La batalla de Francia: el odio a la República
Manolo Monereo y Héctor Illueca *
Nunca he creído que amar a la patria impidiera amar a sus hijos;
tampoco comprendo que el internacionalismo del espíritu o de
las clases sea irreconciliable con el culto de la patria. O, más
bien, cuando interrogo mi conciencia, me doy perfecta cuenta de
que esta antinomia no existe. ¡Pobre corazón el que se prohíbe
albergar más de una ternura! Marc Bloch (La extraña derrota)
tampoco comprendo que el internacionalismo del espíritu o de
las clases sea irreconciliable con el culto de la patria. O, más
bien, cuando interrogo mi conciencia, me doy perfecta cuenta de
que esta antinomia no existe. ¡Pobre corazón el que se prohíbe
albergar más de una ternura! Marc Bloch (La extraña derrota)
No se trata de idealizar el pasado. Todo lo anterior, lo sabemos sobradamente, ha sido erosionado, disminuido, limitado, pero sigue vivo y basta movilizarlo con honestidad para que se organice y se convierta en una opción política real. Jean-Luc Mélenchon es el mejor ejemplo de lo que acabamos de decir y, si se nos permite, Marine Le Pen es también un reflejo de esto. No hay que confundir las causas con los efectos. Las élites dominantes llevan años intentando imponer un nuevo régimen político contra la Francia republicana. Llevan años criticando la burocratización, el conservadurismo de la sociedad, los excesos de la democracia, la baja competitividad y, sobre todo, la dotación de derechos y libertades conseguidos por las clases trabajadoras.
El combate ha sido y es durísimo. Tanto la derecha como la izquierda socialdemócrata lo han intentado una y otra vez y no han podido lograrlo, fracasaron en su empeño de hacer irreversible el neoliberalismo. Ya no es posible ocultar que la clase política francesa es contraria su pueblo, a los deseos mayoritarios, a las aspiraciones de las personas comunes y corrientes que reclaman más República, más Estado, más seguridad social, más derechos laborales y sindicales, defensa de la soberanía popular y de la independencia nacional. Nada nuevo, por lo demás. Son las bases de un contrato social que funda y organiza una república. A estos derechos conquistados se les califica hoy de frenos al progreso, de incapacidad para adaptarse a la modernidad, a la globalización, a una Unión Europea hegemonizada por Alemania. Es lo que los medios, con sugerente unanimidad, llaman la Francia conservadora, la Francia atrasada. Una Francia profunda convertida en una anomalía de la Europa neoliberal abierta al mundo y dominada con mano de hierro por la gran Alemania.
Definitivamente, el gobierno de Hollande se ha superado a sí mismo: ha destrozado al Partido Socialista y ha engendrado a un político como Macron, que viene a poner fin al régimen republicano tal como lo hemos conocido hasta el presente. No hay que olvidarlo, aunque desgraciadamente se olvida. El de Hollande ha sido el gobierno de la autoderrota de la izquierda y el inicio de lo que podríamos llamar la tendencia irreversible a la norteamericanización de la vida pública europea. El actual presidente francés, no solo ha incumplido sus promesas electorales, sino que ha cambiado varias veces de proyecto y de posición durante su mandato. No es casualidad que en el giro derechista que supuso el gobierno de Valls estuviera ya incrustado Macron.
Nunca salen las cosas como se piensan, pero es evidente que el joven financiero formado en la casa Rothschild entendió a la perfección el sentido de la jugada política y se vio con capacidad para protagonizarla él solo, sin dependencias de aparatos partidarios, creando su propio movimiento y dirigiéndose al pueblo directamente y sin intermediarios. Operación populista de manual; el mejor, el más sabio, siempre acaba haciendo populismo mientras acusa a los demás de practicarlo. La otra cara se oculta, pero tampoco conviene olvidarla: el apoyo unánime de la gran patronal y sus poderosos medios de comunicación; el apoyo del presidente socialista y de una parte sustancial del Partido Socialista; el apoyo claro, nítido, de las instituciones europeas y, sobre todo, de la jefa del gobierno alemán, Merkel. Macron no está solo ante el peligro, viene acompañado de una enorme fuerza que supone una amenaza inminente para la Francia republicana.
¿A alguien le puede sorprender que, con esta clase política, con este presidente, con este Partido Socialista, una parte significativa del pueblo francés acabe apoyando a Marine Le Pen? En esto tampoco cabe engañarse: lo que hay que hacer es comprenderlo para encontrar remedios que neutralicen el fenómeno y permitan construir una alternativa al nivel de las demandas democráticas del pueblo francés. Este es el gran mérito de Mélenchon. Reconocer la crisis de la V República y proponer su superación desde la conciencia y el imaginario popular, es decir, desde el republicanismo político y social. Saber que en la Francia de hoy, gobernando Hollande, la división entre izquierda y derecha nada dice y oculta más que aclara. Intuir que las viejas lógicas del voto republicano son cosas del pasado y que la crisis de la forma-partido, de la actual forma-partido, es irreversible. Mélenchon, él sí, no tuvo problemas para quedarse solo ante el peligro de los poderes dominantes que lo ignoraban y lo despreciaban, sólo frente a su propio partido y demás aliados de la izquierda francesa.
Lo que viene ahora es una batalla muy dura que recién empieza. Que nadie se equivoque. La elección real es entre una derecha populista que ha moderado su discurso y que busca desesperadamente arañar votos en todo el espectro político y una derecha neoliberal pura y dura que pretende realizar lo que Margaret Thatcher hizo en Gran Bretaña en los años setenta. Más aún, Macron aspira a ser, junto a una parte sustancial del Partido Socialista, una especie Toni Blair, fundador de una república basada en el capital, en el predominio de la gran empresa y en la devastación social y laboral.
Llama la atención ese antifascismo light que une al PP con el PSOE y Ciudadanos. Se podría decir, parafraseando un viejo eslogan, que los neoliberales de todos los partidos se hacen partidarios de Macron y defensores de una democracia demediada y sin contenido social. Lo que acecha, conviene tenerlo en cuenta, es la consecuencia natural de esta Europa neoliberal en crisis: la norteamericanización de la vida pública europea. La UE es, cada vez más, la anti-Europa, una Europa no europea sino norteamericana y bajo hegemonía alemana: sistemas políticos gobernables donde los que mandan y no se presentan a las elecciones controlan férreamente a una clase política sin proyecto ni ideología y obligan a los electores a elegir entre la derecha y la mano izquierda de la derecha. Elegir siempre entre variantes de un mismo tipo de capitalismo y poner fin a la historia. ¿Qué historia? La del movimiento obrero organizado y la de los derechos sindicales y laborales; la de los grandes partidos de masas, la del control del mercado y del capital financiero, la del Estado social, es decir, la especificidad de una Europa permeabilizada por 150 años de lucha de clases, por durísimos conflictos sociales y nacionales, por dos Guerras Mundiales, por la esperanza de construir una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales comprometidos con la emancipación.
El síndrome de Vichy retorna, cómo no. La unanimidad de las grandes organizaciones económicas y de las instituciones europeas a favor de Macron apunta algo que también está en juego en estas elecciones: el futuro de la UE. La Francia republicana es, seguramente, el mayor obstáculo que tiene hoy la UE dirigida por el Estado alemán. Las élites francesas necesitan el apoyo extranjero para derrotar a su propio pueblo. Es la gran coincidencia entre Merkel y Macron, el sueño de una Francia no republicana, fiel aliada de Alemania, comprometida con su proyecto europeo y subalterna a la Alianza Atlántica. Lo dicho: la batalla de Francia recién comienza y no se debería menospreciar al pueblo francés. Los que mandan no lo hacen.
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