Don Pelayo de Madrazo .
El gen de Don Pelayo .
Sebastían Martín .
Supongo que quienes durante el último
lustro se han negado en rotundo a consultar a la población catalana
sobre su independencia deben sentirse satisfechos. La penosa situación
que atravesamos se debe, en última instancia, al triunfo de sus
designios. En la impugnación académica y mediática del llamado ‘derecho a
decidir’ ha sucedido algo revelador. Lo que a la mayoría de la
población resultaba una reivindicación autoevidente, que cae por su
propio peso, a periodistas, catedráticos y filósofos parecía una
aberración intolerable. La honda fractura que separa al estrato
intelectual del país de buena parte de sus capas populares se ha hecho
muy visible en este punto.
Se ha sostenido con gravedad que el ‘derecho a decidir’ no existe, porque no está recogido en la Constitución, que tampoco cabe asimilarlo al derecho de autodeterminación de los pueblos en un contexto descolonizador, y que no tiene precedente alguno en la política moderna. Aunque esta última pretensión sea discutible, existiendo los casos de Quebec y Escocia, admitamos la validez de todos esos argumentos. Pero, ¿qué legitimidad resta a un derecho colectivo el que se plantee con entera novedad, sin sostén en precendente alguno? ¿Es que la fuente de la legitimidad solo procede de lo ya constituido?
Si tal planteamiento hubiese triunfado siempre, no habríamos avanzado un solo paso. Todos los derechos colectivos que finalmente lograron imponerse tuvieron un momento originario, no fundado en el derecho existente, sino caracterizado más bien por contrariarlo. La falta de antecedentes no deslegitima per se el ‘derecho a decidir’. Solo impone su valoración ética y extrajurídica.
También se ha esgrimido que resulta una pretensión imposible, porque atenta contra el principio de la ‘soberanía del pueblo español’, por esencia ‘indivisible’. Recordemos, en primer lugar, que la propia Constitución de 1978 reconoce y atribuye facultades políticas decisivas a otros demos más allá del de la nación española, justamente a los demos de las respectivas regiones y nacionalidades que integran el Estado a los efectos de instituirse en régimen de autonomía. ¿Tanto bloqueo mental produce el que se le tome como población de referencia para ser consultada sobre su estatuto político colectivo, incluido el de una futura independencia?
Convengamos además que el principio de la soberanía nacional entra dentro de la categoría de las llamadas ‘ficciones jurídicas’. En un contexto globalizado, donde las mediaciones políticas y económicas se han intensificado, resulta ilusorio hablar en términos reales de un ‘poder soberano’, que ‘no reconoce a ninguno superior’. No hay poder que no sea relativo. La idea de ‘soberanía del pueblo español’ solo funciona mientras sea capaz de representar colectivamente un principio eficaz de síntesis política. Pero es justo esto lo controvertido. En su acepción jurídica estricta, la ‘soberanía’, de hecho, no es más que una metáfora útil para explicar la obligatoriedad del derecho en un territorio dado, imputándosela en última instancia a una no menos ficticia ‘voluntad del pueblo’. Sin embargo, es esa obligatoriedad la que se halla profundamente cuestionada.
Esto nos lleva a otro de los argumentos contrarios al ‘derecho a decidir’. El que recuerda que las leyes están para cumplirlas. Este postulado verdadero olvida, sin embargo, su presupuesto sociológico: las leyes solo son observadas con regularidad si les subyacen ciertos consensos de partida, que son los que se están rompiendo. Apoyar el cumplimiento de las leyes solamente en la coerción es el mejor modo de condenarlas al rechazo futuro. Tiene poder real aquel que consigue replicar su voluntad a través del ejemplo y la persuasión; la imposición es signo manifiesto de debilidad.
A esta objeción jurídica siempre le ha acompañado otra, de mayor rango: el ‘derecho a decidir’ no cabe en la actual Constitución, mientras no se reforme mediante los procedimientos previstos al efecto. Pero aquí se confunde la consulta con una posible independencia. Un referéndum consultivo sí habría cabido en el presente ordenamiento constitucional de haber querido el Gobierno y el PSOE. Hubiese sido la toma de pulso imprescindible para saber si había, después, que proceder a reformar en profundidad la Constitución.
Algunos incluso querrían bloquear esta última posibilidad, despreciando la máxima jacobina de que cada generación tiene derecho a su propia ley fundamental. Invocan en su apoyo el ejemplo de los Estados Unidos. Al hacerlo, no solo desconocen las diferencias sustantivas que separan las tradiciones constitucionales angloamericana y europea-continental. También olvidan las circunstancias de excepción, con ruido de sables de fondo, que presidieron la aprobación de nuestro actual régimen constitucional. Desblindarlo para adecuarlo en libertad a la efectiva realidad de hoy día es el mejor modo de salvaguardarlo. Petrificándolo, se continuará abundando en su irrelevancia.
Sobre estos comprensibles escrúpulos jurídicos y constitucionales cabe realizar una doble puntualización. Por un lado, contrasta la rigidez que algunos atribuyen al derecho positivo y al constitucional en materia nacional con la flexibilidad que le otorgan para adecuarse a las pulsiones económicas. Diríase que resulta mucho más fácil cambiar la letra de la Constitución por orden del gobernador del Banco Central Europeo que por la contestación de millones de ciudadanos.
Por otro lado, desde una perspectiva pulcramente jurídica, sin ideología política detrás, el ‘desafío secesionista’ no significa sino un intento revolucionario de sustituir un ordenamiento jurídico por otro. Llamar a eso “golpe de Estado”, dada nuestra cruenta experiencia pasada, es una desproporción de mala fe que desautoriza a quien la formula. Sí es digno de tener presente, en cambio, que dichas pretensiones revolucionarias solo son exitosas –como advirtió con tino Hans Kelsen– cuando consiguen que la mayor parte de los destinatarios de las nuevas normas se sientan espontáneamente obligados por ellas. Algo que es improbable que vaya a suceder, entre otras cosas porque, en la coyuntura presente, no va a poder formarse ningún nuevo ordenamiento.
No existía razón jurídica de peso para oponerse al referéndum. La mejor prueba de ello es la cantidad de juristas que, empecinados hasta ahora en lo contrario, y horrorizados por las consecuencias de su obstinación, comienzan a aceptar que la única salida a la cuestión catalana es una consulta pactada. Pero buena parte de la opinión pública sigue mostrándose disconforme.
Lo peculiar es que ahora ha venido a descubrirse el motivo último de su oposición. La razón que ha estado a la postre detrás de todos los circunloquios no ha sido ni jurídica ni racional, sino mística. Es la de quienes responden, como con gracia se ha dicho, al ‘gen de Don Pelayo’; la de quienes participan del postulado místico vital, formulado por José Antonio [Primo de Rivera], de que “España, como nación, es irrevocable”.
Es la negación de este motivo irracional la que explica el alineamiento de muchos sectores de la izquierda con la reivindicación del ‘derecho a decidir’. Convertir en objeto de decisión democrática a instituciones presuntamente naturales forma parte del código genético de la izquierda. Ocurrió con la familia patriarcal y con la propiedad privada. En coherencia, también había de pasar con la nación, entendida en su sentido romántico, trascendente y confrontado con la libertad individual.
De haberse situado la cuestión catalana más allá de este bloqueo nacionalista, podría haberse aspirado a tratarla desde un punto de vista, ahora sí, netamente racional. En lugar de las banderas, habrían ocupado entonces la agenda las cifras de la deuda y la Seguridad Social, los porcentajes de participación y asentimiento, las debidas compensaciones mutuas y todas las demás capitulaciones del divorcio. Y es que algunos hemos defendido el referéndum no por simpatía con el nacionalismo, sino a fuer de no ser nacionalistas.
Se ha sostenido con gravedad que el ‘derecho a decidir’ no existe, porque no está recogido en la Constitución, que tampoco cabe asimilarlo al derecho de autodeterminación de los pueblos en un contexto descolonizador, y que no tiene precedente alguno en la política moderna. Aunque esta última pretensión sea discutible, existiendo los casos de Quebec y Escocia, admitamos la validez de todos esos argumentos. Pero, ¿qué legitimidad resta a un derecho colectivo el que se plantee con entera novedad, sin sostén en precendente alguno? ¿Es que la fuente de la legitimidad solo procede de lo ya constituido?
Si tal planteamiento hubiese triunfado siempre, no habríamos avanzado un solo paso. Todos los derechos colectivos que finalmente lograron imponerse tuvieron un momento originario, no fundado en el derecho existente, sino caracterizado más bien por contrariarlo. La falta de antecedentes no deslegitima per se el ‘derecho a decidir’. Solo impone su valoración ética y extrajurídica.
También se ha esgrimido que resulta una pretensión imposible, porque atenta contra el principio de la ‘soberanía del pueblo español’, por esencia ‘indivisible’. Recordemos, en primer lugar, que la propia Constitución de 1978 reconoce y atribuye facultades políticas decisivas a otros demos más allá del de la nación española, justamente a los demos de las respectivas regiones y nacionalidades que integran el Estado a los efectos de instituirse en régimen de autonomía. ¿Tanto bloqueo mental produce el que se le tome como población de referencia para ser consultada sobre su estatuto político colectivo, incluido el de una futura independencia?
Convengamos además que el principio de la soberanía nacional entra dentro de la categoría de las llamadas ‘ficciones jurídicas’. En un contexto globalizado, donde las mediaciones políticas y económicas se han intensificado, resulta ilusorio hablar en términos reales de un ‘poder soberano’, que ‘no reconoce a ninguno superior’. No hay poder que no sea relativo. La idea de ‘soberanía del pueblo español’ solo funciona mientras sea capaz de representar colectivamente un principio eficaz de síntesis política. Pero es justo esto lo controvertido. En su acepción jurídica estricta, la ‘soberanía’, de hecho, no es más que una metáfora útil para explicar la obligatoriedad del derecho en un territorio dado, imputándosela en última instancia a una no menos ficticia ‘voluntad del pueblo’. Sin embargo, es esa obligatoriedad la que se halla profundamente cuestionada.
Esto nos lleva a otro de los argumentos contrarios al ‘derecho a decidir’. El que recuerda que las leyes están para cumplirlas. Este postulado verdadero olvida, sin embargo, su presupuesto sociológico: las leyes solo son observadas con regularidad si les subyacen ciertos consensos de partida, que son los que se están rompiendo. Apoyar el cumplimiento de las leyes solamente en la coerción es el mejor modo de condenarlas al rechazo futuro. Tiene poder real aquel que consigue replicar su voluntad a través del ejemplo y la persuasión; la imposición es signo manifiesto de debilidad.
A esta objeción jurídica siempre le ha acompañado otra, de mayor rango: el ‘derecho a decidir’ no cabe en la actual Constitución, mientras no se reforme mediante los procedimientos previstos al efecto. Pero aquí se confunde la consulta con una posible independencia. Un referéndum consultivo sí habría cabido en el presente ordenamiento constitucional de haber querido el Gobierno y el PSOE. Hubiese sido la toma de pulso imprescindible para saber si había, después, que proceder a reformar en profundidad la Constitución.
Algunos incluso querrían bloquear esta última posibilidad, despreciando la máxima jacobina de que cada generación tiene derecho a su propia ley fundamental. Invocan en su apoyo el ejemplo de los Estados Unidos. Al hacerlo, no solo desconocen las diferencias sustantivas que separan las tradiciones constitucionales angloamericana y europea-continental. También olvidan las circunstancias de excepción, con ruido de sables de fondo, que presidieron la aprobación de nuestro actual régimen constitucional. Desblindarlo para adecuarlo en libertad a la efectiva realidad de hoy día es el mejor modo de salvaguardarlo. Petrificándolo, se continuará abundando en su irrelevancia.
Sobre estos comprensibles escrúpulos jurídicos y constitucionales cabe realizar una doble puntualización. Por un lado, contrasta la rigidez que algunos atribuyen al derecho positivo y al constitucional en materia nacional con la flexibilidad que le otorgan para adecuarse a las pulsiones económicas. Diríase que resulta mucho más fácil cambiar la letra de la Constitución por orden del gobernador del Banco Central Europeo que por la contestación de millones de ciudadanos.
Por otro lado, desde una perspectiva pulcramente jurídica, sin ideología política detrás, el ‘desafío secesionista’ no significa sino un intento revolucionario de sustituir un ordenamiento jurídico por otro. Llamar a eso “golpe de Estado”, dada nuestra cruenta experiencia pasada, es una desproporción de mala fe que desautoriza a quien la formula. Sí es digno de tener presente, en cambio, que dichas pretensiones revolucionarias solo son exitosas –como advirtió con tino Hans Kelsen– cuando consiguen que la mayor parte de los destinatarios de las nuevas normas se sientan espontáneamente obligados por ellas. Algo que es improbable que vaya a suceder, entre otras cosas porque, en la coyuntura presente, no va a poder formarse ningún nuevo ordenamiento.
No existía razón jurídica de peso para oponerse al referéndum. La mejor prueba de ello es la cantidad de juristas que, empecinados hasta ahora en lo contrario, y horrorizados por las consecuencias de su obstinación, comienzan a aceptar que la única salida a la cuestión catalana es una consulta pactada. Pero buena parte de la opinión pública sigue mostrándose disconforme.
Lo peculiar es que ahora ha venido a descubrirse el motivo último de su oposición. La razón que ha estado a la postre detrás de todos los circunloquios no ha sido ni jurídica ni racional, sino mística. Es la de quienes responden, como con gracia se ha dicho, al ‘gen de Don Pelayo’; la de quienes participan del postulado místico vital, formulado por José Antonio [Primo de Rivera], de que “España, como nación, es irrevocable”.
Es la negación de este motivo irracional la que explica el alineamiento de muchos sectores de la izquierda con la reivindicación del ‘derecho a decidir’. Convertir en objeto de decisión democrática a instituciones presuntamente naturales forma parte del código genético de la izquierda. Ocurrió con la familia patriarcal y con la propiedad privada. En coherencia, también había de pasar con la nación, entendida en su sentido romántico, trascendente y confrontado con la libertad individual.
De haberse situado la cuestión catalana más allá de este bloqueo nacionalista, podría haberse aspirado a tratarla desde un punto de vista, ahora sí, netamente racional. En lugar de las banderas, habrían ocupado entonces la agenda las cifras de la deuda y la Seguridad Social, los porcentajes de participación y asentimiento, las debidas compensaciones mutuas y todas las demás capitulaciones del divorcio. Y es que algunos hemos defendido el referéndum no por simpatía con el nacionalismo, sino a fuer de no ser nacionalistas.
1836 WIFREDO I EL VELLOSO PRIMER CONDE SOBERANO DE BARCELONA
DIBUJO PLANELLA GRABO AMILLS