Así nos va
Juan Carlos Escudier
Por si no se habían enterado, la democracia está en peligro.
No es algo que nos haya contado Ana Blanco en el telediario junto a unas
imágenes del Bastión de los Pescadores de Budapest sino un riesgo que nos
acecha aquí mismo sin que nos hayamos dado cuenta. Dirán que bastante tenemos
con preocuparnos con llegar a fin de mes, con que nos renueven el contrato
basura, con poder pagar la hipoteca ahora que los puentes libres escasean, con
controlar que a los niños no les den un charla de educación sexual y se nos
hagan tolerantes, con rezar para que en quince años siga habiendo pensiones,
con que el coche no nos deje tirados y aguante un poco más aunque no tenga pegatina
de la DGT y con una retahíla de cosas sin importancia, incluido el dichoso
coronavirus por el que hemos puesto en cuarentena al chino del barrio. Hay que
reconocer que somos unos despreocupados y que, a la mínima, nos damos a las
cañas en esas terrazas de verano del invierno mientras comentamos que algo
bueno tiene esto del cambio climático.
Nuestro desahogo ante la gran amenaza involucionaria no
tiene disculpa y de ahí que los dos grandes presidentes del Gobierno que hemos
tenido, antes declarados enemigos y ahora inseparable pareja de baile en sus
bolos como conferenciantes, tengan que dar la alarma constantemente para
concienciarnos de que aquello puntiagudo que se divisa a lo lejos no son
molinos ni gigantes sino las orejas del lobo. ¿Que qué es lo que ha puesto en
ese trance a la democracia con la banda sonora de El exorcista de fondo justo
cuando el señor de los infiernos vomita sobre las sábanas? Pues el descrédito
de las instituciones, que ahí es nada y por eso parece tan poco.
Las instituciones se desacreditan de muchas maneras pero no
como habíamos pensado. No se inmutan, por ejemplo, porque estos dos mismos
vigías de la democracia se hayan puesto a sueldo de multinacionales y nos den
lecciones mientras continúan cobrando su pensión de expresidentes, que con algo
tendrán que entretenerse las criaturas. Tampoco lo hacen porque en los últimos
años nos hayamos desayunado a diario casos de corrupción, que han implicado
desde la monarquía al concejal de urbanismo del pueblo más remoto, ni porque la
Justicia sea, en efecto, un cachondeo que tiene más varas de medir que un
sastre, ni porque hayamos tenido que rescatar a los bancos cuando la crisis nos
pasaba por encima, ni porque descubramos que el ‘dejad que los niños se
acerquen a mí’ de la Iglesia católica era literal, ni porque comprobemos que el
empresariado más chic no paga impuestos ni en defensa propia, ni siquiera
porque hayamos confirmado que los másteres con los que embellecemos los
currículos con tanto esfuerzo y dinero se regalan por la jeró a los políticos
más preparados.
Como se decía, las instituciones no se desacreditan porque
la separación de poderes sea un chiste o porque la independencia de los órganos
arbitrales consista en tener a sus miembros a sueldo, que así es como
Ciudadanos regenera la democracia. No sufren lo más mínimo por las
arbitrariedades, por los dedazos o porque siempre sean los mismos los que
paguen la fiesta o el pato a la naranja.
Lo que en realidad desacredita a las instituciones, tal y
como han proclamado Felipe González y José María Aznar en plan Dúo Sacapuntas,
es la ruptura de los consensos de la Transición, especialmente el bipartidismo
que tanto bien nos ha hecho. Todo por culpa de los extremismos, llámese
populismo, nacionalismo o cualquier otra cosa que acabe en ismo menos
liberalismo, que esa es una palabra mayor y respetabilísima.
¿Y saben por qué es tan difícil recuperar ese espíritu de
diálogo del 78 con su camisita de sentido de Estado y su canesú de acuerdos
transversales, y con esa Constitución por montera en la que no hay espacio para
amnistías ni autodeterminaciones y donde nadie cuestiona la unidad de la
patria, que es mucho más importante que nuestras tres comidas diarias? Pues,
esencialmente, porque estas dos valiosas porcelanas chinas ya no están en la
pomada aunque sí estén en el ajo, porque nos han gobernado incautos como
Zapatero, blanditos como Rajoy o, directamente, traidores como Sánchez, y
porque nadie salvo ellos dos se ocupa de repensar España, que es lo que
tendríamos que hacer nosotros en vez de darle al tinto de verano con su tapa de
oreja a la plancha.
La democracia está en peligro porque hay una mesa de diálogo
sobre Cataluña, pese a que eso del diálogo parece rimar en consonante con
democracia, y porque los políticos de ahora, por llamarles de alguna manera,
van con el cuchillo en la boca, no como antes cuando se besaban públicamente en
los morros sin temor al qué dirán y a los contagios. Eso es lo que angustia a
Aznar y lo que preocupa a Felipe, que siempre fue algo más relativista, y lo
que nosotros, pobres infelices, no vemos porque estamos empeñados en mirar el
dedo de la corrupción, de la crisis, del fraude fiscal y de otros tantos
atracos que sufrimos en vez de la luna donde habitan estos dos tipos con más
cara que espalda.
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