Verdades como puños sobre los orígenes del catalanismo
Cualquier editor sabe que el llamado «problema catalán», en este
momento, vende bien. Es de rabiosa actualidad y el mercado no se satura
por mucho que se publique. Pero lo que no está tan claro es que venda
bien un buen libro de historia sobre el asunto –de historia propiamente,
no de actualidad ni de pasado inmediato–, a juzgar por la amputación
que se ha infligido en la portada al título de la obra que quiero
comentar en estas páginas. Del Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença que
figura en el interior se pasa en portada a un título idéntico, pero
eliminando las fechas. A ver si alguno se cree que es actual y pica.
Esta es, en fin, una mera anécdota comercial. Lo importante, y por donde debe comenzar esta reseña, es que el libro en cuestión es de gran solidez y de lectura obligada para cualquier interesado en el tema. En primer lugar, porque el autor es una autoridad indiscutible sobre el asunto. Y, en segundo, porque no tiene el menor empacho en decir lo que piensa, aunque con ello se oponga a muchos estereotipos vigentes; estereotipos, al menos, nacionalistas, porque hay otros cuya permanencia luego discutiré.
Joan-Lluís Marfany publicó, en 1995, La cultura del catalanisme, un estudio modélico sobre los orígenes y expansión del nacionalismo catalán en las décadas finales del siglo XIX. Seis años más tarde le siguió otro, de nuevo impecable, La llengua maltractada, sobre la coexistencia de las lenguas catalana y castellana en Cataluña entre los siglos XVI y XIX1. Este tercero los complementa. Versa sobre la formulación de la identidad catalana dentro del marco del nacionalismo español, indiscutiblemente dominante (en Cataluña, como en el resto de España) durante la revolución liberal, para ser precisos en los años 1789-1859, es decir, entre la Revolución Francesa y la Renaixença. Las fechas son importantes, aunque los responsables de la portada decidieran lo contrario.
Su tesis principal, si la entiendo bien, consiste en defender que la Renaixença no significó un renacimiento de la identidad catalana, ni mucho menos un antecedente o primera fase del nacionalismo catalán. Lo primero, porque tal identidad no había muerto ni decaído en el período anterior; lo segundo, porque el nacionalismo catalán tardaría aún en surgir y porque los fenómenos deben explicarse en sí mismos y no como embrión de lo que pasó después. En esa época dominó en Cataluña un proceso de nacionalización, sí, pero no catalanista, sino españolista; y este proceso estuvo impulsado por los mismos intelectuales catalanes que luego animarían la Renaixença. Es una interpretación de la época diametralmente opuesta a la dominante hoy en la historiografía catalana, imbuida de nacionalismo.
Basándose siempre en abundantes y variadas fuentes primarias, Marfany defiende de manera tajante que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español (moderno, es decir, como identidad colectiva protagonista de la historia y base de la legitimidad política). Dominó entonces, tanto entre las elites como entre las clases subalternas, el «doble patriotismo», según expresión acuñada hace ya tiempo por Josep Maria Fradera. Pero, matiza Mafany, un doble patriotismo jerarquizado. La identidad catalana mantuvo su fuerza, sí, pero a un nivel regional o subordinado a la identidad política, que era la española. Dedicaré los párrafos siguientes a resumir con la mayor fidelidad posible la evolución de Cataluña según el inteligente, y creo que acertado, esquema propuesto por el autor de esta obra.
Marfany defiende que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español
Durante el Antiguo Régimen, la identidad dominante fue la provincial. Los catalanes eran súbditos del rey de España y fieles al mismo, pese a lo cual conservaban su identidad cultural y se gobernaban –bajo los Habsburgo– por medio de leyes e instituciones propias. En términos de discurso, se exaltaban la antigüedad, la alta raigambre genealógica, las grandezas históricas y las riquezas naturales del «país» o provincia. Felipe V suprimió, como todo el mundo sabe, las instituciones de autogobierno a comienzos del siglo XVIII, pero no desaparecieron identidad, lengua ni cultura propias. Esa nueva situación política se encontró con escasa oposición –de nuevo en contra de los estereotipos nacionalistas– y se produjo una decidida integración catalana en el mercado español y en el colonial. Fue un momento de prosperidad y de diáspora de las elites catalanas, sobre todo económicas, por el resto de España. Se produjeron entonces reivindicaciones lingüísticas, pero solamente para elevar el prestigio de la «provincia» en relación con las demás españolas, es decir, para borrar su fama de iletrada. Subsistió también la tradición austracista, cuyas huellas subrayó quizás en exceso Ernest Lluch, pero, de nuevo, sólo como provincialismo «anticuario», es decir, no ligado a un proyecto político de restauración de la situación anterior a 1714. Era el recuerdo nostálgico de un pasado, aunque, lógicamente, se reactivara en momentos de conflictividad política.
El nacionalismo moderno –en el que la nación, repito, pasó a ser sujeto de la historia y fuente única de la soberanía legítima– se introdujo y expandió en España con la Revolución Francesa y la guerra de la Convención. Pero esta categoría de nación no se aplicó a Cataluña, durante el período aquí estudiado, sino únicamente a España. El paso decisivo en la introducción de la nueva idea fue la Guerra de la Independencia (cuyo nombre Marfany defiende como adecuado frente a quienes hemos querido subrayar su carácter más artificial y tardío2). Las instrucciones de la Junta Suprema de Cataluña a los diputados de Cádiz, y la actuación de estos en aquella asamblea, fueron favorables a la homogeneización de la legislación en toda España; sólo cuando tal cosa resultaba imposible se pedía restaurar los viejos fueros. Surgieron entonces términos nuevos, como «patriotismo», aplicados, desde luego, a España. Se aceptaron plenamente los mitos españoles, como Viriato o Numancia, así como la interpretación de la nueva y revolucionaria Constitución gaditana como mera restauración de las libertades antiguas (catalanas y españolas). El más claro exponente de esta fusión de catalanidad y españolismo fue Antonio de Capmany.
La reacción absolutista de 1814 hizo que se enfrentaran rey y nación, según analizó hace años Xavier Arbós. Las clases dirigentes catalanas, en esta tesitura, se encontraron tan divididas como el resto de las españolas. Y, en ambos casos, los liberales se alinearon, sin excepción, con la nación española. Los catalanes, en resumen, apoyaron como el que más esa nueva construcción nacional. El momento en que se fijaron de manera definitiva la retórica, los símbolos y los mitos del nacionalismo español, entre los que destacaron Padilla y los Comuneros, fue el Trienio Constitucional.
Desde finales de la década de 1820, empezó a emerger entre las elites intelectuales catalanas un historicismo de intención nueva, que ya no coleccionaba toda clase de antigüedades, sino las que servían para dar prestigio a la nueva Cataluña industrial frente al mundo. Fue la época de los Bofarull o Torres Amat. La identidad dominante entonces puede denominarse «regionalista», para diferenciarla del viejo provincialismo (aunque este término siguiera usándose a veces, distinguiendo entre su sentido «mezquino» o «egoísta» y su sentido «legítimo», «prudente» o «juicioso», que defendía la unidad de España, pero de una España culturalmente variada). Aquel historicismo coincidió y siguió siendo compatible con la construcción cultural de la nación española, tanto en historia como en literatura, pintura, monumentalismo, rótulos de calles e incluso normalización y expansión de la lengua (castellana). A todo ello contribuyeron las elites catalanas en lugar muy destacado. Baste recordar, en filosofía política, como iniciador del nacionalcatolicismo español, a Jaime Balmes; en geografía, los Recuerdos y bellezas de España, de Pablo Piferrer –así escribían ellos sus nombres–, completados por Pi y Margall; o, en literatura, la Biblioteca de Autores Españoles, impulsada por Manuel Rivadeneyra y dirigida por Buenaventura Carlos Aribau.
Si Marfany hubiera pasado de lo ideológico y literario a la organización político-administrativa del Estado, hubiera podido aportar también como pruebas la codificación penal (1822, 1848), la mercantil (Código de 1829; Ley de Enjuiciamiento, 1830; creación del Banco de San Carlos, 1829, o de la Bolsa de Madrid, 1831), la unificación del sistema judicial (1831, 1844), la división provincial de Javier de Burgos (1833) o la Ley de Enjuiciamiento Civil (1855). Todo un proceso de desaparición de las leyes e instituciones locales procedentes del Antiguo Régimen, acelerado durante el Sexenio, que no encontró oposición en Cataluña. Es muy significativo el contraste entre esta fase y la de las décadas de 1870 y 1880, cuando el Colegio de Abogados de Barcelona, en nombre de una grandiosa teoría sobre la especificidad del «Derecho catalán» basada en Savigny, entraría en combate con la tardía codificación del Derecho Civil3.
Lo catalán, en esos años 1830-1859, siguió defendiéndose, pero en términos sobre todo retrospectivos y decorativos. Con un matiz: que se le añadió una nueva afirmación orgullosa de la prioridad regional catalana dentro de la nación española, debido a su industria. Cataluña se proclamaba el motor del progreso de España; y derivaba de ello exigencias políticas, especialmente de protección arancelaria. Esta reivindicación era propia, ante todo, y como es lógico, de la burguesía industrial, pero recibía el apoyo unánime de las fuerzas políticas catalanas (moderados, progresistas, republicanos e incluso del incipiente movimiento obrero).
Esas defensas orgullosas de la industria catalana se vieron pronto acompañadas por quejas: España, el resto de España, no terminaba de entender ni de apoyar la importancia del nuevo fenómeno industrial. Es más: había quienes tildaban de egoísta la solicitud catalana de protección arancelaria. Lo cual empezó a originar un sentimiento de desagrado y rencor. Surgieron las primeras quejas. Las afirmaciones de lealtad a España, que siguieron repitiéndose, se vieron con frecuencia asociadas a veladas amenazas. Comenzaron las críticas al centralismo «excesivo», a la «exagerada» uniformidad del Estado. Lo cual se añadió a agravios concretos preexistentes, como los relacionados con el derribo de la Ciudadela y de las murallas en Barcelona. Hubo ahí un inicial diálogo de sordos, unas primeras posiciones encastilladas, entre las elites catalanas y las elites políticas centrales. Marfany lo analiza en relación con las expectativas despertadas por la apertura del canal de Suez o la polémica sobre el traslado de los restos de Capmany.
Fue también entonces cuando se expandió la ciudad de Barcelona, con
monumentos y nombres de calles orientados ya hacia la exaltación del
pasado catalán. Pero tal cosa, hay que insistir en ello, coincidía con
el apogeo del fervor nacionalista español, que alcanzó su cota más alta
con la Guerra de África de 1859-1860 (con voluntarios catalanes,
profusión de banderas españolas, barretinas, arengas en catalán y un
Prim retratado por Fortuny). Llegamos así al final del recorrido del
libro, el año mismo de los primeros Jocs Florals. En ese punto,
la situación puede resumirse sin distorsión diciendo que los catalanes
se afirmaban como catalanes a la vez que se sentían unánime e
indiscutiblemente españoles.
Lo que debería estudiarse, concluye el autor, no es, por tanto, cómo se despertó y reveló al mundo la nación catalana (planteamiento típico de la historiografía nacionalista, que da por supuesta la existencia de un inconmovible ente nacional, que se «despierta» políticamente a partir de cierto momento), sino cómo y cuándo el sector más avanzado de la intelectualidad catalana dejó de reconocerse en la identidad española, y cómo y cuándo se extendió este sentimiento por otros sectores de la sociedad; es decir, describir, fechar y explicar el proceso de debilitamiento del nacionalismo español en Cataluña y el de nacimiento y crecimiento del catalán.
Para responder a esta pregunta, Marfany denuncia varias pistas como falsas. Tres, en particular: el independentismo, el federalismo y el neoforalismo. Las expresiones de catalanidad existentes en el período que él estudia no deben considerarse preludios, o fases iniciales, de ninguna de estas cosas (situación distinta, por cierto, de la del caso vasco). Hay que evitar toda «concepción genealógica», toda búsqueda de «antecedentes», del nacionalismo catalán moderno, porque eso significa proyectar retrospectivamente situaciones actuales. Tampoco debe darse por supuesto que siempre existió un «hecho diferencial». Lo importante no son los datos culturales preexistentes, como la lengua, sino la introducción de la ideología nacionalista.
Como el autor respeta escrupulosamente las fechas que se ha impuesto como límite de su estudio, no lo prolonga hasta el final de siglo. De haberlo hecho, hubiera comprobado probablemente que la retórica patriotera española se mantuvo en la prensa catalana, e incluso se intensificó, en 1895-1898, durante la guerra cubana. Y que se redujo de manera drástica a partir de la derrota de este último año. Lo cual, si se confirma, nos permitiría fechar con precisión el momento en que el españolismo cedió la primacía al nacionalismo catalán entre las elites, al menos, barcelonesas: entre el verano de 1898 y el nacimiento y la victoria electoral de la Lliga Regionalista en los primeros meses de 1901.
El libro de Marfany posee, pues, una tesis clara y un indiscutible interés. Es un primer elogio que debe dirigírsele. Y el segundo es que esa tesis se apoya en una gran cantidad de datos: de primera mano siempre. Véanse, por poner un único ejemplo, sus cuidadosos análisis cuantitativos del vocabulario utilizado en los distintos períodos4. O las docenas de citas que avalan casi todo lo que defiende. Lo cual le confiere una gran autoridad a todo lo que dice y a las críticas que dirige a los demás. Pero también alarga la obra, quizá sin necesidad, y dificulta su lectura. Menos datos, o datos relegados a notas, agilizarían el libro. La solvencia del autor es tal que no necesita ser demostrada a cada página.
Otro elogio, ya adelantado, que no dudo en lanzar sobre la posición de Marfany es que no es nacionalista. Así lo declara él mismo explícitamente5. Pero, a la vez, reconoce estar en una trinchera, que es la opuesta a la del nacionalismo español6. Y no puede evitar caer en algún estereotipo antimadrileño. Hablando de los años 1830-1840, por ejemplo, dice que «Barcelona era, como todas las otras ciudades de la monarquía, con excepción de la corte, relativamente pobre en estatuaria pública». El «con excepción de la corte» sobraba, porque en esa época en Madrid no había nada de estatuaria pública, salvo un par de efigies ecuestres de monarcas regaladas por los florentinos7. También me parece revelador, e impropio de la distancia científica, el repetido uso del posesivo «nuestro» cuando se refiere a lo catalán8.
Otro elogio, que subrayaría especialmente, es el concerniente a su excepcional sensibilidad histórica. Si hay algo que Marfany teme, y contra lo que nos advierte una y otra vez, es el anacronismo, la proyección retrospectiva, la falta de historicidad. Lo cual me parece una virtud de suprema importancia en un historiador. Echo en falta, sin embargo, especialmente viniendo de alguien que vive y trabaja en Manchester desde hace varias décadas, su escaso o nulo recurso a la historia comparada. Sus repetidas referencias a la Renaixença no incluyen ni una sola mención al Risorgimento italiano, cuyo enorme impacto en Europa originó, sin duda, al término catalán (como el Rexurdimento gallego y otros varios). Tampoco se refiere a la prolífica literatura que las ciencias sociales han producido en el último medio siglo sobre naciones y nacionalismos. Cita, sí, a Anthony Smith en alguna ocasión, pero nunca a Benedict Anderson, Ernest Gellner o tantos otros de los autores que han revolucionado nuestra comprensión de estos temas en el último medio siglo. A Eric Hobsbawm se refiere una sola vez, pero sólo para aplicar su idea de «mentalidad prepolítica», que creo precisamente una de las más débiles de su teoría (y que, no por casualidad, está anclada en la vieja racionalidad marxista: mentalidad política es sólo la que defiende intereses objetivos). En resumen, su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias.
Su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias
Por último, también quisiera destacar su aguda sensibilidad social. No sólo distingue en todo momento con exquisita nitidez la época de que está hablando y evita proyectar sobre un período situaciones, ideas o datos propios de otros, sino que se esfuerza por preguntarse siempre de qué estrato social proceden esos datos, distinguiendo sobre todo entre elites y clases subalternas. Pero una cosa es sensibilidad social y otra aplicación mecánica de esquemas marxistas, que en general casan difícilmente con los datos empíricos aportados en la obra. Las páginas dedicadas a relacionar el nacionalismo (español, repito, único de la época) con una clase social, específicamente la «burguesía» catalana9, me parecen las más débiles del libro. Incluso su retórica suena a anticuada cuando se refiere a la «voluntad de poner el interés por la antigua provincia al servicio de unos nuevos y muy concretos intereses sectoriales económicos, sociales y políticos»10. Su marxismo lineal se revela también cuando atribuye a la crisis económica europea, sin más, las revoluciones de 184811. O cuando intenta distinguir entre proletariado y pequeña burguesía12, algo tan difícil de defender hoy como el tópico –que él presenta como «hecho objetivo»– de que «los obreros no tienen patria»13. Lo curioso es que estas afirmaciones suelen contradecir las citas que él mismo aporta y que se supone le llevan a ellas. Sólo en alguna ocasión sus conclusiones parciales, más fieles a los datos, le conducen al extremo opuesto de su tesis general y así lo reconoce: la burguesía no reacciona, la burguesía está «ausente»14.
La presunción básica de este aspecto del libro es que «sembla raonable de pensar que, en el procés que acabo de resumir molt succintament, van anar-se formant, en efecte, una nova clase i una nació i van fer-ho de manera no sols simultània, sinó interrelacionada»15. No veo por qué ha de ser razonable pensar tal cosa. Ningún teórico importante actual de los nacionalismos liga estos procesos a los intereses o el protagonismo de una clase social. Es significativo también que estas páginas que vinculan su análisis de textos políticos con la estructura socioeconómica se apoyen en Pierre Vilar, Jaume Vicens Vives, Jordi Nadal o Josep Fontana16. Recurre a las muletas, obviamente, porque está saliéndose de los terrenos literarios o lingüísticos en los que se maneja por sí solo con tanta firmeza.
Como es lógico al tratarse de la época sobre la que escribe, la inmensa mayoría de los autores a los que cita son clérigos. Pero ello no le impide catalogarlos como «burgueses» (clase que, siendo estrictamente fieles al esquema marxista, es la defensora del capitalismo y, por tanto, enemiga del estamento clerical, perteneciente a los privilegiados del modo de producción «feudal»). Me viene a la cabeza el estudio que Gerhard Brunn realizó hace años sobre las elites nacionalistas catalanas, según el cual los clérigos, abogados, periodistas, intelectuales, profesionales liberales e incluso terratenientes dominaban sobre los industriales, comerciantes y financieros17. Pero es que él mismo, en su La cultura del catalanisme, llegó a conclusiones similares18. También se me ocurre pensar en el actual independentismo, que no veo al servicio de ninguna clase ni interés económico «muy concreto». Supongo que en ningún caso a los de la «burguesía», a juzgar por la fuga de empresas de Cataluña. Lástima que alguien tan capaz de romper con estereotipos nacionalistas no sea capaz de romper con los marxistas.
Siento arremeter de manera tan tajante contra una tesis que el autor presenta como básica de su libro. Pero es que creo que no lo es, y que la obra no perdería un ápice de interés si prescindiera de ella. Por lo demás, al pronunciarme tan críticamente no hago sino seguir su ejemplo, pues Marfany escribe de forma muy combativa y vapulea sin miramientos a quienes se han pronunciado previamente sobre cualquier aspecto del tema que aborda19. Para que el lector se haga una idea, en diversos momentos del libro entabla polémica con Pere Anguera, Víctor Balaguer, Genís Barnosell, Max Cahner, Josep Fontana, Anna M. García Rovira, Josep Miracle, Ollé Romeu, Lluis Maria de Puig, Jaume Ribalta i Haro, Borja de Riquer, Roca Vernet i Arnabat, Ferran Soldevila o Vicens Vives20. Hay ocasiones en que se atreve a enfrentarse con toda la historiografía catalana, con «la nostra historiografía, passant per Vicens, fins als nostres diez» y en especial con los «desenterradores dels precedents del catalanisme»21. No cabe, pues, reseñar este libro sin mencionar su carácter provocador. Algo valiente y digno de ser destacado, sobre todo si se respeta, como suele respetar, las formas académicas, y más aún teniendo razón, como creo que en general la tiene.
Termino ya. La obra de Marfany hace posible pensar por fin en escribir una sólida y casi definitiva historia del catalanismo. Permite fechar, como el autor dice, cuándo se debilitó el nacionalismo español en Cataluña y cuándo ocupó su terreno el catalán; y cuándo ocurrió tal fenómeno entre las elites y cuándo –más tarde, se supone, si aplicamos el esquema de Miroslav Hroch– entre las clases subalternas. Si existiesen libros de tanta calidad como este sobre el País Vasco, Galicia o Andalucía, podríamos incluso aspirar a acometer una buena historia de las identidades colectivas en España.
Me parece inconcebible que esta obra no provoque una profunda reflexión entre los historiadores catalanes. Si tal cosa no ocurre, habrá que reconocer que el pesimismo de Marfany está fundado: el nacionalismo imposibilita el debate; y la historiografía catalana está gravemente afectada por este prisma distorsionador del pasado. Los nacionalistas, catalanes o no, tienen todo el derecho a reivindicar su causa, incluso en los términos más radicales. Pero no lo tienen, ni ellos ni nadie, a falsear el pasado.
José Álvarez Junco es catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense. Es autor de Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Madrid, Taurus, 2001), que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2002, y Dioses útiles. Naciones y nacionalismo (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016). Ha editado, con Mercedes Cabrera, La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá (Madrid, Taurus, 2011).
Esta es, en fin, una mera anécdota comercial. Lo importante, y por donde debe comenzar esta reseña, es que el libro en cuestión es de gran solidez y de lectura obligada para cualquier interesado en el tema. En primer lugar, porque el autor es una autoridad indiscutible sobre el asunto. Y, en segundo, porque no tiene el menor empacho en decir lo que piensa, aunque con ello se oponga a muchos estereotipos vigentes; estereotipos, al menos, nacionalistas, porque hay otros cuya permanencia luego discutiré.
Joan-Lluís Marfany publicó, en 1995, La cultura del catalanisme, un estudio modélico sobre los orígenes y expansión del nacionalismo catalán en las décadas finales del siglo XIX. Seis años más tarde le siguió otro, de nuevo impecable, La llengua maltractada, sobre la coexistencia de las lenguas catalana y castellana en Cataluña entre los siglos XVI y XIX1. Este tercero los complementa. Versa sobre la formulación de la identidad catalana dentro del marco del nacionalismo español, indiscutiblemente dominante (en Cataluña, como en el resto de España) durante la revolución liberal, para ser precisos en los años 1789-1859, es decir, entre la Revolución Francesa y la Renaixença. Las fechas son importantes, aunque los responsables de la portada decidieran lo contrario.
Su tesis principal, si la entiendo bien, consiste en defender que la Renaixença no significó un renacimiento de la identidad catalana, ni mucho menos un antecedente o primera fase del nacionalismo catalán. Lo primero, porque tal identidad no había muerto ni decaído en el período anterior; lo segundo, porque el nacionalismo catalán tardaría aún en surgir y porque los fenómenos deben explicarse en sí mismos y no como embrión de lo que pasó después. En esa época dominó en Cataluña un proceso de nacionalización, sí, pero no catalanista, sino españolista; y este proceso estuvo impulsado por los mismos intelectuales catalanes que luego animarían la Renaixença. Es una interpretación de la época diametralmente opuesta a la dominante hoy en la historiografía catalana, imbuida de nacionalismo.
Basándose siempre en abundantes y variadas fuentes primarias, Marfany defiende de manera tajante que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español (moderno, es decir, como identidad colectiva protagonista de la historia y base de la legitimidad política). Dominó entonces, tanto entre las elites como entre las clases subalternas, el «doble patriotismo», según expresión acuñada hace ya tiempo por Josep Maria Fradera. Pero, matiza Mafany, un doble patriotismo jerarquizado. La identidad catalana mantuvo su fuerza, sí, pero a un nivel regional o subordinado a la identidad política, que era la española. Dedicaré los párrafos siguientes a resumir con la mayor fidelidad posible la evolución de Cataluña según el inteligente, y creo que acertado, esquema propuesto por el autor de esta obra.
Marfany defiende que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español
Durante el Antiguo Régimen, la identidad dominante fue la provincial. Los catalanes eran súbditos del rey de España y fieles al mismo, pese a lo cual conservaban su identidad cultural y se gobernaban –bajo los Habsburgo– por medio de leyes e instituciones propias. En términos de discurso, se exaltaban la antigüedad, la alta raigambre genealógica, las grandezas históricas y las riquezas naturales del «país» o provincia. Felipe V suprimió, como todo el mundo sabe, las instituciones de autogobierno a comienzos del siglo XVIII, pero no desaparecieron identidad, lengua ni cultura propias. Esa nueva situación política se encontró con escasa oposición –de nuevo en contra de los estereotipos nacionalistas– y se produjo una decidida integración catalana en el mercado español y en el colonial. Fue un momento de prosperidad y de diáspora de las elites catalanas, sobre todo económicas, por el resto de España. Se produjeron entonces reivindicaciones lingüísticas, pero solamente para elevar el prestigio de la «provincia» en relación con las demás españolas, es decir, para borrar su fama de iletrada. Subsistió también la tradición austracista, cuyas huellas subrayó quizás en exceso Ernest Lluch, pero, de nuevo, sólo como provincialismo «anticuario», es decir, no ligado a un proyecto político de restauración de la situación anterior a 1714. Era el recuerdo nostálgico de un pasado, aunque, lógicamente, se reactivara en momentos de conflictividad política.
El nacionalismo moderno –en el que la nación, repito, pasó a ser sujeto de la historia y fuente única de la soberanía legítima– se introdujo y expandió en España con la Revolución Francesa y la guerra de la Convención. Pero esta categoría de nación no se aplicó a Cataluña, durante el período aquí estudiado, sino únicamente a España. El paso decisivo en la introducción de la nueva idea fue la Guerra de la Independencia (cuyo nombre Marfany defiende como adecuado frente a quienes hemos querido subrayar su carácter más artificial y tardío2). Las instrucciones de la Junta Suprema de Cataluña a los diputados de Cádiz, y la actuación de estos en aquella asamblea, fueron favorables a la homogeneización de la legislación en toda España; sólo cuando tal cosa resultaba imposible se pedía restaurar los viejos fueros. Surgieron entonces términos nuevos, como «patriotismo», aplicados, desde luego, a España. Se aceptaron plenamente los mitos españoles, como Viriato o Numancia, así como la interpretación de la nueva y revolucionaria Constitución gaditana como mera restauración de las libertades antiguas (catalanas y españolas). El más claro exponente de esta fusión de catalanidad y españolismo fue Antonio de Capmany.
La reacción absolutista de 1814 hizo que se enfrentaran rey y nación, según analizó hace años Xavier Arbós. Las clases dirigentes catalanas, en esta tesitura, se encontraron tan divididas como el resto de las españolas. Y, en ambos casos, los liberales se alinearon, sin excepción, con la nación española. Los catalanes, en resumen, apoyaron como el que más esa nueva construcción nacional. El momento en que se fijaron de manera definitiva la retórica, los símbolos y los mitos del nacionalismo español, entre los que destacaron Padilla y los Comuneros, fue el Trienio Constitucional.
Desde finales de la década de 1820, empezó a emerger entre las elites intelectuales catalanas un historicismo de intención nueva, que ya no coleccionaba toda clase de antigüedades, sino las que servían para dar prestigio a la nueva Cataluña industrial frente al mundo. Fue la época de los Bofarull o Torres Amat. La identidad dominante entonces puede denominarse «regionalista», para diferenciarla del viejo provincialismo (aunque este término siguiera usándose a veces, distinguiendo entre su sentido «mezquino» o «egoísta» y su sentido «legítimo», «prudente» o «juicioso», que defendía la unidad de España, pero de una España culturalmente variada). Aquel historicismo coincidió y siguió siendo compatible con la construcción cultural de la nación española, tanto en historia como en literatura, pintura, monumentalismo, rótulos de calles e incluso normalización y expansión de la lengua (castellana). A todo ello contribuyeron las elites catalanas en lugar muy destacado. Baste recordar, en filosofía política, como iniciador del nacionalcatolicismo español, a Jaime Balmes; en geografía, los Recuerdos y bellezas de España, de Pablo Piferrer –así escribían ellos sus nombres–, completados por Pi y Margall; o, en literatura, la Biblioteca de Autores Españoles, impulsada por Manuel Rivadeneyra y dirigida por Buenaventura Carlos Aribau.
Si Marfany hubiera pasado de lo ideológico y literario a la organización político-administrativa del Estado, hubiera podido aportar también como pruebas la codificación penal (1822, 1848), la mercantil (Código de 1829; Ley de Enjuiciamiento, 1830; creación del Banco de San Carlos, 1829, o de la Bolsa de Madrid, 1831), la unificación del sistema judicial (1831, 1844), la división provincial de Javier de Burgos (1833) o la Ley de Enjuiciamiento Civil (1855). Todo un proceso de desaparición de las leyes e instituciones locales procedentes del Antiguo Régimen, acelerado durante el Sexenio, que no encontró oposición en Cataluña. Es muy significativo el contraste entre esta fase y la de las décadas de 1870 y 1880, cuando el Colegio de Abogados de Barcelona, en nombre de una grandiosa teoría sobre la especificidad del «Derecho catalán» basada en Savigny, entraría en combate con la tardía codificación del Derecho Civil3.
Lo catalán, en esos años 1830-1859, siguió defendiéndose, pero en términos sobre todo retrospectivos y decorativos. Con un matiz: que se le añadió una nueva afirmación orgullosa de la prioridad regional catalana dentro de la nación española, debido a su industria. Cataluña se proclamaba el motor del progreso de España; y derivaba de ello exigencias políticas, especialmente de protección arancelaria. Esta reivindicación era propia, ante todo, y como es lógico, de la burguesía industrial, pero recibía el apoyo unánime de las fuerzas políticas catalanas (moderados, progresistas, republicanos e incluso del incipiente movimiento obrero).
Esas defensas orgullosas de la industria catalana se vieron pronto acompañadas por quejas: España, el resto de España, no terminaba de entender ni de apoyar la importancia del nuevo fenómeno industrial. Es más: había quienes tildaban de egoísta la solicitud catalana de protección arancelaria. Lo cual empezó a originar un sentimiento de desagrado y rencor. Surgieron las primeras quejas. Las afirmaciones de lealtad a España, que siguieron repitiéndose, se vieron con frecuencia asociadas a veladas amenazas. Comenzaron las críticas al centralismo «excesivo», a la «exagerada» uniformidad del Estado. Lo cual se añadió a agravios concretos preexistentes, como los relacionados con el derribo de la Ciudadela y de las murallas en Barcelona. Hubo ahí un inicial diálogo de sordos, unas primeras posiciones encastilladas, entre las elites catalanas y las elites políticas centrales. Marfany lo analiza en relación con las expectativas despertadas por la apertura del canal de Suez o la polémica sobre el traslado de los restos de Capmany.
El sitio de Gerona de 1809, ocurrido durante la Guerra de la Independencia Española, de César Álvarez Dumont
Lo que debería estudiarse, concluye el autor, no es, por tanto, cómo se despertó y reveló al mundo la nación catalana (planteamiento típico de la historiografía nacionalista, que da por supuesta la existencia de un inconmovible ente nacional, que se «despierta» políticamente a partir de cierto momento), sino cómo y cuándo el sector más avanzado de la intelectualidad catalana dejó de reconocerse en la identidad española, y cómo y cuándo se extendió este sentimiento por otros sectores de la sociedad; es decir, describir, fechar y explicar el proceso de debilitamiento del nacionalismo español en Cataluña y el de nacimiento y crecimiento del catalán.
Para responder a esta pregunta, Marfany denuncia varias pistas como falsas. Tres, en particular: el independentismo, el federalismo y el neoforalismo. Las expresiones de catalanidad existentes en el período que él estudia no deben considerarse preludios, o fases iniciales, de ninguna de estas cosas (situación distinta, por cierto, de la del caso vasco). Hay que evitar toda «concepción genealógica», toda búsqueda de «antecedentes», del nacionalismo catalán moderno, porque eso significa proyectar retrospectivamente situaciones actuales. Tampoco debe darse por supuesto que siempre existió un «hecho diferencial». Lo importante no son los datos culturales preexistentes, como la lengua, sino la introducción de la ideología nacionalista.
Como el autor respeta escrupulosamente las fechas que se ha impuesto como límite de su estudio, no lo prolonga hasta el final de siglo. De haberlo hecho, hubiera comprobado probablemente que la retórica patriotera española se mantuvo en la prensa catalana, e incluso se intensificó, en 1895-1898, durante la guerra cubana. Y que se redujo de manera drástica a partir de la derrota de este último año. Lo cual, si se confirma, nos permitiría fechar con precisión el momento en que el españolismo cedió la primacía al nacionalismo catalán entre las elites, al menos, barcelonesas: entre el verano de 1898 y el nacimiento y la victoria electoral de la Lliga Regionalista en los primeros meses de 1901.
El libro de Marfany posee, pues, una tesis clara y un indiscutible interés. Es un primer elogio que debe dirigírsele. Y el segundo es que esa tesis se apoya en una gran cantidad de datos: de primera mano siempre. Véanse, por poner un único ejemplo, sus cuidadosos análisis cuantitativos del vocabulario utilizado en los distintos períodos4. O las docenas de citas que avalan casi todo lo que defiende. Lo cual le confiere una gran autoridad a todo lo que dice y a las críticas que dirige a los demás. Pero también alarga la obra, quizá sin necesidad, y dificulta su lectura. Menos datos, o datos relegados a notas, agilizarían el libro. La solvencia del autor es tal que no necesita ser demostrada a cada página.
Otro elogio, ya adelantado, que no dudo en lanzar sobre la posición de Marfany es que no es nacionalista. Así lo declara él mismo explícitamente5. Pero, a la vez, reconoce estar en una trinchera, que es la opuesta a la del nacionalismo español6. Y no puede evitar caer en algún estereotipo antimadrileño. Hablando de los años 1830-1840, por ejemplo, dice que «Barcelona era, como todas las otras ciudades de la monarquía, con excepción de la corte, relativamente pobre en estatuaria pública». El «con excepción de la corte» sobraba, porque en esa época en Madrid no había nada de estatuaria pública, salvo un par de efigies ecuestres de monarcas regaladas por los florentinos7. También me parece revelador, e impropio de la distancia científica, el repetido uso del posesivo «nuestro» cuando se refiere a lo catalán8.
Otro elogio, que subrayaría especialmente, es el concerniente a su excepcional sensibilidad histórica. Si hay algo que Marfany teme, y contra lo que nos advierte una y otra vez, es el anacronismo, la proyección retrospectiva, la falta de historicidad. Lo cual me parece una virtud de suprema importancia en un historiador. Echo en falta, sin embargo, especialmente viniendo de alguien que vive y trabaja en Manchester desde hace varias décadas, su escaso o nulo recurso a la historia comparada. Sus repetidas referencias a la Renaixença no incluyen ni una sola mención al Risorgimento italiano, cuyo enorme impacto en Europa originó, sin duda, al término catalán (como el Rexurdimento gallego y otros varios). Tampoco se refiere a la prolífica literatura que las ciencias sociales han producido en el último medio siglo sobre naciones y nacionalismos. Cita, sí, a Anthony Smith en alguna ocasión, pero nunca a Benedict Anderson, Ernest Gellner o tantos otros de los autores que han revolucionado nuestra comprensión de estos temas en el último medio siglo. A Eric Hobsbawm se refiere una sola vez, pero sólo para aplicar su idea de «mentalidad prepolítica», que creo precisamente una de las más débiles de su teoría (y que, no por casualidad, está anclada en la vieja racionalidad marxista: mentalidad política es sólo la que defiende intereses objetivos). En resumen, su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias.
Su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias
Por último, también quisiera destacar su aguda sensibilidad social. No sólo distingue en todo momento con exquisita nitidez la época de que está hablando y evita proyectar sobre un período situaciones, ideas o datos propios de otros, sino que se esfuerza por preguntarse siempre de qué estrato social proceden esos datos, distinguiendo sobre todo entre elites y clases subalternas. Pero una cosa es sensibilidad social y otra aplicación mecánica de esquemas marxistas, que en general casan difícilmente con los datos empíricos aportados en la obra. Las páginas dedicadas a relacionar el nacionalismo (español, repito, único de la época) con una clase social, específicamente la «burguesía» catalana9, me parecen las más débiles del libro. Incluso su retórica suena a anticuada cuando se refiere a la «voluntad de poner el interés por la antigua provincia al servicio de unos nuevos y muy concretos intereses sectoriales económicos, sociales y políticos»10. Su marxismo lineal se revela también cuando atribuye a la crisis económica europea, sin más, las revoluciones de 184811. O cuando intenta distinguir entre proletariado y pequeña burguesía12, algo tan difícil de defender hoy como el tópico –que él presenta como «hecho objetivo»– de que «los obreros no tienen patria»13. Lo curioso es que estas afirmaciones suelen contradecir las citas que él mismo aporta y que se supone le llevan a ellas. Sólo en alguna ocasión sus conclusiones parciales, más fieles a los datos, le conducen al extremo opuesto de su tesis general y así lo reconoce: la burguesía no reacciona, la burguesía está «ausente»14.
La presunción básica de este aspecto del libro es que «sembla raonable de pensar que, en el procés que acabo de resumir molt succintament, van anar-se formant, en efecte, una nova clase i una nació i van fer-ho de manera no sols simultània, sinó interrelacionada»15. No veo por qué ha de ser razonable pensar tal cosa. Ningún teórico importante actual de los nacionalismos liga estos procesos a los intereses o el protagonismo de una clase social. Es significativo también que estas páginas que vinculan su análisis de textos políticos con la estructura socioeconómica se apoyen en Pierre Vilar, Jaume Vicens Vives, Jordi Nadal o Josep Fontana16. Recurre a las muletas, obviamente, porque está saliéndose de los terrenos literarios o lingüísticos en los que se maneja por sí solo con tanta firmeza.
Como es lógico al tratarse de la época sobre la que escribe, la inmensa mayoría de los autores a los que cita son clérigos. Pero ello no le impide catalogarlos como «burgueses» (clase que, siendo estrictamente fieles al esquema marxista, es la defensora del capitalismo y, por tanto, enemiga del estamento clerical, perteneciente a los privilegiados del modo de producción «feudal»). Me viene a la cabeza el estudio que Gerhard Brunn realizó hace años sobre las elites nacionalistas catalanas, según el cual los clérigos, abogados, periodistas, intelectuales, profesionales liberales e incluso terratenientes dominaban sobre los industriales, comerciantes y financieros17. Pero es que él mismo, en su La cultura del catalanisme, llegó a conclusiones similares18. También se me ocurre pensar en el actual independentismo, que no veo al servicio de ninguna clase ni interés económico «muy concreto». Supongo que en ningún caso a los de la «burguesía», a juzgar por la fuga de empresas de Cataluña. Lástima que alguien tan capaz de romper con estereotipos nacionalistas no sea capaz de romper con los marxistas.
Siento arremeter de manera tan tajante contra una tesis que el autor presenta como básica de su libro. Pero es que creo que no lo es, y que la obra no perdería un ápice de interés si prescindiera de ella. Por lo demás, al pronunciarme tan críticamente no hago sino seguir su ejemplo, pues Marfany escribe de forma muy combativa y vapulea sin miramientos a quienes se han pronunciado previamente sobre cualquier aspecto del tema que aborda19. Para que el lector se haga una idea, en diversos momentos del libro entabla polémica con Pere Anguera, Víctor Balaguer, Genís Barnosell, Max Cahner, Josep Fontana, Anna M. García Rovira, Josep Miracle, Ollé Romeu, Lluis Maria de Puig, Jaume Ribalta i Haro, Borja de Riquer, Roca Vernet i Arnabat, Ferran Soldevila o Vicens Vives20. Hay ocasiones en que se atreve a enfrentarse con toda la historiografía catalana, con «la nostra historiografía, passant per Vicens, fins als nostres diez» y en especial con los «desenterradores dels precedents del catalanisme»21. No cabe, pues, reseñar este libro sin mencionar su carácter provocador. Algo valiente y digno de ser destacado, sobre todo si se respeta, como suele respetar, las formas académicas, y más aún teniendo razón, como creo que en general la tiene.
Termino ya. La obra de Marfany hace posible pensar por fin en escribir una sólida y casi definitiva historia del catalanismo. Permite fechar, como el autor dice, cuándo se debilitó el nacionalismo español en Cataluña y cuándo ocupó su terreno el catalán; y cuándo ocurrió tal fenómeno entre las elites y cuándo –más tarde, se supone, si aplicamos el esquema de Miroslav Hroch– entre las clases subalternas. Si existiesen libros de tanta calidad como este sobre el País Vasco, Galicia o Andalucía, podríamos incluso aspirar a acometer una buena historia de las identidades colectivas en España.
Me parece inconcebible que esta obra no provoque una profunda reflexión entre los historiadores catalanes. Si tal cosa no ocurre, habrá que reconocer que el pesimismo de Marfany está fundado: el nacionalismo imposibilita el debate; y la historiografía catalana está gravemente afectada por este prisma distorsionador del pasado. Los nacionalistas, catalanes o no, tienen todo el derecho a reivindicar su causa, incluso en los términos más radicales. Pero no lo tienen, ni ellos ni nadie, a falsear el pasado.
José Álvarez Junco es catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense. Es autor de Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Madrid, Taurus, 2001), que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2002, y Dioses útiles. Naciones y nacionalismo (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016). Ha editado, con Mercedes Cabrera, La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá (Madrid, Taurus, 2011).
17/01/2018
1. La cultura del catalanisme. El nacionalisme català en els seus inicis, Barcelona, Empúries, 1995, y La llengua maltractada. El castellà i el català a Catalunya del segle XVI al segle XIX, Barcelona, Empúries, 2001. ↩
2.
Lo cual podría discutirse. El nombre de la guerra, desde luego, se creó
retrospectivamente, como él mismo acepta, pero le reconozco razón en
que su «invención» fue anterior a lo que yo en algún momento sostuve y
en que, en efecto, ello se debe a que me basé sobre todo en fuentes
impresas, más que en documentación de primera mano (véanse pp. 185 y
377-378). No estoy de acuerdo, sin embargo, con que el nombre sea el
adecuado para describir aquel conflicto, de mucha mayor complejidad que
una mera guerra de secesión o liberación frente a un conglomerado
imperial. ↩
3. Stephen Jacobson, Catalonia’s Advocates. Lawyers, Society, and Politics in Barcelona, 1759-1900, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2009. ↩
4. Véase, por ejemplo, p. 227. ↩
5. Por ejemplo, en la página 261. Véase también La llengua maltractada, pp. 478-479. ↩
6. Véase la referencia a Tortella en la página 21, o la dura nota 9 de la página 489 de La llengua maltractada,
donde se refiere al «els nacionalistes de l’altra banda» y concluye:
«d’aquesta gent no se n’ha de fer cas, ni que siguin acadèmics –o potser
encara menys si ho son». Es un tono polémico, rayano en lo militante,
innecesario. ↩
7.
Véase p. 604. No sé si soy excesivamente susceptible al detectar
también un cierto desprecio hacia la lengua castellana cuando se lee
«asociaci-ones numerosas»; es un error tipográfico, achacable a la
editorial, pero dudo que lo hubiera dejado pasar en catalán alguien tan
cuidadoso con su lengua. ↩
8. En La llengua maltractada, «nostra llengua», pp. 211, 274, 470, 478; ibídem, p. 428, «els nostres obrers». ↩
9. Véanse pp. 81-111, 152-176 y 225-261. Referencia a la «revolución burguesa» en la página 216 (en La llengua maltractada, p. 469). ↩
10.
Véase p. 542; el subrayado es mío. Véase en la página 225 la «sintonía»
entre «idea» de la nación española y los «intereses» de la burguesía
catalana. Recuérdese que lo que Jordi Solé Tura, en su día, relacionó
con la burguesía fue el nacionalismo catalán. La burguesía sirve para
todo. ↩
11. Véase p. 602. ↩
12. Véanse pp. 231-232. ↩
13. Véase p. 234. ↩
14.
Véanse pp. 656-658 y 676: «l’únic que és segur, doncs, és el
protagonisme dels intel.lectuals», concluye en esta última página. Con
razón. ↩
15.
Véase p. 82. Véase también en la página 542 la referencia a la
«voluntat de posar l’interès per la vella província al servei d’uns molt
concrets i nous interessos sectorials, econòmics, socials i polítics».
Los intereses, clave de todo, siempre son muy concretos. Pero nunca se concretan. ↩
16. Véanse pp. 93 y 602, por ejemplo. ↩
17.
«The Catalans, within the Spanish Monarchy from the Middle of the
Nineteenth to the Beginning of the Twentieth Century», en Andreas
Kappeler, Fikret Adamir y Alan O’Day (eds.), The Formation of National Elites (Comparative Studies on Governments and Non-Dominant Ethnic Groups in Europe, 1850-1940),
Nueva York, New York University Press, 1992, pp. 133-159. Empresarios
industriales y banqueros ganan posiciones en el siglo XX sobre el XIX,
pero sólo en el catalanismo conservador de la Lliga, no en Esquerra, que
es la que domina el proceso en los años 1920 y 1930. ↩
18. La cultura del catalanisme, pp. 47-86. ↩
19. Véanse pp. 444 y 447. ↩
20.
Pere Anguera, en pp. 212, 487, 517, 521, 523, 525 y 558-561; Josep
Miracle, en pp. 673-675 («típic exponent de la interpretació
providencialista de la història de Catalunya»); otros, en pp. 700, 451,
523, 174, 397-398, 478, 5235-24, 435, 636, 429 y 490. La honestidad
exige incluirme a mí mismo en esta lista de criticados, como he hecho
constar ya en la nota 1; véanse las páginas 246 (donde creo que tiene
razón), 337 (donde me critica que siga al «poco recomendable John Tone»,
sin más; debería explicarlo), 340 (donde se refiere a la indebidamente
escasa atención que dedico al Trienio; también le reconozco razón) y 357
(donde dice que no sé apreciar el intenso nacionalismo de Balmes; no lo
entiendo, pues creo haber subrayado su nacionalismo español moderno,
contraponiéndolo a la visión prenacional de Donoso Cortés). Muestra, en
cambio, su mayor respeto (y, de nuevo, no puedo sino alabarle el gusto
en la lista) hacia Xavier Arbós, Pablo Fernández Albaladejo, Javier
Fernández Sebastián, Josep Maria Fradera, Joan Fuster Sobrepere, Ramon
Grau, Xosé Manoel Núñez Seixas, Josep Ramon Segarra, o Josep Maria
Torras (pp. 14-15, 108, 304, 404, 424, 442, 492, 523, 524, 528, 601,
624, 634, 682, 690 y 866). ↩
21. Véanse pp. 473-474 y 478. ↩