Ante la guerra que se avecina, alzad la voz ahora
En 1935 se celebró en Nueva York el Congreso de Escritores Estadounidenses, al que siguió otro dos años después. Se convocó a “cientos de poetas, novelistas, dramaturgos, críticos, escritores de relatos y periodistas” para debatir el “rápido desmoronamiento del capitalismo” y la inminencia de otra guerra. Fueron eventos emocionantes que, según se cuenta, contaron con la asistencia de 3.500 personas y otras mil fueron rechazadas.
Arthur Miller, Myra Page, Lillian Hellman y Dashiell Hammett advirtieron que el fascismo iba en aumento, a menudo disfrazado, y que los escritores y periodistas tenían la responsabilidad de alzar la voz para denunciarlo. Se leyeron telegramas de apoyo de Thomas Mann, John Steinbeck, Ernest Hemingway, C Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein. La periodista y novelista Martha Gellhorn habló a favor de los desamparados y los desempleados y de “todos los que estamos bajo la sombra de un gran poder violento”
Martha, quien llegó a ser buena amiga mía, me dijo más tarde mientras bebía su habitual vaso de Famous Grouse con soda: «Sentía una inmensa responsabilidad como periodista. Había sido testigo de las injusticias y el sufrimiento causados por la Depresión, y sabía, todos sabíamos, lo que se avecinaba si no rompíamos el silencio». Sus palabras resuenan en los silencios de hoy, silencios llenos de un consenso de propaganda que contamina casi todo lo que leemos, vemos y escuchamos. Permítanme darles un ejemplo:
El “Peligro Amarillo”
El 7 de marzo los dos periódicos más antiguos de Australia, el Sydney Morning Herald y The Age, publicaron varias páginas sobre «la amenaza inminente» de China. Pintaron de rojo el Océano Pacífico. Los ojos chinos eran marciales y amenazantes. El Peligro Amarillo estaba a punto de caer sobre nosotros como por el peso de la gravedad.
No se dio ninguna razón lógica para explicar el supuesto ataque de China contra Australia. El «panel de expertos» no presentó ninguna prueba creíble. Uno de ellos es un exdirector del Instituto de Política Estratégica de Australia, una pantalla del Departamento de Defensa de Canberra, el Pentágono de Washington, los gobiernos de Gran Bretaña, Japón y Taiwán, y la industria bélica occidental.
«Beijing podría atacar dentro de tres años», advertían. «No estamos preparados». Se destinarán miles de millones de dólares a submarinos nucleares estadounidenses, pero eso, al parecer, no es suficiente. «Las vacaciones de Australia de la historia han terminado», sea lo que sea que eso signifique.
No existe ninguna amenaza para Australia, ninguna. El lejano «país afortunado» no tiene enemigos, y mucho menos China, su socio comercial más importante. Sin embargo, atacar a China, basándose en la larga historia de racismo de Australia hacia Asia, se ha convertido en una especie de deporte para los autoproclamados «expertos». ¿Qué piensan los chino-australianos al respecto? Muchos están confundidos y tienen miedo.
Los autores de este grotesco intento de agitar los ánimos y rendir pleitesía al poder estadounidense son Peter Hartcher y Matthew Knott, supuestamente «reporteros de seguridad nacional». Recuerdo a Hartcher por sus viajes pagados por el gobierno israelí. El otro, Knott, es la voz de los hombres con traje de Canberra. Ninguno de los dos ha visitado nunca una zona de guerra y sus extremos de degradación y sufrimiento humano.
¿Dónde están las voces que se oponen?
«¿Cómo llegamos a esto?» diría Martha Gellhorn si estuviera aquí. «¿Dónde están las voces que se oponen? ¿Dónde está la camaradería?»
Esas voces se escuchan en el samizdat de este sitio web y de otros. En literatura, personajes como John Steinbeck, Carson McCullers o George Orwell han quedado obsoletos. Ahora manda el posmodernismo. El liberalismo ha ascendido en su escala política. Una socialdemocracia antaño somnolienta, Australia, ha promulgado una red de nuevas leyes que protegen el poder secreto y autoritario e impiden el derecho a saber. Los denunciantes de conciencia son proscritos y juzgados en secreto. Una ley especialmente siniestra prohíbe la «injerencia extranjera» de quienes trabajan para empresas extranjeras. ¿Qué significa esto?
La democracia es ahora teórica; lo que existe es una élite empresarial todopoderosa fusionada con el Estado y las demandas de «identidad». Los almirantes estadounidenses cobran miles de dólares al día del contribuyente australiano por su «asesoramiento». En todo Occidente nuestra imaginación política ha sido pacificada por las relaciones públicas y distraída por las intrigas de políticos corruptos de muy baja estofa: un Boris Johnson, un Trump, un Sleepy Joe Biden o un Zelensky.
Ningún congreso de escritores en 2023 se preocupa por el «desmoronamiento del capitalismo» y las provocaciones letales de «nuestros» líderes. El más infame de ellos, Tony Blair, un criminal prima facie según los Valores de Nuremberg, es libre y rico. Julian Assange, que desafió a los periodistas a demostrar que sus lectores tenían derecho a saber, se encuentra en su segunda década de encarcelamiento.
El auge del fascismo en Europa es indiscutible. O del «neonazismo» o el «nacionalismo extremo», como prefieran. Ucrania, como colmena fascista de la Europa moderna, ha visto resurgir el culto a Stepan Bandera, el apasionado antisemita y asesino de masas que alabó la «política judía» de Hitler que masacró a 1,5 millones de judíos ucranianos. “Pondremos vuestras cabezas a los pies de Hitler», proclamaba un panfleto banderista dirigido a los judíos ucranianos.
En la actualidad Bandera es venerado como un héroe en Ucrania occidental, y la Unión Europea y Estados Unidos han pagado decenas de estatuas suyas y de sus compañeros fascistas en sustitución de los monumentos a los gigantes de la cultura rusa y de otros que liberaron a Ucrania de los nazis originales.
En 2014, los neonazis desempeñaron un papel clave en un golpe de Estado financiado por Estados Unidos contra el presidente electo, Víktor Yanukóvich, acusado de ser «pro-Moscú». El régimen golpista incluía a destacados «nacionalistas extremistas», nazis en todo menos en el nombre.
Al principio la BBC y los medios de comunicación europeos y estadounidenses informaron ampliamente de ello. En 2019 la revista Time presentó las ‘milicias supremacistas blancas’ activas en Ucrania. NBC News informó: “El problema nazi de Ucrania es real”. La inmolación de sindicalistas en Odessa fue filmada y documentada.
Encabezados por el regimiento Azov, cuya insignia, el «Wolfsangel», se hizo tristemente célebre por las SS alemanas, los militares ucranianos invadieron la región oriental rusohablante de Donbás. Según Naciones Unidas, 14.000 personas murieron en el este. Siete años después, cuando Occidente saboteó las negociaciones de paz de Minsk, como confesó Angela Merkel, el Ejército Rojo invadió Ucrania.
Esta versión de los hechos no fue difundida en Occidente. Pronunciarla siquiera supone la acusación de “defender a Putin», independientemente de que el autor (como yo mismo) haya condenado la invasión rusa. Comprender la extrema provocación que suponía para Moscú una frontera armada por la OTAN, la misma frontera por la que invadió Hitler, es un anatema.
Los periodistas que viajaron al Donbas fueron silenciados o incluso acosados en su propio país. El periodista alemán Patrik Baab perdió su trabajo y a una joven reportera free lance alemana, Alina Lipp, le embargaron su cuenta bancaria.
En Gran Bretaña, el silencio de la intelectualidad liberal es el silencio de la intimidación. Temas de Estado como Ucrania e Israel deben evitarse si se quiere conservar un trabajo en el campus o una plaza de profesor. Lo que le sucedió a Jeremy Corbyn en 2019 se repite en los campus universitarios donde los opositores al apartheid de Israel son calumniados a la ligera como antisemitas.
El profesor David Miller, irónicamente la principal autoridad del país en propaganda moderna, fue despedido de la Universidad de Bristol por sugerir públicamente que los «activos» de Israel en Gran Bretaña y sus grupos de presión política ejercían una influencia desproporcionada en todo el mundo, un hecho del que existen numerosas pruebas.
La universidad contrató a un destacado abogado para que investigara el caso de forma independiente. Su informe exoneró a Miller en la «importante cuestión de la libertad de expresión académica» y concluyó que «los comentarios del profesor Miller no constituían un discurso ilegal». Sin embargo, Bristol lo despidió. El mensaje es claro: Israel tiene inmunidad, no importa el ultraje que cometa, y sus críticos deben ser castigados.
Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura inglesa en la Universidad de Manchester, consideraba que «por primera vez en dos siglos, no hay ningún eminente poeta, dramaturgo o novelista británico dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental».
Ningún Shelley habla en nombre los pobres, ningún Blake defiende los sueños utópicos, ningún Byron condena la corrupción de la clase dominante, ningún Thomas Carlyle o John Ruskin revela el desastre moral del capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG Wells, George Bernard Shaw no tenían equivalentes hoy en día. Entonces vivía Harold Pinter, «el último en alzar la voz», escribió Eagleton.
¿De dónde procede el posmodernismo, el rechazo de la política real y de la auténtica disidencia? La publicación en 1970 del bestseller de Charles Reich, El reverdecer de América, ofrece una pista. Estados Unidos se encontraba entonces en un estado de agitación: Nixon ocupaba la Casa Blanca, una resistencia civil, conocida como «el movimiento», había irrumpido desde los márgenes de la sociedad en medio de una guerra que afectaba a casi todo el mundo. En alianza con el movimiento por los derechos civiles, presentaba el desafío más serio al poder de Washington desde hacía un siglo.
En la portada del libro de Reich aparecían estas palabras: “Se avecina una revolución. No será como las revoluciones del pasado. Se originará en el individuo».
Por aquel entonces yo era corresponsal en Estados Unidos y recuerdo la ascensión de la noche a la mañana a la categoría de gurú de Reich, un joven académico de Yale. El New Yorker había publicado por entregas su libro, cuyo mensaje era que «la acción política y la verdad» de los años sesenta habían fracasado y sólo «la cultura y la introspección» cambiarían el mundo. Daba la impresión de que el hippismo se apoderaba de la clase consumidora. Y en cierto sentido así era.
En pocos años, el culto al «yo» prácticamente había anulado el sentido de la solidaridad, la justicia social y el internacionalismo de muchas personas. Clase, género y raza estaban separados. Lo personal era lo político y los medios eran el mensaje. Ganad dinero, se decía.
En cuanto al «movimiento», su esperanza y sus canciones, los años de Ronald Reagan y Bill Clinton acabaron con todo eso. La policía estaba ahora en guerra abierta contra los negros; las tristemente célebres leyes de bienestar de Clinton batieron récords mundiales en el número de personas, en su mayoría negras, que enviaron a la cárcel.
Cuando ocurrió el 11-S, la fabricación de nuevas «amenazas» en la «frontera de América» (como llamaba al mundo el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano) completó la desorientación política de quienes, 20 años antes, habrían formado una vehemente oposición.
Estados Unidos contra el mundo
En los años transcurridos desde entonces Estados Unidos ha entrado en guerra con el mundo. Según un informe ampliamente ignorado de Médicos por la Responsabilidad Social, Médicos por la Supervivencia Global y la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, galardonados con el Premio Nobel, el número de muertos en la «guerra contra el terror» de Estados Unidos ha sido de «al menos» 1,3 millones en Afganistán, Irak y Pakistán.
Esta cifra no incluye los muertos de las otras guerras dirigidas y alimentadas por Estados Unidos en Yemen, Libia, Siria, Somalia y otros países. La cifra real, según el informe, «bien podría ser superior a 2 millones, aproximadamente diez veces mayor que la que el público, los expertos y los responsables de la toma de decisiones conocen y [es] propagada por los medios de comunicación y las principales ONG».
“Al menos» un millón de personas fueron asesinadas en Irak, dicen los médicos, el equivalente al 5% de la población.
La enormidad de esta violencia y sufrimiento parece no tener cabida en la conciencia occidental. “Nadie sabe cuántos» es el estribillo propagado por los medios de comunicación. Blair y George W. Bush –y Jack Straw, Dick Cheney, Colin Powell y Donald Rumsfeld entre otros– nunca corrieron el riesgo de ser procesados. El maestro de propaganda de Blair, Alistair Campbell, es celebrado como una «personalidad mediática».
En 2003, grabé una entrevista en Washington con Charles Lewis, el aclamado periodista de investigación. Hablamos de la invasión de Irak de unos meses antes. Le pregunté: «¿Qué habría ocurrido si los medios de comunicación más libres del mundo hubieran cuestionado seriamente a George W. Bush y Donald Rumsfeld e investigado sus afirmaciones, en lugar de difundir lo que resultó ser burda propaganda?». El respondió: “Si los periodistas hubiéramos hecho nuestro trabajo, es muy, muy probable que no hubiéramos ido a la guerra de Irak».
Hice la misma pregunta a Dan Rather, el famoso presentador de la CBS, que me dio la misma respuesta. David Rose, del Observer, que había promovido la «amenaza» de Sadam Husein, y Rageh Omaar, entonces corresponsal de la BBC en Iraq, me dieron la misma respuesta. El admirable arrepentimiento de Rose por haber sido «engañado», hablaba en nombre de muchos periodistas que carecían de su valor para decirlo.
Merece la pena repetirlo: Si los periodistas hubieran hecho su trabajo, si hubieran cuestionado e investigado la propaganda en lugar de amplificarla, un millón de hombres, mujeres y niños iraquíes podrían estar vivos hoy; millones podrían no haber huido de sus hogares; la guerra sectaria entre suníes y chiíes podría no haber estallado, y el Estado Islámico podría no haber existido.
Si proyectamos esta verdad sobre las guerras de rapiña desencadenadas desde 1945 por Estados Unidos y sus «aliados», la conclusión es sobrecogedora. ¿Se habla alguna vez de esto en las facultades de periodismo?
Hoy en día, la guerra por los medios de comunicación es una tarea clave del llamado periodismo dominante, que recuerda a la descrita por un fiscal de Núremberg en 1945: “Antes de cada gran agresión, con algunas pocas excepciones basadas en la conveniencia, iniciaban una campaña de prensa calculada para debilitar a sus víctimas y preparar psicológicamente al pueblo alemán… En el sistema de propaganda… la prensa diaria y la radio eran las armas más importantes”.
El belicismo del premio Nobel de la Paz
Uno de los hilos persistentes en la vida política estadounidense es un extremismo sectario que se acerca al fascismo. Aunque se le atribuye a Trump, fue durante los dos mandatos de Obama cuando la política exterior estadounidense coqueteó seriamente con el fascismo. De esto apenas se informó.
“Creo en el excepcionalismo estadounidense con cada fibra de mi ser”, dijo Obama, que expandió un pasatiempo presidencial favorito, los bombardeos, y los escuadrones de la muerte conocidos como ‘operaciones especiales’ como ningún otro presidente lo había hecho desde los inicios de la Guerra Fría.
Según un estudio del Council on Foreign Relations, en 2016 Obama lanzó 26.171 bombas. Es decir, 72 bombas cada día. Bombardeó a los más pobres y a la gente de color: en Afganistán, Libia, Yemen, Somalia, Siria, Irak y Pakistán.
Cada martes, según el New York Times, seleccionaba personalmente a quienes serían asesinados por misiles de fuego infernal disparados desde drones. Se atacaba a bodas, funerales, pastores y a quienes intentaban recoger los trozos de cadáveres que adornaban el «objetivo terrorista».
Un destacado senador republicano, Lindsey Graham, estimó con satisfacción que los drones de Obama habían matado a 4.700 personas. “A veces matas a gente inocente, algo que yo odio – dijo– pero hemos eliminado a algunos miembros muy importantes de Al Qaeda».
En 2011, Obama declaró a los medios de comunicación que el presidente libio Muamar el Gadafi estaba planeando un «genocidio» contra su propio pueblo. “Sabíamos –dijo– que si esperábamos un día más, Bengasi, una ciudad del tamaño de Charlotte [Carolina del Norte], podría sufrir una masacre que habría repercutido en toda la región y manchado la conciencia del mundo».
Era una mentira. La única “amenaza” era la inminente derrota de los islamistas fanáticos por las fuerzas armadas libias. Con sus planes para resucitar en panafricanismo independiente, una moneda y un banco africanos, todo ello a partir del petróleo libio, Gadafi era considerado un enemigo del colonialismo occidental en el continente en el que Libia era el segundo Estado más moderno.
El objetivo era destruir la “amenaza” de Gadafi y su Estado moderno. Con el apoyo de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, la OTAN lanzó 9.700 operaciones contra Libia. Un tercio se dirigió contra infraestructuras y objetivos civiles, informó la ONU. Se utilizaron ojivas de uranio y los bombardeos arrasaron las ciudades de Misurata y Sirte. La Cruz Roja identificó fosas comunes y Unicef informó de que «la mayoría [de los niños asesinados] eran menores de diez años».
Cuando Hillary Clinton, la secretaria de Estado de Obama, fue informada de que Gadafi había sido capturado por los insurrectos y sodomizado con una bayoneta, se echó a reír y declaró a la cámara: “¡Llegamos, vimos y murió!”.
El 14 de septiembre de 2016 el Comité de Asuntos Exteriores de la Casa de los Comunes de Londres informó de las conclusiones de un estudio de un año de duración sobre el ataque de la OTAN a Libia, basado en lo que el estudio describió como un «arsenal de mentiras», incluida la historia de la masacre de Bengasi.
El bombardeo de la OTAN provocó un desastre humanitario en Libia, supuso la muerte de miles de personas y el desplazamiento de cientos de miles más, transformando a Libia del país africano con más alto nivel de vida en un Estado fallido devastado por la guerra.
Con Obama, Estados Unidos amplió las operaciones secretas de las «fuerzas especiales» a 138 países, es decir, al 70% de la población mundial. El primer presidente afroamericano lanzó lo que equivaldría a una invasión a gran escala de África.
Con reminiscencias del Reparto de África del siglo XIX, el Comando Africano de Estados Unidos (Africom) ha construido desde entonces una red de suplicantes entre los regímenes africanos colaboradores deseosos de recibir los sobornos y armamento estadounidenses. La doctrina «soldado a soldado» del Africom implica la participación de oficiales estadounidenses en todos los niveles de mando, desde general hasta suboficial. Sólo faltan los salacots.
Es como si la orgullosa historia de liberación africana, de Patrice Lumumba a Nelson Mandela, hubiera sido condenada al olvido por la élite colonial negra del nuevo amo blanco. La «misión histórica» de esta élite, advirtió el sagaz Frantz Fanon, es la promoción de «un capitalismo rampante aunque camuflado».
El año en que la OTAN invadió Libia, 2011, Obama anunció lo que se conoció como el «giro hacia Asia». Casi dos tercios de las fuerzas navales estadounidenses se trasladarían a Asia-Pacífico para «hacer frente a la amenaza de China», en palabras de su Secretario de Defensa. No había ninguna amenaza por parte de China; había una amenaza a China por parte de Estados Unidos: alrededor de 400 bases militares estadounidenses forman un arco que rodea el corazón industrial chino, lo que un oficial del Pentágono describió con orgullo como una “soga”.
Al mismo tiempo Obama colocó misiles en Europa Oriental apuntando hacia Rusia. Fue precisamente el beatificado premio Nobel de la Paz quien incrementó el gasto en cabezas nucleares hasta un nivel superior al de cualquier otra administración estadounidense desde la Guerra Fría; eso después de haber prometido en un emotivo discurso pronunciado en Praga en 2009 que “ayudaría a librar al mundo de las armas nucleares”.
Obama y su Administración sabían demasiado bien que el golpe de Estado que su secretaria de Estado adjunta, Victoria Nuland, fue a supervisar contra el gobierno de Ucrania en 2014 provocaría una respuesta rusa y probablemente llevaría a la guerra. Y así ha sido.
Nuestra propaganda
Escribo esto el 30 de abril, aniversario del último día de la guerra más larga del siglo XX, en Vietnam, de la que fui reportero. Yo era muy joven cuando llegué a Saigón y allí aprendí mucho. Aprendí a reconocer el zumbido característico de los motores de los gigantescos B-52, que dejaban caer desde lo alto de las nubes las bombas que provocaban una carnicería y no perdonaban a nada ni a nadie; aprendí a no apartar la vista ante un árbol calcinado festoneado con partes humanas; aprendí a valorar la bondad como nunca antes; aprendí que Joseph Heller tenía razón en su magistral novela Trampa-22 (Catch-22): que la guerra no era apta para personas cuerdas; y aprendí sobre «nuestra» propaganda.
A lo largo de toda esa guerra, la propaganda afirmaba que una victoria de Vietnam contagiaría su enfermedad comunista al resto de Asia, permitiendo que el Gran Peligro Amarillo se extendiera por el norte. Los países caerían en un efecto dominó.
El Vietnam de Ho Chi Minh salió victorioso y no ocurrió nada de lo anterior. En cambio, la civilización vietnamita floreció, lo cual resulta notable, a pesar del alto precio que tuvo que pagar: tres millones de muertos. Los mutilados, los deformes, los adictos, los envenenados, los desaparecidos.
Si los actuales propagandistas consiguen su guerra con China, esto será solo una fracción de lo que se avecina. Alzad la voz.
John Pilger es un periodista de investigación australiano residente en Londres galardonado con múltiples premios en Reino Unido. Se le puede seguir en su sitio web www.johnpilger.com
Fuente: https://www.counterpunch.org/2023/05/02/the-coming-war-speak-up-now/.
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