El independentismo gana la batalla del lenguaje .
FRANCESC ARROYO - 18/09/2015 - Número 1
AHORA , diario semanal .
Artur Mas, como antes Jordi Pujol, gusta de presentarse como
presidente de la Generalitat o, también, como presidente de Cataluña, aunque no
es ninguna de las dos cosas porque en el ordenamiento jurídico actual no existe
tal cargo, como tampoco existe el de presidente de España. Mas es presidente
del Gobierno de la Generalitat de Cataluña. La elipsis no es neutral, forma
parte de la batalla por el control del lenguaje, una batalla en la que los
nacionalistas (catalanes) van ganando. No solo han logrado que parte de la
izquierda compre su léxico, hasta el PP lo ha hecho. Sin ir más lejos, cuando
Raül Romeva, candidato que figura en primer lugar en la lista de Artur Mas,
calificó de irrelevante el debate sobre quién debía presidir el futuro
Ejecutivo, Xavier García Albiol, que encabeza la lista popular, sostuvo que era
poco serio no decir a quién se proponía como “presidente de Cataluña”.
El juego con el lenguaje es una constante del separatismo
catalán que, lejos de autodenominarse
así, ha preferido recurrir a los sinónimos: nacionalista, catalanista, defensor
del derecho de autodeterminación y del derecho a decidir, soberanista,
partidario del proceso (uno de los eufemismos más imprecisos posibles) y,
finalmente, independentista.
La consulta del 9 de noviembre fue llamada “referéndum”
hasta que la pretensión de fingir que se ajustaba a la legalidad aconsejó
cambiarle el nombre; las cajas de cartón para las papeletas eran urnas; los
participantes en el acto y favorables a la independencia de Cataluña fueron
“millones”, pese a que incluso aceptando sus resultados se quedarían en
1.861.753 y las reglas del idioma dicen que para usar “millones” deben
referirse a dos o más. Eso asumiendo que los datos sean creíbles porque, como
decía un dirigente de ICV, que sin embargo fue a votar, “habría que ver la
credibilidad que se daría a un acto similar convocado por el PP, con mesas
formadas en exclusiva por voluntarios del PP, con recuentos hechos únicamente
por esos voluntarios y sin posibilidad de verificación”, —las papeletas fueron
inmediatamente destruidas—. “De país” y
“unitaria” En la misma línea, la lista Junts pel Sí fue definida, primero,
como “de país”, como si las demás no lo
fueran. No es la primera vez que CDC pretende ser el único representante de
Cataluña. Su grupo en el Congreso se denomina “catalán”, a pesar de que hay
otros diputados catalanes e incluso en número mayor. Otro juego de palabras se
produjo cuando se afirmó que la candidatura sería una lista sin políticos. Para
muestra un botón: en el número uno, un exeurodiputado; en el cuatro, Artur Mas;
en el cinco, Oriol Junqueras, líder de ERC, y en los puestos siguientes,
dirigentes de ambas formaciones. Si se prefiere mirar fuera de Barcelona: el
cabeza de lista en Tarragona, Germà Bel, fue
diputado… del PSC.
Posteriormente, la lista pasó a ser llamada “unitaria”,
aunque es una coalición de dos partidos: CDC y ERC, con algunos independientes
procedentes de entidades y asociaciones ampliamente subvencionadas por el
Ejecutivo que preside Mas, incluso en
tiempos de recortes para otras necesidades consideradas menos urgentes, como la
sanidad o la educación y el transporte públicos. Un ejemplo: Miquel Calzada,
que llegó a la fama por su aparición en TV3, fue favorecido con licencias
radiofónicas por los gobiernos de CiU. Otros personajes de las listas son
habituales en las tertulias del canal autonómico y de Catalunya Ràdio, también
dependiente del Gobierno catalán, y claros ejemplos de cómo medios públicos que
deberían ser institucionales se comportan como gubernamentales y partidistas.
Lo mismo ocurre con la convocatoria electoral. La campaña de
Junts pel Sí sostiene que se trata de unas elecciones “plebiscitarias”, es
decir, en las que solo se decide si Cataluña será o no será independiente. Que
haya diversas listas, incluso en el ámbito de los independentistas, es un
asunto menor. Como es menor que los candidatos de Junts pel Sí se repartan los
pronunciamientos y hablen un día de “declaración unilateral de independencia” y
otro de proceso negociado. O que un día se diga que para declarar la
independencia se necesita mayoría de votos y al siguiente que basta con mayoría
de escaños y, por lo tanto, se podría declarar la independencia aunque los
partidos que no la apoyan hubieran sumado más votos pero menos escaños debido a
la ley electoral.
La cuestión es provocar la confusión en todas direcciones. Y
obsérvese que aquí se habla solo de los juegos con el lenguaje, no de las
afirmaciones que en términos bíblicos podrían ser definidas como
“mentiras”. Así, los independentistas
sostienen impertérritos que una declaración unilateral no afectaría en absoluto
a la continuidad de Cataluña en la UE y que el Barcelona seguiría jugando la
liga española.
No hay que confundir la batalla por el lenguaje con la
batalla de la lengua, que es solo una de sus escaramuzas, aunque llena de
connotaciones emocionales. El catalán es definido por el Estatuto como la
lengua “propia de Cataluña”. Manuel Vázquez Montalbán, charnego en jefe de la
cultura catalana, dejó escrito que lo asumía, a condición de que no se le
añadiera que el castellano es una lengua impropia. A vueltas con la lengua No son pocos, sin
embargo, los independentistas que sostienen que el castellano es una lengua
impuesta. De ahí que no lo llamen castellano sino español. El uso del
castellano sería una anomalía histórica, fruto de la dominación que arranca en
1714 y que culmina durante la dictadura del general Franco. ¿Cómo explicar
entonces que Juan Boscán (Barcelona, 1490-1542) fuese el introductor del
endecasílabo italianizante en la lengua castellana? No hace falta, se omite el
dato y listos.
Lo llamativo es que los mismos que defienden el
monolingüismo para una Cataluña independiente defendían hace cuatro días que el
plurilingüismo era lo normal y decían no entender la animadversión de ciertos
sectores de la sociedad española contra las lenguas no castellanas. España
puede ser plurilingüe, pero no Cataluña. Lo cierto es que Cataluña es un
territorio mayoritariamente bilingüe. Más aún, la afirmación
romántico-nacionalista según la cual a cada Estado le corresponde una única
lengua no soporta la prueba empírica.
En Francia se habla francés y catalán y occitano y bretón.
En el Reino Unido muchos de sus ciudadanos utilizan, además del inglés, el
escocés o el galés. En los países nórdicos se emplean diversas modalidades de
sami, además de noruego, finés o sueco. Los suizos comparten una notable
variedad idiomática: alemán, francés, italiano y romanche. En sentido
contrario, Austria es de habla alemana y en Estados Unidos se habla
mayoritariamente inglés.
La batalla del idioma ha cruzado todos los límites,
incluidos los del absurdo. Así, el catalanismo recalcitrante sostiene que los
nombres forman parte de la identidad nacional y nadie tiene derecho a
traducirlos, de modo que decir o escribir Gerona y no Girona o Lérida en vez de
Lleida es una ofensa al pueblo catalán. Esos mismos individuos dicen Xeres y no
Jerez, Saragossa y no Zaragoza, Nova York y no Nueva York, porque todo se puede
traducir al catalán, pero nada del catalán es traducible. Tan peregrina tesis
comporta ignorar que la traducción, lejos de ser una ofensa, es un síntoma de
reconocimiento de importancia. Por eso se usa Londres y no London, Florencia y
no Firenze, o Aquisgrán y no Aachen, mientras que resultaría una excentricidad
referirse a Newcastle (Reino Unido) o Neuchâtel (Suiza) como Nuevocastillo,
aunque algunos italianoparlantes (los suizos) sí llaman a esta última ciudad Nuovocastello,
del mismo modo que llaman a Múnich (Munchen en alemán) el Mónaco bávaro. No
constan ofendidos.
En la batalla de la lengua, el nacionalismo catalán
exclusivista ha contado, justo es decirlo, con notables aliados. En especial el
PP, pero también sectores del PSOE. Las hemerotecas están llenas de
afirmaciones ocurrentes, desde la del hoy santificado Adolfo Suárez, que no
concebía que se pudiera explicar Física en catalán, hasta la de un José María
Aznar que relegaba el catalán a la intimidad. Eso sí, de vez en cuando se oye
un elogio universal: “Yo amo a Cataluña y me gusta mucho el catalán”. Oraciones
ambas que, juntas o por separado, han pronunciado casi todos los dirigentes
políticos nacionalistas españoles. Estas frases solo tendrían sentido si fueran
acompañadas de una información complementaria: ¿qué territorio no aman o aman
menos?, ¿qué idioma les disgusta?
En esta onda, la actitud mancomunada de PP y Ciudadanos
afirmando que en Cataluña el castellano estaba perseguido ha actuado como elemento
catalizador a la contra. La última escaramuza fue protagonizada por el becado
exministro José Ignacio Wert y convenientemente capitalizada por el
nacionalismo catalán. Se supone que unos y otros buscaban que los estudiantes
catalanes terminaran la enseñanza obligatoria dominando por igual catalán y
castellano, como de hecho ocurre. Pero la contienda se formuló, en ambos casos,
en términos de agravio.
Para Wert (y para Ciudadanos) el Gobierno catalán vulneraba
los derechos de los castellanohablantes, mientras que para los nacio-
nalistas catalanes había una ofensiva contra Cataluña. Una
de las afirmaciones que, dicen los independentistas, hace necesaria la
independencia es que la situación que hoy se vive en Cataluña, en lo que se
refiere a la lengua, está en uno de los momentos más bajos de la historia. Con
los datos en la mano, eso es algo difícil de sostener. El catalán es
obligatorio en la escuela y lengua de uso común (no impuesto) en todo el
territorio, pero quien quiera puede vivir perfectamente usando el castellano.
Los ciudadanos tienen el derecho a dirigirse a las administraciones en ambos
idiomas y de ser atendidos en el que ellos elijan.
La lengua es inflamable y los pirómanos de ambos bandos lo
saben y agradecen al oponente los incendios que provoca. El ultramontanismo
castellanista quita algunos votos en Cataluña, pero los da a palas en otras
partes de España, a la vez que alimenta el ultramontanismo catalanista, lo que
se traduce en votos para el nacionalismo catalán. Y todos contentos. E
inflamados. Guerra civil contra Cataluña La contaminación lingüística no se
queda en el lenguaje ordinario (aunque este es el principal objetivo de control
de todos los bandos), también se da en las universidades. Una de las áreas más
proclives para vestir la ideología de ciencia es la historia; la otra es la
economía, que permite el baile perpetuo de los datos sobre balanzas fiscales.
Desde hace unos años, algunos historiadores han dado en afirmar que la que José
Agustín Goytisolo llamara “guerra incivil” no fue tal sino, en realidad, una
guerra de España contra Cataluña. Que el franquismo maltrató los símbolos
catalanes es una verdad tan cierta como que entre los derrotados había gallegos
y leoneses, y entre los franquistas había catalanes para dar y vender (y
algunos incluso para venderse). Porcioles, López Rodó y Ullastres eran
perfectamente catalanes. Por no hablar de Cambó, que financió abundantemente a
los rebeldes.
Pero todas estas batallas lingüísticas son cuestión menor
comparadas con la que se da en el terreno de dos globalidades: Cataluña y
España, también conocida como Estado Español. El uso de la expresión “Estado
Español” se ha convertido en un lugar común. Puede oírse en boca de
socialistas, excomunistas (expresión que dentro de la batalla del lenguaje
rechazan no pocos dirigentes de ICV, incluso algunos que militaron en el PSUC o
en sus juventudes) y hasta de dirigentes de Podemos. El filósofo Manuel Cruz ha
ironizado sobre ello: “Para el nacionalismo catalanista, España nos roba, pero
llueve en el Estado Español”.
El término España solo se utiliza si puede ser asociado a un
agravio. Para el imaginario independentista, en España todos piensan y sienten
igual: de forma anticatalana. El propio Mas sostiene que quien no esté con él
está con el PP (aunque apoye a la izquierda). Cataluña es tan una como España,
pero todo lo que en España es perversión, en Cataluña es bondad. Y todos los
catalanes son independentistas, de donde se deriva que los que no son
independentistas no son catalanes. Como en la España de Franco, se decía, no
había ladrones. Una carta al director publicada en un diario paragubernamental
y subvencionado lo dejaba claro: el problema de masificación en las cárceles en
Cataluña se solventaría repatriando a los delincuentes. No hay delincuentes
catalanes porque Dios no lo quiso. Y los que delinquen, lo hacen frente a leyes injustas con Cataluña.
Los Pujol y Millet incluidos. Y quien diga lo contrario miente o utiliza un
lenguaje diferente.