Daniel Escribano
El carácter militante del sistema jurídico-político español se ha ahondado aun más desde 2014, por la vía de la jurisprudencia del Tribunal Supremo (TS) y del Tribunal Constitucional (TC), incluso en contra del espíritu y de la propia letra de la legislación que invocan. En este proceso, cabe destacar la casación por parte del TS de la sentencia de la Audiencia Nacional que absolvía a los procesados por la protesta ante el Parlament de Catalunya contra los recortes presupuestarios de 2011. El alto tribunal justificó la sentencia condenatoria arguyendo que, aun cuando “la práctica totalidad de los diputados no padeciera en su integridad física” —que es lo que exige el tenor literal del tipo definido en el artículo 498 del Código Penal por el que ahora se condenaba a los procesados—, los hechos enjuiciados eran constitutivos de un delito contra “las instituciones del Estado”, por el propio lema de la movilización, por mucho que ésta se hubiera comunicado a la autoridad competente y fuera, por ello, legal. Así, el que una manifestante siguiera a un diputado “con los brazos en alto, moviendo las manos” no era “un simple alarde gestual”, sino un delito, porque “corea la consigna que da sentido a la acción ejecutada: Aturem el Parlament [Paremos el Parlament]” (STS 161/2015, de 17 de marzo, FD 5).
Asimismo, durante los últimos años, el proceso soberanista catalán ha sido el factor que ha visibilizado más el carácter militante de la democracia española. A raíz de un recurso de inconstitucionalidad presentado por el Gobierno español del PP, el TC declaró contrario a la Constitución el apartado de una resolución política del Parlament de Catalunya que declaraba “sujeto político y jurídico soberano” al “pueblo de Cataluña” (Resolución 5/X, por la que se aprueba la declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña), alegando que eso contradecía, entre otros preceptos, la soberanía del “pueblo español” (art. 1.2 CE) y la “unidad de la nación española” (art. 2 CE) (STC 42/2014, de 25 de marzo, FJ 3.b). Hasta entonces el Parlament había aprobado varias resoluciones de defensa del derecho de autodeterminación de Cataluña (Resoluciones 98/III, sobre el derecho de autodeterminación de la nación catalana; 679/V, sobre la orientación política general del Consejo Ejecutivo; 631/VIII, sobre el derecho de autodeterminación y el reconocimiento de las consultas populares sobre la independencia; 742/IX, sobre la orientación política general del Gobierno), pero, como eran meras declaraciones carentes de naturaleza jurídica, el Gobierno español no impugnó ninguna de ellas. No obstante, ahora el TC asumía la condición de tribunal militante de una democracia militante. Con argumentos semejantes a los de la sentencia 42/2014, el TC anuló la totalidad de la Resolución I/XI del Parlament, “sobre inicio del proceso político en Cataluña como consecuencia de los resultados electorales del 27 de septiembre de 2015” (STC 259/2015, de 2 de diciembre). En esta línea militante contra iniciativas de naturaleza no vinculante, en noviembre de 2014 el máximo intérprete de la Constitución española se inventó el concepto de suspensión preventiva de “actuaciones no formalizadas jurídicamente” (providencia de 4 de noviembre) —en este caso, contra las ligadas al proceso de participación ciudadana sobre el futuro político de Cataluña del 9 de noviembre—, que en la sentencia elevó a la categoría de declaración de inconstitucionalidad preventiva (STC 128/2015, de 11 de junio). En 2016, el TC pasó de las declaraciones de nulidad, total o parcial, de resoluciones parlamentarias carentes de efectos jurídicos a las prohibiciones expresas. En efecto, en julio prohibió la creación de una comisión parlamentaria de Estudio del Proceso Constituyente, con el argumento de que sus ámbitos de investigación “coinciden sustancialmente con los objetivos” de una resolución declarada nula por el propio TC (auto 141/2016, de 19 de julio, FJ 6) y amenazó personalmente a la presidenta del Parlament y a los miembros de la Mesa, si no paralizaban dicha comisión. Con ello, además de interferir en actividades internas del Parlament, el TC conculcaba también el principio de inviolabilidad de los miembros de la cámara. Cuando el Parlament aprobó una resolución sobre las conclusiones de la Comisión (Resolución 263/XI, por la que se ratifican el informe y las conclusiones de la Comisión de Estudio del Proceso Constituyente), el TC extendió la amenaza de responsabilidades penales a los miembros del Gobierno de la Generalitat (providencia de 1 de agosto de 2016) y ordenó a la Fiscalía que actuara contra la presidenta del Parlament y los miembros de la Mesa (ATC 170/2016, de 6 de octubre, y ATC 24/2017, de 14 de febrero). En esta dinámica de creciente restricción de la autonomía parlamentaria y de expansión de los supuestos susceptibles de dar lugar a responsabilidades penales de la presidencia y la Mesa del Parlament, el máximo intérprete de la Constitución española ha llegado a incluir la mera admisión a trámite de proposiciones de ley cuyo contenido considere contrario a anteriores pronunciamientos suyos (ATC 123/2017, de 19 de septiembre; providencia de 5 de noviembre de 2019).
En paralelo, los órganos judiciales empezaron a imponer condenas por incumplimiento de suspensiones decretadas por el TC de resoluciones o actuaciones carentes de naturaleza jurídica. Así, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) impuso penas de inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos y multas al ex presidente de la Generalitat Artur Mas y las ex consejeras de su gobierno Joana Ortega e Irene Rigau, por un supuesto delito de “desobediencia”, por la organización del “proceso participativo” no vinculante sobre la constitución de Cataluña como Estado, que el TC había suspendido cautelarmente (providencia de 4 de noviembre de 2014), luego de que el Gobierno español lo hubiera impugnado, alegando que la Generalitat carecía de competencia para organizarlo y que el contenido de las preguntas era contrario a la soberanía y la unidad nacionales españolas (sentencia de 13 de marzo de 2017). El TS, si bien rebajó las penas de inhabilitación, confirmó esa sentencia (STS 722/2018, de 23 de enero de 2019) y condenó por los mismos hechos al ex consejero Francesc Homs (STS 177/2017, de 22 de marzo). Cabe señalar que el juzgador estiró como un chicle el concepto de desobediencia de que habla el apartado primero del artículo 410 del Código Penal, ya que éste se define por la negativa a “dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior dictadas dentro del ámbito de su respectiva competencia”, cuando (a) ni las providencias del TC son “resoluciones judiciales”, dado que el TC no es un órgano judicial, ni (b) éste constituye una “autoridad superior” a los órganos legislativos y ejecutivos, ni (c) tiene competencia alguna para suspender “actuaciones” antes de que se produzcan, menos aún cuando no están “formalizadas jurídicamente”.
En cualquier caso, con toda esta nueva jurisprudencia, cualquier declaración parlamentaria de ratificación “en la defensa del ejercicio del derecho de autodeterminación como instrumento de acceso a la soberanía del conjunto del pueblo de Cataluña” (Resoluciones 534/XII, sobre las propuestas para la Cataluña real, y 546/XII, sobre la orientación política del Gobierno) o en la “voluntad de llevar a cabo las actuaciones necesarias previstas y aprobadas por este parlamento para lograr y culminar democráticamente la independencia de Cataluña” (Moción 5/XII, sobre la normativa del Parlament anulada y suspendida por el TC), de “apuesta por la abolición de una institución caduca y antidemocrática como la monarquía” (Resolución 534/XII) o, simplemente, la admisión a trámite de mociones con estos contenidos o cualquier otro que el TC considere contrarios a su doctrina —por mucho que ninguna de estas declaraciones sea jurídicamente vinculante— puede dar lugar a incidentes de ejecución de las sentencias que el TC considere contrariadas e implicar “responsabilidades, incluida la penal”, para la presidencia y la Mesa del Parlament (providencias de 10 y 16 de octubre y de 5 de noviembre de 2019).
Asimismo, la atribución de funciones ejecutivas a órganos no judiciales, como el TC o las Juntas Electorales, ha transcurrido en paralelo a la restricción creciente de derechos fundamentales, que también ha llegado al ámbito penal. Así, según el concepto chicle de “desobediencia” que maneja el TSJC, la simple exhibición de símbolos o pancartas puede ser constitutiva del tipo (STSJC 149/2019, de 19 de diciembre).
Por un Código Penal no militante (a modo de conclusión)
En los últimos meses se ha hablado de la necesidad de reformar el Código Penal, sobre todo en lo tocante al delito de “sedición” (art. 544), tras la burda manipulación de que ha sido objeto este concepto por parte del TS en su sentencia 459/2019 —redactada por el magistrado Manuel Marchena, significativamente también ponente de la STS 161/2015—, que constituye un ejemplo paroxístico de la jurisprudencia contraria a la autonomía y la inviolabilidad parlamentarias de que hemos hablado en apartado anterior, complementada arbitrariamente con otros tipos penales para inflar aun más las penas. Como se ha argumentado, la “sedición” del Código Penal es un tipo mal definido, cuyo texto ni siquiera explicita la concurrencia de violencia como conditio sine qua non para su aplicación, que establece penas muy altas (entre cuatro y quince años de cárcel) y que (a) o no existe en la legislación penal de las democracias —“militantes” o no— del entorno (RFA, Reino Unido) o (b) los delitos equivalentes tienen penas muy inferiores (dos años en Francia, arts. 433.6 y 433.7 CP, y hasta tres en Suiza, art. 285 CP) y su definición exige explícitamente el uso o la amenaza de violencia. El delito de sedición del Código Penal español puede subsumirse perfectamente en los de “resistencia” (art. 556) o “atentado” (art. 550) contra la autoridad, que tienen penas sensiblemente inferiores (hasta un máximo de seis años de cárcel), por lo que debería ser derogado, no simplemente reformado.
También hace largo tiempo que se reclama la despenalización de la acción de los piquetes de extensión de huelga, que actualmente puede ser castigada con penas de hasta tres años de prisión (art. 315.3). Asimismo, aunque el tenor literal del tipo contenga explícitamente la concurrencia de violencia, también habría que preguntarse si los miembros del Congreso de los Diputados, el Senado y las asambleas legislativas autonómicas deben gozar de protección penal singularizada (art. 498), o si la violencia que las autoridades llaman terrorismo debe tener penas mayores (art. 573.bis) que la que no recibe esta denominación.
En cualquier caso, no es éste el lugar para debatir sobre el tratamiento que debe tener el conjunto de delitos políticos recogidos en el Código Penal español, pero es claro que los delitos de opinión de que hablamos en nuestro anterior artículo deberían derogarse sin más. Y, en lo tocante a los delitos políticos en que también concurre violencia, como sería el caso del artículo 523, ésta sería perfectamente subsumible en los tipos penales ordinarios (en este caso, en el artículo 514.4, sin perjuicio de que este último precepto sea también reformado a fin de que solamente sea aplicable cuando haya violencia).
En lo atinente a los denominados delitos de odio, tipificados en el artículo 510 del Código Penal actual, pensamos que deberían reformarse en sentido restrictivo, dada la prolijidad de su tenor actual, que, además de revestir graves problemas de taxatividad, incluye delitos de opinión, que no se agotan en el detectado por el TC en su sentencia 235/2007. Asimismo, es discutible que la “incitación” al “odio, hostilidad, discriminación o violencia” deba considerarse delictiva por sí misma, aun más si también puede ser constitutiva del tipo la que se produce “indirectamente”, ya que implica entrar en juicios de intenciones. En segundo lugar, es cuestionable que un sentimiento deba ser objeto de regulación penal, de modo que al menos la referencia al “odio” debería desaparecer del precepto. Y es completamente inaceptable que se incluye “la ideología” entre los motivos definidos como constitutivos del tipo, por cuanto implica dar la misma protección penal a hechos prepolíticos y ajenos a las elecciones personales (origen, sexo, orientación sexual, etc.) que a elecciones de todo punto conscientes como las autodefiniciones ideológicas. Esta laxitud en la definición de los tipos penales, en un Estado con un cuerpo de fiscales y una judicatura muy comprensivos con la extrema derecha, ha permitido conclusiones como que “una persona de ideología nazi” debe estar protegida por este precepto (Circular de la Fiscalía General del Estado 7/2019, de 14 de mayo, sobre pautas para interpretar los delitos de odio tipificados en el artículo 510 del Código Penal).
Por lo demás, es muy significativo que la definición del Código Penal español de los delitos de odio sea susceptible de proteger a las ideologías políticas que propugnan la discriminación de determinados colectivos por razones ajenas a la elección de sus miembros, pero, en cambio, no dé la protección suplementaria de este precepto a personas y colectivos discriminados por un hecho prepolítico como es la lengua (toda vez que no se menciona entre los motivos discriminatorios constitutivos del tipo). Esta omisión reproduce la del artículo 14 de la Constitución, que declara el principio de igualdad de los españoles, pero no menciona específicamente el idioma como motivo por el se prohíbe un trato discriminatorio, a diferencia de los textos de la Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 2) y el Convenio Europeo para la Salvaguardia de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales (art. 14). Es obvio que, si debe haber un tipo penal contra los mensajes fomentadores de la discriminación contra colectivos definidos por criterios varios —y no tenemos nada claro que deba haberlo—, la lengua debería ser uno de ellos. Con todo, más que penalizar mensajes, a nuestro juicio el tipo debería constituir un agravante para actos de violencia o discriminación basados en identidades exclusivamente prepolíticas. Por ello, la introducción de nuevos delitos de opinión, como se propone desde algunos sectores pretendidamente progresistas, marca exactamente la dirección inversa que debe tomarse. Y es que sólo expulsando los delitos de opinión del ordenamiento jurídico podremos superar este oxímoron que es la “democracia militante”.
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