido comprobar que el impulso del 'procés' no ha venido de arriba,
sino de abajo. A lo largo de estos últimos siete años los electores han
desautorizado a todos los partidos que estaban en el gobierno en las
sucesivas elecciones. Al PSOE, que encabezaba el tripartito en el otoño
de 2010; a CiU, presidida por Artur Mas en 2012 (de 62 a 50 escaños); a
CiU y ERC (Junts pel Sí), en 2015 (de la suma de 71 escaños que tuvieron
ambos partidos por separado en 2012 a 62 entre ambos). Todos los
sondeos conocidos indican que si se celebraran elecciones los resultados
para quienes están en el gobierno ahora mismo globalmente serían
todavía peores.
Y sin embargo, el 'procés' no se
desinfla.
Lo que le da consistencia es el número de ciudadanos que lo
apoyan y que se movilizan para hacerlo visible y no los partidos que
están al frente, respecto de los cuales hay mucha desconfianza entre la
ciudadanía. Si esto no se entiende, no se entiende nada. A una 'norma
odiosa' no se puede volver nunca.
Espero que esto no
se deje de tener presente por nadie a partir del 2 de octubre, porque,
de lo contrario, nos quedaremos atrapados en un círculo vicioso.
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