Durante décadas, la clase liberal ha sido un mecanismo de defensa contra los peores excesos del poder. Posibilitaba formas limitadas de disidencia y cambio, y servía como baluarte contra los movimientos más radicales, ofreciendo una válvula de escape para la frustración y el descontento popular, y desacreditando a quienes planteaban un cambio estructural profundo. Sin embargo, una vez perdido su papel social y político, la clase liberal y sus valores se han convertido en objeto de burla y odio. La bancarrota del liberalismo ha abierto la puerta a los protofascistas, y los pilares de la clase liberal —prensa, universidades, movimiento obrero, Partido Demócrata e instituciones religiosas— se han derrumbado. Las clases más pobres, e incluso la clase media, ya no disponen de un contrapeso efectivo, por lo que la clase liberal se ha vuelto irrelevante para la sociedad en general y también para la élite del poder empresarial al que una vez sirvió.
En esta contundente crítica Chris Hedges acusa abiertamente a las instituciones liberales de haber distorsionado sus creencias básicas con el fin de apoyar un capitalismo sin restricciones, un absurdo estado de seguridad nacional y unas desigualdades de ingresos y redistribución de la riqueza sin parangón en la historia reciente. Para Hedges, la «muerte» de la clase liberal ha creado un profundo vacío en la vida política, que están tratando de llenar los especuladores, los promotores de la guerra y las demagógicas milicias del Tea Party.
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Reseña "La muerte de la clase liberal", de Chris Hedges
Crítica demoledora
El Viejo Topo
"La muerte de la clase liberal", Chris Hedges. Capitan Swing, Madrid, 2015, traducción de Jesús Cuellar |
Una de las principales tesis de esta crítica demoledora y muy bien argumentada de la (globalmente entregada, no en su totalidad) tradición liberal usamericana: “La democracia, un sistema concebido para cuestionar el statu quo, se ha corrompido al servicio del propio statu quo. El lamentable fracaso cosechado por los activistas y al clase liberal en sus presiones a los Estados empresariales e industrializados para que acometieran reformas medioambientales importantes, impidieran el aventurismo imperial o desarrollaran políticas humanas para abordar los problemas de los pobres del mundo surge de la incapacidad para enfrentarnos a estas nuevas configuraciones del poder” (pp. 267-268)
La idea que esta reseña pretende defender: estamos ante una lectura más que recomendable, un buen ensayo, magníficamente escrito (y traducido), cañero donde los haya, tocando la cara servil y entregada de muchos (se introducen matices) liberales norteamericanos, incluyendo sus instituciones más destacadas. Un ejemplo (que aunque pueda parecerlo no es irracionalista ni tampoco anticientífico: “La clase liberal, que buscó el contenido y fue obediente cuando debería haber contraatacado, sigue proclamando a bombo y platillo una fe infantil en el progreso humano”. Continúa vendiendo, prosigue CH, “la ingenua idea de que la tecnología y la ciencia nos propulsarán hacia espacios más amplios de prosperidad y que nos salvarán de nosotros mismos”. Pero, comenta en expresión mejorable, la racionalidad de la Ilustración “no domina ni dominará la actividad de nuestra especie. A la raza humana están a punto de recordarle bruscamente la fragilidad de la vida y el peligro de la soberbia. Quienes explotan a los seres humanos y la naturaleza están uncidos a una irracional ansia de poder y de dinero que nos está llevando al suicidio colectivo” (p. 262). ¿A que no está mal?
Del autor, no muy conocido entre nosotros. Chris Hedges [CH] es un periodista norteamericano (aunque nacido en Australia), un corresponsal de guerra especializado en América y Próximo Oriente. En 2002 formó parte del grupo de periodistas del New York Times galardonados con el premio Pulitzer. Ha impartido clases en las universidades de Toronto, Columbia, New York y Princeton. Entre sus libros más destacados cabe citar: War is a force that gives up meaning (2002) y Days of Revolt (2012). Salvo error por mi parte, ninguno han sido traducidos al castellano.
La edición original del libro que comentamos data de 2011 y está estructurado en seis apartados: Resistencia, La guerra permanente, El desmantelamiento de la clase liberal, Desertores liberales y Rebelión. Algunos de los maestros citados explícitamente por el autor: Howard Zinn, Amy Godman, Noam Chomsky, Daniel Berrigan o R. Nader. De ahí que no pueda extrañar la perspectiva anunciada por CH. “Esta hipermasculinidad, núcleo de la pornografía, funde la violencia con el erotismo, y también con la degradación física y emocional de la mujer. Es el lenguaje utilizado por el Estado empresarial. Los seres humanos no son más que mercancías”. Las grandes empresas, enclaves despóticos y autoritarios dedicados a la maximización del beneficio, prosigue, “y a conseguir que todos sus empleados reproduzcan un mismo guión, han contagiado sus valores al conjunto de la sociedad. La hipermasculinidad aplasta la capacidad de autonomía moral, la diferencia y diversidad. Solo aísla de los demás” (p. 212). Para CH, su consecuencia lógica-política “está en la cárcel de Abu Ghraib, en las guerras de Irak y Afganistán, y en la falta de compasión hacia nuestros propios conciudadanos sin hogar, enfermos mentales, desempleados o enfermos, o con los homosexuales, las lesbianas o las personas transgénero o bisexuales que hay en nuestro país”. La antítesis del liberalismo, concluye CH, que sin duda parte –no es el único momento- de una concepción más que mitificada de esta tradición (a la que él mismo pertenece sin ceguera) con tantas y tantas zonas de penumbra, opresión y muerte.
Como han sido muchos los elogios y la recomendación de lectura es explícita, señalo algunas críticas menores (incluidas las de edición): La edición castellana de La muerte de la clase liberal [MCL] hubiera exigido un índice analítico pero sobre todo nominal
El término “clase” tal vez no sea el más adecuado para referirse a los colectivos sociales, y a las instituciones y organizaciones políticas (Amnistía Internacional, Human Rights Watch) a las que el autor hace referencia, a todos aquellos que, supuestamente, creen y, en principio defienden, los derechos humanos (incluidos los sociales), el Estado de Derecho o las instituciones internacionales (ONU, por ejemplo). Desde colectivos intelectuales hasta Universidades no conservadoras pasando por la mayoría de agrupaciones y tendencias del Partido Demócrata. El término utópico o utopía, críticamente expuesto, hubiera sido preferirle cambiarlo en ocasiones por distopía. No siempre CH es equilibrado en sus aproximaciones a la tradición comunista, aunque sin decirlo distingue bien el libro negro y el gran y extenso libro blanco de la tradición, importante aunque aniquilada en la propia historia usamericana.
Sea como fuere, la perspectiva de resistencia defendida es tan clara como razonable (con algún nudo organizativo y colectivo no insidcado que resulta esencial en este punto): “Tendremos que continuar luchando contra los mecanismos de esta cultura dominante, aunque solo sea para conservar, mediante actos pequeños, incluso nimios, la humanidad que compartimos”. CH advierte de un peligro: “Tendremos que resistirnos a la tentación de replegarnos sobre nosotros mismos y de hacer caso omiso de las injusticias, que aflige a los demás, sobre todo de aquellos a quienes no conocemos. En nuestra condición de seres singulares y morales, solo perduraremos gracias a esos pequeños, a veces imperceptibles actos de desafío”. Este desafío, nuestra capacidad para decir no, “es lo que la cultura y la propaganda de masas pretenden erradicar”. Mientras estemos dispuestos a enfrentarnos a esas fuerzas, “tendremos una oportunidad, si no para nosotros mismos, al menos para los que vengan detrás”. Mientras les desafiemos seguiremos vivos. Por ahora, en opinión de CH, “esa es la única victoria posible”. Tal vez no sea ésta la única victoria posible pero no es un mal enfoque, especialmente si pensamos en términos usa, para el programa-programa-programa de nuestros días y de nuestra hora.
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