En Estados Unidos votaron por anticipado unos 90 millones de personas, con una participación final que puede llegar a ser la más alta desde 1908. Hay que darle gracias a Donald Trump por ello, un hombre que genera una lealtad feroz entre sus simpatizantes y moviliza a sus oponentes en la misma medida.
El país lleva cuatro años obsesionado con el inquilino de la Casa Blanca y existe el peligro de que los progresistas y liberales pongan toda su fe en la salida de Trump sin pensar en lo que va a hacer falta para arreglar Estados Unidos. Deshacerse de Trump es una cosa. Arreglar el país, otra.
Si Trump pierde, se hablará mucho de nueva normalidad y de la necesidad de un reajuste democrático. Se expresearán deseos de un retorno a las normas constitucionales y habrá peticiones por volver al civismo en el discurso público y sanar la polarización que hiere al país. Todo eso está bien y así es como tiene que ser, pero debería llegar con el reconocimiento de que Estados Unidos se rompió mucho antes de la elección de Trump y de que su salida no es ninguna garantía para la cura del país. Muchos de los problemas sistémicos que sufre EEUU son anteriores a Trump.
Su presidencia desagradable y disfuncional ha distraído la atención sobre muchos de los problemas fundamentales que llevan décadas, y hasta siglos, afligiendo a Estados Unidos. Pero eso no los ha hecho desaparecer.
Si el presidente pierde las elecciones, Estados Unidos se quedará sin un Trump al que echarle la culpa. Pero en los últimos 30 años ha habido dos presidentes demócratas, con dos mandatos cada uno, y los temas estructurales que corrompen la democracia y la sociedad estadounidense, con la raza siempre en el centro, no han cambiado sustancialmente. En los últimos meses, la atención ha estado puesta sobre la brutalidad y el racismo sistémico de gran parte del cuerpo de policía, pero el racismo en Estados Unidos no se limita a las fuerzas del orden y, de hecho, no se limita a nada.
Cuando Barack Obama fue elegido en 2008 se habló de la posibilidad de haber llegado a un Estados Unidos posracial. Pero en 2016 terminó su mandato de ocho años y el centro de estudios Pew Research Center (sin afiliación política) estimó que la riqueza media de los hogares blancos estadounidenses era de 171.000 dólares, 10 veces más que la de los hogares negros (17.100 dólares). La brecha con relación a 2007, un año antes de la primera presidencia de Obama, había crecido.
Se puede culpar a Trump de alimentar las tensiones raciales y de ayudar a los nacionalistas blancos, pero la brecha económica en términos raciales va más allá de su mandato. Como ha afirmado este año el think tank Brookings (sin afiliación política), «la brecha que hay entre la riqueza de hogares negros y blancos revela los efectos acumulados de la desigualdad y la discriminación, así como unas diferencias de poder y de oportunidades que se remontan al nacimiento de esta nación».
Después de Trump, Estados Unidos podría centrar su atención en el problema de la segregación escolar, pero no parece probable. Como escribieron en The New York Times en 2018 Elise Boddie, profesora de derecho de la Rutgers University, y Dennis D. Parker, de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), «ya nadie habla realmente de la segregación escolar». «Las tasas de graduación de los estudiantes negros en la escuela secundaria mejoraron significativamente durante el apogeo de los esfuerzos por teminar con la segregación escolar entre 1964 y los años 80». Según las estimaciones de Boddie y Parker, los actuales niveles de segregación escolar en Michigan, Nueva York, Illinois, Maryland y Nueva Jersey son «peores que en la antigua Confederación». Otras investigaciones lo confirman: la segregación escolar está en sus mayores niveles en décadas.
Luego está el tema de la desigualdad de ingresos, que ha aumentado en los últimos 40 años (también durante los 16 años de Bill Clinton y Barack Obama) debido al cambio tecnológico, a la globalización, y a la pérdida de poder de los sindicatos y de la negociación colectiva. Pew Research estima que entre 1980 y 2016 la desigualdad de ingresos en Estados Unidos aumentó un 20%. Según el Economic Policy Institute, un centro de estudios sin afiliación política ni ánimo de lucro, la remuneración de los directores ejecutivos en Estados Unidos ha crecido un 940% desde 1978. La remuneración típica de los trabajadores ha crecido un 12% durante el mismo período.
Pero en el centro de la disfuncionalidad estadounidense está su sistema electoral. Como escribieron en The New York Times Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores del ensayo ‘How democracies die’, la Constitución del país «fue diseñada para favorecer a los estados pequeños (o de poca población). A los estados pequeños se les dio la misma representación que a los estados grandes en el Senado y una ventaja en el Colegio Electoral. Lo que comenzó como una ventaja menor de los estados pequeños ha evolucionado, con el tiempo para convertirse en una gigantesca sobrerrepresentación de los estados rurales».
Todos los estados tienen dos senadores. Es decir, que los 40 millones de personas que viven en California (con un 39% de personas blancas) están representados por dos senadores, igual que las 570.000 personas del estado de Wyoming (blancos en un 92%). Eso significa que los votantes de los estados más viejos, rurales y blancos están significativamente sobrerrepresentados tanto en el Senado como en las elecciones presidenciales. Así se explica que de los casi 2.000 senadores que ha habido desde 1789, sólo 10 han sido afroamericanos.
No tiene visos de mejorar. Según el autor Ezra Klein, «para el año 2040, el 70% de los estadounidenses vivirá en los 15 estados más grandes. Eso significa que el 70% de la población de Estados Unidos estará representada por sólo 30 senadores, mientras que el 30% restante de la población de Estados Unidos estará representada por 70 senadores».
El sistema del colegio electoral en las elecciones presidenciales permite, y de hecho facilita, que los republicanos hayan ganado la Casa Blanca en 2000 y 2016 a pesar de que recibieron menos votos. Lo mismo ocurre actualmente en el Senado. Además, hay manipulación de distritos electorales y tácticas de supresión del voto generalizadas, especialmente entre las comunidades más pobres y las personas racializadas, como ha informado The Guardian a lo largo de un año de artículos. Como dice Klein, «uno de los mayores problemas de la democracia estadounidense es que no es democrática».
En la papeleta de las elecciones de este martes no aparecerá ninguno de estos problemas sistémicos que, como muchos otros, deforman la realidad estadounidense. La pregunta es si seguirán ahí mucho tiempo después de estas elecciones. Eliminar a Trump es un comienzo, pero algunos de los azotes que aquejan a Estados Unidos son tan antiguos como la esclavitud en estas tierras. Estamos hablando de 400 años, no de cuatro.
Traducido por Francisco de Zárate.
John Mulholland: Director de The Guardian en EE.UU.