Las cuentas
del cuento
Cuando las palabras impiden entender las cosas, toca
abandonarlas: las dificultades que surgen de preguntas incorrectas no tienen
solución.
En Cataluña, los problemas de los políticos no son los de los
ciudadanos
Félix Ovejero 24 OCT 2014
:
El País.
La dignidad de las palabras es la primera víctima del
nacionalismo. Los nacionalistas han puesto en circulación expresiones que nada
significan (lengua propia, encaje, hecho diferencial, singularidad,
desafección), que se usan en sentido contrario al debido (reconocimiento,
discriminación positiva, democracia, cohesión, igualdad) o, simplemente, que,
bien pensadas, resultan contradictorias (programa —nacionalista— de
construcción nacional, federalismo asimétrico, golpes de Estado del Tribunal
Constitucional).
Cuando las palabras impiden entender las cosas, toca
abandonarlas. Los problemas resultado de preguntas incorrectas son
irresolubles. Los científicos no determinaron la naturaleza del flogisto, el
peso del calórico o la densidad del éter. Se limitaron a mostrar el desafuero
de los marcos conceptuales que sostenían tales “sustancias”. El primer paso
para resolver los problemas es describirlos debidamente. De otro modo nos
sucederá como a los de la NASA cuando empeñaron recursos en un bolígrafo para
escribir en ausencia de gravedad. Los rusos restauraron la mirada sensata:
existían lápices de grafito.
Otras veces sí que cabe tasar las afirmaciones. El trabajo
requiere orden intelectual, calibrar fuentes y paciencia para rebuscar en la
hojarasca. Así se han desmontado mentiras sobre balanzas fiscales, el informe
PISA y sentencias de La Haya o del Tribunal Constitucional alemán. A esos
resultados cabe añadir ahora el trabajo de Juan F. Arza y Pau Marí-Klose,
recogido en el libro Cataluña. El mito de la secesión. <TB>De su lectura
se desprende que tampoco ahora el cuento es como se cuenta.
El cuento sostiene que el origen del lío hay que buscarlo en
el recorte del Constitucional de un Estatuto que condensaba una demanda
generalizada —ricos y pobres, catalanes de todas las procedencias— de mayor
autogobierno. El referéndum sería la respuesta de los políticos a un impulso
popular. La intransigencia del PP, la causa última del independentismo.
Pues bien, a la luz de datos y fechas, ninguna de las
afirmaciones empíricas contenidas en el párrafo anterior se sostiene. Los
despropósitos normativos o jurídicos ya se conocen: el derecho de
autodeterminación, mientras se respeten los derechos y libertades, resulta
incompatible con una idea cabal de democracia; defender las propuestas
políticas y acudir al Constitucional forma parte del juego democrático, al
menos tanto como dar por bueno un referéndum con una menesterosa participación
como el del Estatut. Allí han acudido todos (hubo siete recursos, recuerden),
incluidos Gobiernos nacionalistas en cuestiones que afectaban a todos los
españoles y, por cierto, con excelentes resultados: han obtenido tantas o más
sentencias favorables que el Gobierno central.
La condición nacionalista parece oficiar como requisito para
ingresar en la clase política
Pero la fábula importante afecta a los hechos. Para empezar
no había demanda de autogobierno (si es que se puede asociar, sin más, el
autogobierno con un aumento de las competencias autonómicas). Conocíamos, por
distintas encuestas, que, antes de desatarse la pasión por un Estatuto, los
catalanes estábamos entre los españoles más satisfechos con nuestro grado de
autogobierno. Y no cambiaron mucho las cosas cuando comenzó el baile. En el
2002, poco antes de iniciarse el debate estatutario, el 52,7% de los catalanes
veía a Cataluña como una región española, mientras un 37,6% la veía como
nación. En el 2006, después de varios años con políticos y medios entregados a
la causa, poco antes del referéndum, solo el 36,3% valoraba positivamente la
denominación de Cataluña como nación en el Estatuto. De hecho, por entonces, el
“reconocimiento” de la identidad parecía caminar la dirección opuesta a la de
sus voceros: el 73,9% de los catalanes suscribía la frase “el idioma español es
un elemento básico de nuestra identidad” y un 66,4% la afirmación “la historia
que compartimos, con sus cosas buenas y malas, es la que nos hace a todos
españoles”. Y del Estatuto, pues ya sabemos: ratificado con el 36% del
electorado. Incluso ahora, según datos de la Generalitat, la proporción de
catalanes que identifican la relación Cataluña-España como un problema
importante oscila entre el 20 y 25% en los distintos barómetros que se publican
en 2013 y 2014. Únicamente para el 10% supone el principal problema.
Con todo, lo más interesante es desmenuzar los datos por
clases sociales: sólo el 11% de los entrevistados en hogares humildes considera
alguno de los aspectos relacionados con la organización del Estado uno de los
principales problemas de Cataluña. Entre los que ingresan más de 2.400 euros la
cosa cambia, pero tampoco parece ser una obsesión: un 31%.
Y es que la transversalidad es otra de las fantasías
nacionalistas. Ni la cultural ni la social, si resultan distinguibles, a la
vista de quienes son ricos y quienes no. El secesionismo no reúne a los
catalanes. Si nos atenemos al origen cultural, hay un brecha, creciente, entre
personas cuyos padres nacieron en Cataluña y aquellas otras cuyos padres
nacieron fuera. Unos resultados que se corresponden casi como un calco cuando
examinamos los apoyos según los ingresos. Incluso ahora, en plena campaña
independentista, una amplia mayoría de la clase obrera se muestra contraria al
derecho a la autodeterminación, a diferencia de lo que sucede con las clases
medias y altas. También aquí la brecha se ha ensanchado en los últimos años.
Vamos, que transversalidad social, tampoco.
El orden causal no es de abajo a arriba. Los políticos no
son el eco de las demandas de los ciudadanos. No hay otro eco que el de su
propia voz. Sucede, sin ir más lejos, con el desatino de la inmersión, un caso
único en el mundo. Hasta donde sabemos, los catalanes apostamos por el
bilingüismo en la enseñanza. Quizá por eso la Generalitat, que encuesta sobre
lo humano y lo divino, nunca pregunta acerca de las lenguas en la enseñanza. En
la única encuesta fiable, de 1998, el 50,2% de los catalanes se mostraba a
favor de una enseñanza bilingüe y solo un 9,3% de la enseñanza exclusiva en
catalán. Desde entonces nada más se ha querido saber. Lo que sí sostiene la
Generalitat es que la inmersión es un modelo de éxito y que aumenta la
cohesión. Sobre él éxito, lo que muestran los estudios serios es que, ceteris
paribus, la inmersión perjudica significativamente la competencia de los
estudiantes que tienen el castellano como lengua habitual. Sobre la cohesión,
basta con ver como está el patio y, ya de paso, comparar, por ejemplo, con
Finlandia, donde la elección de la lengua vehicular no parece que haya
conducido al cainismo.
Las piezas empíricas del relato —transversalidad, identidad,
discriminación, expolio— son débiles
Sencillamente, los problemas de los políticos no son los
problemas de los ciudadanos. Algo que no sorprende cuando estudiamos la
identidad de los políticos. Sabíamos, por los estudios sobre apellidos (un
procedimiento común entre investigadores para identificar exclusiones sociales
de raíz cultural), que los parlamentarios catalanes y sus votantes, en lo que
atañe a identidades culturales, guardaban escasas semejanzas. También sabíamos,
desde 1999, que mientras Cataluña era una nación para el 70% de los
parlamentarios socialistas, entre sus votantes la cosa quedaba en un 26%.
Estudios más recientes confirman que viven en mundos diferentes. En 2009-2010,
el 70% de los representantes autonómicos de CiU se reconocía exclusivamente
catalán y el resto más catalán que español. Entre sus votantes los porcentajes
eran 36% y 35%. Mientras solo el 20% de los votantes socialistas se sentía más
catalán que español, entre los parlamentarios del PSC el porcentaje era del
75%.
No es que los parlamentarios se sitúen lejos del núcleo
central de sus votantes, es que están en posiciones más nacionalistas que sus
votantes más nacionalistas. Visto de otro modo: por circunstancias sociales o,
directamente, culturales, la condición nacionalista parece oficiar como
requisito para ingresar en la clase política.
Por lo que se ve, las transversalidad, la identidad, la
cohesión, las piezas empíricas del relato, son tan débiles como las que
sostienen el relato normativo: la discriminación y el expolio. En realidad, la
hipótesis más parsimoniosa es que el nacionalismo, sostenido por unas élites
políticas culturales alejadas de la sociedad catalana, ceba un problema al que
se presenta como solución. Lo malo es que, si quiere sobrevivir como proyecto
político, el problema no ha de encontrar nunca solución. Su supervivencia está
vinculada a la recreación del problema, al naufragio de las terceras vías.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
Acaba de publicará El compromiso del creador (Galaxia Gutenberg / Círculo de
Lectores)
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