Marcel Caram
El coronacapitalismo
Carlos Fernández
Liria
El sentido común ha
sido tan derrotado en las últimas décadas que vivimos acostumbrados al delirio
como lo más normal. Aceptamos como inevitables cosas bien raras. Por ejemplo,
que el mayor peligro con el que nos amenaza el coronavirus no es que infecte a
las personas, sino que infecta a la economía. Resulta que nuestra frágil
existencia humana no resulta tan vulnerable como nuestro vulnerable sistema
económico, que se resfría a la menor ocasión. Naomi Klein dijo una vez que los
mercados tienen el carácter de un niño de dos años y que en cualquier momento
pueden cogerse una rabieta o volverse medio locos. Ahora pueden contraer el
coronavirus y desatar quién sabe si una guerra comercial global. Los
economistas no cesan de buscar una vacuna que pueda inyectar fondos a la
economía para inmunizar su precaria etiología neurótica. Se encontrará una
vacuna para la gente, pero lo de la vacuna contra la histeria financiera resulta
más difícil.
Para nosotros es ya una evidencia cotidiana: la economía
tiene muchos más problemas que los seres humanos, su salud es más endeble que
la de los niños y, por eso, el mundo entero se ha convertido en un Hospital
encargado de vigilar para que no se constipe. Somos los enfermeros y asistentes
de nuestro sistema económico. El caso es que hace cincuenta años aún se
recordaba que este sistema no era el único posible, pero hoy en día ya nadie
quiere pensar en eso. Por otra parte, los que intentaron cambiarlo en el pasado
fueron tan derrotados y escarmentados que todo hace pensar que en efecto la
cosa ya no tiene marcha atrás y que cualquier día que los mercados decidan
acabar con el planeta por algún infantil capricho o alguna infección agresiva
llegará el fin del mundo y santas pascuas. “El mundo comenzó sin el hombre y
terminará sin el hombre”, decía Claude Lévi-Strauss. Estaremos aquí mientras
así sea la voluntad de la Economía. Lo mismo se pensaba antes de la voluntad de
los dioses. La diferencia es que éstos, normalmente, no tenían el carácter de
un niño de tres años, ni se contagiaban del virus de la gripe.
Sigue ....
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