El aforamiento
preventivo
La decisión del Partido Popular de
designar a Rita Barberá como suplente en la Diputación Permanente del Senado,
pese a no renovarla como presidenta de la Comisión Constitucional, ha sido
interpretada mayoritariamente como un movimiento estratégico de ese partido
para garantizarle su condición de aforada aun en el supuesto de disolución de
las Cámaras, y blindarla así frente a los peligros de una posible imputación
por corrupción. ¿Tiene eso sentido? En su caso, ¿por qué el aforamiento resulta
tan interesante?
La Diputación
Permanente es el órgano constitucional que tiene atribuido el ejercicio de las funciones de la Cámara tras su disolución y hasta la constitución de las nuevas
Cortes Generales. Sus integrantes siguen manteniendo su condición de senadores
(o de diputados en el caso de la del Congreso), beneficiándose así de la
condición de aforado ante el Tribunal Supremo que reconoce la misma
Constitución a todos los parlamentarios.
Pese a lo que se ha alegado en defensa del PP, es muy dudoso que la simple condición de senadora de la señora Barberá por designación autonómica le atribuya el mismo efecto en caso de disolución, sin necesidad de estar en la Diputación Permanente. En realidad, solo le garantiza su renovación automática si a la nueva constitución del Senado persiste la asamblea autonómica que la nombró, pero es difícil aceptar que pueda atribuirle en el interregno la condición —un tanto fantasmagórica— de senadora sin Senado. Durante ese tiempo, su cargo, con todas sus prerrogativas, queda en suspenso, salvo que —efectivamente— pertenezca a la Diputación Permanente. Tampoco conservaría durante ese plazo la condición de diputada autonómica (y en consecuencia aforada ante el Tribunal Superior de Justicia de su comunidad) porque renunció a esa compatibilidad en julio pasado por presiones de su propio partido.
Pese a lo que se ha alegado en defensa del PP, es muy dudoso que la simple condición de senadora de la señora Barberá por designación autonómica le atribuya el mismo efecto en caso de disolución, sin necesidad de estar en la Diputación Permanente. En realidad, solo le garantiza su renovación automática si a la nueva constitución del Senado persiste la asamblea autonómica que la nombró, pero es difícil aceptar que pueda atribuirle en el interregno la condición —un tanto fantasmagórica— de senadora sin Senado. Durante ese tiempo, su cargo, con todas sus prerrogativas, queda en suspenso, salvo que —efectivamente— pertenezca a la Diputación Permanente. Tampoco conservaría durante ese plazo la condición de diputada autonómica (y en consecuencia aforada ante el Tribunal Superior de Justicia de su comunidad) porque renunció a esa compatibilidad en julio pasado por presiones de su propio partido.
Así que si prevenir es curar, hay
pocas dudas sobre el significado de esa designación (realizada por el PP apenas
unos días después de que el presidente Rajoy afirmase con ocasión de las
detenciones en Valencia que “esto se acabó y aquí ya no se pasa por ninguna”),
porque, efectivamente, la condición de aforado resulta muy útil en estos casos
de macrocorrupción. Nueve de los diez concejales del PP del Ayuntamiento de
Valencia y veinte asesores del mismo grupo han sido imputados (o
“investigados”, conforme a la nueva lengua judicial) por un posible delito de
blanqueo de dinero de origen desconocido. Si ella no lo ha sido todavía se debe
únicamente a la curiosa institución del aforamiento, una singularidad patria
casi desconocida fuera de nuestras fronteras.
Beneficio
para algunos
El aforamiento implica alterar las
reglas ordinarias de la competencia judicial penal —la que se aplica a la
generalidad de los ciudadanos— en beneficio de determinadas personas, que
tienen derecho a ser encausadas y juzgadas por determinados tribunales previamente
señalados. En el caso de que el órgano competente sea el Tribunal Supremo (TS)
o el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de cada comunidad autónoma, es
necesario que el propio instructor sea un miembro de estos tribunales, por lo
que tan pronto como le conste al juez de instrucción que está investigando un
delito en que la persona que aparece en la causa está “protegida”, deberá
remitirla al órgano jurisdiccional competente, perdiendo así el caso, y ello
aunque existan otros imputados no aforados (salvo que sea posible el
enjuiciamiento separado, que no es lo normal).
Empiezan ustedes a intuir, por tanto, por qué los jueces de instrucción son tan reticentes a “investigar” a los políticos aforados. No se debe únicamente a que puedan perder un caso interesante, sino a otras razones de más peso. Resulta bastante lógico que el juez cite a todos los demás sospechosos antes de plantearse siquiera hacerlo con el aforado, para elaborar un expediente lo suficientemente sólido antes de remitirlo al órgano superior, lo que atribuye al político de turno un tiempo precioso que a veces puede ser muy largo. Es más, si respecto al aforado existen algunas dudas, el juez instructor preferirá excluirle antes que arriesgarse a perder de vista el caso respecto de todos los demás.
No hay que olvidar tampoco otro importante efecto psicológico: si para nosotros ya resultan suficientemente sospechosos los altos cargos de la magistratura como consecuencia del reparto partitocrático de su órgano de gobierno (el Consejo General del Poder Judicial, que es el que realiza los nombramientos en esa sede), para los jueces de base muchísimo más, pues conocen de primera mano esa situación y padecen la discriminación correspondiente a la hora de ascender en la carrera frente a los que despreciativamente denominan “políticos togados”. Esto refuerza su tendencia a conservar el expediente el máximo tiempo posible sin realizar la pertinente imputación.
Pero como ya habrán adivinado, esta no es la única ventaja del aforamiento. La auténtica y sustancial es que cuando la instrucción pasa por fin al Tribunal Supremo o al Tribunal Superior de Justicia el instructor es ya un “político togado” respecto del cual nuestros partidos políticos mayoritarios han ejercido cierta influencia. Con un poquito de suerte (tampoco mucha) será notablemente más comprensivo y cuidadoso con el político de turno de lo que él mismo podría ser, por ejemplo, con unos titiriteros cualesquiera o de lo que sería un juez de instrucción vulgar y corriente con, pongamos, una infanta de España. Pero, obvio es decirlo, si aun así el caso termina enjuiciándose, se hará en una sala integrada por ese mismo tipo de jueces, sin duda muy sensible a los riesgos e imponderables de la política, como han demostrado los casos Barcina, Blanco o Matas; o por lo menos bastante más sensible que una de esas audiencias provinciales repartidas por toda España, como hemos vuelto a comprobar hace unos días con la de Palma de Mallorca.
En conclusión: es esta combinación entre una administración de justicia capturada en sus estratos superiores por nuestra partitocracia y la institución del aforamiento, lo que origina el riesgo difícilmente eludible de trato desigual a la hora de procesar y condenar a los miembros de nuestra clase política. Las supuestas ventajas derivadas de ese privilegio procesal no la justificarían en ningún caso (como demuestra el derecho comparado), pero desde luego nunca mientras esa politización se mantenga.
Empiezan ustedes a intuir, por tanto, por qué los jueces de instrucción son tan reticentes a “investigar” a los políticos aforados. No se debe únicamente a que puedan perder un caso interesante, sino a otras razones de más peso. Resulta bastante lógico que el juez cite a todos los demás sospechosos antes de plantearse siquiera hacerlo con el aforado, para elaborar un expediente lo suficientemente sólido antes de remitirlo al órgano superior, lo que atribuye al político de turno un tiempo precioso que a veces puede ser muy largo. Es más, si respecto al aforado existen algunas dudas, el juez instructor preferirá excluirle antes que arriesgarse a perder de vista el caso respecto de todos los demás.
No hay que olvidar tampoco otro importante efecto psicológico: si para nosotros ya resultan suficientemente sospechosos los altos cargos de la magistratura como consecuencia del reparto partitocrático de su órgano de gobierno (el Consejo General del Poder Judicial, que es el que realiza los nombramientos en esa sede), para los jueces de base muchísimo más, pues conocen de primera mano esa situación y padecen la discriminación correspondiente a la hora de ascender en la carrera frente a los que despreciativamente denominan “políticos togados”. Esto refuerza su tendencia a conservar el expediente el máximo tiempo posible sin realizar la pertinente imputación.
Pero como ya habrán adivinado, esta no es la única ventaja del aforamiento. La auténtica y sustancial es que cuando la instrucción pasa por fin al Tribunal Supremo o al Tribunal Superior de Justicia el instructor es ya un “político togado” respecto del cual nuestros partidos políticos mayoritarios han ejercido cierta influencia. Con un poquito de suerte (tampoco mucha) será notablemente más comprensivo y cuidadoso con el político de turno de lo que él mismo podría ser, por ejemplo, con unos titiriteros cualesquiera o de lo que sería un juez de instrucción vulgar y corriente con, pongamos, una infanta de España. Pero, obvio es decirlo, si aun así el caso termina enjuiciándose, se hará en una sala integrada por ese mismo tipo de jueces, sin duda muy sensible a los riesgos e imponderables de la política, como han demostrado los casos Barcina, Blanco o Matas; o por lo menos bastante más sensible que una de esas audiencias provinciales repartidas por toda España, como hemos vuelto a comprobar hace unos días con la de Palma de Mallorca.
En conclusión: es esta combinación entre una administración de justicia capturada en sus estratos superiores por nuestra partitocracia y la institución del aforamiento, lo que origina el riesgo difícilmente eludible de trato desigual a la hora de procesar y condenar a los miembros de nuestra clase política. Las supuestas ventajas derivadas de ese privilegio procesal no la justificarían en ningún caso (como demuestra el derecho comparado), pero desde luego nunca mientras esa politización se mantenga.
Así, sus escasos defensores alegan que
es una institución necesaria para proteger a nuestros representantes de las
“venganzas políticas” de ciertos ciudadanos desaprensivos —especialmente a la
vista de la lenidad general con la que se trata a los que interponen querellas
infundadas—, sin olvidar tampoco que a diferencia de otros países en los que
solo acusa el fiscal, aquí existe la acusación popular. Venturosamente, cabría
afirmar, a la vista de la inactividad tradicional de nuestra fiscalía cada vez
que aparece un caso políticamente sensible, consecuencia lógica de su
dependencia jerárquica del gobierno de turno. Pero, en cualquier caso, ese
argumento esconde una crítica infundada a la actuación de los jueces de
instrucción, como si se tratase de peleles influenciables o actores ávidos de protagonismo
mediático, dispuestos a todo por sentar a un político en el banquillo, cuando
la realidad demuestra todo lo contrario. Es la seriedad, rigor y
profesionalidad general de nuestros humildes jueces de base (con las
inevitables excepciones) lo que todavía permite llamar a nuestro Estado un
Estado de derecho.
Suprimir el
aforamiento
Por todo ello, el caso en contra de
los aforamientos ha alcanzado tal evidencia y respaldo social (lo que en gran
parte hay que agradecérselo a UPyD) que hasta los más interesados en disfrutar
de sus ventajas no quieren asumir, al menos frontalmente, el coste político de
defenderlo. Tanto el PP como el PSOE proponen en sus respectivos programas
“limitar” la atribución al Tribunal Supremo y a los tribunales superiores de justicia
de la competencia para el enjuiciamiento de autoridades y cargos públicos y
“revisar” los aforamientos. Sin embargo, y a la vista del caso Barberá, podemos
deducir fácilmente cuánto hay de retórica en estas manifestaciones y cuánto de
genuina intención de afrontar un problema que solo puede resolverse con la
supresión total de esta institución. Aquí no valen medias tintas: ni
“limitaciones” estratégicas y puntuales, ni “compromisos” previos de renunciar
al privilegio llegado el caso (por otro lado legalmente inoperantes).
Suprimir los aforamientos es un paso imprescindible en favor de la independencia de la justicia y de la regeneración institucional que, por las razones que acabamos de analizar, va a suscitar una fiera resistencia. Convendría que el ciudadano de a pie interesado en conocer quién quiere de verdad recorrer este camino estuviera atento a este tema.
Suprimir los aforamientos es un paso imprescindible en favor de la independencia de la justicia y de la regeneración institucional que, por las razones que acabamos de analizar, va a suscitar una fiera resistencia. Convendría que el ciudadano de a pie interesado en conocer quién quiere de verdad recorrer este camino estuviera atento a este tema.
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https://www.ahorasemanal.es/el-aforamiento-preventivo
Y ver el tema en paralelo..en economía..el capitalismo de amiguetes..
Y ver el tema en paralelo..en economía..el capitalismo de amiguetes..
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