Una patera llamada "Manolito"
Cuando Bretaña dio cobijo a 21.000 refugiados españoles
La Vanguardia
Mercantes destartalados repletos de gente desesperada arribaban a los puertos bretones: era 1937 y eran refugiados españoles.
Durante el verano y parte del otoño no cesaron de llegar barcos. Pequeños mercantes destartalados, pesqueros que eran como cáscaras de nuez repletas de desgraciados que huían de la guerra. No eran sudaneses, ni sirios, ni era el Mediterráneo en Lampedusa o las Canarias. Era el Atlántico, en 1937, en los puertos bretones, y a bordo de aquellos barcos iban nuestros abuelos: hombres, mujeres y niños, mareados y exhaustos, que huían de la guerra.
Con apenas capacidad para diez personas, el pesquero Manolito llegaba al puerto bretón de Lorient el 20 de octubre, procedente de Avilés con 55 ocupantes, entre ellos 29 carabineros. Seis días antes, el carguero Bromo, repleto de refugiados, entre ellos 50 autoridades locales: jueces, diputados, alcaldes, policías… Santander había caído en agosto, Gijón en octubre, antes el País Vasco. Sólo en la jornada del 26 de agosto, 51 pesqueros, algunos apenas en condiciones de navegar, llegaban a La Rochelle. Entre junio y septiembre de 1937 llegaron a Francia unos 125.000 españoles. En 1939 el éxodo adquirió dimensiones de varios centenares de miles.
En ese éxodo 21.000 personas llegaron a Bretaña entre 1937 y 1939, una ola sin precedentes en los siglos XIX y XX en esa región bastante cerrada en sí misma, hostil a toda guerra y aún traumatizada por las carnicerías de 1914-1918. La historiadora Isabelle Le Boulanger, del Centre de Recherche Bretonne et Celtique de Brest, ha investigado a lo largo de más de tres años todo lo que aquel movimiento poblacional dejó en papel: 104 legajos conservados en los archivos de los cinco departamentos bretones, la prensa de la época y documentos como los diarios del escritor bretón Louis Guillot, responsable del Socorro Rojo en aquella zona. El resultado ha sido el libro L’exil espagnol en Bre tagne, 1937-1940 (el exilio español en Bretaña).
La analogía con los dramas y vergüenzas de la Europa actual se hace irresistible. “Hoy se nos anuncia la llegada de 600 migrantes a Bretaña: no son nada comparados con los 15.000 refugiados españoles llegados en febrero durante la retirada, y no debería suscitar debate –dice–. Cuando un pueblo huye de la guerra, nuestro deber es acogerlo, Francia debe estar a la altura de su reputación de tierra de asilo”.
La prensa de derechas sonaba entonces terrible: “Todos los españoles son más anarquistas que republicanos y sobre todo ahora, cuando la Guerra Civil desencadena terribles instintos a ambos bandos, ya no son más que bestias feroces ejercitadas en la masacre, la violación y el pillaje que llegan con las manos llenas de sangre y el alma llena de rabia”, anunciaba La Dépêche de Brest, el 3 de octubre de 1936. Pero la República francesa, que a diferencia de la Alemania y la Italia fascistas abandonó militarmente a sus parientes políticos españoles, cumplió con su deber de acogida.
“En 1937, el gobierno del Frente Popular fue muy favorable a los refugiados españoles, hizo el máximo para acogerlos de la mejor manera posible”, explica Le Boulanger. “La situación se deterioró tras la caída del Frente Popular en abril de 1938, el nuevo gobierno radical era muy anticomunista y no mostró gran empatía hacia los republicanos españoles”. Después del 10 de mayo de 1940, los propios franceses del nordeste fueron refugiados ante el avance alemán, “se les dio prioridad y los españoles pagaron el precio”. Respecto a las organizaciones de izquierda –más las comunistas que las socialistas–, “aportaron a los refugiados todos los productos que no podían ser asumidos por las subvenciones del Estado (200 millones de francos al mes en 1939); vestimenta, calzado, productos de higiene, material de puericultura, etcétera. También organizaron colonias de vacaciones para los niños. En esa asistencia también participaron sectores católicos”, explica la historiadora, que resume así en su libro la actitud general: “Frente a una minoría activa y solidaria por convicciones políticas o religiosas, una mayoría silenciosa y pasiva manifiesta, pese a todo, poca hostilidad a su presencia”.
En 1939, la guerra de España ha acabado. Mientras la máquina de fusilar trabaja a pleno rendimiento en España, la propaganda franquista también: “Nuestro país está abierto a todos los españoles que no tienen ningún crimen que reprocharse (…) nadie cree en la leyenda de la represión española”, señala una proclama del gobierno fascista publicada en L’Ouest-Éclair el 13 de septiembre. Ante las presiones para que regresen a su país, los refugiados aducen tres razones para no hacerlo: miedo a las represalias, búsqueda de parientes en Francia o en su país y espera de noticias de aquellos para decidirse, y en tercer lugar deseo de quedarse por considerar que no tienen futuro en España y por ser en Francia las condiciones de vida más favorables.
En general los prefectos tienen en cuenta la pertenencia de un refugiado a un partido político republicano para excluirlo de la lista de repatriados. Le Boulanger ha encontrado lo que califica de “desgraciadas excepciones”. Por ejemplo, el caso de un abogado de Izquierda Republicana que alega que sus bienes han sido confiscados por los franquistas. En una demostración de ignorancia o mala fe, el prefecto anota en su dossier que “su profesión de abogado le protege y debe por tanto regresar a su país”, como si la España de los sumarísimos y de los fusilamientos fuera un Estado de derecho.
Un interno en el campo de Gurs (Pirineos Atlánticos) lo explica así: “No hace falta haber cometido crimen alguno para ser condenado a muerte por los pistoleros fascistas, basta con haber defendido una causa que no es la suya; mi propia mujer sufriría represalias por mí en caso de ser trasladada a España, pues la justicia de los fascistas alcanza también a los familiares”.
Conforme se acerca la guerra contra Alemania, aumenta la presión y la arbitrariedad contra los refugiados españoles. En noviembre se suspenden los subsidios a hombres, aunque se mantienen para niños, ancianos y mujeres. Ya cerca de la Segunda Guerra Mundial y ante los agujeros laborales que crea la movilización, la repatriación se suaviza. Al final, los que quedan son los más marcados políticamente, que serán los primeros en comprometerse en la resistencia contra los alemanes, que en Francia no adquirirá verdadera significancia hasta 1943.
Sobre la memoria histórica en España, la historiadora formula algo parecido a un amargo pero realista epitafio: “Es necesario constatar que, en el periodo de transición que siguió a la dictadura, la paz representó en la sociedad española un valor más grande que la libertad y la democracia, de la misma forma en que el bienestar ha prevalecido sobre la justicia”.
Fuente: http://www.lavanguardia.com/internacional/20161124/412124156694/refugiados-espanoles-bretana-1937.html
Escapando
de otra guerra. Un barco cargado con niños españoles llegando al puerto
francés de La Rochelle en 1937 (Imagno / Getty)
Durante el verano y parte del otoño no cesaron de llegar barcos. Pequeños mercantes destartalados, pesqueros que eran como cáscaras de nuez repletas de desgraciados que huían de la guerra. No eran sudaneses, ni sirios, ni era el Mediterráneo en Lampedusa o las Canarias. Era el Atlántico, en 1937, en los puertos bretones, y a bordo de aquellos barcos iban nuestros abuelos: hombres, mujeres y niños, mareados y exhaustos, que huían de la guerra.
Con apenas capacidad para diez personas, el pesquero Manolito llegaba al puerto bretón de Lorient el 20 de octubre, procedente de Avilés con 55 ocupantes, entre ellos 29 carabineros. Seis días antes, el carguero Bromo, repleto de refugiados, entre ellos 50 autoridades locales: jueces, diputados, alcaldes, policías… Santander había caído en agosto, Gijón en octubre, antes el País Vasco. Sólo en la jornada del 26 de agosto, 51 pesqueros, algunos apenas en condiciones de navegar, llegaban a La Rochelle. Entre junio y septiembre de 1937 llegaron a Francia unos 125.000 españoles. En 1939 el éxodo adquirió dimensiones de varios centenares de miles.
En ese éxodo 21.000 personas llegaron a Bretaña entre 1937 y 1939, una ola sin precedentes en los siglos XIX y XX en esa región bastante cerrada en sí misma, hostil a toda guerra y aún traumatizada por las carnicerías de 1914-1918. La historiadora Isabelle Le Boulanger, del Centre de Recherche Bretonne et Celtique de Brest, ha investigado a lo largo de más de tres años todo lo que aquel movimiento poblacional dejó en papel: 104 legajos conservados en los archivos de los cinco departamentos bretones, la prensa de la época y documentos como los diarios del escritor bretón Louis Guillot, responsable del Socorro Rojo en aquella zona. El resultado ha sido el libro L’exil espagnol en Bre tagne, 1937-1940 (el exilio español en Bretaña).
La analogía con los dramas y vergüenzas de la Europa actual se hace irresistible. “Hoy se nos anuncia la llegada de 600 migrantes a Bretaña: no son nada comparados con los 15.000 refugiados españoles llegados en febrero durante la retirada, y no debería suscitar debate –dice–. Cuando un pueblo huye de la guerra, nuestro deber es acogerlo, Francia debe estar a la altura de su reputación de tierra de asilo”.
La prensa de derechas sonaba entonces terrible: “Todos los españoles son más anarquistas que republicanos y sobre todo ahora, cuando la Guerra Civil desencadena terribles instintos a ambos bandos, ya no son más que bestias feroces ejercitadas en la masacre, la violación y el pillaje que llegan con las manos llenas de sangre y el alma llena de rabia”, anunciaba La Dépêche de Brest, el 3 de octubre de 1936. Pero la República francesa, que a diferencia de la Alemania y la Italia fascistas abandonó militarmente a sus parientes políticos españoles, cumplió con su deber de acogida.
“En 1937, el gobierno del Frente Popular fue muy favorable a los refugiados españoles, hizo el máximo para acogerlos de la mejor manera posible”, explica Le Boulanger. “La situación se deterioró tras la caída del Frente Popular en abril de 1938, el nuevo gobierno radical era muy anticomunista y no mostró gran empatía hacia los republicanos españoles”. Después del 10 de mayo de 1940, los propios franceses del nordeste fueron refugiados ante el avance alemán, “se les dio prioridad y los españoles pagaron el precio”. Respecto a las organizaciones de izquierda –más las comunistas que las socialistas–, “aportaron a los refugiados todos los productos que no podían ser asumidos por las subvenciones del Estado (200 millones de francos al mes en 1939); vestimenta, calzado, productos de higiene, material de puericultura, etcétera. También organizaron colonias de vacaciones para los niños. En esa asistencia también participaron sectores católicos”, explica la historiadora, que resume así en su libro la actitud general: “Frente a una minoría activa y solidaria por convicciones políticas o religiosas, una mayoría silenciosa y pasiva manifiesta, pese a todo, poca hostilidad a su presencia”.
En 1939, la guerra de España ha acabado. Mientras la máquina de fusilar trabaja a pleno rendimiento en España, la propaganda franquista también: “Nuestro país está abierto a todos los españoles que no tienen ningún crimen que reprocharse (…) nadie cree en la leyenda de la represión española”, señala una proclama del gobierno fascista publicada en L’Ouest-Éclair el 13 de septiembre. Ante las presiones para que regresen a su país, los refugiados aducen tres razones para no hacerlo: miedo a las represalias, búsqueda de parientes en Francia o en su país y espera de noticias de aquellos para decidirse, y en tercer lugar deseo de quedarse por considerar que no tienen futuro en España y por ser en Francia las condiciones de vida más favorables.
En general los prefectos tienen en cuenta la pertenencia de un refugiado a un partido político republicano para excluirlo de la lista de repatriados. Le Boulanger ha encontrado lo que califica de “desgraciadas excepciones”. Por ejemplo, el caso de un abogado de Izquierda Republicana que alega que sus bienes han sido confiscados por los franquistas. En una demostración de ignorancia o mala fe, el prefecto anota en su dossier que “su profesión de abogado le protege y debe por tanto regresar a su país”, como si la España de los sumarísimos y de los fusilamientos fuera un Estado de derecho.
Un interno en el campo de Gurs (Pirineos Atlánticos) lo explica así: “No hace falta haber cometido crimen alguno para ser condenado a muerte por los pistoleros fascistas, basta con haber defendido una causa que no es la suya; mi propia mujer sufriría represalias por mí en caso de ser trasladada a España, pues la justicia de los fascistas alcanza también a los familiares”.
Conforme se acerca la guerra contra Alemania, aumenta la presión y la arbitrariedad contra los refugiados españoles. En noviembre se suspenden los subsidios a hombres, aunque se mantienen para niños, ancianos y mujeres. Ya cerca de la Segunda Guerra Mundial y ante los agujeros laborales que crea la movilización, la repatriación se suaviza. Al final, los que quedan son los más marcados políticamente, que serán los primeros en comprometerse en la resistencia contra los alemanes, que en Francia no adquirirá verdadera significancia hasta 1943.
Sobre la memoria histórica en España, la historiadora formula algo parecido a un amargo pero realista epitafio: “Es necesario constatar que, en el periodo de transición que siguió a la dictadura, la paz representó en la sociedad española un valor más grande que la libertad y la democracia, de la misma forma en que el bienestar ha prevalecido sobre la justicia”.
Fuente: http://www.lavanguardia.com/internacional/20161124/412124156694/refugiados-espanoles-bretana-1937.html
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