domingo, 12 de enero de 2020

La penalización de la vida pública.


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Viñeta  de Bernardo Vergara .el diario.es

El caso Oriol Junqueras y la penalización de la vida pública.

Federico Delgado 


América Latina es desde hace mucho tiempo una suerte de laboratorio social en el que el ejercicio de los derechos políticos se ven amenazados por el rostro del castigo penal. La amenaza se vuelve efectiva a través de las decisiones del sistema judicial que, poco a poco, mezcló para justificar las sentencias dos esferas diferentes de responsabilidad: la política y la penal. Como resultado de esa combinación, muchas veces la burocracia judicial articulada con los departamentos ejecutivos de gobierno expropia el poder político al pueblo y definen de acuerdo con sus intereses el interés público, pero, irónicamente, en nombre de la ley.
El rasgo latinoamericano también asoma su rostro en Europa. En Catalunya el caso de Oriol Junqueras es paradigmático. Tanto en la dimensión de la condena en el procés, como en la posibilidad de cumplir el mandato que le otorgó el pueblo para ejercer el cargo de Diputado Parlamento Europeo, porque en definitiva lo que parece juzgarse “penalmente” es la responsabilidad política de los representantes de un sector del pueblo que tiene un programa de organización social diferente al instituido. La “solución” penal de un problema político es diferente a la judicialización de la política. Se trata de una sedimentación institucional que desafía los cimientos de la modernidad.
En efecto, el espíritu que gobernó la creación de la estructura política de la modernidad estuvo signada por la idea de despenalizar la vida pública; es decir, por crear mecanismos que garanticen a los fideicomisarios del poder político la chance de ejercer el mandato popular sin temer la amenaza de la prisión.
La práctica de echar mano a las leyes penales para dirimir disputas políticas no es nueva. El recurso de recurrir a la responsabilidad penal de los rivales se remonta a los tiempos en que el poder giraba totalmente en derredor de las monarquías. En ese entonces, los ministros solo respondían ante el rey. Por lo tanto, a los parlamentarios no les quedaban otras alternativas que la acusación de delitos para remover a los funcionarios. Pero ello cambió desde la revolución francesa, puesto que la asamblea nacional estableció el 13 de julio de 1789 que los ministros eran moralmente responsables por sus acciones.
Es clave para comprender el límite de las dos esferas tener bien en claro que una de las bases de la modernidad para incentivar la participación política, pasaba por garantizar que los actos de la vida pública no impactaran en los derechos. Era preciso crear cortafuegos capaces de evitar que algún poder particular afectara la chance de ejercer la libertad y los patrimonios de lo actores políticos. El desplazamiento de la responsabilidad política hacia la judicial implica un claro retroceso en ese sentido y expresa la captura del poder popular.
Más allá de la faz estrictamente técnica que permite distinguir una esfera política de responsabilidad de una penal, el paso de un ámbito a otro supone dos movimientos Por un lado reemplazar los criterios políticos para juzgar acciones por los jurídicos y sustituir los criterios de oportunidad por los de legalidad. Así se generan importantes superposiciones de planos, ya que en general en materia política no se discute solo si la acción es legal o ilegal y el termómetro para asignar consecuencias disvaliosas es mucho más flexible y ligado a razones de conveniencia. Pero cuando se cambian los criterios y se reducen los comportamientos humanos a una concepción del derecho abstracta y exterior a las sociedades, cualquier acción puede ser penalizada en nombre de esa legalidad que funciona como un chaleco de fuerza y no como la expresión institucional de la voluntad popular para ordenar la convivencia social. Aquí yace la trampa.
Este es el discurso del orden. Reivindica a la democracia, pero no es democrático porque expresa la voluntad de los mandatarios del poder político, pero no la de los mandantes. Reivindica una legalidad muy singular, porque la ley es un elemento para ligar cuerpos políticos más no para fragmentarlos y enfrentarlos. Reivindica un constitucionalismo que poco tiene que ver con la idea de un texto fundacional sujeto a la contingencia de la vida social, en la medida que divide al campo político entre los que respetan una constitución petrificada, a la par que condenan a la ilegalidad a quienes pujan por redefinir dicho texto fundacional. En fin, el discurso del orden expresa la profunda intolerancia de determinados conglomerados políticos, pero lo hace en nombre de la legalidad formal que, irónicamente, carece de todo componente político. Basta invocar esa ley en sentido abstracto para prohibir a determinados ciudadanos el uso de sus derechos e incluso para encerrarlos. El caso de Oriol Junqueras, expresa esa transformación. El prestigio abstracto de la ley es la fuente de la represión.
La forma actual de la democracia neoliberal separa la esfera del estado como la de la “opresión” y apuesta a la “sociedad civil” como hogar de la libertad y la pluralidad. Sin embargo, las dislocaciones de la economía generan brutales desigualdades que en el plano real muestran lo contrario, ya que es la esfera de la sociedad civil el sitio donde se producen las mayores asimetrías. La mezcla de las responsabilidades políticas con las penales es uno de los elementos con que el poder instituido ahoga las reacciones frente a esas injusticias sustantivas. Son los jueces y fiscales los que materialmente llevan adelante esas políticas.
En ese juego el rol de los medios de comunicación masiva es decisivo para ayudar a legitimar la gramática judicial. No es factible construir legitimidad social para semejante orden, sin el auxilio de esas máquinas de producción de subjetividad que forman los conglomerados mediáticos y que con sus cataratas de mensajes consiguen inocular las rebeldías. Ese proceso se vio reforzado, al menos en América Latina, a través de la desregulación derivada del paradigma neoliberal.
El desmantelamiento de las viejas y muchas veces ineficaces disposiciones en torno las actividades empresariales ligadas a los medios de comunicación masiva, lejos de mejorar las condiciones de la competencia, potenció las antiguas relaciones y volvió más fuertes a los grupos económicos porque se intensificaron sus lazos con las tradicionales elites políticas. Las noticias se transformaron en mercancías que circulan en mercados que no son plurales, que en general son pequeños y que incentivan los intercambios al interior de las élites porque la publicidad oficial se convierte en un insumo decisivo para consolidar el esquema de medios y para vedar el nacimiento de otros. Así, las élites mediáticas se incorporaron al grupo de poder. En ese esquema, los derechos humanos se vuelven elásticos de acuerdo con los humores del poder instituido.
En consecuencia, hay una legitimación múltiple de ese tipo de poder instituido derivada de elecciones regulares, de la administración de los recursos públicos enfocada en ganar esas elecciones y en la producción de noticias que dividen el campo político en “constitucionalistas” (los ganadores) y el adjetivo que corresponda “populista”, “comunista”, al resto etc. En medio de esa articulación, se ubica la justicia. Se volvió un actor central mediante la aplicación de la ley mezclando la responsabilidad política con la penal o, si se quiere, destilando decisiones que en los hechos amenazan a la vida pública con la prisión. Solo una perspectiva republicana tiene la potencia filosófica y política para enfrentar dicha articulación, porque el estado debe respetar las concepciones del mundo de todos los ciudadanos, pero, esto es decisivo, también debe destruir los fundamentos económicos o institucionales de cualquier persona, empresa o grupo privado que amenace con desafiar con éxito el derecho del Estado republicano a definir el interés público[1]
[1] Bertomeu, María Julia y Domènech Antoni, “El republicanismo y la crisis del rawlsismo metodológico” Isegoría, 33, 2006, citado por Raventós, Daniel y Wark, Julie “Contra la Caridad” En defensa de la renta básica, Icaría Antrazyt, Barcelona 2019
Federico Delgado es abogado y politólogo. Es fiscal federal de la República Argentina, docente universitario y autor de "Injusticia. Un fiscal federal cuenta la catástrofe del poder judicial" (Ariel, 2018) y "La cara injusta de la justicia" (Paidós, 2016).
Fuente:
www.sinpermiso.info, 12-1-20

 NOTA DEL BLOG  .- 
 En realidad este trampantojo está como estaba  , eso sí   en guerra judicial  , el TS  español hizo    una huida hacia adelante, basándose en el conocido dicho "sostenella y no enmendalla". Nada nuevo en muchos de los órganos institucionales de este país. Pero el TJUE  dirá la ultima palabra  y no dará marcha atrás , porque es  el que afronta la unidad europea real  y  tiende a normalizar las leyes de los estados europeos ante la incapacidad política   de hacerlo  de  otro modo . Y enfrentandose a las soberanías de los estados  de la UE .

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