"American Carnage"... O la reorganización del Imperio (Primera parte)
La periferia parece demandar que el centro del capitalismo siga manteniendo el modelo económico neoliberal, a pesar de las atrocidades que ha causado en las sociedades desde hace tres décadas. |
[I]
El viernes veinte de enero, Donald Trump juró el cargo de presidente de los Estados Unidos de América, convirtiéndose, de manera simultánea, en la principal línea de mando del enorme complejo financiero-militar a través del cual el excepcionalismo estadounidense (blanco, anglosajón y protestante), ha ejercido su imperialismo sobre el resto de las Naciones que habitan el mundo —y que ocho años de mandato demócrata al frente de la Casa Blanca sólo incrementaron: a través de la reproducción de conflictos sociales en el Magreb y Oriente Medio, del financiamiento y respaldo político de golpes de estado parlamentarios en América Latina, de la militarización de Europa del Este y el Sudeste asiático y, de la acumulación y concentración de capital a costa del barrido de los aparatos productivos de otras economías nacionales. Sin embargo, para la prensa que acostumbra a defender el status quo únicamente hasta que nuevas condiciones políticas presentan mayores rendimientos materiales, lo trascendental de la toma de protesta de Trump no es —como no lo ha sido desde que el empresario declarara sus aspiraciones presidenciales—, el potencial con el que el supremacismo de éste es capaz de profundizar el avasallamiento de la modernidad capitalista sobre todos aquellos cuerpos sociales que se resisten a su avance. Por lo contrario, para el discurso político mainstream lo que se encuentra en juego es justo la posibilidad de que la presidencia de Trump haga visible la cara oculta del progreso de la modernidad; es decir, la cara del colonialismo.
Así pues, si bien el debate público en torno a la presidencia de Trump gira, ininterrumpidamente, entorno a un conjunto definido de preocupaciones que van desde la cuestión racial hasta la distención del enfrentamiento con Rusia (pasando por la continuación de la guerra en contra del terrorismo, la profundización de las inequidades de género y del coartado ejercicio de las libertades que los estadounidenses consideran fundacionales de la identidad política liberal), lo cierto que es que todas ellas se ven dominadas por las posiciones que el hoy presidente de la Unión manifiesta en torno al orden comercial vigente.
No es, por ello, azaroso que desde la derecha y hasta la izquierda, todo el espectro ideológico vuelva una y otra vez sobre el desprecio que Trump ha manifestado hacia el funcionamiento del mercado mundial; a grado tal que no faltan quienes ya comienzan a revivir el fantasma del comunismo, pero esta vez no recorriendo Europa o existiendo realmente en los herederos de la Unión Soviética, sino saturando las instituciones del Estado capitalista por antonomasia. Cada vez que Trump discurre en contra de los tratados de libre comercio, cuando señala al gran capital por haber abandonado a las clases trabajadoras y siempre que consigue que la industria se desplace de la periferia a suelo estadounidense las clases ilustradas del mundo no hacen más que vociferar que éstas son acciones que presagian el retorno a modelos económicos proteccionistas; comprobados en su inoperatividad.
En este sentido, el dogma a la acumulación de capital, a la valorización del propio valor se hace presente cada vez que los analistas de la alta diplomacia y las refinadas cuestiones de la política de los grandes poderes (Great Power Politics), se manifiesta acusando que la intervención del aparato de Estado en el funcionamiento del libre mercado es el primer paso para llevar a la humanidad, en palabras de Friedrich Hayek, por un camino de servidumbre; en donde el individuo ve perdida su más esencial condición existencial: la posibilidad de ejercer su libertad sin la intermediación de fuerza social alguna que no sea la de la oferta y la demanda.
El liberalismo económico, en particular, y el capitalismo, en general; de acuerdo con las interpretaciones dominantes en el imaginario colectivo global, se encuentra en peligro, en una fase en la que probablemente la humanidad esté asistiendo, por causa del proteccionismo comercial y lo impredecible del cuadragésimo quinto presidente estadounidense, al intento más próximo del que se tenga registro histórico de dar muerte al libre mercado. Pero al argumentar y aceptar estas interpretaciones, el mundo olvida que el capitalismo nació con la colonización europea en la periferia y que la riqueza de las Naciones centrales se debe a la explotación de esta periferia.
Y olvida, también, que en América Latina el neoliberalismo se instauró, como régimen de verdad e inevitable punto de tránsito hacia el progreso, acompañado por dictaduras militares que construyeron aparatos estatales omnipresentes; que en África la esclavitud y la guerra son las condiciones sine qua non para el desarrollo y mantenimiento de los regímenes extractivistas; y que en Asia el vuelo de los gansos sólo fue posible gracias a administraciones públicas autoritarias que industrializaron a la región sobre las ruinas de sus sistemas culturales tradicionales.
El mundo parece encontrarse en vilo sólo porque un par de armadoras automotrices trasladaron sus inversiones de la periferia a los Estados Unidos, o porque los tratados de libre comercio ya no son enunciados como la panacea de la escasez de recursos y de incremento cuantitativo de la riqueza social. Sin embargo, a pesar de la realidad de estos casos —que se presentan contrarios al credo de maximización de ganancias por abaratamiento de costos—, el discurso de Donald Trump no es el de una posición contraria al capitalismo, no lo es, ni siquiera, en contra del libre mercado.
Y es que Trump no está repatriando capitales, tampoco está exigiendo al capital financiero que abandone sus inversiones en las bolsas de valores de todo el mundo, no le pide a los bancos que restrinjan sus líneas de crédito al plano nacional, no arremete en contra de mineras, gaseras, eléctricas o empresas petroleras para que detengan la extracción de recursos naturales en las periferias globales. Trump tampoco ha detenido los flujos de mercancías, servicios y capitales desde o hacia su país. Las palabras y los hechos de la gestión pública de Trump, hasta ahora, se han enfocado en sectores muy específicos del espectro productivo global; no en la totalidad de las actividades productivas/consuntivas de las que está saturada la vida en sociedad.
¿A qué responde este comportamiento? Por un lado, la economía global no se ha recuperado de los estragos causados por la burbuja especulativa del sector inmobiliario. Al finalizar 2016 la tasa de ganancia del capital financiero aún no recobraba los niveles en los que se encontraba justo antes de que la burbuja estallara en 2008. De hecho, las estimaciones más conservadoras indican que la acumulación de capital se encuentra siete veces por debajo de su punto más alto, en 2007. En este sentido, ejercer controles de intervención estatal directa en la manera en la que se desarrolla la actividad industrial tiene un objetivo claro: si se parte de la premisa de que el capital financiero es, esencialmente, capital ficticio, la necesidad de respaldar ese capital por medio de una base material, esto es, a través de la producción industrial se tiene como consecuencia que lo que se busca es acelerar el proceso de recuperación de la tasa de ganancia sin tener que recurrir, como hasta ahora, a los instrumentos especulativos. Por el otro, el discurso de Trump se ha centrado reiterativamente en la promoción de la ética protestante como la fuerza vital que mueve al espíritu del capitalismo, y en ello, por consecuencia, no apela a una modificación de la manera en la que se encuentran organizadas las fuerzas productivas globales, no llega ni siquiera a insinuar que se requiera un cambio en la correlación de fuerzas entre las clases más adineradas y las más explotadas. Por lo contrario, afirma la posición de cada una de ellas, pero lo hace, además, forzando a las clases desposeídas a que acepten esa posición impulsando el desarrollo industrial del país; al tiempo que invisibiliza el rol que jugaron los grandes capitales (a los cuales él mismo pertenece) en el empobrecimiento de aquellas.
Por eso resultan absurdas las posiciones que afirman la muerte del capitalismo, del liberalismo y la globalización (a menudo tomando a las tres categorías como términos intercambiables). Porque no hay, ni en el gabinete de Trump —plagado de militares y economistas promotores del status quo neoliberal, blanco, protestante y anglosajón—, ni en el discurso del nuevo presidente un solo ápice de antiglobalización, anticapitalismo o antineoliberalismo. De hecho, Trump no es más proteccionista que el resto de sus predecesores (Reagan incluido). La cuestión es que Trump vocifera, tanto como puede, aquello que en otros contextos sólo era posible observar en acciones concretas, a posteriori.
Hoy, el supuesto keynesianismo de Trump no es más intervencionista que el proteccionismo de la Unión Europea y los Estados Unidos en sus sectores agrícolas; en detrimento de los productos periféricos. Su pretensión de abandonar sus acuerdos comerciales no es más cínica que todos los casos de incumplimiento del NAFTA. Y sus amenazas arancelarias no son peores que las restricciones comerciales, embargos y bloqueos comerciales que el gobierno que hoy encabeza utiliza desde siempre como mecanismo promotor de la democracia procedimental y los derechos humanos entendidos a la American Way of…
Y es que muy a pesar de los modelos ideales sobre los cuales la tradición monetarista (desde Walter Lippmann hasta Richard Posner, pasando por Friedrich Hayek, Milton Friedman, Louis Rougier, Gary Becker, Bruno Leoni y todo asociado a la Mont Pelerin Society), y contrario al dogma neoliberal reproducido por automatismo desde los centros geopolíticos del Saber, el mercado libre de toda intervención del Estado no es más que una falacia. En todo sentido, esa libertad del mercado tan defendida por la economía de la Escuela de Chicago (que en América Latina se conoció a sangre y fuego a través del Consenso de Washington), sólo es posible si se cuenta con un Estado garante de la propiedad privada, de la represión de las resistencias sociales, y de la permanente acumulación y concentración de capital.
No importa de la sociedad de la que se trate, la historia del capitalismo, en general, y del neoliberalismo, en particular; es la historia de los aparatos de Estado y sus sistemas jurídicos como los garantes de la reproducción de la riqueza. Las concesiones de los recursos naturales, las operaciones de un empresa, los regímenes de seguridad social, los límites salariales, la regulación de la competencia, la creación de mercados en espacios sociales en los que no existen, etcétera; son todos casos de intervención del Estado en el mercado para reproducir la lógica de valorización de ese mismo mercado.
De ahí que lo realmente preocupante no sea que Trump se perfile a profundizar esas condiciones para hacer avanzar al mercado a ritmos más rápidos, sino que el debate en torno a la política económica de Donald Trump en las periferias sea el que se incline por el mantenimiento del status quo; a pesar de las atrocidades que el neoliberalismo y la militarización de los mercados en sus sociedades han causado desde hace tres décadas. Porque en realidad, lo que se combate en la periferia al acusar a Trump de proteccionista no es el mercado y sus injusticias, sino que se prive a la periferia del crecimiento por goteo que desde hace quinientos años el capitalismo les prometió.
Antaño era la periferia la que señalaba las contradicciones del capitalismo, la que mostraba al mundo el reflejo del avance de la modernidad capitalista: con todas sus muertes, con todos sus saqueos, con la explotación insaciable de sus recursos naturales y con la edificación del progreso sobre las ruinas de sus culturas tradicionales . Hoy, parece que la periferia es la vanguardia que exige al centro del capitalismo seguir exportando ese modelo económico al mundo, no detener el flujo de capitales, las inversiones directas de sus empresas o la creación de empleos en sus fábricas. Porque incluso en la periferia el dogma al capital es que no existe otra vida que no se circunscriba a la manera capitalista de reproducir la socialidad, que la vida existe y que el ser humano es tal sólo dentro del capitalismo.
Blog del autor: http://columnamx.blogspot.mx/
Nota del bog ..
El neoliberalismo hayekiano siempre fue autoritario
"La paradoja de la tradición liberal de von Mises y Hayek es la yuxtaposición entre un laissez faire radical y un intervencionismo jurídico que postula la ley como la gestión despótica de las reglas del juego de la economía. Esta paradoja fue asumida como una corrección o, incluso, una contraposición al liberalismo clásico, como asimismo a la propia auto organización y orden espontáneo idealizada en un momento anterior por Hayek, que dio origen a un constructivismo social que alcanzó proporciones siempre excesivas. En este sentido, no existe una teoría más vulnerable a su propia agenda ideológica, que la ideología del neoliberalismo hayekiano."