El asunto libio: Sarkozy y la Quinta República francesa
Martin Barnay
06/10/25 |6:00
El juicio y condena de Nicolas Sarkozy deja al descubierto el modus operandi del sistema de partidos francés durante la Quinta República, evidenciando su tóxica mezcla de corrupción, autoritarismo y relaciones coloniales con los países árabes y africanos, mientras en la metrópoli estas mismas clases dirigentes imponían el neoliberalismo como nuevo paradigma social
«Si quieres ser un gran político, necesitas grandes problemas; los problemas insignificantes son para políticos insignificantes». Así se expresó Nicolas Sarkozy en 2018, saliendo en defensa de su protegido Gérald Darmanin, ahora ministro de Justicia de Macron, que entonces se enfrentaba a varias acusaciones de violación. De acuerdo con sus propios criterios, Sarkozy se encuentra cómodamente entre los grandes de la Quinta República francesa. El jueves 25 de septiembre, el expresidente compareció ante un tribunal de magistrados de París a fin de escuchar el veredicto de su juicio por corrupción en el ha sido acusado de haber recibido millones de euros, quizá cincuenta millones de euros, de la Libia de Muamar el Gadafi para financiar su campaña presidencial de 2007.
El proceso fue de una magnitud poco habitual: más de una década de investigación, trece acusados, entre ellos el antiguo jefe de Estado, tres de sus ministros y un puñado de intermediarios de alto nivel. Una multitud considerable acudió a la cita: dos salas del tribunal llenas a rebosar y un auditorio adicional en el que se retransmitía la sesión en una pantalla gigante. Entre los acusados, Sarkozy se sentó junto a su amigo de la infancia y exministro de Identidad Nacional, Brice Hortefeux; detrás de ellos, en los bancos del público, se encontraban la esposa de Sarkozy, Carla Bruni, y sus tres hijos, entre ellos Louis, un veinteañero graduado por la Universidad de Nueva York y estrella en ascenso de la derecha populista francesa. Enfrente se sentaban los representantes del Estado libio, parte civil en el caso, junto con diversas ONG anticorrupción y familiares de las víctimas del vuelo 772 de UTA, derribado sobre el desierto de Ténéré como consecuencia de un atentado atribuido a los servicios de inteligencia de Gadafi. Destacaba la ausencia de Ziad Takieddine, el intermediario acusado desde hace tiempo de servir como principal conducto de los fondos libios al círculo de Sarkozy. Había fallecido dos días antes en la ciudad de Trípoli, Líbano, donde se encontraba evadiendo una orden de detención, hecho comentado por el presidente del tribunal como «una amarga coincidencia».
Las sentencias fueron severas. Alexandre Djouhri, el poderoso agente franco-argelino, que en su día se consideraba intocable, fue condenado a seis años de prisión con orden de ingreso inmediato. Sarkozy fue condenado cinco años de prisión, con suspensión de la pena: tiene unas semanas para entregarse, aunque su edad (70 años) le hace susceptible de recibir un trato especial, que se determinará en apelación dentro de seis meses. La sentencia, que ocupa 400 páginas, es un fallo histórico. Sarkozy ha sido condenado por conspiración criminal, afirmando el tribunal que entre 2005 y 2007 su entorno mantuvo contactos clandestinos con el régimen libio. Sin embargo, ha sido absuelto del cargo de financiación ilegal de campaña: aunque los investigadores identificaron flujos sospechosos de dinero procedentes de Libia, no pudieron demostrar de forma concluyente, que los fondos en cuestión hubieran llegado al expresidente. El tribunal también desestimó un documento, que durante mucho tiempo fue fundamental para el caso: una supuesta nota del ministro de Asuntos Exteriores de Gadafi, Moussa Koussa, fechada en diciembre de 2006, en la que se comprometía a aportar 50 millones de euros para la campaña de Sarkozy. Publicado por primera vez por Mediapart en 2012, el documento fue supuestamente encontrado entre un tesoro de documentos personales de Takieddine proporcionado a la prensa por su exmujer.
La sospecha de irregularidades que se ciernen sobre Sarkozy no surgió de la nada. Los ingresos procedentes de la venta de armamento han sido durante mucho tiempo uno de los recursos invisibles de la política francesa
La cobertura francesa trató en gran medida el juicio como una obra moralizante sobre la codicia de Sarkozy. Sin duda, hay mucho que decir sobre el dinero y sobre el hombre, que en su día fue apodado el «presidente bling-bling» [ostentoso, excesivo] y que compareció en las vistas judiciales de esta primavera con una tobillera electrónica por otra condena por tráfico de influencias. Sin embargo, más allá de la historia de sus apetitos venales, este episodio abre una ventana a cómo ha funcionado la vida política francesa durante medio siglo. Es revelador que la sentencia se basara en la distinción entre la conducta de Sarkozy antes y después de su elección como presidente de la República francesa. Condenado por intentar obtener fondos a través de contactos libios en el período previo a 2007, cuando la rivalidad interna no le garantizaba el acceso a la caja del partido, su fastuosa recepción de Gadafi una vez en el cargo, acompañada de la firma de importantes contratos de defensa y seguridad, se consideró una práctica habitual en las relaciones con Trípoli.
La sospecha de irregularidades que se ciernen sobre Sarkozy no surgió de la nada. Los ingresos procedentes de la venta de armamento han sido durante mucho tiempo uno de los recursos invisibles de la política francesa. Todos los grandes países productores de armamento han tenido sus escándalos: Lockheed sobornó a funcionarios extranjeros para que compraran sus aviones Starfighter durante las décadas de 1960 y 1970; el acuerdo al-Yamamah de BAE Systems con la familia real saudí implicó al hijo de Margaret Thatcher como intermediario; los fondos procedentes de la venta de vehículos blindados de Thyssen en el extranjero volvieron a las arcas de la CDU bajo el mandato de Helmut Kohl. Francia, sin embargo, parecía estar al margen de tal patrón de comportamiento, pero durante más de un siglo su vida política se ha visto teñida por les affaires. Hoy en día, las revelaciones de medios como Le canard enchaîné o Mediapart constituyen la trama y la urdimbre del debate partidista. Hay dos factores que ayudan a explicar esto. En primer lugar, las normas de financiación de las campañas electorales, inusualmente estrictas de Francia, ya que proscriben las donaciones de empresas, imponen límites a las contribuciones individuales y severas constricciones sobre el volumen general de gasto, creando incentivos para el surgimiento de canales de financiación paralelos. En segundo lugar, una industria de defensa en gran medida autosuficiente, aislada del patrocinio estadounidense, permite que los intermediarios y los patrocinadores políticos compitan libremente en la escena nacional.
En este sentido, l’affaire libyenne es la culminación de una larga historia, caracterizada por décadas de luchas políticas internas por el control del dinero en la sombra, siendo los contratos de armas posiblemente la fuente más lucrativa. Sus raíces se remontan a los inicios de la Quinta República. El regreso al poder de De Gaulle en 1958 tenía como objetivo estabilizar el país tras años de agitación parlamentaria. Bajo un sistema cuasi unipartidista, el Rassemblement du peuple français (RPF) gaullista se financiaba a través de canales institucionales: asignación de partidas presupuestarias discrecionales en el Elíseo y en ministerios clave, complementadas con contribuciones de industriales cuidadosamente seleccionados por el general tras la Liberación, sobre todo en los sectores del petróleo y las armas, ambos dominados por la elite estrechamente cohesionada de los ingenieros del Corps des Mines.
En el sector petrolero, la creación en 1966 del conglomerado paraestatal Elf proporcionó a Francia un brazo económico en el extranjero, especialmente en el África subsahariana, donde maletines llenos de dinero en efectivo garantizaban la cooperación de los gobernantes locales y sostenían las carreras políticas en la metrópoli. Mientras tanto, la industria de defensa se consolidó en torno a Dassault Aviation. En el ocaso del colonialismo francés, anticipándose a la inevitable reducción de las fuerzas armadas nacionales, su poderoso propietario, Marcel Dassault, orientó el sector hacia la exportación. El caza Mirage III, desarrollado a raíz del desastre de Điện Bien Phu, se fabricó con este fin: primero se vendió a Israel y luego a clientes árabes tras el embargo impuesto por De Gaulle a este país después de la Guerra de los Seis Días.
Al inundar de dinero a las monarquías del Golfo, la crisis del petróleo de 1973 abrió una nueva bonanza para el sector de la defensa. Los proveedores occidentales compitieron por acceder a Riad y Abu Dabi, donde lo más importante no era la calidad de las armas propiamente dicha, sino los intermediarios capaces de conseguir un apretón de manos y la firma de los líderes locales. Los contratos de adquisición de armamento comenzaron a incluir comisiones de alrededor del 20 por 100 para estos intermediarios, algo perfectamente legal hasta la prohibición de la OCDE en 2000. Parte de las ganancias solía volver al país exportador, llenando las arcas de las campañas electorales o las cuentas privadas de los mecenas políticos.
En este clima llegó al poder en 1974 Valéry Giscard d'Estaing, sucediendo al enfant terrible del gaullismo, Georges Pompidou. Aunque nunca fue gaullista y a menudo se le consideraba cercano a Washington, Giscard abrazó la opinión de De Gaulle de que la venta de armas era un pilar de la soberanía nacional y una forma de seguir una línea independiente al margen de los bloques de la Guerra Fría. Bajo su presidencia, Francia ascendió al tercer lugar entre los exportadores mundiales de armamento, solo por detrás de Estados Unidos y la URSS. Arabia Saudí era el mercado más codiciado, dominado por intermediarios cercanos a la familia real, como Adnan Khashoggi y el príncipe Bandar. El material francés gozaba de gran popularidad, en particular el misil antibuque Exocet fabricado por Matra, que más tarde se hizo famoso gracias a la Fuerza Aérea Argentina en las Malvinas y que estaba destinado a convertirse en un éxito de ventas en Oriente Próximo.
Para supervisar esta política, Giscard se apoyó en un gaullista en ascenso del entorno de Pompidou, Jacques Chirac, a quien nombró primer ministro. Chirac aprovechó la oportunidad para viajar por el sur y el este del Mediterráneo, cultivando relaciones con diversos líderes locales, de la monarquía marroquí a la dictadura de Hafez al-Assad en Siria. En 1976, al convencerse de que Giscard no tenía intención de compartir el poder, abandonó la presidencia del gobierno francés, se apoderó de los restos del aparato gaullista y poco después ganó la alcaldía de París, un puesto desde el que mantuvo sus conexiones con el mundo árabe.
La elección de François Mitterrand en 1981 al frente del Partido Socialista marcó un punto de inflexión. Su victoria, que puso fin a dos décadas de hegemonía del centro-derecha, reformuló las reglas del juego. La revelación de planes de financiación ilícita vinculadas su propio partido llevó al presidente a introducir reformas en la financiación de las campañas electorales. Se prohibieron las donaciones de empresas y se sustituyeron por subvenciones públicas indexadas a los resultados electorales, mientras que el gasto total se limitó muy por debajo del coste real de una campaña nacional. Las leyes aprobadas entre 1988 y 1990 también incluían una discreta amnistía para los delitos cometidos en el pasado. Con el poder judicial ahora involucrado en la vigilancia del dinero político, los antiguos porteurs de valises, a menudo militantes de base cuyo principal activo era la lealtad al partido, desaparecieron y fueron sustituidos en el lado francés por una nueva clase profesional de intermediarios, versados en los complejos planes de blanqueo y expertos en eludir citaciones judiciales y sortear las divisiones entre facciones.
La turbulencia global también sacudió el panorama político francés. El exceso de petróleo de mediados de la década de 1980 deprimió los precios del crudo y agotó la demanda de productos militares procedente del Golfo, lo que obligó a París a buscar nuevos mercados. La India y Grecia, lideradas por otros miembros de la Internacional Socialista, ofrecían algunas salidas, pero la verdadera acción parecía estar en Taiwán. Aislada diplomáticamente por la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y China bajo el mandato de Carter, la rica isla vio en el material militar francés el medio para colarse entre Pekín y uno de los socios occidentales más antiguos de la República Popular China. La Armada taiwanesa expresó su interés en una amplia gama de adquisiciones, en particular las fragatas La Fayette, desarrolladas conjuntamente por el astillero estatal DCN y el grupo electrónico francés Thomson-CSF.
La presidencia de Mitterrand también fue testigo de dos períodos de cohabitación política, el peculiar acuerdo por el cual un presidente francés debe gobernar junto con un primer ministro perteneciente a la mayoría opositora dominante en la Asamblea Nacional. En 1986, después de que la derecha tomara el control de esta, Mitterrand nombró primer ministro a Jacques Chirac, líder del RPR neogaullista. El experimento agudizó las rivalidades en el seno de la derecha; Chirac perdió las elecciones presidenciales de 1988 frente a Mitterrand y se volvió cauteloso ante lo que se conoció como la «maldición de Matignon», la sede del primer ministro francés. Cuando la derecha volvió al poder en las elecciones legislativas de 1993, Chirac prefirió esperar el momento oportuno y permitió que su confidente Édouard Balladur asumiera la presidencia del gobierno. Balladur prometió mantenerse al margen en las elecciones presidenciales de 1995, pero pronto renegó de su promesa, presentándose él mismo a las mismas, lo cual dividió al bando gaullista.
Fue en ese momento, cuando Nicolas Sarkozy entró en la escena nacional. El joven alcalde de la acomodada Neuilly-sur-Seine, descubierto por Chirac en el movimiento juvenil gaullista, fue reclutado por Balladur como lugarteniente clave en su carrera hacia el poder. Pero las ambiciones de Balladur chocaron con una dura realidad: en 1993 Chirac seguía controlando las arcas del partido y sus redes de financiación. El nuevo primer ministro se vio obligado a buscar sus propios recursos y la venta de armas le ofrecía un sinfín de oportunidades. Desde Matignon, colocó a sus leales en puestos estratégicos, entre ellos a Sarkozy en el Ministerio de Economía y Finanzas, ahora responsable de refrendar todos los contratos de defensa. Reactivando las negociaciones iniciadas por los socialistas, los balladurianos impulsaron el acuerdo La Fayette con Taiwán, por valor de más de 2 millardos de euros, con comisiones que, según los rumores, alcanzaban el 30 por 100 a pesar de la prohibición contractual de efectuar tales pagos.
Paralelamente al acuerdo con Taiwán, el gobierno de Balladur llevó a cabo sus propias iniciativas: un programa de seguridad fronteriza con Arabia Saudí (conocido como MIKSA) y la venta de submarinos de la clase Agosta, fabricados por la empresa francesa DCN (ahora Naval Group) a Pakistán. Ambos proyectos implicaron cuantiosas comisiones ilegales que, según argumentaron posteriormente los fiscales, ayudaron a financiar la campaña presidencial de 1995. Balladur, con Sarkozy como director de campaña, afirmó de forma poco creíble que 2,5 millones de euros descubiertos en las arcas de la campaña procedían de la venta de camisetas y chapas con la efigie del candidato. Los dos contratos también se basaron en un nuevo canal de intermediación. Aunque Francia se había beneficiado anteriormente de sus estrechos vínculos con intermediarios veteranos como Khashoggi, en la década de 1980 Dassault y otros contratistas perdían habitualmente las licitaciones frente a la competencia anglo-estadounidense. En consecuencia, los círculos políticos y de defensa trataron de crear redes alternativas. El equipo de Balladur recurrió a Takieddine, un druso libanés, que regentaba una estación de esquí en los Alpes franceses hasta que se cruzó en su camino un antiguo socio de Khashoggi, circunstancia que le permitió reinventarse a sí mismo como intermediario entre los salones parisinos y el Gran Oriente Próximo.
Ante estas iniciativas rivales, el bando de Chirac se aseguró su propio mediador. Alexandre (nacido como Ahmed) Djouhri, un francés de origen argelino, tiene una trayectoria digna de Balzac: una infancia difícil en los suburbios de París en la década de 1960, roces con la delincuencia menor, un encontronazo con la policía de seguridad del Estado, que detectó su instinto para moverse en el demi-monde. El periodista Pierre Péan, el Seymour Hersh francés, dedicó uno de sus últimos libros a Djouhri, que es sin duda una de las figuras más intrigantes de los círculos de poder franceses de las últimas décadas. Péan trazó su ascenso a través de encuentros fortuitos con hombres fuertes africanos, una probable iniciación en una de las principales logias masónicas de Francia y su eventual cercanía con Dominique de Villepin, el lugarteniente de confianza de Chirac y futura némesis de Sarkozy. Tras la victoria presidencial de Chirac en 1995, Villepin convirtió a Djouhri en el hombre fuerte de los chiraquianos en el Golfo, con la misión de desmantelar la red de Takieddine y sustituirla por un eje saudí más fiable. La rivalidad entre Djouhri y Takieddine continuó hasta bien entrada la década de 2000 y ambos pasarían a ser figuras centrales en el juicio Sarkozy-Libia.
Estos antagonismos políticos reflejaban una lucha más profunda dentro del capitalismo francés. Los primeros años de la posguerra fría fueron una época de consolidación en la industria de la defensa: en Estados Unidos, la llamada «última cena» de 1993 llevó a Lockheed a fusionarse con Martin y a Boeing a absorber McDonnell Douglas. En Francia, Thomson-CSF, históricamente vinculada a los socialistas y más tarde a Balladur, se enfrentó a Matra, el fabricante de misiles del empresario Jean-Luc Lagardère, aliado y amigo de Chirac desde hacía mucho tiempo. Quien prevaleciera en el país llevaría la tricolor al extranjero.
La carrera presidencial de 1995 zanjó la cuestión a favor de Matra. Alain Gomez, director general de Thomson, fue expulsado por el nuevo presidente. Más tarde comentó, en una frase que pasó a formar parte del folclore político, que había «untado ambas tostadas [Balladur y los socialistas], pero se había olvidado del jamón [Chirac]». Los balladurianos cayeron en desgracia. Sarkozy fue excluido del círculo íntimo de Chirac y sustituido por leales como Alain Juppé y Villepin. Pero Chirac pronto se topó con un muro. Su primera iniciativa importante, una reforma de la seguridad social, provocó una feroz resistencia sindical. En diciembre de 1995, más de un millón de personas se manifestaron en París y el gobierno cedió. Siguiendo el consejo de Villepin, Chirac disolvió la Asamblea Nacional para intentar restaurar la legitimidad, pero la apuesta le salió mal y la izquierda obtuvo una victoria aplastante en las elecciones anticipadas. Juppé fue sacrificado. Sarkozy aprovechó el interludio para reconstruirse, dejando las intrigas palaciegas a Villepin y presentándose como el hombre del partido sobre el terreno. Omnipresente en la televisión, especialmente en TF1, propiedad de su amigo el magnate de la construcción Martin Bouygues, apostó por la ley y el orden.
La reelección de Chirac en 2002, tras el sorprendente avance de Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta, consagró la estrategia de Sarkozy. Las cuestiones de seguridad dominaban el debate público y, como ministro del Interior, disfrutó del protagonismo correspondiente, lo que le hizo poner sus ojos en la presidencia en 2007. Habiendo observado cómo Chirac había cultivado las relaciones con los países árabes desde la década de 1970, Sarkozy sabía que el currículum presidencial se forjaba en el extranjero. En un discurso pronunciado en 2004 ante el American Jewish Committe en Nueva York, declaró en un inglés entrecortado: «En Francia me llaman Sarkozy el americano y estoy orgulloso de ello». Se acercó al primer ministro de Qatar, Hamad bin Jassim, pieza clave de la alineación de Doha con Washington. Para los qataríes, discretos partidarios de la invasión de Iraq, Sarkozy ofrecía un contrapeso atlantista a una clase política francesa aún impregnada de la línea proárabe de De Gaulle. Puede que fuera a través de este canal, y de la influencia de Qatar sobre los Hermanos Musulmanes, por lo que se sintió atraído por la Libia de Gadafi.
Pero los fantasmas de los años de Balladur regresaron. En mayo de 2002 un autobús fue volado en Karachi, matando a once ingenieros franceses, que se encontraban en Pakistán para supervisar la construcción de submarinos Agosta para DCN. Inicialmente, las sospechas recayeron sobre Al Qaeda: tres meses antes, el reportero de The Wall Street Journal Daniel Pearl había sido asesinado por militantes yihadistas en esa misma ciudad. Pero en los pasillos parisinos circulaba otra versión: los servicios de inteligencia paquistaníes habían ordenado el ataque en represalia por el bloqueo de los sobornos del acuerdo de los submarinos Agosta. Tras asumir el cargo en 1995, Chirac había dado instrucciones a su ministro de Defensa para que detuviera todos los pagos relacionados con los contratos del periodo del gobierno de Balladur.
Como ministro de Economía y Finanzas en aquel momento, Sarkozy debería haber estado en el punto de mira. Sin embargo, la investigación se centró en la «pista de Al Qaeda» defendida por el juez Jean-Louis Bruguière, que más tarde apoyaría a Sarkozy en las elecciones de 2007. El episodio no hizo más que agudizar las tensiones con los partidarios de Chirac, entre los que destacaba Villepin. Ileso por el caso Karachi, Sarkozy se enfrentaba al mismo problema que Balladur: financiar sus ambiciones mientras sus rivales controlaban las arcas del partido. Ya en 1995 Chirac había colocado a Villepin al frente de una discreta unidad del Elíseo encargada de localizar el fondo de guerra de Balladur. La búsqueda pronto se centró en Sarkozy, que por entonces se perfilaba como el principal rival de Villepin para la sucesión. Los chiraquianos sospechaban que había reactivado el antiguo canal saudí a través de Takieddine, incluido el gigantesco programa de seguridad fronteriza MIKSA, iniciado bajo Balladur en 1994 y apodado «el contrato del siglo» por las comisiones que prometía. En vísperas de su firma en 2004, Chirac prohibió a Sarkozy, por entonces ministro del Interior, volar a Riad, insistiendo en que el acuerdo se gestionara entre jefes de Estado.
Así comenzó lo que se conoció como el caso Clearstream. A finales de 2003 un comerciante libanés se acercó al entorno de Villepin, afirmando haber descubierto cuentas secretas en los libros de una cámara de compensación de Luxemburgo. La lista incluía a políticos y empresarios de todo tipo, pero un nombre llamó la atención del Elíseo: Nicolas Sarkozy. Villepin creyó haber encontrado la prueba irrefutable. Con el beneplácito tácito de Chirac, los documentos fueron entregados a un juez de instrucción. En enero de 2006, la trampa se cerró: las cuentas eran falsas, inventadas por el propio comerciante. De la noche a la mañana, Sarkozy parecía la víctima de una campaña de desprestigio. Su demanda por difamación ensombreció a Villepin, que ya se tambaleaba por una ola de protestas estudiantiles, disturbios que, según admitiría más tarde uno de los líderes del movimiento, habían sido discretamente avivados por los amigos de Sarkozy en la policía. En verano, Sarkozy se había convertido en el principal candidato de la derecha a la presidencia de la República.
Djouhri, intuyendo los vientos políticos, hizo las paces con Sarkozy después de años del lado de Villepin. Una reunión celebrada en la primavera de 2006 en el Hotel Bristol, donde Djouhri era un habitual, confirmó que Sarkozy sería el único candidato de la derecha para las elecciones del año siguiente; con el acceso a las arcas del partido asegurado, la necesidad del canal secreto libio se disipó. El acercamiento dio sus frutos: cuando Libia quiso modernizar su fuerza aérea a principios de la década de 2000, Dassault recurrió a Djouhri, mientras que Safran, a través de Sarkozy, confió en Takieddine. Bajo la presidencia de Sarkozy, Dassault se aseguró el contrato y Djouhri apareció en una sucesión de batallas industriales, entre ellas las de EDF y Areva, donde sus representantes presionaron para compartir la experiencia nuclear francesa con China, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos.
Inicialmente reclutado por el nuevo inquilino del Elíseo para establecer contactos en Siria, Takieddine pronto se convirtió en un lastre para Sarkozy. En 2011 fue detenido en el aeropuerto de Le Bourget con 1,5 millones de euros en efectivo. Interrogado por los magistrados, que investigaban la financiación libia de la campaña de 2007, testificó contra su antiguo empleador. En 2016 el corrupto intermediario fue más allá y declaró que él mismo había entregado maletas con dinero libio al entorno de Sarkozy. Posteriormente fue condenado a cinco años de prisión, pero evadió el encarcelamiento huyendo al Líbano.
La saga Djouhri se ha prolongado hasta la era de Macron. Durante la controvertida fusión de los gigantes de prestación de servicios de interés público (agua, gas, electricidad, telefonía) Veolia y Suez, que se completó en 2020, se rumoreaba que Djouhri poseía hasta el 10 por 100 de las acciones de Veolia en nombre de sus mandantes, de acuerdo con la información proporcionada por Péan, aún menos aficionado a los focos que él mismo. Las elecciones de 2017 marcaron una especie de ruptura, ya que el duopolio gaullista-socialista, que existía desde hacía mucho tiempo, se derrumbó para dar paso a un único «bloque burgués», dejando el poder en manos de un aparato estatal tecnocrático menos limitado por los ciclos electorales. También en el extranjero, el panorama cambió con la retirada de Francia, al menos sobre el papel, de sus últimos reductos militares en África, que durante mucho tiempo habían sido un escaparate para la industria armamentística nacional. Con el rearme alemán generando nuevos campeones industriales, a menudo en colaboración con contratistas de defensa estadounidenses, la posición de Francia como segundo exportador mundial de armas parece cada vez más precaria.
La actitud de Sarkozy el pasado jueves 25 de septiembre en su comparecencia tras conocer la sentencia transmitió algo de la ambivalencia, que reina en los círculos de poder franceses. Al salir de la sala del tribunal y encontrarse con una maraña de cámaras, pronunció un monólogo de cinco minutos, claramente preparado de antemano, en el que se presentaba una vez más como víctima de una conspiración político-periodística. Para ser un hombre que se enfrenta a media década entre rejas, parecía notablemente indiferente. La sentencia del tribunal es contundente, pero su ejecución sigue siendo incierta. Su absolución por financiación ilegal de campaña y la desestimación por parte del tribunal del llamado memorándum Koussa publicado por Mediapart dejaron intacta su defensa. Sin embargo, desde el punto de vista político, la sentencia es un duro golpe. Con las apelaciones pendientes, es probable que la influencia subterránea de Sarkozy en la derecha siga siendo discreta, sobre todo teniendo en cuenta quien puede ser el probable sucesor de Macron, el antiguo primer ministro Édouard Philippe. Protegido de Alain Juppé, el último de los chiraquianos, Philippe, con su notable altura y su conocida afabilidad, contrasta netamente con el estilo abrasivo de Sarkozy; las relaciones entre ambos son notoriamente tóxicas.
Macron, por su parte, se presentó a las elecciones con un programa de renovación y algunos gestos iniciales sugirieron una ruptura con la solución precedente: en 2018 se negó a saludar a Djouhri en una recepción en la embajada argelina. El nuevo gobierno se distanció de la crudeza de los métodos empleados por sus predecesores, pero han persistido signos reveladores. Un ejemplo de ello es Alexis Kohler, la éminence grise de Macron a lo largo de su presidencia, un refinado funcionario público libre de la descarada codicia de Sarkozy o de las turbias amistades de Villepin. Kohler se vio obligado a dimitir la primavera pasada, tras ocho años como secretario general del Elíseo, acosado por determinadas investigaciones sobre conflictos de intereses en relación con la venta por parte de Vincent Bolloré de su división logística a la naviera MSC, el grupo italiano dirigido por sus primos maternos. Desde entonces, ha sido nombrado director del banco de inversión Société Générale, la misma institución que en su día canalizó los pagos en el asunto de las fragatas de Taiwán. Plus ça change...
Recomendamos leer Natahm Sperber, «La crisis francesa: ¿orgánica o coyuntural?», NLR Diario Red/New Left Review 148; Serge Halimi, «La situación de Francia», Diario Red/New Left Review 144; Perry Anderson, «El centro puede aguantar», NLR 105. Wolfgang Streeck, «La Unión Europea en guerra: dos años después» y Maurizio Lazzarato, «La “guerra civil” en Francia», ambos publicados en Diario Red. Wolfgang Streeck, «El retorno del rey», «El belicismo suicida de las democracias autoritarias occidentales» y «Los peligros de la lealtad inquebrantable a Estados Unidos» y «La Unión Europea, la OTAN y el próximo orden mundial»; y Fréderic Lordon, «El levantamiento francés», todos ellos publicados en El Salto.
Este texto se ha publicado en Sidecar, el blog de la New Left Review, publicada en Madrid por el Instituto Republica & Democracia de Podemos y por Traficantes de Sueños.
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