domingo, 15 de noviembre de 2020

España: Impunidad judicial .

 Reino de España: Impunidad judicial .

Ignacio Sánchez Cuenca  

En el artículo federalista 78, Alexander Hamilton defendió que, de los tres poderes que componen el sistema representativo, el judicial es el más débil, pues carece de la “fuerza” del ejecutivo y de la “voluntad” del legislativo; afirmó también que el poder judicial “nunca podrá atacar con éxito a ninguno de los otros dos” y, por lo tanto, “ha de adoptarse toda precaución posible para permitirle defenderse de los ataques de estos”. La precaución principal consistió en otorgar a los jueces total independencia con respecto a los otros dos poderes.

En la democracia representativa, el judicial desempeña el papel de guardián último del sistema. Es quien tiene la última palabra sobre la interpretación de las leyes y sobre la adecuación de los actos políticos a la legalidad. Partiendo del supuesto de su debilidad intrínseca, los teóricos nunca se preocuparon por la cuestión de establecer un contrapeso al poder judicial. No intentaron dar respuesta a la pregunta que quién vigila a los vigilantes. En los debates constitucionales de finales del siglo XVIII, nadie podía imaginarse que el judicial pudiera actuar según intereses políticos.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Los jueces han ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la actividad política (judicialización de la política) y, por eso mismo, resulta ingenuo seguir manteniendo la ficción de que el judicial es siempre un poder débil y carente de motivaciones políticas.

Al no contemplar la posibilidad de motivaciones políticas, el sistema extraordinariamente desarrollado de controles mutuos de la democracia representativa carece de mecanismos para corregir lo que podemos llamar “abusos judiciales”. Hasta tal punto es así que en tiempos recientes se ha inventado un término, lawfare , para describir las ofensivas políticas del judicial. Quien quiera saber más sobre lawfare , puede iniciarse con el estupendo artículo que ha escrito José Luis Martí en el número 50 de la revista Idees (1).

Aunque resulte polémico decirlo, creo que la actuación de los jueces con respecto al conflicto catalán representa un caso palmario de abuso judicial. Y lo más grave es que no hay forma de reparar dicho abuso porque los jueces, ejerciendo la independencia que les garantiza el ordenamiento constitucional, se saben impunes.

Así, se ha producido una cadena de abusos judiciales consistente en lanzar acusaciones exageradas e injustificadas que respondían a una intencionalidad política evidente. No se trataba de ajustar la acusación a los hechos ocurridos, sino más bien al revés: forzar lo que sucedió en el otoño del 2017 hasta que encajara en el delito de rebelión, que era el que políticamente convenía. La acusación de rebelión puede entenderse como la traducción

jurídica del concepto político que adoptó la derecha nacionalista española para referirse a la crisis constitucional catalana: golpe de Estado. Recuérdese que el único precedente del delito de rebelión en nuestro periodo democrático era el del 23-F. Para establecer la conexión entre la desobediencia institucional y un golpe de Estado fue necesario inventarse una violencia que nunca ocurrió.

La Fiscalía no tuvo necesidad de disimular y, de forma insistente, se refirió durante el juicio al golpe de Estado. El propio fiscal Javier Zaragoza, en un ar­tículo publicado en La Vanguardia el pasado 24 de agosto, hablaba de golpe de Estado. Jordi Cuixart ha solicitado la recusación del magistrado del Tribunal Constitucional Antonio Narváez Rodríguez por haber afirmado en una conferencia que los sucesos de otoño del 2017 fueron un intento de golpe de Estado más grave que el del 23-F. Si el problema ca­talán se reduce a “golpismo”, la única ­respuesta coherente es la acusación del delito de rebelión.

Se dirá que todo esto carece de relevancia, que lo que importa es la sentencia final y que esta, para irritación de los sectores más reaccionarios, no condenaba por rebelión, sino por sedición. Pero esta valoración es incompleta. Gracias a la acusación exagerada de rebelión, se pudo derivar la causa al Tribunal Supremo, el más politizado de nuestros tribunales, con una cómoda mayoría conservadora, quebrando así el derecho al juez natural. Además, al acusar a los líderes independentistas de rebelión, se pudo impedir, por ejemplo, que Oriol Junqueras ejerciera el cargo de diputado en el Congreso español, interfiriendo de forma grave el proceso democrático (se suspendió a Junqueras porque la ley de Enjuiciamiento Criminal contempla específicamente en el artículo 384 bis, como causa de suspensión de cargos públicos, la acusación de rebelión o terrorismo). Asimismo, la gravedad de la acusación de rebelión fue importante para el mantenimiento de la prisión preventiva hasta la condena final. Por lo demás, el Tribunal Supremo pudo parecer moderado al desestimar en su sentencia la rebelión y mantener la condena menos grave por sedición, aunque, a mi entender, resulte tan inverosímil y politizada como la de rebelión, dada la ausencia del decimonónico “alzamiento”, ya sea “tumultuario” (sedición) o “violento” (rebelión).

La cosa, por desgracia, no acaba aquí. Se han celebrado o están por celebrar otros muchos juicios, también basados en acusaciones enormes. Además, los jueces han aplicado la plantilla antiterrorista en el caso de Tamara Carrasco y en el de los CDR detenidos en septiembre del 2019. Y hace unos días se ha puesto en marcha una nueva operación de infausto nombre, Vóljov, basada en informes altamente cuestionables de una Guardia Civil también politizada, con inclusión de una historia delirante sobre la intervención del ejército ruso en Catalunya.

¿Quién responde por todos estos atropellos? ¿No tiene consecuencias para fiscales y jueces instructores haber dado cobertura jurídica a la aberración política del “golpe de Estado”? Como mucho, los promotores de estas causas pueden encontrarse con que sus acusaciones quedan en nada o en poco. El derecho es así, dirán algunos: en ocasiones las acusaciones se confirman, en otras no. Pero esto va más allá de un defecto de técnica jurídica. No estamos hablando de un caso concreto, sino de un patrón de acusaciones que obedece a un planteamiento ideológico ajeno a la justicia y que tiene efectos directos sobre el sistema político.

La democracia representativa no cuenta con recursos institucionales para hacer frente a este problema de impunidad judicial. Sería conveniente, al menos, tener un debate sobre este asunto. Y empezar a pensar en cómo resolverlo.

Ignacio Sánchez Cuenca  es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, 'La desfachatez intelectual' (Catarata 2016), 'La impotencia democrática' (Catarata, 2014) y 'Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia' (Alianza, 2014).

Fuente:

https://www.lavanguardia.com/opinion/20201114/49434659024/impunidad-judicial.html

 Nota del blog .. (1) ..https://revistaidees.cat/es/lawfare-y-democracia-el-derecho-como-arma-de-guerra/

sábado, 14 de noviembre de 2020

Las falsedades del franquismo sobre Unamuno.

 Un documental muestra con archivos inéditos 'fake news' del franquismo que aún perduran

'Palabras para un fin del mundo' desmonta noticias oficiales que se dieron en su momento sobre Unamuno, denuncia que el franquismo se apropió de su nombre y de su cadáver, cuenta que la Alemania nazi se opuso a su candidatura al Nobel o muestra cartas de extorsión que "exigían un impuesto revolucionario"

Olga Rodríguez

El general Mola llevaba tiempo planeando el golpe militar, los golpistas manipularon entrevistas, documentos y fotografías para expandir su propaganda, persiguieron a intelectuales y maestros, destruyeron libros, censuraron obras. Todo se sabe en mayor o menor medida, pero ahora un documental ofrece nuevas claves, con algún documento inédito, para mostrar la manipulación de los franquistas y el clima de terror que crearon para someter a la población y al propio Miguel de Unamuno.

El filme desvela aspectos poco conocidos de la vida del escritor y de su muerte, cuestionando la versión oficial e insinuando que el candidato al Nobel pudo no fallecer por causas naturales.

Imagen del documental Palabras para un fin del mundo. Unamuno fue uno de los grandes defensores de la II República cuando ésta nació.


 SIGUE  ..

https://www.eldiario.es/sociedad/documental-muestra-archivos-ineditos-fake-news-franquismo-perduran_1_6403996.html


viernes, 13 de noviembre de 2020

El síndrome Qing de Estados Unidos.

 El síndrome Qing de Estados Unidos

Si algo ha dejado claro la última campaña electoral es que Estados Unidos no tiene una estrategia para el nuevo mundo del Siglo XXI.


Tras la leyenda de la manipulación electoral rusa, ya asoma el “peligro chino”

Rafael Poch

 De mi mail ..

Estados Unidos pasa por ser una “sociedad abierta” -incluso la sociedad abierta por excelencia- sin embargo es obvio que las preguntas esenciales sobre su comportamiento internacional ni se plantean, ni pueden siquiera ser planteadas. Por ejemplo, la mera hipótesis de que el país deje de ser la “potencia número uno” en el próximo futuro -una posibilidad en absoluto excéntrica- no solo es implanteable, sino que tiene categoría de simple herejía: Nadie en Estados Unidos está dispuesto a discutir la posibilidad de que el país llegue a ser un “número 2” mundial y tal enunciado, “sería suicida para cualquier político que lo planteara”, constata el politólogo Kishore Mahbubani de la Universidad de Singapur.

 En su último libro Has China  Won?, repleto del sentido común y la racionalidad que favorece la independencia de criterio tan rara entre los expertos occidentales , Mahbubani expone cómo, pese al declive, ningún líder de Estados Unidos ha propuesto hasta la fecha un ajuste estratégico o estructural para ponerse a tono con la nueva realidad del mundo. Es lo que el ilustre historiador chino Wang Gungwu describe como el “síndrome Qing de América”.

 Los políticos de Estados Unidos cometen el mismo error que los mandarines de la última fase de la Dinastía Qing del siglo XIX. Aquellos chinos no entendían que el ascenso de Occidente significaba que China debía cambiar de rumbo. “Los confiados mandarines del último periodo Qing despreciaban la posibilidad de la emergencia de un nuevo mundo que pudiera desafiar a su superior sistema”, explica Wang. Desde “siempre” China había sido “número uno”, su civilización se contemplaba como la mejor mientras se cocía en su propia salsa, despreciando o ignorando los profundos cambios que sucedían a su alrededor. El mero hecho de mirar lo que pasaba fuera ya era herejía.

 No estaba previsto

El ascenso de China es uno de los cambios profundos del mundo de hoy. La integración de China en la globalización, entendida como el seudónimo del dominio mundial de Estados Unidos, contenía implícitamente como consecuencia el escenario de convertirla en vasallo de Occidente. Para comprar unsolo avión Boeing a Estados Unidos, China debía producir cien millones de pares de pantalones. No estaba previsto que jugando en el terreno diseñado por otros, China torciera aquel propósito. El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento para fortalecerse de forma autónoma e independiente.

 “La estrategia  produjo complicaciones y  complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales”, constataba desconcertado el comentarísta de la CNN Fareed Zakaria. La situación recuerda a la de un tahúr que jugando una partida de póker contra un adversario insignificante constata que pierde la partida pese a jugar con cartas marcadas. No estaba previsto y la reacción del tahúr en tal situación es volcar la mesa y desenfundar la pistola.

 Si algo ha dejado claro la última campaña electoral en Estados Unidos es confirmar que ese país no tiene una estrategia para el nuevo mundo del Siglo XXI. La única receta clara para impedir el declive es la guerra, comercial y tecnológica, y la amenaza militar con una diplomacia cada vez más nuclearizada. Trump ha dividido a su país en casi todo excepto en su guerra comercial y tecnológica contra China. Esa beligerancia es algo que se da por supuesto en los candidatos a la presidencia que compiten entre sí por demostrar quien mima más a los militares y al complejo militar-industrial y quien es más antichino, huyendo como de la peste de cualquier veleidad de flojera ante el adversario. No es solo una “vaca sagrada” ideológica que se desprende de la inercia de un siglo de dominio mundial, sino una tara estructural.

 El gasto en armas y guerras no es algo que en Estados Unidos se decida en el marco de una estrategia nacional racional que valora qué sistemas de armas se necesitan para la situación geopolítica presente y concreta, dice Mahbubani. “Las armas se compran como resultado de un complejo sistema de lobbismo a cargo de los fabricantes que ubicaron astutamente sus industrias en todas las circunscripciones congresuales de América, con lo que los políticos que quieren mantener los puestos de trabajo en sus territorios (y su propio puestos en el Congreso) son quienes deciden qué armas se producirán para el ejército”.

 Ventajas del adversario

 No hay en China nada parecido al complejo militar-industrial de Estados Unidos que fomenta estructuralmente el militarismo y el imperialismo con sus poderosos “lobbies” y think tanks. Los mandarines de Estados Unidos son prisioneros de una red que complica sobremanera su adaptación al nuevo mundo. Su poderoso y eficaz aparato de propaganda (“información & entretenimiento”) presenta al régimen político de Estados Unidos de partido único bicéfalo basado en la aristocracia del dinero, como una democracia. A su lado el régimen del Partido Comunista Chino, que es una estructura meritocrática, es visto como algo arcaico y brutal. No hay duda de que el régimen chino tiene muchos problemas y carencias, pero desde luego también algunas virtudes. Impide, por ejemplo, la aparición de Trumps nacionalistas chinos y potencia a muchos de los más capaces y mejores hacia arriba. Hoy por hoy, como dice Mahbubani, “desempeña un bien global garantizando que China se comporte como un actor racional y estable en el mundo y no como un sujeto nacionalista enfadado distorsionador del orden regional y global”. En materia de cambio climático, China no sigue el ejemplo de Estados Unidos. Un gobierno chino democráticamente electo (en el sentido americano del término) habría tenido gran presión para hacer lo mismo que Estados Unidos en lugar de proclamar su objetivo de desarrollar una “civilización ecológica”.

 Hay 193 países miembros en la ONU. ¿Quién, Estados Unidos o China, está remando en la misma dirección que la mayoría de los 191 y quién lo hace en contra, mientras ningunea o abandona las instituciones y acuerdos internacionales?, se pregunta Mahbubani.  En las condiciones democráticas sugeridas para China desde Occidente, sería mucho más difícil para ese país mantener su proverbial prudencia internacional y su no ingerencia en los asuntos internos de otros conforme se hace más poderosa. Antes de cargarse a un régimen que juega en otra liga de civilización, hay que pensar en sus alternativas para el caso de que abrazara lo que se le recomienda desde la occidental.

 ¿Expansionismo?

 La crisis financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro en Estados Unidos, ofreció la primera evidencia de debilidad occidental: China gobernó la situación mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el estallido de la burbuja dot-com. Las desastrosas consecuencias de las guerras que siguieron al 11-S neoyorkino hicieron patente una criminal irresponsabilidad. La retirada de Estados Unidos del acuerdo sobre cambio climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en comparación no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental) incrementaron esa evidencia de decadencia y desbarajuste. Ante esos hechos se hacía bien patente el desfase de la célebre recomendación de Deng Xiaoping de finales de los años ochenta en materia de política exterior: “Observar la situación con calma, mantenernos firmes en nuestras posiciones. Responder con cautela. Solapar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno. Nunca reclamar el liderazgo”.

 La situación general invitaba desde hace tiempo a actualizar aquella prudente directriz, pero es la creciente virulencia de la guerra comercial y tecnológica, de las provocaciones militares y de las campañas de denigración de los últimos meses, la que determina un cambio de tonos. Xi Jinping aprovechó el aniversario  de la guerra de Corea para sacar pecho en octubre. Dijo que “el pueblo chino no creará problemas, pero tampoco tenemos miedo, y no importa las dificultades o desafíos que enfrentemos, nuestras piernas no temblarán y nuestras espaldas no se doblarán”, y que “nunca permaneceremos de brazos cruzados cuando nuestra soberanía esté amenazada y no permitiremos nunca a ningún ejército invadir o dividir a nuestro país”. En mayo, el ministro de exteriores, Wang Yi, respondió a los juicios de Trump sobre el “virus chino” diciendo, “jamás tomaremos la iniciativa de intimidar a otros, pero tenemos principios. Ante las calumnias deliberadas, responderemos con fuerza, protegeremos nuestro honor nacional y nuestra dignidad en tanto pueblo”.

 Aisladas de su contexto, todas estas declaraciones se utilizan en Occidente para confirmar los peligros de una China crecida y agresiva. Pero el hecho es que en más de cuarenta años, mientras Occidente se implicaba en guerras en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria, entre otras, China no ha participado en ningún conflicto bélico. Las tensiones y reivindicaciones chinas en lugares como Tibet, Xinjiang, Hong Kong o Taiwan, se mencionan como prueba de “expansionismo”, cuando esas reivindicaciones son mas legítimas que las de Estados Unidos sobre Texas, California o todo el sur del país arrebatado a México en el XIX. Con toda su brutalidad, la política de Pekín en Xinjiang no tiene nada que ver con la medicina para atajar el mismo problema por parte de Estados Unidos y su guerra contra el terror, que incluye millones de muertos, la devastación de sociedades enteras y la primera legalización de la tortura en un país occidental en el siglo XXI. En Taiwán es ridículo presentar como “expansionismo” la reclamación china de la isla cuando desde 1972 Estados Unidos reconoce que “Taiwán es parte de China” pese a lo cual incumple reiteradamente su compromiso, declarado en 1982, de no vender armas a la isla por encima de una discreta cantidad y calidad.

 Como en Taiwán, las tensiones militares en el Mar de la China Meridional se derivan principalmente de la intervención militar de Estados Unidos en la región para “contener” a Pekín. China fue la última de las cinco naciones implicadas en fortificar las islas en disputa de ese mar. Vietnam ocupa hoy más de cuarenta islas en el archipiélago del Paracelso, China veinte. En la Spratly, China controla ocho islas, Filipinas nueve, Malasia cinco y Taiwán una. Malasia, Filipinas y Vietnam fueron los primeros en reivindicar como suyas esas islas, lo que empujó a China a imitarlas. Todo eso se omite en el habitual informe sobre las tensiones en aquella zona. China mantiene muchos tiras y aflojas con sus vecinos (y tiene muchos), pero no hay guerras. Y sobre todo, si hay que hablar de gobernanza mundial hay que poner por delante una carencia de China que contrasta fuertemente con Estados Unidos y sus aliados occidentales: China carece de ideología mesiánica y de cualquier propósito de convertir en chinos a los demás países del mundo. La promoción de un chinese way of life no figura en los catálogos de exportación chinos, lo que supone una mayor garantía para la diversidad mundial.

 El precio de la miope arrogancia de los mandarines de la última época Qing fue terrible para China. Los Estados Unidos actuales están en una posición mucho más fuerte que la China de entonces. No está en juego la integridad de Estados Unidos, ni su territorio va a ser invadido, repartido, violentado o inundado de opio, pero no hay duda de que la suma de las taras estructurales militaristas y de la ceguera de una superpotencia ante su declive se cobran un precio. Y en el mundo de hoy, repleto de armas nucleares, ese precio está llamado a ser inmenso.

 (Publicado también en Ctxt)


 Y VER ..https://rebelion.org/logica-para-gansters/

jueves, 12 de noviembre de 2020

¿Por qué la Filosofía y la Ética?

¿Por qué la Filosofía y la Ética?

 Por Carlos Fernández Liria  

Fuentes: Cuarto Poder

Tenemos ahora la posibilidad de restituir a las asignaturas de Filosofía del bachillerato y a la de Ética de 4º de la ESO lo que el ministro Wert, el peor ministro de educación de la historia de la democracia, les arrebató hace ya tantos años. Es una cuenta pendiente que ya había sido objeto de un pacto muy aplaudido y del que la ministra Isabel Celaá se ha descolgado ahora inexplicablemente. La única esperanza es que el PSOE recapacite y decida cumplir con lo pactado cuando la cosa se presente en el Senado.

 Puede que el problema sea que no siempre se entiende bien el sentido de tales asignaturas. Su importancia se centra en el hecho de que la arquitectura misma de la sociedad en la que habitamos tan orgullosamente bajo la forma de un orden constitucional y de una democracia parlamentaria, fue concebida por filósofos y sólo se puede entender de verdad desde la filosofía. Se dice muy a menudo, en defensa de las asignaturas de la Filosofía, que hay que potenciar el sentido crítico de nuestros alumnos, y eso, siendo verdad, suena un poco voluntarista y buenrollista. Pero es que la cosa es aún más grave: sin filosofía la ciudadanía se queda ciega, sin filosofía, deja de entender la razón profunda de nuestras instituciones democráticas y corre el riesgo, así, de dejar de valorarlas. No hay de verdad ciudadanía más que cuando el pueblo se sostiene en un horizonte de viejos dilemas que se plantearon, desde el principio, en la historia de la filosofía. Si llegamos a perder de vista ese horizonte, el sentido de nuestras instituciones políticas se apagará, y entonces, todo pasará a venderse y comprarse en el mercado, desde la enseñanza a la justicia, desde los diagnósticos médicos a las sentencias judiciales, la protección ciudadana o la presunción de inocencia, quién sabe si un día también los sufragios o los pasaportes: los derechos humanos mismos serán entonces consumidos mercantilmente.

 Cuando Platón nos habla de los delitos más graves que se pueden cometer contra la ciudad, menciona, especialmente dos que merecen la pena capital. En primer lugar, la profanación de los templos. El segundo de ellos es especialmente interesante para nosotros: “Quien esclavice a las leyes, entregándolas al poder de los hombres, debe ser considerado el enemigo más peligroso de la ciudad”. Quien “se ponga en el lugar de leyes”, sometiendo la ciudad a su voluntad o a la de una “camarilla”, quien pretenda que su palabra sea ella misma la ley, debe ser condenado, nos dice, a la pena de muerte. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, recogió esta idea platónica de forma prácticamente literal: “Que todo individuo que usurpe la soberanía sea de inmediato muerto a manos de los hombres libres”. En verdad, el impulso platónico se materializa en el lema jacobino por antonomasia, que, por otra parte, es la esencia misma de lo que llamamos “imperio de la ley” o “estado de derecho”: “Que no gobiernen los hombres, que gobiernen las leyes”. En efecto, decimos que una sociedad está en “estado de derecho” (o bajo “el imperio de la ley”) cuando no hay nadie que pueda pretender estar por encima de la ley. Alguien que, como dice Platón, “esclaviza las leyes” o “las somete al poder de los hombres” lo que está haciendo es lo que hoy llamaríamos “dar un golpe de Estado”, usurpar el lugar de la soberanía y ponerse a él o a una pandilla de la misma calaña, en su lugar.

 Cosas de filósofos que nos han terminado afectando muy profundamente, y sin las cuales, dejamos de entender cuál es la meta política más irrenunciable: una república en la que los que obedecen la ley son al mismo tiempo colegisladores, de modo que obedeciendo la ley no se obedecen más que a sí mismos y son, así pues, libres. Por ejemplo, pensemos en un tema de mucha actualidad (no dejó de plantearse respecto al tema de Cataluña). No ya una mayoría, ni siquiera el pueblo en su conjunto tendría derecho a ocupar el lugar de la ley. Es obvio que si el pueblo en su conjunto decidiera algo contrario a la ley (como por ejemplo, un linchamiento), cada uno de los ciudadanos que partiparan en ello tendrían que ser acusados de un crimen. Pero la cosa es más grave aún: si el pueblo argumentara entonces que “él es la ley” y que, por lo tanto, puede obedecerla o no según convenga a sus caprichos, ya no se trataría de un mero crimen, sino de algo mucho más grave, de algo así como un golpe de Estado fascista, una usurpación, en todo caso, del lugar de la soberanía por una masa ilegal.

 En efecto, el pueblo tiene perfecto derecho a cambiar las leyes, pero tiene que hacerlo con arreglo a la legalidad. Las leyes hay que cambiarlas “legalmente”, lo que no es más que un reconocimiento de que, como quería Platón, las leyes queden siempre “más allá de los hombres”, sin que estos puedan “esclavizarlas” y “someterlas a su poder” (respecto al asunto catalán ya discutí el problema en otro artículo, hace ya tiempo).

 Y, sin embargo, en una república democrática, es el pueblo quien hace las leyes, normalmente a través de sus representantes parlamentarios. ¿Cómo se logra entonces que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si son los hombres (en el sentido neutro, claro, de hombres y mujeres), inevitablemente, quienes tienen que hacer las leyes? A no ser que vivamos en una dictadura teocrática, en la que se suponga que Dios mismo es el soberano, son los seres humanos, y nada más que los seres humanos quienes tienen que dictar las leyes. Y sin embargo, para que esas leyes sean leyes (y no las órdenes de un tirano o de una camarilla de tiranos) tienen que quedar siempre por encima de ellos, por encima incluso de la totalidad del pueblo (y no digamos ya de la mayoría).

 ¿Cómo se logra entonces? ¿Qué significa entonces esta aparentemente paradójica pretensión platónica que pone a las leyes por encima de los hombres, al mismo tiempo que reconoce que son ellos quienes las hacen y promulgan? ¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros y nuestra realidad política? Esa paradoja nos atraviesa de parte a parte en nuestra condición de ciudadanos. De hecho, así se definió la ciudadanía desde el corazón mismo del pensamiento de la Ilustración. Ciudadano es el que obedeciendo la ley es libre. Naturalmente para eso hace falta que, como hemos dicho, el ciudadano haya sido colegislador de la ley a la que obedece, de tal forma que al obedecerla no está haciendo otra cosa que obedecerse a sí mismo, es decir, realizando su libertad. ¿Y cómo hay que plasmar políticamente esta paradoja, en qué consiste realizarla, convertirla en realidad?

 Son muchas preguntas. Y son preguntas importantes, que afectan a la comprensión que, como ciudadanos debemos tener de lo que es nuestro hogar político, nuestro edificio jurídico, nuestro patriotismo constitucional. Esto no se resuelve aprendiendo unas “destrezas” o unas “habilidades o competencias” para moverte en el mercado laboral y saber hacer entrevistas de trabajo y negociar con las empresas. Una cosa es formar técnicos, profesionales y emprendedores y otra muy distinta formar ciudadanos que entiendan en qué sentido son sujetos de derechos y colegisladores activos de las leyes que tendrán que obedecer. Para esto último hace falta responder a muchas preguntas difíciles. O, por lo menos, hace falta habértelas planteado alguna vez.

 ¿Alguien me puede decir en qué asignaturas podrían planteárselas los alumnos de secundaria y bachillerato si no es, precisamente, en las asignaturas de Ética, Filosofía e Historia de la Filosofía? Cuando el ministro Wert decidió convertir la Ética y la Historia de la Filosofía en asignaturas optativas, estaba hiriendo de muerte el hilo conductor en el que la filosofía podía optar seriamente por la formación de ciudadanos.

 Eso que en su momento pretendió conseguir el PSOE, con su obsesión por la “educación de la ciudadanía” no era otra cosa, en realidad, que el cometido mismo de las asignaturas de Ética y Filosofía. Porque fueron los filósofos los que inventaron eso de la “ciudadanía”. Cuando por fin se dictó la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, Hegel, por ejemplo, declaró que habían triunfado los filósofos: “Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme a la razón”, nos dice en referencia a la revolución francesa, que considera, nos dice, “obra de la filosofía”. Por fin, continúa diciendo, tiene razón Anaxágoras: la razón está destinada ahora a regir el mundo. Sea como sea, fueron los filósofos, en una línea que va de Sócrates y Platón a la Ilustración, los que se encargaron de pensar y profundizar en todas esas paradojas que antes hemos apuntado. Y no fracasaron en su intento, ni mucho menos. Todo lo contrario, gracias a ellos fue posible conformar la arquitectura del Estado Moderno (de eso que ahora llamamos Estado social de Derecho, Democracia Parlamentaria, Orden constitucional o, simplemente, República), esa prodigiosa maquinaria que, se diga lo que se diga, está asombrosamente bien pensada. Desde luego, no se puede decir que nadie haya tenido una idea mejor. Otra cosa es que, como algunos no hemos parado de insistir, esa gran idea, bajo las condiciones capitalistas en las que ha tenido siempre que materializarse, haya resultado bastante impracticable. La división de poderes, por ejemplo, es la mejor idea del mundo, si el poder político es realmente un poder soberano, y no una mera mascarada al servicio de los poderes económicos, de los “dueños del poder real”, como los he llamado en otro artículo reciente (1). En todo caso, aquí el problema no estaría en la división de poderes, sino en el capitalismo que la convierte en una mascarada. Contra lo que dicen algunos “marxistas”, el Estado Moderno estaba muy bien pensado y era una gran idea, la mejor idea que ha tenido la humanidad, aunque, según creemos también algunos “marxistas”, no estaba preparado para funcionar bajo una dictadura económica capitalista.

 ¡Todo esto es muy discutible! Por eso mismo hay que sentar las bases para que se pueda discutir. ¿Y qué imaginan nuestros ministros de educación que podría ser más importante para discutir y para pensar? ¿Quizás sea más importante, como algunas autoridades del PP sugirieron en alguna ocasión, enseñar a los alumnos a pensar dónde y cómo conviene mejor invertir en bolsa para triunfar como emprendedor en este mundo de mierda? Se llegó a plantear, incluso, una asignatura de Formación del Espíritu Empresarial. Y no es que no pudiera ser muy oportuna, habida cuenta de cómo va el mundo. Pero lo que no se puede hacer es perder la perspectiva y no reconocer ya las cosas más esenciales. Que el mundo sea una canallada no implica que uno tenga que pensar como un canalla.

 Hagamos un experimento. Retomemos un momento el dilema que hemos dejado abierto más arriba: ¿cómo puede ser que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si son ellos irremediablemente los que las hacen? ¿Se trata entonces de una vana pretensión platónica? Pues resulta que no. Toda la maquinaria de nuestros órdenes constitucionales, si se la entiende en profundidad, consiste en resolver a diario esa paradoja. Y la cosa se resuelve bastante bien. Entre otras cosas porque Sócrates ya resolvió el problema hace veinticinco siglos, y lo sufrió, además, en su propio pellejo. Muy en resumen, recordemos el caso del juicio a los generales, al que alude Sócrates en su apología frente al tribunal que le condenará a muerte. Tras una batalla naval, los generales regresaron a Atenas victoriosos. Pero una tempestad les había impedido recoger a los muertos y llevarlos, como mandaba la ley, hasta su suelo natal. La Asamblea decidió juzgarles y condenarles, pidiendo para ellos la pena de muerte. Pero hubo una voz discordante, la de Sócrates, que planteó que, según la ley, esos generales tenían que ser juzgados uno por uno y no en bloque, como se estaba haciendo. La Asamblea respondió que ahí estaba reunido el pueblo entero y que todos estaban de acuerdo en juzgarles en bloque para ahorrar tiempo. Sócrates se empeñó en que ni siquiera el pueblo mismo podía ir contra la ley. ¿Y quién si no el demos, quién si no nosotros, ha hecho esas leyes?, le respondieron. ¿Quién le puede decir al pueblo lo que es legal? ¿Qué respondió Sócrates? Pues lo que hoy día respondería cualquier catedrático de Derecho Constitucional.

 ¿Queréis cambiar la ley? Pues cambiarla. Sois el demos, tenéis perfecto derecho a hacerlo, pero no por eso podéis actuar contra la ley ahora. Iniciar un Proyecto de Reforma de la Ley y cambiarla. Lo más divertido es que eso no os permitirá juzgar a los generales en bloque, porque la ley no puede tener carácter retroactivo. Eso sí, pobres tontos de remate, en adelante, cuando haya que juzgaros a vosotros, se os juzgará en bloque, como así lo habéis querido. Pero a los generales, los juzgáis uno por uno, como manda la ley.

 ¿Qué significa esta terrible anécdota (que enemistó a Sócrates con toda la ciudad)? Pues que el pueblo tiene derecho a hacer la ley, pero que la tiene que hacer siendo coherente con lo que él mismo hace. O lo que es lo mismo, que el pueblo tiene derecho a cambiar cualquier ley, pero que lo tiene que hacer legalmente, con arreglo a la ley. De este modo, por ese imperativo socrático de coherencia, la ley siempre queda por encima del pueblo, aunque sea el pueblo quien hace las leyes.

 Esta fórmula “cambiar la ley con arreglo a la ley”, algo así como el imperativo que tiene el pueblo de “volverse coherente”, no es fácil de llevar a la práctica. Hubo que pensar y que trabajar mucho para crear las instituciones capaces de hacer esto posible. A esto se llamó Ilustración. Una buena idea (que, en efecto, inventaron los filósofos) fue la separación de poderes. Impedir que el gobernante haga las leyes y a los que hacen las leyes, impedirles gobernar. Y que sea otro poder distinto el que juzgue si las cosas se ajustan a la legalidad, es decir, en último término, quien juzgue si lo que el pueblo decide en cada caso a través de su Parlamento, es coherente o no con lo que el pueblo mismo decidió al votar la Constitución. En este juego de espejos, se logra que nadie pueda apoderarse de la ley y, como decía Platón, “esclavizarla”. Aunque para que los espejos funcionen hacen falta algunos requisitos institucionales, como la libertad de expresión, la libertad de asociación y reunión, la instrucción pública, etc. ¿Quiénes piensan las autoridades de educación del PSOE que inventaron todas estas complejas maquinarias institucionales? Todo esto se fraguó en el interior de la historia de la filosofía y de la ética. Algunos filósofos, desde los tiempos de Sócrates, perdieron su vida por ello. ¿Será prudente para nuestra sociedad olvidarlo? ¿No estaremos precipitándonos en un abismo muy peligroso si comenzamos a olvidar lo que la Humanidad misma debe a la filosofía? ¿No tendremos que lamentarlo después? La decisión que se tome con las asignaturas de Filosofía y de Ética me parece que tiene una gran trascendencia. Espero que no tengamos que pagarlo muy caro en el futuro. Porque, al final, acabaremos teniendo la sociedad que nos merecemos.

 Carlos Fernández Liria acaba de estrenar ‘La filosofía en Canal’ en Youtube. Puedes verlo pinchando aquí https://www.youtube.com/channel/UCBz_dr-JLhp0NDJxNeigqMQ

 Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2020/11/10/por-que-la-filosofia-y-la-etica/

Nota del blog  (1) https://blogs.publico.es/dominiopublico/34967/chile-y-los-duenos-del-poder-real/

 

 

 

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Los sueldos de la casa real .

300.000 euros de sueldo no fue suficiente para los anteriores reyes

 Elena Herrera  


Fuentes: eldiario.es


Los reyes eméritos han cobrado más de tres millones de euros en salarios públicos en la última década, pero su desorbitado tren de vida se cubría con aportaciones de empresarios y líderes de dictaduras, que ahora motivan investigaciones por blanqueo en los tribunales.

Los reyes eméritos, Juan Carlos I y Sofía de Grecia, han disfrutado en la última década de sueldos públicos que superan los tres millones de euros. El cobro de estas cantidades –cuya cuantía la Casa Real solo empezó a hacer pública a partir de 2011, tras el estallido del caso Nóos, la causa de corrupción que llevó a la cárcel a Iñaki Urdagarín– responde al mandato constitucional que establece que «el Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma». Este montante bruto, sujeto a retención del IRPF, está incluido por tanto en la asignación pública que recibe la Corona para su funcionamiento, que ronda los ocho millones de euros anuales.

En sus últimos años en el trono, Juan Carlos I cobró un sueldo oficial de alrededor de 300.000 euros anuales. Esta cantidad se redujo apenas un 30% tras su abdicación, cuando empezó a percibir alrededor de 200.000 euros anuales. El pasado marzo Felipe VI intentó aplacar el eco de las sospechas cada vez más fundadas de que su padre se benefició de comisiones millonarias de Arabia Saudí retirándole esa asignación. Tres meses después, la Casa Real reconoció que el dinero que Juan Carlos I tenía pendiente de cobrar durante ese ejercicio –161.034 euros– no se devolvió a Hacienda, sino que fue a engrosar el fondo de contingencia destinado a atender imprevistos de la propia Jefatura del Estado. El dinero no se movía de la Casa Real. Sí sigue cobrando un sueldo público la reina emérita. En 2020 tenía fijada una asignación de 111.854,88 euros.

Las asignaciones que ha recibido Juan Carlos I, dentro y fuera del trono, han estado muy por encima de lo que cobran otras altas autoridades del Estado. Por ejemplo, el presidente del Tribunal Constitucional, el cargo público mejor pagado, recibirá el año que viene 157.576,58 euros, según el último proyecto de Presupuestos. Un sueldo que casi duplica al del presidente del Gobierno, que cobrará 85.608,72 euros en 2021. Pese a ello, estas remuneraciones no han sido suficientes para sufragar el desorbitado tren de vida de Juan Carlos de Borbón, tal y como ponen de manifiesto diferentes investigaciones periodísticas y judiciales.

elDiario.es ha revelado esta semana que la Fiscalía Anticorrupción investiga desde hace más de un año gastos de Juan Carlos I y otros familiares –entre ellos, la reina Sofía y algunos de sus nietos– con tarjetas opacas que se nutrían de fondos no declarados a Hacienda. Se investiga un posible delito fiscal, lo que requiere un fraude superior a los 120.000 euros anuales defraudados, que es el límite a partir del cual se comete este delito. Los gastos bajo investigación corresponden a los años 2016, 2017 y 2018: después de que Juan Carlos I perdiera su inviolabilidad constitucional como jefe del Estado. Y lo que indaga el ministerio público es si en cada uno de esos ejercicios el rey y sus familiares gastaron más de 275.000 euros (no haber declarado esa cantidad implicaría haber defraudado 120.000 euros en impuestos) con cargo a cuentas que no estaban a su nombre.

También se han publicado informaciones, sin haber sido desmentidas, que apuntan a que Juan Carlos I retiró durante cuatro años hasta 100.000 euros mensuales de la cuenta que abrió en Suiza a nombre de la sociedad instrumental panameña Lucum Foundation para camuflar la donación de 65 millones que supuestamente había recibido de Arabia Saudí por las obras del AVE a la Meca. Según publicó El Confidencial, el monarca habría usado el dinero para sufragar gastos no declarados de toda la familia real.

Esas ingentes retiradas de dinero se produjeron al menos entre 2008 y 2012, cuando el país estaba inmerso en una grave crisis económica y el monarca no escatimaba en llamamientos al comportamiento ético de dirigentes y ciudadanos en sus discursos públicos. Los extractos bancarios publicados certifican, por ejemplo, que en 2010 el ahora emérito sacó de esa cuenta de la banca privada Mirabaud 1,5 millones de euros. Ese año, durante su mensaje navideño afirmó lo siguiente: «Nada que valga la pena se consigue sin renuncias y sin entrega. Es preciso fomentar el ejercicio de grandes valores y virtudes como la voluntad de superación, el rigor, el sacrificio y la honradez. Valores y virtudes cuya ausencia no es ajena al origen de la crisis, y que son consustanciales a toda sociedad justa y equitativa».

Los testimonios publicados en medios de comunicación incluidos en la investigación que sigue desde 2018 el fiscal suizo Yves Bertossa ponen en entredicho los «valores» y «honradez» a los que hacía alusión en sus discursos. Arturo Fasana, el abogado al que confió la gestión de la citada cuenta suiza, confesó ante la Fiscalía de ese país que el rey le visitó en su casa de Ginebra el 7 de abril de 2010 para que ingresara en esa cuenta una maleta cargada de billetes. Según contó El País, Fasana relató al fiscal que esa maleta contenía 1.895.250 dólares en efectivo que el rey había conseguido de un ‘donativo’ de su amigo Hamad bin Isa Al Jalifa, el sultán de Baréin. Esos 1,9 millones de dólares suponen alrededor de nueve años del sueldo público que el monarca recibía tras su abdicación.

Opacidad sobre el patrimonio

Aunque Felipe VI presume de que durante su reinado se han dado pasos en pro de la transparencia, lo cierto es que un velo de opacidad sigue cubriendo las cuestiones relativas a su patrimonio. La ley de transparencia aprobada en 2013 incluye a la Casa del Rey aunque los miembros de la familia real –formada por el actual rey y su mujer, sus padres y sus hijas– no están obligados a pormenorizar los gastos de sus numerosas actividades públicas, ni a desvelar los negocios que realicen con las asignaciones que reciben de los Presupuestos Generales del Estado.

Tampoco son considerados altos cargos –como sí ocurre con los miembros del Gobierno, por ejemplo– por lo que no tienen la obligación de presentar declaración de bienes y derechos a pesar de la financiación pública que reciben. Según la Casa Real, la «finalidad» de esta asignación es asegurar que la Jefatura del Estado dispone de una dotación presupuestaria «suficiente» para que el Jefe del Estado pueda desarrollar su labor «con la independencia inherente a sus funciones constitucionales».

Los únicos miembros de la familia real que, a día de hoy, cobran ese sueldo público son Felipe VI (248.562,36 euros anuales, según la asignación de 2020), la reina Letizia (136.701,36 euros) y Sofía de Grecia (111.854,88 euros). Tras la abdicación de Juan Carlos I, sus hijas, las infantas Elena y Cristina, fueron excluidas de la familia real y quedaron como miembros de la familia del rey. Dejaron también de recibir la asignación en gastos de representación en la proporción y cuantías que su padre fijaba en cada ejercicio. Por ejemplo, en 2014, la infanta Elena recibió 25.000 euros. No consta que ese año su hermana Cristina, apartada de los actos públicos por el escándalo de Nóos, recibiera ‘sueldo’ público. Ni su marido Iñaki Urdangarin ni Jaime de Marichalar, cuando estaba casado con Elena de Borbón, recibieron nunca ingresos oficiales de la Casa del Rey.

Los gastos de la Casa del Rey no han estado nunca sujetos a la fiscalización del Tribunal de Cuentas. La institución tampoco está obligada legalmente a auditar sus cuentas aunque voluntariamente decidió suscribir dos convenios con la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) en 2014 y en 2019.

Las últimas sospechas sobre los movimientos del rey, que acumula tres investigaciones en la fiscalía por delitos de corrupción, las ha lanzado el servicio antiblanqueo, la unidad de vigilancia financiera que da la alerta sobre movimientos sospechosos de capitales.

Fuente: https://www.eldiario.es/politica/cuentas-suiza-donaciones-millonarias-tarjetas-opacas-300-000-euros-sueldo-no-suficiente-anteriores-reyes_1_6392714.html


martes, 10 de noviembre de 2020

La izquierda española ante la derrota de Trump .

 La izquierda española ante la derrota de Trump: unas jornadas lamentables

DANIEL BERNABÉ

Mira que lo tenían fácil. No se me ocurre un acontecimiento más propicio para concitar un clima de consenso en la izquierda que la derrota de Trump. Primero por el punto y a parte a un inquietante proyecto de subversión de la democracia liberal que en esencia sería igual de injusto socialmente que el decadente neoliberalismo, pero además empapado de un autoritarismo espectacular: ausencia de derechos y representatividad maridada con gestos gilipollas de youtuber. Y segundo porque el fenómeno Trump ha conseguido soltar sus esporas por el orbe: su deceso presidencial es un duro golpe a Vox, que pierde tanto referente como horizonte. Pues ni con esas.

¿Para qué se ha aprovechado la derrota de Trump? Para montar un circo identitario, un festival de etiquetas punitivas, una feria de presupuestos falsos y obviar las grandes claves del resultado electoral en el corazón del declinante imperio. Lo cierto es que Trump ha conseguido mejor resultado que en 2016, salvo que esta vez su constante atmósfera de polarización ha movilizado aún más a sus detractores que a sus seguidores. Y observen que no hablo de votantes del partido Demócrata o seguidores de Biden, sino norteamericanos más aterrados por un segundo mandato de Trump que esperanzados por el primero del anciano líder demócrata. ¿Cómo articulará el nuevo Ejecutivo ese caudal prestado?¿Aguantará el proyecto del trumpismo sin el presidente naranja?

Lo interesante, al parecer, no han sido estas cuestiones, sino el "fusarismo", que según mi amigo Pedro Vallín, periodista de La Vanguardia, "andaba desconsolado poniendo velas por el agente naranja" en referencia a la derrota de Trump. Entra así en escena nuestro animal mitológico favorito de estos últimos años, eso llamado rojipardismo, un hombre de paja, una tendencia política inexistente en España que ha valido para etiquetar de "nazi" a quien acertada o erróneamente criticaba las derivas actuales de la izquierda perteneciendo a ella. El reflejo inverso del tan socorrido "posmo", salvo que mientras este último funciona como vulgarización descriptiva de tendencias existentes, el rojipardismo es una forma de etiquetar punitivamente a quien defiende que la izquierda se base en planteamientos como la preminencia de la igualdad sobre las diferencias, el universalismo, el análisis de clase, la soberanía o unas políticas económicas expansivas sobre aquellas de índole representativa.

Vallín, un tipo generalmente acertado tanto en sus análisis como en su juvenil combinación de americanas sobre camisetas, patina cuando se piensa que las series de Aaron Sorkin son documentales, no ficción dramática. Es decir, que Vallín piensa que la única forma de la que se puede explicar a Trump, y a sus 70 millones de votantes, es mediante la degradación de un individuo y partido, el GOP, que ha abandonado la vieja buena senda liberal. Por tanto, la única forma de caracterizar a los votantes de Trump es como peligrosos imbéciles y la única manera de combatirles es mediante la vuelta de una serie de valores cívicos, más educación y mejor información. El asunto de fondo es que Trump se explica como un fenómeno final y no como un síntoma de algo preexistente, una sociedad en decadencia que ya había alumbrado el Tea Party.

¿Qué es lo que ocurre cuando alguien analiza que, por muy poco que nos gusten estos brotes reaccionarios, su posibilidad de existencia, presente, pasada y futura, tiene que ver con qué pretenden dar respuestas, a menudo mezquinas, a menudo falsas, a menudo excluyentes, a la incertidumbre neoliberal? Que se le llama rojipardo, que es más fácil que asumir que el liberalismo ha sido padre putativo de los ultras machacando mediante austeridad, globalización y desregulación la estabilidad del pacto de posguerra. Si a eso le sumamos que el progresismo abandonó su búsqueda de la igualdad por la ensaladilla de las diversidades nos encontramos con el caldo de cultivo que hace posible que en media Europa la ultraderecha sea un actor renacido y que el presidente de EEUU haya sido alguien tan peligroso como Trump. Hoy aplaudimos a Merkel por verle las orejas a un lobo que ella misma amamantó generosamente.

Otro que se ha sumado a la fiesta ha sido Nega, Ricardo Romero, que sobre un tuit de Soto Ivars que hablaba sobre la aplastante derrota de Trump en Detroit, ha comentado que "resulta que la clase obrera, esa que estaba harta de lo progre, del LGTBI, del BLM, la ecología y las políticas de la diversidad y que iba a apoyar a Trump y luego a Vox de forma irremediable y masiva, se ha cagado y meado en el partido Republicano. Lo material, Juan!". Romero, que desde que ha pasado de rapero obrerista a predicador moral del brócoli, no pierde oportunidad de dejar claro su arrepentimiento, comete un error, o realiza una manipulación, al repetir la cansina y falsa acusación de contraponer la clase a otros conflictos sexuales o raciales.

Quienes criticamos la articulación actual de la diversidad bajo el neoliberalismo, no a la diversidad en sí misma, lo hacíamos por su carácter competitivo, que tendía a enfrentar sectores en un mercado de representatividad, véase la actual guerra abierta entre el feminismo y el transgenerismo. Reivindicaciones que podrían darse de forma paralela entraban en colisión: para sentirme más representado necesito que el de al lado lo esté menos. De hecho, individuos y grupos naturalmente plurales tienden a ubicarse sólo en un epígrafe de su identidad, aquel que resulte más específico, tendiéndose a una atomización progresiva por encontrar un producto identitario más competitivo. De esta manera, los grandes sujetos políticos del siglo XX, nación, religión y clase, fueron perdiendo importancia respecto a alteridades cada vez más exageradas y artificiales. No se trata de reclamar que el conflicto capital-trabajo sea el único existente, o el que tenga que enfrentarse únicamente o primero, sino de recordar que por su amplia transversalidad y su papel clave en la economía su potencia transformadora es clave, tal y como se vio en el siglo XX. Esta forma de enfocar la cuestión, acertada o errónea, fue el argumento empleado en mi libro La Trampa de la diversidad, no otro.

Bajo este criterio no es que la clase trabajadora esté harta de otros conflictos sociales, en los que muchos de sus miembros se verán naturalmente implicados, sino que el abandono de su articulación política, su paso de existir a hacerlo de forma consciente mirando por sus intereses, fue abandonado por décadas en la izquierda en beneficio de cualquier otro sujeto, cuanto más exótico y minoritario, mejor. De esta manera, grandes sectores de esa clase, ausentes de la lucha obrera y la organización sindical se han sentido marginados por el progresismo y azotados por la precariedad neoliberal, pudiendo ser potenciales votantes de proyectos populistas de ultraderecha que aprovechaban este vacío para enfrentarles contra las minorías sobrerepresentadas.

Si a Trump le han votado 70 millones de personas lo que parece ridículo es pensar que entre ellas, por una mera cuestión estadística, no haya una mayoría de trabajadores. Lo mismo que a Biden, lo que nos indica que estas elecciones, en las que ambos candidatos obtuvieron un récord histórico de sufragios, se han movido en unos ejes diferentes a los de la clase social, por desgracia, claro, para los intereses de los trabajadores, que elegían entre dos proyectos políticos de derecha en lo económico. Romero está en su derecho de pensar, con una envidiable fe del converso, que la línea progresista que premia la diversidad sobre la igualdad es la correcta, no tanto manipular ya de forma habitual la crítica que hace un par de años realicé en La Trampa, que es la que es, acertada o errónea, y no el espantajo inventado para desprestigiar la obra.

Quizá el problema que tiene Romero es de mala conciencia, ya que él en su libro La clase obrera no va al paraíso (Akal, 2016), escrito a la par con Arancha Tirado, sí abogaba por priorizar el conflicto capital-trabajo sobre cualquier otro, afirmando que la izquierda había abandonado a los trabajadores y trazando un retrato de la misma homogéneo y carente de diversidades. De hecho se señalaba que esferas como la raza o el género tenían que ver con invenciones académicas para debilitar a la clase. Además era un libro duro con el feminismo, ya que consideraba que la brecha salarial no era apreciable en sectores no cualificados y que el triunfo de la clase trabajadora en el conflicto con el capital sería el que beneficiaría principalmente a las mujeres trabajadoras. Las personas tienen derecho a cambiar de opinión, pero resulta poco elegante acusar a otros de los que tú afirmabas hasta antes de ayer.

Lo cierto es que parece arriesgado abandonarse a las políticas de la diversidad competitiva, cuando una derechista económica, la próxima vicepresidenta Kamala Harris ya estaba siendo reivindicada ayer por el progresismo en España, desde los creyentes en lo queer hasta algunas feministas despistadas. Parece razonable que sea noticioso el hecho de que una mujer negra llegue a un puesto de tal responsabilidad, parece como poco arriesgado reivindicar a alguien que ha utilizado conscientemente sus características identitarias para encubrir sus postulados políticos, los que al final decidirán sobre el futuro de esas mismas mujeres negras de una clase diferente a la suya. Y aquí se halla una de las consecuencias de fenómenos como el de Trump, que siendo hijos del caos neoliberal, sus presupuestos iliberales acaban por legitimar a la derecha convencional.

La política sin embargo es esto, de ahí que hasta el presidente cubano Díaz Canel haya saludado a la nueva administración de Biden. Oxígeno ante la barbarie inmediata o al menos la posibilidad de que la nueva socialdemocracia estadounidense, el ala izquierda del Partido Demócrata encabezada por Ocasio Cortez, pueda prosperar en este contexto. En el último quinquenio, el progresismo estadounidense ha experimentado un renacer que se ha atrevido a jugar incluso con conceptos tan problemáticos en EEUU, por su asociación con el comunismo, como el de clase trabajadora. Paradójicamente, como ya señalamos algunos hace unos años, el progresismo de EEUU, adicto a las diversidades, lo identitario y las guerras culturales, estaba pasando a recuperar una cierta pulsión igualitarista. Mientras que Carmena en Madrid parecía una sucursal de una charla TED, el alcalde de Nueva York, el demócrata Bill de Blasio, hacía de las working families el centro de su discurso.

¿Qué nos encontramos, para acabar, justo en el lado inverso pero a la vez paralelo de los que celebraban como propia la victoria de Biden? A la izquierda folclórica, ya saben, ese grupo de pesadísimos adolescentes pajilleros con admiración a la Stasi. Los queer del comunismo, ya no como ideología u organización real, sino como una identidad con la que competir en este mercado, siempre tienen una actitud prepolítica y esquemática, siendo incapaces de desarrollar análisis o respuestas más allá de consignas inútiles. Sí, la derrota de Trump es positiva. No, Trump y Biden no son iguales, de hecho se diferencian en multitud de aspectos, lo cual no implica que eso sea afirmar que el demócrata realizará políticas de izquierdas. La salida de Trump del despacho oval es un duro golpe para la siniestra internacional ultraderechista, pero la reactivación de los tratados de libre comercio por parte de Biden puede crear un descontento en los trabajadores que sea aprovechado por los ultras… es decir, que en términos de utilidad política hablar en las mismas coordenadas de Trump y Biden es, una vez más, culpa de la transformación de lo político de algo ideológico y grupal a algo identitario e individual. Entre el progresismo colorín y la izquierda folclórica sólo median los iconos, para unos unicornios y arcoíris y para otros banderas de Korea del Norte y búnqueres albaneses.

De Teresa Rodríguez desconozco su postura al respecto, pero seguro que ha echado la culpa de algo a Madrid y al heteropatriarcado. Los de la Fundación de los Comunes es posible que preparen un curso para conocer la experiencia empoderante de las prostitutas albinas del cinturón del óxido y su papel en el vuelco electoral. Se rumorea que Tania Sánchez y García Castaño podrían obtener asiento en la Cámara de Representantes para la legislatura de 2024.

No se alarmen. Podría ser peor. Miren Herman Tertsch.

https://blogs.publico.es/otrasmiradas/40262/la-izquierda-espanola-ante-la-derrota-de-trump-unas-jornadas-lamentables/


Nota del blog .- Un critica a su libro , La trampa de la diversidad . https://blogs.publico.es/juan-carlos-monedero/2018/08/03/la-trampa-de-la-trampa-de-la-diversidad/

lunes, 9 de noviembre de 2020

EEUU: ¿Vuelta a 2015? .

 EEUU: La era Trump ha terminado. ¿Vuelta a 2015?

Luke Savage  

 Mientras la presidencia de Trump afortunadamente agoniza, Joe Biden y la dirección demócrata están esclavizados por la peligrosa ilusión de que pueden llevar al país de vuelta al mundo político de 2015, como si nada hubiera pasado. Están a punto de descubrir que han obtenido una victoria pírrica.

Incluso antes de que las cifras empezaran a parecer inesperadamente buenas para Donald Trump, supe que algo debía estar mal. La pista fue un cambio sutil pero real en las bromas de las noticias por cable, que en la madrugada del martes por la noche cambiaron su tono inicial de seguridad por una agitación visible. Joe Biden parecía con ventaja en al menos algunos de los lugares correctos, pero ¿dónde estaba la avalancha que tanto los analistas demócratas como los encuestadores habían previsto confiados? Misteriosamente ausentes las señales de la avalancha prometida, los sumos sacerdotes de las noticias por cable gradualmente parecieron optar por una respuesta. Claro, Trump podía ir por delante en estados clave del Medio Oeste, pero este era precisamente el resultado que todos habíamos anticipado. Después llegarían los votos por correo y lo probable es que fueran para Biden.

La narrativa tuvo eco no solo porque era lo que los espectadores anti- Trump querían escuchar, sino porque pronto resultaría ser cierta: el sábado por la mañana, Biden superó el umbral de 270 del colegio electoral necesario para ganar la presidencia gracias a que el recuento tardío de los votos por correo se inclinó decididamente a su favor. Sin embargo, el tono general en CNN a media noche de las elecciones parecía un esfuerzo desesperado por mantener la sensación de que todo iba según el plan. Con el polvo de la batalla finalmente asentado, hay una buena posibilidad de que esta narrativa se mantenga, no solo porque los partidarios liberales (y los consultores demócratas) lo defenderán, sino porque es lo que muchos observadores políticos y gente común hartos de Trump quieren creer desesperadamente.

Baste decir que esta elección nunca debería haber sido tan apretada y las cosas, por decirlo suavemente, no salieron según lo planeado. Aunque el recuento final aún está por llegar, Trump ha sumado millones de votos a su total de 2016. Si hubiera obtenido unos miles de votos más en un puñado de estados indecisos, ahora estaría camino de un segundo mandato. Esto es por no hablar del catastrófico resultado de los demócratas en las votaciones paralelas, en las que varios representantes republicanos en el Senado aplastaron a unos competidores llenos de dinero  en efectivo y aun siendo el partido mayoritario perdió escaños en la Cámara, solo dos años después de su gran victoria en 2018. Dicho y hecho, la semana de elecciones que comenzó con euforia sobre la perspectiva de que los demócratas consiguieran Texas y se asegurasen una mayoría cómoda en el Senado terminó sin resuello mientras todos nos tranquilizamos a nosotros mismos, y a los demás, asegurando que Biden llegaría a  cruzar el primero la línea de meta.

Cada resultado electoral debe ser evaluado en su contexto específico, y es ante todo la dinámica política más amplia de 2020 lo que hace que esta votación sea una victoria pírrica tanto para la campaña de Biden como para el Partido Demócrata. Trump nunca ha sido un presidente popular. Gran parte de los medios de comunicación de EEUU claramente apoyaban una victoria demócrata. A fines del mes pasado, un cuarto de millón de estadounidenses habían muerto por el coronavirus y millones más se hundieron en la pobreza. Y  a pesar de eso, en medio de las dificultades económicas generales y una pandemia que está causando estragos en las vidas y los medios de subsistencia en todo Estados Unidos, un presidente históricamente corrupto, odiado y plagado de escándalos ha recibido millones de votos más en su intento por ser reelegido. Si el virus nunca hubiera golpeado y la situación existente en enero se hubiera mantenido, con el índice de aprobación económica de Trump en niveles que ningún presidente había tenido en dos décadas, no cabe duda de que el ex presentador de televisión de The Apprentice hubiera aplastado al desventurado Biden en su camino hacia un segundo mandato.

En las próximas semanas podemos esperar una avalancha de excusas autosatisfechas, plagadas del mismo tono de tranquilidad defensiva que nos inundó la noche de las elecciones. Pero aunque finalmente se alcanzó el numero necesario de compromisarios en el colegio electoral, quedan muchas preguntas sin respuesta sobre la efectividad de la candidatura de Biden y la estrategia demócrata en general.

En primer lugar, la decisión de cortejar y poner en primer plano a los republicanos, que se exhibió sin cortapisas en la Convención Nacional Demócrata este verano, parece haber fracasado. Los glorificados inspectores de billeteras del Proyecto Lincoln pueden haber estafado con éxito a los liberales decenas de millones, pero sus anuncios no parecen haber sido más efectivos contra Trump que la farsa de campaña  en la retaguardia llevada a cabo por las élites conservadoras durante su ascenso inicial. Según una encuesta a boca de urna publicada por Edison Research, el 93 por ciento de los votantes republicanos finalmente respaldaron a Trump, una proporción aún mayor que en 2016. Hace solo unos pocos meses, se podía escuchar a Rahm Emanuel, el flautista de los suburbios de Applebee, llamando a estas elecciones el "año del republicano de Biden". Evidentemente no ha sido así.

A pesar de su visibilidad especial en este ciclo, la estrategia no fue un éxito, ya que los demócratas centristas están convencidos desde hace mucho tiempo que el país es tan intrínsecamente conservador que mimar a los votantes de derecha con apelaciones a la moderación es una genialidad maquiavélica en lugar de una capitulación ante la inercia post-reaganista. Al igual que en 2016, esa suposición parece haber dado pocos frutos. En todo el país, de hecho, las iniciativas electorales y las encuestas a boca de urna sugieren que los demócratas se colocaron a la derecha de la mayoría electoral en temas clave. Florida, el primer estado donde quedó claro que la avalancha prometida no se produciría, votó por un margen considerable a favor de aumentar su salario mínimo. Las iniciativas electorales para legalizar la marihuana, una idea a la que Biden se opone a pesar de su notable popularidad en los votantes de ambos partidos, fueron aprobadas en cinco estados. Incluso en una encuesta a pie de urna visiblemente sesgada, la cobertura médica universal obtuvo un rotundo apoyo del 72 por ciento, una encuesta encargada nada menos que por Fox News, que también identificó el respaldo de la mayoría a un control de armas más estricto, una reforma migratoria progresista y a los derechos reproductivos.

Aunque probablemente habrá una buena cantidad de revisionismo en las próximas semanas, los partidarios de la estrategia elegida por los demócratas predecían confiados hace solo unos días una avalancha como en 1972. “Esta puede ser la mayor avalancha en este país polarizado,” declaró el encuestador demócrata Stan Greenberg  al Daily Beast el 29 de octubre “Los resultados no van a ser apretados”, declaró James Carville en MSNBC . Aún más efusivo sobre las perspectivas demócratas, el New York Times predijo el 21 de octubre "una avalancha electoral enorme y poco común". Una vez más, los demócratas se apostaron muy convencidos la casa en una campaña centrista que obtendría, según ellos, una victoria de proporciones históricas. Una vez más, no logró los resultados prometidos, perdiendo por medio un número aterrador de votantes no blancos a favor del Partido Republicano.

Esto nos lleva al propio Biden, el candidato que se garantizó con rotundidad a los votantes demócratas en las primarias que era la opción segura y elegible contra Donald Trump. Numerosas voces de la izquierda (incluidas muchas en Jacobin) argumentaron decididamente que un programa popular y mayoritario dirigido a los no votantes tradicionales y que buscara dinamizar la base demócrata tradicional representaba la mejor opción, tanto para derrotar a Trump como para cambiar de rumbo después de décadas de retroceso liberal. Dado que esta teoría nunca pudo ser probada, no podemos saber con certeza si sus supuestos básicos eran correctos (aunque mi propia opinión sobre el tema no debería ser difícil de extrapolar).

Lo que sí sabemos es que el manual demócrata estándar se ha quedado corto más veces que las que ha tenido éxito. Dicho en términos más sencillos, solo ha habido dos presidentes demócratas en los últimos cuarenta años y el que tuvo más exito de los dos se postuló como un populista fuera del sistema y líder de un movimiento de masas que se comprometía a enfrentarse a Wall Street, reducir la participación de Estados Unidos en guerras extranjeras y cambiar el país. Biden, a pesar de su estrecha relación con Barack Obama, desempeñó un papel activo en el afianzamiento de la triangulación como modus operandi demócrata durante la década de 1980 y nunca quiso una campaña de ese tipo.

En contra del espíritu de 2008, el ex vicepresidente y pronto presidente electo se presentó en los términos más modestos: como una figura que atemperaría el caos y la anarquía de los últimos cuatro años y devolvería al país al equilibrio pre-2016. A  pesar de las páginas de opinión malgastadas en especulaciones absurdas sobre si defendería una ambiciosa agenda liberal, la propia retórica de Biden (y la estrategia de los donantes empresariales) siempre ha garantizado lo contrario. Más estado de ánimo que programa, su atractivo descansaba, y aún descansa, en la suposición errónea de que el trumpismo comienza y termina con la ocupación de la Casa Blanca por parte de Donald Trump: que un presidente de estilo más convencional y menos voluble basta para curar cualquier espasmo aleatorio que pueda haber causado temporalmente que una parte del electorado haya perdido el juicio.

Este enfoque conservador, con c pequeña, de liderazgo nacional implicaba inevitablemente evitar o marginar las grandes ideas políticas, incluso cuando un virus mortal invadía el cuerpo político. La opción pública, la supuesta alternativa pragmática de Biden a Medicare para todos, apenas recibió una mención en la campaña. Mientras los incendios forestales ardían con una ferocidad apocalíptica en la costa oeste, ofreció poco más que recitar el vacío mantra liberal de que el cambio climático es real, pero se distanció activamente del programa verde más ambicioso de la historia moderna. Incluso cuando los republicanos tomaron mortíferamente el poder en la Corte Suprema, Biden se cuidó mucho en su primer debate con Trump de hablar amablemente sobre la juez de extrema derecha nominada por el presidente y rechazó una reforma judicial.

Esto por no hablar de las debilidades personales de Biden como candidato, generalmente eludidas por unos comentaristas en su mayoría comprensivos que se contentan con enterrar o pasar por alto  historias o incidentes que podrían poner en peligro sus perspectivas para el futuro. Por lo tanto, incluso la tendencia de Biden  de mantener un perfil bajo y realizar una campaña absentista durante parte de septiembre no pareció provocar ninguna de las preguntas obvias e incluso obtuvo elogios ocasionales. El hecho de que el ex vicepresidente últimamente no se parezca en nada al hombre que debatió tan hábilmente con Paul Ryan en 2012 ha sido eliminado en gran medida de la narrativa oficial.

A pesar de la candidatura de Biden, los deslucidos resultados electorales de los demócratas no fueron inevitables, sino el producto de opciones y cálculos políticos libremente asumidos. Como era de esperar, figuras clave del partido y representantes de los medios ya están trabajando para echar la culpa a otros. La exsenadora Claire McCaskill aparentemente cree que los demócratas hablan en exceso sobre las armas, los derechos reproductivos, el matrimonio homosexual y "los derechos de los transexuales". Con una segunda vuelta para el Senado pendiente en Georgia, el portavoz de la mayoría demócrata de la Cámara, Jim Clyburn,  según se informa declaró en una convocatoria del grupo parlamentario, "[si] vamos a defender Medicare para todos, recortar fondos a la policía [y] una medicina socializada, no vamos a ganar". Nancy Pelosi también advierte a los demócratas que no giren hacia la izquierda. No hace falta decir que se trata de reacciones desconcertantes de personalidades cuya propia estrategia ha fracasado rotundamente a la hora de dar el resultado prometido. A medida que el polvo de la batalla electoral se asiente, inevitablemente seremos obsequiados con un creciente coro de voces de todo el establishment liberal que insistirá en que el único camino a seguir para los demócratas es una nociva mezcla de revanchismo económico y cultural. El centro liberal, siempre convencido de su propia sabia rectitud, paradójicamente descubre tener razón incluso en la derrota moral y táctica.

Este estado de cosas redundará lamentablemente en reforzar los peores instintos de Biden como viejo fetichista de los compromisos bipartidistas y la mediación entre élites. Suponiendo que los republicanos retengan el Senado, Estados Unidos estará dirigido por un gobierno de coalición de facto McConnell / Biden en un período de crecimiento de déficits y cada vez mas frecuentes llamamientos a la austeridad. Aquellos que rezaron por el destierro de Trump y el regreso a la era de Obama pueden, por lo tanto, estar consiguiendo lo que desean, aunque  lo consigan gracias a la magia negra y una pata de mono maldita: un presidente centrista, un Congreso dividido y un Senado obstruccionista. La vuelta a la normalidad, por fin.

Afortunadamente, la presidencia de Trump está a punto de sufrir la muerte patética y farfullante que tanto se merece, dejando tras de sí un legado de mentiras, recortes de impuestos pícaros y una crueldad innecesaria. Sin embargo, a pesar de la anarquía que indudablemente ha provocado, el tema final de la era Trump puede terminar siendo la continuidad más que la ruptura. Cuando superemos la farsa de las últimas semanas de Trump en el cargo, el panorama de la política estadounidense se parecerá mucho a una versión de principios de 2016 con un puñado de contrastes tanto brillantes como sombríos.

Si la semana pasada es un indicio, el cálculo estratégico subyacente en las direcciones de los dos partidos no promete muchos cambios más allá de la estética. Los demócratas vacilarán y ofrecerán concesiones, celebrando cada retirada como una victoria para el "incrementalismo". Mitch McConnell obstruirá y, cuando sea posible, hará las sangrías legislativas que solo él puede hacer. El osificado consenso post-2010 persistirá obstinadamente en la medida que las élites conserven su paralizante adicción a la triangulación y los vicios de la riqueza organizada.

Si el trumpismo una vez prometió romper en pedazos la normalidad política, el presidente Trump dejará el cargo como una criatura convencional del aparato conservador de principio a fin: sus malos modales y su personalidad desquiciada adornan en gran medida la agenda habitual del Partido Republicano de hostigamiento racista y redistribución ascendente a favor de los más ricos. Mientras tanto, los demócratas del establishment han acabado con la auténtica insurgencia, derrotando a Bernie Sanders y disciplinando a su propia base con una efectividad que sería encomiable si no fuera tan despreciable. Con Biden, el gran tranquilizador, listo para ocupar la Casa Blanca, el profundo y perdurable conservadurismo de los liberales más poderosos de Estados Unidos se hará más evidente.

Sin embargo, quedan verdaderos signos de esperanza. Animada por importantes victorias en el Congreso en Nueva York, Michigan, Minnesota y Missouri, la izquierda insurgente cuenta ahora con más cargos electos en sus filas que en cualquier otro momento de la historia moderna. Las históricas protestas de este verano contra la violencia policial, y el apoyo generalizado que recibieron, desmienten la idea de un país irremediablemente conservador, al igual que una gran cantidad de iniciativas electorales y encuestas a boca de urna que sugieren que persiste la necesidad de una alternativa a la mezquina feria bipartidista actual.

La presidencia de Trump está a punto de acabar. Para bien o para mal, la política llegó para quedarse.

Luke Savage  miembro del comité de redacción de la revista Jacobin, EEUU.

Fuente:

https://jacobinmag.com/2020/11/donald-trump-joe-biden-presidency-election

Traducción:Enrique García para Sin Permiso.