Confieso haber tardado en enterarme del género al que pertenece el
libro de Sergio del Molino, periodista y escritor nacido en Madrid, que
vive en Zaragoza y colabora en el
Heraldo de Aragón y medios
nacionales; o más bien del género al que no pertenece: no es un libro de
viajes, o de viaje por los territorios españoles despoblados. Yo había
sacado esa impresión de alguna entrevista radiofónica, de alguna reseña
leída. O a lo mejor, sobre todo, por su subtítulo: «Viaje por un país
que nunca fue». Pero como el autor dice, avanzada la escritura, se trata
de un trabajo literario sobre relatos e imaginarios de algunos de los
espacios icónicos de la España de la pobreza, la despoblación y el
abandono: las Hurdes desde el legendario «documental» de Buñuel,
Tierra sin pan;
las misiones pedagógicas de raíz institucionista por tierras
castellanas; la mitología romántica del Moncayo creada por Bécquer desde
su celda en el Monasterio de Veruela; las rutas del
Quijote,
que no acaban de encontrarse, en los ásperos terrenos manchegos; los
territorios de las guerras carlistas (empezando por el Maestrazgo),
basadas en parte en sus ideologías antiurbanas. En suma, estos y otros
territorios de cuyos relatos se han apropiado generaciones de
escritores, desposeyéndolos de lo propio y condenándolos a administrar
una tradición impostada, a vender tradición literaria.
La España vacía,
como se apresura a decir el autor, no es un libro académico, no quiere
serlo en absoluto, sino más bien un ensayo literario, escrito, dice Del
Molino, con la ignorancia feliz de un diletante, con mucha libertad,
originalidad, ocurrencia y heterodoxia tanto en las hipótesis como en
las asociaciones de ideas y de lecturas. A veces, a mi juicio, con
cierta ligereza y bastante desenvoltura; otras, las más, con un ingenio,
rapidez de pensamiento y capacidad de sugerencia que gustan. El autor
pide que lo uno vaya por lo otro: relájese el lector y que el escándalo
que algunas afirmaciones puedan suscitarle se compense con los aciertos
de otras. Creo que el balance es positivo.
El libro de Sergio del Molino viene a incorporarse al nuevo ciclo de
literatura pesimista sobre España en el que estamos de nuevo sumidos, lo
que en esta revista se ha llamado en otra ocasión
«relatos depresivos»
sobre España. Ahora debido a sus contrastes territoriales, que lo son
también sociales y culturales, que delimitan una España vacía y
abandonada dentro de la total . De nuevo, el país o el paisaje se
conciben más como madrastra que como madre y predomina la España negra
sobre la del
beatus ille, y prevalece el olvido, la ignorancia y
la heterofobia hacia la España rural abandonada. De nuevo, como en las
literaturas noventayochistas y regeneracionistas, de las que creíamos
habernos librado al fin, la gran extensión de esa España vacía se
identifica como una «rareza» dentro de la normalidad europea: mientras
aquí no hay verdadera vida rural ni campesina (no se por qué el autor
dice vida «granjera a pequeña escala», p. 43), sí se mantiene en Europa
(supongo que el autor se refiere a la occidental industrializada
primero), en la que los pueblos se habrían beneficiado de siglos de
progreso y no se habrían quedado atrasados y replegados como ocurriría
en el caso ibérico. Esta especificidad española se afirma a veces en
términos rotundos (aunque no sea uno de los argumentos centrales del
libro): «Un pueblo rico de la Meseta nunca fue tan rico como un pueblo
pobre de Francia o Alemania» (p. 44), o también cuando se dice que
mientras para un extranjero un paisaje es un parque, en España un
paisaje es un problema que resolver, y el monte mediterráneo, que para
el autor no es forestal, está lejos del bosque atlántico europeo: pues
sí, pero tiene sus valores.
El libro de Sergio del Molino se entiende, más que por su título y
subtítulo, por la organización de sus partes. En la primera, titulada
«El Gran Trauma», se describe la realidad y el proceso del vaciamiento;
para un lector que no pueda evitar, como yo, cierta actitud académica,
es la parte más desconcertante por su liviandad, con todo lo que se sabe
de esto. La segunda, «Los mitos de la España vacía», es la propiamente
literaria de las construcciones culturales de los espacios abandonados:
unos mitos que, a la vez que pretendían reivindicarlos, los inventaban, y
se apoderaban de ellos para convertirlos en estereotipos que ahora
tienen que vivir como tradición cultural y recursos turísticos. La
tercera parte, «El orgullo», es una sorprendente y atractiva
reivindicación de la generación de escritores y artistas de los años
setenta y ochenta que serían los hijos y nietos de los emigrantes y que,
en su vuelta a la tierra, se quieren desposeer de esos mitos por
creerlos a veces redentores, otras altivos, siempre exteriores. La nueva
generación quiere más bien escuchar, sea el silencio, sean los ruidos
que llegan desde esos territorios vacíos. Una generación de
«viejóvenes», como la bautiza el autor, que opta por hablar en primera
persona, lo que es uno de los rasgos más atractivos del libro.
El gran trauma de la inmensa España vacía
Ya he dicho que la primera parte de la obra es a mi juicio la más
débil, no tanto por la hipótesis, que es evidente, sino por la forma en
que la presenta y la funda. Del Molino postula la existencia de una
España vacía representada por la interior ibérica, en contraste con la
otra urbana y poblada, que es la peninsular periférica, y también la
insular. Entre esta y aquella existiría al menos olvido y descuido, más
bien desprecio. Para el autor, esta dualidad sería anterior al proceso
del éxodo campesino y de la urbanización masiva de la segunda mitad del
siglo XX, aunque sin duda se habría consumado a partir de los años
cincuenta del siglo pasado, con la modernización económica, y la
«traición» del régimen de la dictadura a sus autoproclamados principios
campesinos: es el proceso que Del Molino llama «el Gran Trauma».
Incurre aquí el autor en la debilidad de presentar «el mapa» de esa
España vacía constituida de forma exclusiva por las comunidades
autónomas que no tienen litoral, es decir las dos Castillas,
Extremadura, Aragón y la Rioja. Aporta como magnitud los 268.084 km2 que
suman estas Comunidades Autónomas, es decir, más del 50% de la
superficie peninsular. Admite, eso sí, que el despoblamiento se
extendería más allá de estas fronteras, por la parte interior de
Andalucía, Galicia, Comunidad Valenciana, etc. Demasiado simple. Es
obvio que podía haberse ahorrado «el mapa de la España vacía» (p. 38),
sin escala, sin nada que no sean la línea de frontera entre Comunidades:
en él se limita a señalar Madrid, Zaragoza y Valladolid, como
excepciones, por ser ciudades de más de doscientos cincuenta mil
habitantes. No lo creo suficiente. Sin hablar de la aglomeración de
Madrid y área metropolitana y regional, baste pensar que Zaragoza tiene
más de seiscientos cincuenta mil habitantes y que algunas de las
ciudades y provincias que más han crecido en el último intercensal son
las castellano-manchegas en torno a la capital. Recuerdo que el geógrafo
Rafael Mas decía a los alumnos, medio en broma, medio en serio, que se
abstuvieran de presentar mapas que no tuvieran las mínimas indicaciones
de relieve y de hidrografía. Tenía razón: sin duda en ellos está en
buena parte la explicación de la ocupación desigual del territorio.
Tampoco estoy segura de que para hacer más llamativa «otra salvedad
ibérica», la de la contigüidad entre vacío rural y lleno urbano, lo
mejor sea la ocurrencia de autor de decir que Madrid limita con… Cuenca
en Fuentidueña del Tajo (p. 47). ¿Es que limita en alguno otro sitio? Y,
¿es Fuentidueña realmente un pueblo de la aglomeración madrileña? ¿No
son mucho más elocuentes los corredores urbanos a lo largo de las
carreteras radiales? Voy a permitirme yo también sobre esta cuestión una
boutade: la provincia española que más costa tiene es Badajoz,
por los pantanos. Eso sí que son infraestructuras vaciadoras. Hace unos
días leí en el pasillo de salida del AVE de la nueva de estación de
Atocha, en un bellísimo anuncio, muy verde y con agua, algo así como «Si
piensas en Irlanda, mira el embalse de la Serena». Como pensaría Del
Molino, hemos llegado al transformismo total.
De hecho, para sostener de entrada su argumento, al autor le hubiera
bastado con la fotografía de la imagen nocturna de la península desde el
satélite que también incluye en el libro (p. 40). ¡Ahí sí que se ven
bien los vacíos del territorio! Y muchas más cosas, como la necesidad
indispensable del corredor mediterráneo (no dejará nunca de asombrarme
que no haya unión ferroviaria entre Valencia y Alicante); como también
la incongruente obstinación en seguir con la red radial de alta
velocidad, heredada del centralismo de la etapa de la construcción del
Estado. Son claras las inercias y razones políticas: acierta el autor al
comentar la sobrerrepresentación electoral de las provincias de menos
población, opción constitucional que no se ha vuelto a considerar a
pesar de los desajustes electorales bien conocidos. El autor bautiza
como «Gran Trauma» al cambio territorial resultado del éxodo, que aboca a
este país de contrastes, y lo reduce en algún momento del libro, a «un
instante», sin detenerse en el proceso. En suma, siendo todo cierto a
grandes rasgos, no hacía falta simplificarlo hasta ese punto en clave
histórica y geográfica. Dan ganas de contestar que ni toda la España
vacía lo está tanto, ni toda la llena está tan llena, ni todo fue tan
automático.
Sin duda, más del 40% del territorio español tiene unas densidades
demográficas alarmantemente bajas y peligra la cohesión territorial de
un país con tales vacíos. Mas allá de que la oscilación demográfica del
interior a la periferia se produjera ya siglos antes, y aun cuando la
crisis de la filoxera citada en el libro en una nota muy documentada
resultara importante, se conocen bien las etapas de la emigración del
campo a la ciudad, que redujo la población rural por lo menos un 25% en
menos de una generación. Los economistas Fernando Collantes y Vicente
Pinilla han resumido en un libro expresivamente llamado
Peaceful Surrender
la rendición silenciosa, que el patrón de la despoblación de la España
rural por la emigración a la ciudad responde a los de Francia o Gran
Bretaña, por ejemplo, sólo que medio siglo más tarde: aunque se había
estancado el crecimiento demográfico en las zonas rurales, la emigración
en masa no se desencadenó hasta los años cincuenta. Eso sí, a partir de
entonces el proceso fue más acelerado, intenso, extenso y prolongado. Y
con diferencias regionales: el Pirineo ha empezado a comportarse mejor y
se ha estabilizado antes, mientras que el Noroeste castellano-leonés ha
sufrido la peor suerte, y el campo andaluz tardó más en incorporarse al
proceso. En suma, el caso español es singular, pero no excepcional, y
España se habría comportado en consonancia con los países de más
temprana industrialización y urbanización, como está ocurriendo ahora
con los países del Este europeo, todavía en pleno proceso respecto de
nosotros.
Lo curioso no es que Del Molino no entre en estas disquisiciones, que
no era su intención, sino que se quede a medias. Aunque cita a
Collantes, no deja de resultar preocupante que, en un libro que a la
postre está muy documentado, desconozca que el Senado creó en 2014 una
comisión especial de estudio para evitar la
despoblación de las montañas,
cuyas sesiones y resultados han ido publicándose, comisión ante la que
comparecieron decenas de especialistas y en la que se estudiaron las
medidas posibles en una perspectiva comparada. Me preocupa porque pone
de manifiesto la falta de eco y conocimiento que parece tener la
actividad parlamentaria, incluso para un periodista interesado en una
cuestión concreta.
Desenmascarar los mitos de las Españas vacías
A las Españas vacías les falta un relato en el que reconocerse y, sin
embargo, siguen aprisionadas por los muchos mitos que sobre ellas se han
construido, en edificios literarios y cinematográficos que se han
convertido en su tradición, muchas veces explotada por el turismo. Esta
es la tesis central del libro que comento, y es atractiva. Para
demostrarlo, el autor revisa, con agudeza, algunos de los muchos relatos
construidos, siempre externos, a veces más mitos que verdaderos
relatos, a veces teologías del paisaje y del territorio. Sigo en mi
comentario más o menos el orden del libro.
A las Hurdes les pasa que todo el mundo habla de ellas y nadie las
conoce: son palabras del señor Cayo en el libro de Miguel Delibes sobre
su disputado voto, que utiliza Sergio del Molino como epígrafe para su
capítulo «Tribus no contactadas», sobre la comarca cacereña. No es tan
cierto. La película de Buñuel de 1933,
Tierra sin pan, treinta
minutos angustiosos que no dejan respiro, quizá sea, como dice el autor,
más que un documental, una puesta en escena de la realidad en
escenarios naturales. Maurice (o Mauricio) Legendre, geógrafo
sui generis,
y codirector de la Casa de Velázquez de Madrid, había recorrido sin
pausa las que él llamaba Jurdes, y había arrastrado allí a Unamuno, como
también fueron el doctor Marañón, el antropólogo Luis del Hoyo y
Alfonso XIII. Sabido es que a Marañón le desagradó que Buñuel sólo
mostrara «el lado feo» de las Hurdes, como también es sabido que
paradójicamente las fotos incluidas en el libro de Legendre, católico
ultraconservador, inspiraron fielmente, y una tras otra, la película del
entonces surrealista y comunista Buñuel, como él mismo reconoce en las
palabras iniciales con la voz de Francisco Rabal.
En otro lugar he tratado de explicar las claves de esta paradójica coincidencia.
Sergio del Molino añade otros hechos, sin duda atrevidos, pero muy
sugerentes: al contexto de la época, al surrealismo, a la influencia del
realismo español
à la Zurbarán, habría que añadir la afición
contemporánea a las películas de lo exótico en paraísos perdidos ,
empezando por las propias de Tarzán, y también las de truculencia
morbosa tipo
La parada de los monstruos o
Los crímenes de la calle Morgue.
Ya dijo Unamuno que no era para tanto, que los hurdanos serían pobres,
pero que, desde luego, no eran salvajes. Los políticos de la democracia
se han cansado de repetir que la película de Buñuel le hizo mucho mal a
las Hurdes, lo que sería discutible. Porque en lo que todos coinciden
–Legendre, Marañón, Buñuel y muchos posteriores– es en que las Hurdes
son a la vez metáfora y sinécdoque de España: salvarlas, redimirlas, era
salvar, redimir a España. He vuelto hace poco a las Hurdes (como
también fue Del Molino, al mismo hotel, el de las Hurdes Reales, en Las
Mestas) y todo es verdad de ese desarrollo: hay carreteras, hay agua,
hay equipamientos, también laderas repobladas de pinos (una de las
actuaciones, por cierto, que por la forma conminatoria en que se hizo
durante la primera dictadura, contribuyó a la despoblación y a los
cambios territoriales), pero, ¡qué naturaleza tan dura, qué gargantas
tan profundas, qué sensación de mundo aislado cuando hay que acceder por
puertos como el Portillo desde La Alberca! Se conservan parte de
aquellos diminutos bancales construidos en las fuertes pendientes, cerca
de los cauces, que maravillaron a Legendre y a Buñuel: es verdad que
ahora comparten el escasísimo espacio llano con una pista de fútbol.
Sígase el valle del río Hurdano a Martilandrán, Nuñomoral (donde, para
que no falte nada, hay una residencia del Cotolengo)o El Gasco, y se
comprobará lo que digo. Efectivamente, el de Buñuel es un falso
documental; no eran verdad los sucesos tremebundos filmados, pero por lo
que no lo eran es porque no habían ocurrido al paso de la cámara:
estaban escenificados.
En los capítulos siguientes, Sergio del Molino le da vueltas a qué
representaciones culturales han propuesto la literatura, el arte y el
pensamiento español para esos llanos, yermos y baldíos de las Castillas y
de la Mancha, para los páramos meseteños. En concreto, la literatura de
viaje, qué soluciones ha encontrado para escapar a lo que él llama el
«mal de Maritornes», esa luz fuerte que lanza el narrador de tal modo
que hace resaltar los defectos y volver grotescos los rasgos, pero que a
la par transforma el
Quijote en su imaginación, esa
descripción entre la realidad y lo imaginado, entre la moza ordinaria y
hombruna, tan cargada de hombros que miraba al suelo, y la diosa de la
hermosura que el caballero cree tener en sus brazos. Dice Del Molino
que, para Cervantes, la Mancha es un lugar pobre, sin sombra, ingrato,
«una parodia del paisaje como Dulcinea lo es de una dama y Quijote y
Sancho de caballero y escudero» (p. 177). Ese canon cervantino de
belleza que no merece ser ensalzada habría complicado las cosas a los
paisajistas españoles, literarios y artísticos de los siglos XIX y XX:
en relación con los europeos, que gozaban de la ventaja de apreciar sus
paisajes, los españoles tenían que empezar por convencerse a sí mismos y
a los demás de que sus paisajes merecían ser descritos y loados. Y para
ello recurrieron bien a la mirada mitológica, bien a la esencialista.
Trae a colación el autor una anécdota muy oportuna, que yo no
recordaba, del viaje de Théophile Gautier: antes de partir, cuando se
encuentra a Heine en un concierto de Liszt y le dice que planea un viaje
a España, el primero le pregunta: «¿Y cómo se las arreglará usted para
hablar de España cuando usted la conozca?» (p. 167). Con el conocimiento
se disipará quizá la España de sus sueños, la de Victor Hugo, el
romancero, Mérimée o Musset. Del Molino se encarga de mostrar que es
Enrique de Mesa en su traducción quien ennegrece la imagen paisajística
de Gautier, que la mirada cruel y desdeñosa hacia el paisaje de la
España interior es, sobre todo, la española (p. 174). Sobre estas
complejas relaciones entre literatura viajera y literatura española
había escrito Rafael Núñez Florencio hace algunos años y yo le dediqué
una reseña a la cuestión en la
Revista de Libros.
Para escapar del mal de Maritornes en relación con los paisajes
interiores de la Península, una de las soluciones fue la de los
románticos: irse a otros ambientes. Por ejemplo, Bécquer, que al
refugiarse en el Monasterio de Veruela inventa el Moncayo, y con él la
primera cartografía romántica española del paisaje, el imaginario de
ruinas, fantasmas, espectros, el tiempo pasado, el tiempo detenido. No
es que del Moncayo salgan las rimas de Bécquer, se apresura a decir el
autor: a la inversa, de la poesía de este sale el arquetipo del Moncayo,
que a la postre no son más que «piedras calizas jurásicas» (p. 155) (Me
hace mucha gracia esta adjetivación: ¿qué hubiera cambiado si fueran
cretácicas?)
La otra solución para escapar a la mirada prejuiciosa es la
esencialista, es la construcción identitaria de España sobre los
paisajes castellanos. Se ha escrito mucho sobre ello. Sergio del Molino
le da aquí la lectura original de entender que los edificios
conceptuales de Unamuno, Machado, Ortega, Marañón, etc. se levantan
contra ese llamado «mal de Maritornes», contra la mirada negra hacia el
propio país. El autor confiesa su preferencia por Machado y recuerda las
palabras de Eduardo Martínez e Pisón sobre que ver Castilla sin conocer
a Machado es como no verla del todo ni esencialmente.
Y va más allá con su gusto por la paradoja extrema: al ver Castilla
entramos en los versos de Machado, «no se trata tanto de que el paisaje
sea incomprensible si no se [lo] ha leído , sino de que no podemos ver
el paisaje de una forma distinta de la de Machado, aunque no lo hayamos
leído. Y esto es porque todos hemos leído a Machado, aunque no hayamos
abierto un libro suyo en la vida» (pp. 188-189).
Ilustra muy bien Del Molino hasta qué punto al pasado literario y
mitificado se ha convertido en un recurso de futuro en muchas zonas
despobladas, y cómo la España vacía se ha convertido en sus propios
mitos. Que no le quiten a Argamasilla de Alba el ser uno de los hitos de
la ruta del
Quijote, hasta ahí podríamos llegar, le dice el cura de la localidad a Azorín cuando rehace la ruta del caballero por encargo de
El Imparcial.
Y la montaña del Moncayo merecería tener un parador, añade Del Molino
con sorna. En suma, parece como si a la España vacía sólo le quedara
vivir de su pasado. No es lugar aquí para hacerlo, pero es verdad que al
«turismo cultural de interior» hay que darle cada vez más vueltas.
Hay otros dos capítulos en esta parte, pero ya estoy extendiéndome más
de la cuenta. En ambos Sergio hace también alardes de títulos:
«Marineros del entusiasmo», usando el verso de Juan Ramón Jiménez para
hablar de las Misiones Pedagógicas de la Institución y, en general, el
sentido gineriano de compromiso y redención a través de la educación y
por la excursión. Y «Manos blancas no ofenden», sobre la España vacía de
las tierras de las guerras carlistas, del carlismo. Ambos son también
sugerentes, brillantes, con rápidas asociaciones de ideas. A mi juicio,
el de las Misiones Pedagógicas adolece un poco del defecto de querer
disminuir su trascendencia por su poco radio de acción y, a la postre,
su escasa duración e influencia. El convertir a los marineros del
entusiasmo en «marineros de bajura» es pasarse un poco, aunque sea dicho
con respeto.
En el caso del carlismo navarro y aragonés quizá se quede poco fundado
el argumento de las guerras carlistas como la venganza de una España que
empezaba a despoblarse contra otra que empezaba a poblarse. Calomarde,
que da título al capítulo, sería a la postre un «un fugitivo del arado».
Se recuerdan en el libro los estudios sobre los estratos antiurbanos de
las ideologías tradicionalistas, el ambiente de melancolía colectiva de
aquellos medios. Y que también hubo un carlismo de la
intelligentsia,
representado, por ejemplo, por Ciro Bayo, citado con profusión, gran
viajero, que participó en la tercera guerra carlista y que tenía
interés, más que en vencer, en demostrar, si no la superioridad, sí la
mayor verdad del mundo rural sobre el urbano.
En suma, muchas ideas, algunas muy brillantes y nuevas para cuestiones
muy manidas; y una escritura ágil, pasando de una cosa a otra, de un
momento a otro sin transición, con voluntad de interesar y de
sorprender: lo consigue. No sé, en cambio, si logra siempre no
escandalizar. Pero si puedo hacer un reproche es que hay un cierto
regusto por aquello que en las viejas prácticas de militancia política
se llamaba «desenmascarar»: desenmascarar los mitos y a los mitólogos,
que no se vayan a pensar que no nos hemos dado cuenta. El romanticismo,
el institucionismo, el noventayochismo, el esencialismo castellanista:
todo queda más o menos cariñosamente desenmascarado: no nos la pegan.
La generación literaria de los nietos del éxodo
Dice
Antonio Muñoz Molina
al reseñar este mismo libro que Del Molino utiliza en él la primera
persona del singular de una manera que no es muy habitual: no para hacer
un personaje de sí mismo, no para impartir doctrina, ni para halagar
impostando, sino simplemente para decir lo que le gusta y lo que no le
gusta, lo que se le pasa por la cabeza que cree interesante contar, lo
que es y lo que quiere. Estoy totalmente de acuerdo y eso le da al libro
mucho atractivo. Es una actitud muy libre.
Entre otras cosas, porque no sólo se mueve por España con actitud
serena, reconciliada, no esencialista. Y, sobre todo, no obsesionada con
España, lo que le permite moverse por el mundo del mismo modo. En la
última parte del libro, llamada «Orgullo», Del Molino recupera el
espíritu de su capítulo introductorio sobre un viaje que hizo a Gales,
su llamativa y a la vez comprensible afirmación de que tiene «mucho más
en común con un escritor treintañero de Melbourne que con [su] vecino»
(p. 16). Para hablar de esa nueva relación con la tierra, con el país,
con el mundo rural, la suya y la de su generación, empieza por traer a
colación a un tanguero gaucho que se reinstala en la Pampa; a toda una
internacional de músicos que rebuscan la tradición de las comunidades
campesinas. Se mueven por esos paisajes de sus abuelos que desconocen, a
tientas, tirando de recuerdos familiares, rebuscando en los archivos,
pero sin complejos, sin afán de redimir nada, de la forma más intimista.
Con el asombro de saber que están desapareciendo los pueblos y las
gentes, las palabras y las cosas.
No puede achacársenos a los geógrafos el olvido del mundo rural: en España la geografía rural ha sido respetuosa y precisa
El libro termina con un repertorio de libros y películas de lo que
podría llamarse literatura neorruralista, empezando por el magnífico
Intemperie,
de Jesús Carrasco, de quien admira la precisión del lenguaje, siguiendo
por los de Julio Llamazares, y en el que incluye una novela sobre su
propio viaje de vuelta al pueblo de su abuelo:
Lo que a nadie le importa.
El imaginario de la España vacía que ha sido construido desde fuera
con, unas veces, metáforas crueles como la de las Hurdes, y otras con
noticias de crónica negra, paisajes exagerados y rasgos identitarios
adjudicados, películas en las que se exagera lo grotesco, como las de
Paco Martínez Soria, siempre había sido construido así: desde fuera.
Pero ahora, cree Del Molino, estaría reinventándose a través de la
sensibilidad de los nietos y bisnietos de quienes vivieron allí y fueron
arrancados de las zonas rurales vacías. Redimir la rendición silenciosa
del mundo rural.
Por no terminar de forma grandilocuente, y a propósito de la admiración
de Sergio del Molino por la precisión y riqueza del vocabulario
campesino y topográfico de Jesús Carrasco en
Intemperie,
recuerdo una anécdota que me ocurrió en clase de Geografía hace ya unos
años. No puede achacársenos a los geógrafos el olvido del mundo rural:
en España la geografía rural ha sido respetuosa y precisa. Con motivo de
algún texto que narraba una escena de trilla, y de que había en el aula
quien no conocía el vocabulario, recuerdo que otro alumno comentó con
algo de sorna y provocando las risas de los demás: «Este qué va a saber,
¡si ni siquiera es de pueblo!» Lo que querría decir que el cambio de la
sensibilidad y del sentido del ridículo ya estaba en el ambiente.
«Bienvenidos sean los refugiados», titulaba una tribuna libre en
El País
Guillermo de la Dehesa: Europa y, sobre todo, España no tienen futuro,
por el envejecimiento de sus poblaciones y la caída de las tasas de
natalidad sin que se dé una creciente inmigración de población joven de
países pobres y emergentes. Añadía que la respuesta a la pregunta que se
le haría en España sobre cómo admitir inmigrantes con una tasa de
desempleo tan alta, era muy fácil: serán ellos quienes paguen las
pensiones. No es lo mismo un país con una esperanza de vida de treinta y
tres años como era la española al comenzar el siglo XX que con la de
ochenta y dos años actual y de 1,2 hijos por mujer, cuando la tasa de
reposición es de 2,1.
Yo me permito utilizar su mismo argumento. No es igual la pirámide de
la población española de mediados del siglo pasado, una pirámide
propiamente dicha con amplia base, que la del segundo decenio de este
siglo XXI, que es todo lo más una hucha, o como eran antes las huchas,
una base pequeña para un engrosamiento posterior alto. Véase, si no, el
histórico de
evolución de la población y la proyección hasta 2049, cuando los del
baby boom
de los años sesenta a ochenta del siglo pasado tengan entre setenta y
noventa años. Con cerca del 40% del territorio con muy bajas densidades
de población y al menos seis provincias, no ya municipios, con
densidades inferiores a las de principios del siglo XX, bienvenidos sean
los refugiados. «Estamos todos locos», concluye Guillermo de la Dehesa.
Josefina Gómez Mendoza es catedrática emérita de
Análisis Geográfico Regional en la Universidad Autónoma de Madrid y
miembro de la Real Academia de la Historia y la Real Academia de
Ingeniería. Sus últimos libros son
La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y los académicos de la historia (Madrid, Real Academia de la Historia, 2008) y la compilación de
Repensar el Estado. Crisis económica, conflictos territoriales e identidades políticas en España (Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 2013)