domingo, 16 de junio de 2019

La masacre de Peterloo .



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Peterloo
Peter Linebaugh   
Sin Permiso .
El imperio británico venció a Napoleón en 1815 en el campo de batalla de Waterloo (Bélgica) y aplastó los principios universales de la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Además, expropió los bienes comunes de comunidades en todo el mundo mediante leyes parlamentarias de cercamientos en Inglaterra y conquistas militares en otros lugares. Durante este momento de posguerra de altos precios, huelgas fallidas, salarios a la baja, desempleo, estómagos vacíos, y desafección, en 1819 una notable pero incompleta coalición de reformistas y revolucionarios se encontró en St. Peter’s Field en Manchester, Reino Unido, el 16 de agosto hace 200 años. Es la lucha de clases al descubierto. La clase dominante de terratenientes, mercaderes, banqueros y propietarios de fábricas está desplegada ante una clase obrera de trabajadores manuales, obreros de fábricas, trabajadores de plantaciones, trabajadores domésticos, constructores de barcos y marineros, y trabajadores sin empleo. El resultado es una masacre. Analizando la matanza a posteriori, a un periodista astuto se le ocurrió la ecuación: Waterloo + St. Peter’s Field = Peterloo.
La película de Mike Leigh que lleva ese nombre es una notable descripción de una batalla fundamental en la historia de la lucha de clases. Murieron dieciocho, y seiscientos cincuenta fueron heridos. La masacre se realizó con sables, espadas y cascos de caballos, sin pólvora. Esa es la razón por la que tantos fueron heridos. Fue una carnicería. Como mínimo, la película hace justicia al suceso, pero, como veremos, se requiere más que un mínimo.
En 1819 una revolución era posible, escribe E. P. Thompson, autor de La formación de la clase obrera en Inglaterra, porque la clase dominante estaba dividida y aislada. El integumento del poder dependía de la deferencia y el miedo, lo que el poeta romántico Percy Shelley entendió e intentó interrumpir:

Creced como Leones después del letargo
en cantidades invencibles;
sacudid vuestras cadenas como si fueran rocío
que durante el sueño os hubiera caído encima;
vosotros sois muchos, ellos son pocos

Este fragmento es de Shelley, cuyo himno enardecedor, La Máscara de la anarquía, “fue escrito con motivo de la masacre de Manchester”. Shelley se encontraba en Livorno, en Italia, hasta ahora dormitando en el exilio, hasta ahora soñando creativa y clandestinamente con el Frankenstein de Mary, pero ahora despertándose desde la distancia.
La película empieza con un corneta desorientado vagando por el campo de batalla de Waterloo, moviéndose con nerviosismo de un lado a otro en un estado de desconcierto traumático. La muecas, deformaciones y los murmullos sin palabras de su cara representan el caos a su alrededor. La siguiente escena muestra al Primer ministro hablando en el Parlamento, ¡proponiendo una resolución para hacer un regalo a Wellington de 750.000 libras! A continuación se ve a Joseph volviendo a Lancashire entre los barrizales que deja tras de sí la marea baja. De vuelta a casa busca tristemente un trabajo entre la lluvia, en los establos o con los carromatos.
Antes del gran encuentro al aire libre, debaten constitucionalistas contra insurrectos, promotores de la autodefensa armada contra promotores de la no-violencia,  defensores de la reforma parlamentaria ante las demandas económicas, defensores de la fuerza física contra defensores de la fuerza moral. Los debates de la clase obrera ocurren en tabernas, naves industriales, entre fogones de cocina y mesas, en campos al lado del río. (El encuentro del campamento está ausente en la película, así como la Escuela Metodista del Domingo.) El encuentro informal en la taberna concluye con el aviso de que se puede perdonar a un niño y reconfortarlo si teme la oscuridad, ¿pero cómo se puede reconfortar o perdonar a un adulto si teme a la luz?
Los “réptiles dorados” de la clase dominante, mientras tanto, están también divididos –entre nobles, militares, abogados, y la burguesía– ; los oímos debatir en el tribunal de magistrados, en la Cámara de los comunes, en las oficinas del Ministerio de Interior, donde abren cartas, contratan espías, instruyen a alborotadores y mandan órdenes a regimientos locales o húsares nacionales. ¿Deberían colgar a alguno? ¿Deberían subir los salarios de miseria? ¿O deberían intentar anonadar al populacho en su totalidad, con terror de masas si hace falta? La lucha de clases forma parte de la gestión de un Estado. Las herramientas para la represión son varias: censura de la prensa, encarcelamiento de los líderes, criminalización de los pobres, supervisión de los desposeídos, los militares contra todos. El arte de gobernar acaba siendo el del engaño hipócrita. El gobierno busca una excusa, y entonces produce una: la masacre. La soga se aprieta, los sables se afilan.
Aparecen tres personas ante el juez, sentado, “una dispersa, inútil y trastornada” mujer, un ladrón de un reloj de plata ganado en una partido de dados, y un hombre que tomó una chaqueta en lugar de robarla, que se describe a sí mismo como un “reformista” que propone una economía del “compartir”. Esto provoca fuertes carcajadas al sagaz magistrado. Con alegría dictamina sus castigos: azotes públicos, deportación a Botany Bay y la horca. El mástil fatal de Albión.
Los reformistas pedían organizaciones políticas, libertad de prensa, libertad de reunión pública y derecho a voto. Tenían que transformarse a ellos mismos, de muchedumbre a movimiento político. Los trabajadores estuvieron en huelga durante cinco semanas en uno de los molinos y no consiguieron nada. No es un tema que la retórica del portavoz o del ministro pueda apaciguar. La reforma parlamentaria era, en el mejor de los casos, solo un medio para la mejora de la vida y, en el peor, un callejón sin salida; o una proposición política la cual no era esperable que la joven muchachita –la clase obrera de Lancashire– aceptara. En estos debates precoces, y la película esencialmente es un debate finalizado por la masacre, la separación de los temas políticos de las realidades económicas emerge en las diversas experiencias de los contrincantes.
Un estandarte de la Carta Magna con el gorro frigio, símbolos de la libertad inglesa y francesa, representa al proletariado a medida que se convierte en clase obrera. “Libertad o muerte”. Un estandarte con un arpa irlandesa. La retórica puede ser difícil de digerir (la jerga incluye palabras como “odium” o “spurious”), uno tiene que sintonizar la oreja a las diferentes voces. Una voz irlandesa liderando la sociedad femenina de reformadoras de Manchester,Women’s Reform, muchas voces de Lancashire, las voces londinenses de los pijos.
Samuel Bamford debería ser leído hoy en día, tanto como lo son Frederick Douglass o Malcom X, u Olaudah Equiano. Él era un operario de un telar manual, en contraste con el tejedor proletario de la fábrica. Su oficio, no representado en la película, se ha vuelto redundante con las máquinas y los motores a vapor. Un lamento evocador fue cantado por un penoso cantante de baladas –“el sol brillará de nuevo sobre los tejedores”–. Bamford empareja dramáticamente con Henry “Orator” Hunt.
“Respira desde lo más profundo de tus pulmones y habla desde lo más alto de tu voz”, entona Henry “Orator” Hunt mientras expulsa a todos los otros oradores de la campaña electoral de ese día. Su grandilocuencia rimbombante e inflada penetra a los locales de Manchester. Su ego pomposo complementa al bondadoso, inteligente y observador Samuel Bamford. Bamford aboga por la autodefensa armada, pero Hunt amenaza con retirarse si hay armas presentes. Bamford lidera al contingente que marcha desde Middleton por un sendero herboso en un día soleado. Las mujeres van de blanco, los hombres con sus mejores galas de domingo, y hombres, mujeres y niños ataviados con hojas de laurel; forman hileras de belleza. Este es un festival de los oprimidos. Limpieza, buen orden y sobriedad son las consignas: el objetivo es avergonzar a la clase alta, que calumnia a la gente llamándolos la turba o la chusma –todos sucios, descuidados y sin orden ni concierto–. Así que habiendo dejado de lado los palos y las piedras, avanzan. Gentes pacíficas y determinadas de los pueblos textiles de la zona, ¡marcando el paso con su pierna izquierda!
“La conducta pacífica de tantos miles de hombres desempleados no es natural”, escribió el General Byng. Les dió miedo. Esta era una clase dominante frágil. En la cabeza de la clase dominante, una patata lanzada contra la ventana de cristal del coche de la princesa regente rápidamente se transforma en aterradores disparos. El tintineo del vidrio roto es suficiente para causar que el Ministro de interior tartamudee aterrorizado. “Tranquilidad”, ronronea la princesa regente mientras deglute otro bombón. El proletariado había sido, de hecho, “tranquilizado”, esto es: masacrado. Estos personajes regios son dignos de la ácida descripción de Shelley: gobernantes despachando corazones humanos para alimentar a sus perros, aplastando cerebros de niños con piedras de molino.
Las partes más cariñosas de la película son las escenas que muestran la microeconomía de los oprimidos. Los pasteles de carne no son vendidos, sino intercambiados por unos huevos (“¡un cuarto de penique, o un penique y un cuarto por media docena!”, grita una mujer en el mercado). Un penique por un pastel. La madre de Joseph comparte su comida.
Hay un interludio pastoril a mitad de la película. Sin discursos, sin avance de la trama o sin desarrollo de los personajes. Tres violinistas tocan una bonita melodía sentados sobre la hierba. Al lado del curso de agua dos muchachas con delantales blancos escuchan con aprecio agarradas del brazo. El suelo, la hierba, el riachuelo no son propiedad de nadie. Es común.
Entre las declaraciones de testigos contemporáneos encontramos la que sigue: “Cortaron y pisotearon a la gente; y entonces acabaron cortando y pisoteando como se haría en el desbrozamiento de un ejido [common]”. Merece la pena pararse en la declaración. Se describen dos eventos completamente diferentes, una masacre y una expropiación, que pertenecen a dos procesos económicos completamente diferentes: la creación de un mercado de trabajo y la creación de terreno cultivable. Pero expresa una verdad de su tiempo, la expropiación de la comunidad: la muerte de las personas y la expropiación de la tierra.
Algunos espectadores pueden sentir que hay demasiada “historia desde arriba”. El debate político está amansado. El debate es sobre el Parlamento y la Cámara de los comunes (distritos electorales iguales, voto secreto, sufragio universal masculino) en lugar de sobre las asambleas populares y las casas en el común. Algunos temas de debate no están presentes en la película. Los seguidores de Thomas Spence, quienes habían abogado desde hace tiempo por ejidos para todos, es decir, la distribución equitativa de la tierra de 400 lores en favor de los millones de personas que la necesitaban. Robert Wedderburn, un jamaicano negro, “el retoño de un africano”, como solía decir, lideró los debates entre la gente común de Londres. Una semana antes de la masacre de Peterloo, el tema de debate fue “¿Puede ser asesinato matar a un déspota?”. Un espía del gobierno le reportó diciendo que el robo de hombres y mujeres en África fue “realizado por hombres del Parlamento –quienes lo hicieron para ganar dinero–, lo mismo hacían cuando les empleaban en sus fábricas de algodón, para convertirles en esclavos, para ganar dinero y llegar al Parlamento”. Afirmaba que Cristo fue un reformador radical. Entonces, el 13 de octubre de 1819, pedía venganza por los asesinatos de Manchester, y puso la pregunta a debate en la capilla de la calle Hopkins, “¿Cuál de los dos partidos tenía más posibilidades de salir victorioso en la Guerra Universal, los ricos o los pobres?”. En mayo de 1820 era aplaudido en la cárcel de Dorchester.
El miedo de la clase dominante era recordado por “la traducción de la chusma en una clase disciplinada”, escribe E. P. Thompson. Pero la clase está aún incompleta. Solo mira el callejón aledaño al muro de la fábrica, ¿y qué ves? Fardos de algodón apilados. No es suficiente con insinuarlo. Hay circuitos de dinero y circuitos de trabajo que son globales; ninguno de ellos está en la película. El capitalismo no es solo un asunto inglés. Muchos de esos primerizos proletarios industriales eran inmigrantes irlandeses huyendo de la hambruna. ¿Pero quién producía el algodón y cómo llegaba hasta Manchester? En Inglaterra, no se trata solo de que el capital comande la fuerza de trabajo desde India a Ciudad del Cabo, pasando por Misuri; la clase obrera en Inglaterratambién es global. Esta ya no es una excepción perdonable entre los trabajadores intelectuales en Inglaterra. Sus historiadores, poetas, novelistas, directores de cine deberían conocerlo mejor, a menos que estén contentos con lo mismito de siempre: los jardines verdes y las preciosas salas de dibujo de las películas de Jane Austen en la BBC, que solo apuntalan el aparato ideológico de la supremacía blanca.
Una fábrica consigue más y más telares mecánicos. El proletariado (niños, mujeres, hombres) se mueve afanosamente en el estruendo. Fuera, pilas de fardos de algodón llenan el callejón, apoyados en el muro de la fábrica. Todos pueden ver el origen atlántico de las materias primas de la producción. Esa es una forma de mirar al capital. Pero no vemos los circuitos atlánticos en su forma monetaria. Más en particular, no vemos la naturaleza atlántica de la fuerza de trabajo, es decir, la esclavitud.
No hay referencia alguna, a parte de las denominadas “materias primas” del sistema de plantaciones y la productividad de látigo que las produjo en América. Robert Wedderburn, dijimos, era un jamaicano negro, activo en el movimiento inglés. John Jea, nacido en Calabar, esclavizado en Nueva York, casado con una irlandesa, predicaba “el evangelio eterno” en Lancashire y Manchester, habiendo compuesto, cantado y publicado himnos de la libertad el año anterior. Una sustanciosa parte de la tripulación de los barcos era negra. William Davidson, hijo de esclavos jamaicanos, se unirá a Arthur Thistlewood, seis meses después de Peterloo, en un fallido intento insurgente de asesinato de todos los ministros británicos durante una cena (la conspiración de la Calle Cato); y junto con otros sería ahorcado por ello el primero de mayo de 1820. Después, Denmark Vesey de Charleston, Carolina del Sur, intentó una insurrección atlántica en el verano de 1822.
Peterloo está en el cénit de un ciclo de la guerra de clases. En América y las Indias Occidentales la resistencia estaba virando. De actos individuales como la huída, hacia luchas colectivas. Mientras, las insurrección se rumoreaba en Virginia y la Florida durante la primavera de 1819. En Charleston, cuatro séptimos de la población era afroamericana. La Iglesia Metodista Africana era fuerte en sus números e incipiente radicalismo; se enfrentó a la supresión activa en 1821. Más de treinta personas fueron colgadas en julio de ese año en Charleston. Compárese este número con los dieciocho muertos en Manchester para hacerse una idea de la composición de la clase obrera a ambos lados del Atlántico.
Pero volvamos a la película. Joseph es asesinado en Peterloo. Las últimas palabras del filme son el Padre Nuestro –“danos el pan de cada día”–, pero la última imagen es la madre de Joseph, quien lo ha consolado, alimentado, acompañado, y ahora lo entierra. Si hay pan de cada día que dar, ella lo dió, compartiéndolo con una pareja muy hambrienta en la manifestación que acaba de llegar de Liverpool. La suya ha sido la voz con los pies en la tierra todo el tiempo, escéptica y esperanzada a partes iguales. Ha sobrevivido desde el primer momento en el que la vemos amasando masa para pasteles, con una luz que entra por la ventana digna de Vermeer, hasta la última imagen de la película: su cara, de luto e impasiva, en un retrato propio de Walker Evans. Nos mira: ¿qué pensamos? ¿Cómo respondemos?
Karl Marx nació justo unos meses antes. La teoría del valor trabajo toma su clara expresión gracias a la masacre; la teoría del valor trabajo toma su asiento en el centro de la economía política de este tiempo. Aquí Shelley dirigiéndose a los “Hombres de Inglaterra”:

La semilla que sembráis, otro la cosecha;
la riqueza que descubrís, otro se la queda;
las ropas que tejéis, otro las viste;
las armas que forjáis, otro las porta.

Sembrad semillas, pero que ningún tirano las coseche;
descubrid riqueza, que ningún impostor la atesore;
tejed ropas, que ningún ocioso las vista;
forjad armas, en vuestra defensa habréis de portarlas

El emotivo himno “Hombres de Inglaterra” de Shelley debe ser revisado para incluir mujeres y esclavos. Así, a esa primera estrofa añadimos:

El algodón que recoges, otro se lo lleva;
los hijos que crías, otro los explota.

Y a la segunda estrofa citada:

Recoged algodón, para engalanaros con él;
criad hijos, para orgullo y salud humanos.

Finalmente, la película de Mike Leigh se encuentra en la tradición de La formación de la clase obrera en Inglaterra de E. P. Thompson. Y es así que comparte su mayor defecto. Los irlandeses dicen “la historia de Inglaterra ocurre en otro lugar”, y eso pasa aquí. La película y el libro se limitan a una versión de Inglaterra que está bien, que es toda blanca. Sin embargo, este defecto no debe hacernos olvidar las virtudes del libro y la película, tan necesitadas hoy: el énfasis en la realidad absoluta de la clase, el énfasis en la dinámica histórica de la lucha de clases, y una insistencia en que pensemos en las vías y los medios para conseguir la victoria.
es profesor de Historia en la Universidad de Toledo, Ohio. Es autor de The London Hanged y (con Marcus Rediker) La hidra de la Revolución: la historia oculta del Atlántico revolucionario (trad. castellana: Editorial Crítica, Barcelona, 2005).
Fuente:
https://www.firstofthemonth.org/peterloo/
Traducción:
Alexi Quintana y David Guerrero
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