domingo, 17 de agosto de 2025

La muerte del periodismo .


                                                                        




La muerte del periodismo .                    

 Jonathan  Martínez 

                            13/08/25 

.La historia de la prensa europea discurre por insólitos meandros. Pongamos por caso Alemania. En 1927, antes del ascenso del nazismo, la primera sesión del nuevo Parlamento de Hamburgo empezó con una agitada controversia. Resulta que el diputado socialdemócrata Theodor Haubach se enfrentaba a una querella en calidad de editor del Hamburger Echo. El injuriado era el diputado conservador Josef Hoffmann. Un artículo sin firma lo atacaba con alusiones a su estatura. Decía el Hamburger Echo que la altura de Hoffmann era inversamente proporcional a la cortedad de su entendimiento.

 La acusación no era gratuita. En fechas previas, Hoffmann había denigrado los fastos de la Constitución de Weimar y había tachado a los celebrantes de judeodemócratas y marxistas. Esta anécdota explica por sí sola la ensalada ideológica que iba a encender los hornos crematorios de Auschwitz. Haubach, por su parte, tuvo que abonar una multa de mil marcos por la ofensa. Una minucia en comparación con las represalias que lo aguardaban. Los nazis lo encerraron durante dos años y lo apartaron del periodismo. Por fin, en 1945, lo ahorcaron en la prisión berlinesa de Plötzensee.

 Por entonces Werner Lorenz era un alto funcionario de las SS que había inculcado a su primogénita el amor por los caballos. La pequeña Rosemarie, instalada en la alta sociedad y casada con un empresario del cemento, hubo de interrumpir sus pasiones hípicas a causa de la guerra. En aquel tiempo horrible fue enfermera voluntaria. Luego la guerra terminó y el Tribunal de Núremberg condenó a su padre por crímenes contra la humanidad. En los informes de las Naciones Unidas aparecen cargos por secuestro de niños, reasentamiento de extranjeros, esclavitud y saqueo de bienes públicos y privados.

 Aquella condena no entorpeció los sueños de Rosemarie, que no solo retomó la equitación sino que además rehízo su vida sentimental con el empresario de prensa Axel Springer. Springer acababa de fundar el periódico Bild, una firma sensacionalista y conservadora que terminaría dominando el mercado informativo alemán. Basándose en fuentes de la inteligencia estadounidense, el periodista de investigación Murray Waas sostiene que el imperio mediático de Springer prosperó gracias a los siete millones de dólares que le proporcionó la CIA en los años cincuenta. En 1951, el Alto Comisionado estadounidense John J. McCloy anunció medidas de gracia para un centenar de criminales de guerra en Alemania. Werner Lorenz salió en libertad en 1954.

 En 1967, Springer difundió los valores corporativos que debían reinar en sus periódicos: el apoyo a Israel, a la OTAN y al libre mercado. El tiempo pasó pero aquella declaración aún puede leerse con leves variaciones en la página web del grupo editorial. Por el camino ha habido cambios. Al capital familiar se ha sumado el dinero de KKR, el fondo de inversión proisraelí que ha tomado el control de los grandes festivales de música en España. Como explica Jordi Calvo en nombre del Centre Delàs, los inversores del grupo Axel Springer forman parte de la cadena de suministros bélicos que utiliza el ejército de Israel contra la población palestina.

 El otro día, Israel mató en Gaza al periodista palestino Anas al Sharif y a otros cinco reporteros de Al Jazeera. En octubre de 2024, las FDI lo habían acusado de tener vínculos con Hamás y aquel informe se convirtió en su sentencia de muerte. No sabemos si las armas que han matado a Anas al Sharif llevan el sello de KKR, pero sabemos que el Bild ha relativizado el crimen deslizando sospechas de terrorismo sobre el periodista caído. La portavoz estadounidense, Tammy Bruce, ha añadido que los miembros de Hamás acostumbran a hacerse pasar por periodistas.

 Desde el 7 de octubre de 2023, Israel ha asesinado a cerca de doscientos profesionales de prensa. ¿Cómo es posible, se preguntan algunas voces, que haya periodistas impasibles ante el exterminio de sus compañeros? La respuesta es sencilla: porque no son sus compañeros. Porque apelar a la solidaridad gremial por encima de las relaciones de dominación es una fatiga inútil. Tan periodista era Theodor Haubach como los redactores del Völkischer Beobachter que avalaron su ajusticiamiento. Nemi El-Hassan es tan periodista como los periodistas del Bild que consiguieron apartarla de la televisión pública entre dudosas acusaciones de antisemitismo.

 El periodismo muere pero también mata. Dispara balas de indiferencia, titulares capciosos y tinta pagada por grandes capitales que lo mismo son dueños de un telediario que de un festival de música o de una multinacional armera. Israel no quiere testigos en Gaza aunque ya no queden alfombras para cubrir tanta mierda. Pero la historia es pertinaz y no se calla. Lo escribió Theodor Haubach antes de que lo colgaran de una viga. “Es posible matar a la persona que resiste pero no es posible destruir la idea de la resistencia. Ni siquiera el exterminio puede erradicar la memoria de lo que ha sucedido”.

                     https://www.publico.es/opinion/columnas/muerte-periodismo.html


Nota del blog .-

Cómo la prensa de Alemania ayuda a Israel a legitimar el asesinato de periodistas en Gaza



miércoles, 13 de agosto de 2025

Estado Profundo de Trump y las grandes tecnológicas.

 El nuevo Estado Profundo de Trump y las grandes tecnológicas


Paolo Gerbaudo , sociólogo español

30 julio, 2025  

 Se está formando un nuevo bloque militar-industrial-informático, con empresas como Palantir o Anduril que se han aliado con el trumpismo y están aprovechando la economía de guerra.

 En la vertiginosa década neoliberal de 1990, el tecno-optimismo alcanzó sus extremos más vergonzosos. Inmersos en la imagen fatua de lo que Richard Barbrook ha llamado la «ideología californiana», trabajadores tecnológicos, emprendedores e ideólogos tecnovisionarios identificaron la tecnología digital como un arma de liberación y autonomía personal. Esta herramienta, proclamaban, permitiría a los individuos derrotar al odiado Goliat del Estado, entonces identificado con el gigante del bloque soviético en implosión.

Para cualquiera con un conocimiento mínimo de los orígenes de la tecnología digital y de Silicon Valley, esta debería considerado esto como creencia ridícula desde el principio. Las computadoras fueron producto del esfuerzo bélico de principios de la década de 1940, desarrolladas como un medio para decodificar mensajes militares cifrados, con Alan Turing, como es bien sabido, involucrado en Bletchley Park.

El ENIAC, o Integrador y Computador Numérico Electrónico, considerado el primer computador de propósito general utilizado en Estados Unidos, se desarrolló para realizar cálculos de artillería y apoyar el desarrollo de la bomba de hidrógeno. 

Como lo afirmó G. W. F. Hegel, la guerra es el estado en su forma más brutal: la actividad en la que la fuerza del estado se mide contra la de otros estados. Las tecnologías de la información se han vuelto cada vez más cruciales para esta actividad estatal por excelencia.

Algunos podrían aún creer en el mito de que Silicon Valley surgió espontáneamente gracias a hackers que soldaban circuitos impresos en sus garajes. Pero la realidad es que nunca la informática habría cobrado vida sin el apoyo infraestructural del aparato de defensa estadounidense y sus contratos gubernamentales, que garantizan la viabilidad comercial de muchos productos y servicios que ahora damos por sentados.

Esto incluye la propia Internet, con DARPA (la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada del Departamento de Defensa) responsable del desarrollo de la tecnología de conmutación de paquetes que aún sustenta la arquitectura de comunicaciones de la web hoy en día.

Cierto: A partir de esta incubación militar, Silicon Valley evolucionó gradualmente para centrarse principalmente en fines civiles, desde las redes sociales hasta el comercio electrónico, desde los videojuegos hasta las criptomonedas y la pornografía. Pero nunca rompió sus vínculos con el aparato de seguridad. 

Las filtraciones de PRISM del denunciante Edward Snowden en 2013 revelaron una cooperación profunda y casi incondicional entre las empresas de Silicon Valley y los aparatos de seguridad estatales como la Agencia de Seguridad Nacional (NSA). 

La gente ya se ha dado cuenta de que cualquier mensaje intercambiado a través de las grandes empresas tecnológicas, como Google, Facebook, Microsoft, Apple y otras, podía ser fácilmente espiado con acceso directo a través de puertas traseras: una forma de vigilancia masiva con pocos precedentes en cuanto a su alcance y omnipresencia, especialmente en estados nominalmente demócratas. 

Las filtraciones provocaron indignación, pero al final, la mayoría de la gente prefirió apartar la vista de la impactante verdad que se había revelado.

En cualquier caso, el vínculo entre el estado de seguridad y Silicon Valley es ahora más visible que nunca. El regreso de Donald Trump no solo ha fomentado una alianza entre la extrema derecha y las grandes tecnológicas que hasta hace poco pocos consideraban posible, sino que también ha abierto la puerta al surgimiento de un nuevo tipo de estado destinado a consolidar este nuevo bloque de poder. Podríamos describirlo como el «Estado Profundo de las Grandes Tecnológicas».

El llamado «Estado profundo» —el aparato de vigilancia y represión en el corazón de todo Estado moderno, bajo el aparato ideológico superficial de los parlamentos, los medios de comunicación o las iglesias— está ahora profundamente entrelazado con estas tecnologías de la comunicación. Previamente promocionadas como herramientas de liberación y autonomía, ahora se revelan como herramientas de manipulación, vigilancia y control desde arriba.

El presidente republicano Dwight D. Eisenhower advirtió célebremente sobre los riesgos del complejo militar-industrial, advirtiendo sobre la creación de un centro de poder autónomo y la interferencia que este podría tener en el proceso democrático. Ahora deberíamos preocuparnos por el excesivo poder del complejo militar-informático, para usar un término propuesto por primera vez en 1996 por el politólogo John Browning y el editor de The Economist, Oliver Morton. 

Esto refleja una relación cada vez más estrecha entre Silicon Valley y el Estado profundo, que corre el riesgo de desmantelar lo que queda de nuestras democracias. 

El complejo militar-informático

El 13 de junio de 2025, tuvo lugar un extraño ritual militar en el Salón Conmy de la Base Conjunta Myer-Henderson Hall, en Virginia. Un grupo de ejecutivos tecnológicos de algunas de las empresas más destacadas de Silicon Valley, entre ellos Shyam Sankar, director de tecnología (CTO) de Palantir; Andrew Bosworth, CTO de Meta; Kevin Weil, director de producto de OpenAI; y Bob McGrew, consultor del Laboratorio de Máquinas Pensantes y exdirector de investigación de OpenAI, se presentaron con uniforme militar completo ante un numeroso grupo de soldados. Juraron como tenientes coroneles del Ejército, parte del recién formado Destacamento 201: el Cuerpo Ejecutivo de Innovación (EIC) del Ejército.

La iniciativa se presentó en la típica jerga neoliberal como parte de un esfuerzo por «aprovechar la experiencia privada» en beneficio del «sector público». Pero la realidad es mucho más desconcertante. Esta contratación indica que no existe una barrera clara entre los sectores público y privado: el hijo pródigo de la tecnología digital puede haberse alejado hace tiempo de sus raíces militares, pero ahora está volviendo a casa. ¿Por qué? Porque generalmente son los militares quienes pagan a estas empresas digitales.

El caso más extremo es el de la empresa de vigilancia e inteligencia Palantir. Casi la mitad de sus ingresos provienen de contratos gubernamentales, incluyendo el Departamento de Defensa y las agencias de inteligencia, así como las fuerzas armadas de varios aliados de la OTAN. 

A pesar del intento de la empresa de diversificar sus fuentes de ingresos hacia usos más comerciales, es probable que siga estando fuertemente vinculada a los contratos gubernamentales, especialmente dado el continuo aumento de las tensiones globales y el autoritarismo. En el primer trimestre de 2025, sus contratos gubernamentales aumentaron un 45% , mientras que su valoración en Wall Street ha aumentado más del 200% desde la elección de Trump.

Palantir fue, en muchos sentidos, un pionero del Estado Profundo de las grandes tecnológicas. Cuando fue fundada en 2003 por Peter Thiel (también sudafricano,  amigo íntimo de Elon Musk, junto con Stephen Cohen, Alexander Karp y Joe Lonsdale), la empresa recibió financiación inicial de In-Q-Tel, la división de capital riesgo de la CIA, lo que la alineó con el aparato de seguridad estatal desde su creación.

Su servicio consiste esencialmente en proporcionar una versión más sofisticada de la vigilancia masiva que las filtraciones de Snowden revelaron hace más de una década. En concreto, su objetivo es apoyar al ejército y la policía en la identificación y el seguimiento de diversos objetivos, muchas veces humanos. Por eso se llama Palantir: en El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien , los Palantiri son esferas de cristal mágicas utilizadas para la visión remota.

Esta metáfora de la «piedra vidente» encarna la intención de la empresa de ofrecer servicios capaces de descubrir patrones ocultos en grandes cantidades de datos y proporcionar información práctica a diversas agencias. 

Un ejemplo es el servicio más famoso de Palantir, llamado Gotham. Utilizado por la CIA, el FBI, la NSA y las fuerzas armadas de otros aliados de EE. UU., ofrece análisis de patrones y capacidades de modelado predictivo que conectan a las personas, sus cuentas telefónicas, vehículos, registros financieros y ubicaciones. Pero la «información algorítmica» también puede utilizarse con éxito en el campo de batalla. Los servicios de IA de Palantir ya se han utilizado para identificar objetivos de bombardeo en Ucrania.

Si bien la empresa niega rotundamente su participación directa en el apoyo al genocidio en Gaza, se ha informado de que algunos de sus equipos más avanzados han sido suministrados a Israel desde octubre de 2023. 

Dado el secretismo de la empresa, el alcance de esta participación sigue siendo difícil de verificar de forma independiente. Pero no sería una gran sorpresa: de hecho, la colaboración entre Palantir y el gobierno israelí es tan sólida que ambas partes firmaron una alianza estratégica a principios de 2024. La Relatora Especial de las Naciones Unidas para Palestina, Francesca Albanese, ha incluido a Palantir entre las empresas que se benefician del genocidio .

Además de sus guerras en el extranjero, Palantir también es muy activo en el ámbito nacional, como lo demuestra su larga colaboración con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), que se ha intensificado desde la llegada de Trump al poder. Su software se ha utilizado para la vigilancia y el rastreo de personas en tiempo real, facilitando redadas en lugares de trabajo y domicilios, como las cada vez más frecuentes bajo la presidencia de Trump.

En resumen: Palantir es una empresa cuyo negocio es apoyar al estado de seguridad en sus manifestaciones más brutales: en operaciones militares que conducen a pérdidas masivas de vidas, incluidas civiles, y en un brutal control de la inmigración que aterroriza a grandes sectores de la población estadounidense.

Desafortunadamente, Palantir es solo una parte de un complejo militar-informático más amplio, que se está convirtiendo en la columna vertebral del nuevo «Estado Profundo de las Grandes Tecnológicas». 

Varias empresas similares han surgido en los últimos años. Quizás la más distópica sea Anduril Technology, especializada en «sistemas autónomos» o inteligencia artificial aplicada a las armas. Fue fundada por Palmer Luckey, un emprendedor que previamente inventó las gafas de realidad virtual Oculus Rift.

Se autodenomina «sionista radical»; fue uno de los primeros en apoyar MAGA (Make America’s Good Aging) y organizó varias recaudaciones de fondos para Trump en 2016. Anduril (de nuevo con un nombre tolkieniano) se centra en diversos servicios basados en inteligencia artificial para el sector de defensa, como la monitorización automatizada de fronteras e infraestructuras, el dron de municiones Altius y sistemas de realidad aumentada para soldados. Actualmente, su patrimonio neto supera los 30 000 millones de dólares.

Estas empresas representan lo peor del capitalismo y la intervención estatal. Operan en sectores opacos, donde la competencia es prácticamente inexistente, y prosperan gracias a contratos militares, un sector prácticamente carente de transparencia y notoriamente propenso a la corrupción y a una fuerte interferencia política. 

Esta es una paradoja irónica, dado que sus magnates, como Thiel, se definen como libertarios antiestatales. En realidad, están tan entrelazadas con el Estado que es más fácil interpretarlas como derivaciones financiarizadas del aparato de seguridad estatal que como empresas privadas verdaderamente autónomas. 

Contra el imperio tecnológico

Empresas como Palantir y Anduril no sólo se han convertido en nuevas herramientas del estado de seguridad, contribuyendo a la guerra en el exterior y al duro control policial en el país, sino que ahora no lo ocultan e incluso intentan presentar sus operaciones como inspiradas en ideales elevados.

En su reciente libro, Technological Republic, Karp, director ejecutivo de Palantir y filósofo, elogió el regreso de Silicon Valley a sus raíces. Karp, exliberal, obtuvo un doctorado en el Instituto de Investigación Social de la Universidad Goethe de Fráncfort, sede de la Escuela de Fráncfort —institución fundada por el grupo liderado por Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, y más recientemente asociada con figuras destacadas del posmarxismo liberal como Jürgen Habermas—, que incluso fue su mentor académico durante un breve periodo antes de que se le asignara un nuevo supervisor.

Mientras que los fundadores de la Escuela de Frankfurt concibieron las ciencias sociales como un campo de investigación crítica en apoyo de la emancipación humana, Karp utilizó este conocimiento para hacer algo muy diferente: elaborar una justificación ideológica de por qué Silicon Valley debería trabajar con el estado de seguridad.

En su libro, Karp critica a Silicon Valley por centrarse demasiado en la prestación de servicios a los consumidores, descuidando sus obligaciones con el Estado y los objetivos geopolíticos relacionados, especialmente en el contexto de la creciente confrontación con China. 

Aboga por que internet se aleje de la ternura de los emojis y las selfies de Instagram y adopte una ética marcial de sacrificio y patriotismo, en un panorama poblado por sistemas de armas controlados por IA, drones autónomos, robots de combate y otras tecnologías distópicas de ciencia ficción.

Esto se justifica por el «patriotismo», pero de un tipo que, casualmente, encaja a la perfección con los intereses económicos de Karp y sus semejantes. Karp considera que la unión entre el Estado y la industria del software es necesaria para la supervivencia de ambos. 

Se invocan diversos enemigos externos para aumentar la sensación de peligro, como Rusia y China, ambos acusados de amenazar a las democracias occidentales. El terrorismo psicológico contra las autocracias parece ser el único tema liberal que Karp ha conservado de su anterior postura habermasiana.

En el caso de Palantir, esta colaboración «patriótica» con el gobierno es simplemente una farsa deshonesta: un reflejo de la necesidad material de una empresa que depende en gran medida de los contratos gubernamentales. 

Para todos aquellos cuyas vidas no dependen de los contratos de defensa, las fluctuaciones de las acciones de Palantir ni del desarrollo de tecnología militar letal, debería ser hora de comprender que el complejo militar-cibernético representa una grave amenaza para lo que queda de nuestras democracias.

Este tipo de alianza de intereses generalmente representa una grave amenaza para la democracia y la paz, como advirtió el propio Eisenhower hace décadas. Restaurar la democracia en las sociedades occidentales bajo la amenaza del creciente autoritarismo y garantizar la paz en un mundo devastado por la guerra requiere erradicar el poder omnipresente de estos gigantes de la seguridad. Esto significa relegar al olvido el nuevo y omnipresente «Estado profundo» que han creado..

https://observatoriocrisis.com/2025/07/30/el-nuevo-estado-profundo-de-trump-y-las-grandes-tecnologicas/


lunes, 11 de agosto de 2025

Las oenegés al servicio del Imperio .

 

    Las ONG de derechos humanos. HRW y Amnistía muestran lazos acogedores con el gobierno de los Estados Unidos

 

Human Rights Watch y Amnistía Internacional dicen ser independientes, pero tienen una puerta giratoria con el gobierno de Estados Unidos, y sirven a sus intereses de política exterior, con fondos de fundaciones vinculadas a la CIA y oligarcas multimillonarios.

Ben Norton

2022-03-1

La industria de los derechos humanos a menudo se presenta como independiente del gobierno de los Estados Unidos, pero en realidad el complejo industrial sin fines de lucro está estrechamente vinculado a Washington.

Incluso el uso del término "organización no gubernamental" (ONG) es engañoso, porque muchas de las llamadas ONG no sólo colaboran con los gobiernos occidentales, sino que a menudo son financiadas directamente por ellas.

El arquitecto de la guerra de Irak, Colin Powell, se refirió a las ONG de derechos humanos como multiplicadores de fuerza para el ejército de los EE.UU., llamándolos una parte importante de nuestro equipo de combate.

Como secretario de Estado para el George W. La administración Bush, el general Powell reunió a líderes de las principales organizaciones de derechos humanos en el Departamento de Estado en octubre de 2001 y les dijo que su trabajo sería crucial en la próxima Guerra contra el Terror.

Powell dijo que se había puesto en contacto con embajadores de EE.UU. y les instruyó para hacer todo lo posible para trabajar con las ONG. Le dijo a los pesados.es heavy-hitters de la industria de los derechos humanos, es el hecho mismo de ser independiente y no un brazo de gobierno que te hace tan valioso.



https://geopoliticaleconomy.com/2022/03/17/human-rights-ngo-hrw-amnesty-us-government/

sábado, 9 de agosto de 2025

El derecho internacional del más fuerte

 Los orígenes del “doble rasero”

El derecho internacional del más fuerte

 ¿Podemos imaginar relaciones internacionales codificadas e impuestas al resto del mundo por países de América Latina, África, el Cáucaso o Asia? Difícilmente, y por un buen motivo: desde el siglo XVII, el derecho internacional ha reflejado los intereses de las grandes potencias. Sin embargo, sus formas contemporáneas, como las Naciones Unidas, siguen siendo el recurso –por desgracia, a menudo impotente– de los Estados dominados.

por Perry Anderson,

 febrero de 2024

 El derecho internacional, en su acepción contemporánea, evoca indefectiblemente la idea de relaciones entre Estados soberanos. En occidente se considera que estas empezaron a cobrar una forma más o menos codificada con los tratados de Westfalia, firmados en 1648 y con los que se puso fin a la guerra de los Treinta Años. Sin embargo, el nacimiento de un corpus teó­rico sobre el asunto precedió a ese momento fundacional, ya que se ­remonta a la década de 1530 y a los escritos del teólogo español Francisco de Vitoria. Más que a las relaciones entre los Estados de Europa –de los cuales España era por entonces, con mucho, el más poderoso–, Vitoria se interesó por las que los europeos (empezando, claro está, por los españoles) mantenían con las poblaciones de las Américas, recientemente descubiertas.

 Apoyándose en el ius gentium o ‘derecho de gentes’ romano, Vitoria pasó revista a los posibles fundamentos del derecho que asistía a los españoles para conquistar el Nuevo Mundo. ¿Era porque las tierras acaparadas estaban deshabitadas? ¿Porque el papa las había asignado a la Corona española? ¿Porque para los cristianos era un deber convertir a los paganos, si era preciso por la fuerza? Acabó rechazando todos estos motivos para presentar otro: los salvajes que poblaban las Américas habían violado un derecho universal: el “derecho de comunicación” (ius communicandi), que amparaba la libertad de viajar y comerciar donde fuera, unida a la de predicar la verdad cristiana a los indígenas. Habida cuenta de que los indios –como los llamaban los españoles– ponían impedimentos al ejercicio de estas libertades, los españoles estaban en el derecho de responder con las armas, construir fortalezas y confiscar tierras. Y, si los indios se obstinaban en su empeño, merecían el destino reservado a los peores enemigos: el expolio y la servidumbre (1). En otras palabras: la dominación española era perfectamente legítima.

 El primer pilar verdadero de lo que seguiría llamándose “derecho de gentes” durante cerca de doscientos años fue levantado, pues, para justificar el expansionismo español. El segundo –aún más crucial– fue obra del diplomático neerlandés Hugo Grocio, de comienzos del siglo XVII. En nuestros días, Grocio es conocido (y admirado) por su tratado Del derecho de la guerra y de la paz (De iure belli ac pacis), que data de 1625. Pero como comenzó a dejar su sello en el derecho internacional moderno fue con una obra redactada unos veinte años antes. En Del derecho de presa (De iure praedae) fundaba en derecho un episodio de pirateo sin precedentes que había dado que hablar en toda Europa: uno de sus primos, capitán en la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, había atacado un buque portugués y se había hecho con su cargamento de cobre, seda, porcelanas y plata por un valor que ascendía a tres millones de florines, el equivalente a los ingresos anuales de Inglaterra. En el decimoquinto capítulo de su ensayo, publicado más tarde de forma separada con el título De la libertad de los mares (Mare Liberum), Grocio explicaba que la alta mar debía ser una zona de total libertad tanto para los Estados como para las empresas privadas que contaran con un ejército. Por consiguiente, su primo actuó conforme a derecho. Así fue como el imperialismo comercial neerlandés se vio, a su vez, jurídicamente justificado.

Justificar la expansión europea

 Cuando apareció Del derecho de la guerra y de la paz, los Países Bajos habían extendido sus pretensiones a las posesiones terrestres, en concreto arrancando una parte de Brasil de manos de los portugueses. En su célebre tratado, Grocio proclamaba el derecho de los europeos de hacer la guerra a todo pueblo cuyas costumbres juzgaran bárbaras, incluso en ausencia de provocación. Era el ius gladii o ‘derecho de espada’: “Es preciso saber también que los reyes, y quienes tienen un poder igual al de los reyes, tienen derecho a infligir castigos no solo por las injurias cometidas contra ellos y sus súbditos, sino también por las que, sin incumbirles de manera particular, violan en demasía el derecho de la naturaleza o el de gentes en cualquier persona” (2). Dicho de otro modo: daba permiso para atacar, conquistar y matar a quienquiera que se interpusiese en el camino de la expansión europea.

A estos primeros cimientos del derecho internacional moderno (el ius communicandi y el ius gladii) se añadieron dos argumentos más que justificaban las empresas colonizadoras. Thomas Hobbes halló un pretexto en la demografía: mientras que Europa estaba superpoblada, las lejanas tierras de los cazadores recolectores contaban con tan pocos habitantes que los colonos europeos tenían derecho, no a “exterminar a los habitantes que encuentren allí, sino que se les ordenará vivir con ellos y no cubrir una vasta extensión de terreno para apoderarse de lo que encuentren” (3). Una vía abierta a la creación de reservas como las que más adelante alojarían a las poblaciones nativas norteamericanas. (Por supuesto, si las tierras podían simplemente declararse deshabitadas, ni siquiera hacía falta complicarse con el anterior razonamiento). John Locke reforzó esta idea comúnmente aceptada al precisar que era totalmente legal confiscar los territorios codiciados a las poblaciones instaladas en ellos si estas no habían sabido darles el “mejor uso”. Mejorar la productividad de los suelos equivalía, en efecto, a cumplir la voluntad divina (4). Así pues, el colonialismo europeo de finales del siglo XVII estaba perfectamente equipado de una bonita panoplia de justificaciones.

 En el siglo siguiente, fueron las relaciones entre Estados europeos las que se convirtieron en el tema principal de los escritos dedicados al derecho internacional, y hubo varios pensadores de la Ilustración, como Denis Diderot, Adam Smith e Immanuel Kant, que pusieron en duda la moralidad de las usurpaciones coloniales (por más que no apelaran a dar marcha atrás). El más notable de los tratados escritos durante este periodo fue el del filósofo suizo Emer de Vattel, El derecho de gentes (1758). En él, Vattel observaba con frialdad: “La tierra pertenece al género humano para su subsistencia. Si desde el principio se hubiera apropiado cada nación de un vasto país para vivir solo de la caza, de la pesca y de los frutos silvestres, no sería suficiente nuestro globo para la décima parte de los hombres que lo habitan ahora. No nos apartamos por consiguiente de los designios de la naturaleza reduciendo a los salvajes a límites más estrechos” (5). Pese a que en este punto Vattel se inscribía en la estela de sus predecesores, su obra supuso un giro conceptual al proponer una versión más laica del derecho internacional. El expansionismo siguió apelando a la religión, pero esta pasó a un segundo plano.

 De conformidad con las convenciones diplomáticas de su tiempo, Vattel partía del principio de que todos los Estados soberanos eran iguales. El Congreso de Viena, celebrado en 1814 y 1815, rompió con esta visión e instauró una jerarquía oficial en el propio interior de Europa al identificar cinco “grandes potencias” –Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia y Francia– que se beneficiaban de privilegios especiales. Este sistema, al principio destinado a consolidar la ­coalición contrarrevolucionaria que había derrotado a Napoleón y que había restaurado las monarquías por todo el continente, se mantuvo hasta bastante pasado el periodo de la Restauración en sentido estricto. En 1883, el gran jurista escocés James Lorimer bien podía escribir que el principio de la igualdad de los Estados había sido refutado por la historia.

 En un contexto en el que el imperialismo europeo ya no solo tenía en su punto de mira a pueblos inermes, sino a vastos imperios (principalmente asiáticos) y otras naciones desarrolladas más capaces de defenderse, se plantearon nuevas cuestiones: ¿cómo debían clasificarse esos Estados?, ¿disfrutaban de los mismos derechos que las potencias europeas? El Congreso de Viena había respondido implícitamente a ambas preguntas al prohibir al Imperio otomano participar en el concierto europeo que estaba organizando. Aun cuando su proscripción hubiera podido explicarse por consideraciones religiosas, otra fue la doctrina que cobró forma a lo largo de las siguientes décadas, la del “criterio de civilización”: los europeos solo aceptarían tratar como iguales a aquellos Estados que juzgaran “civilizados”.

 El criterio de civilización incluía en su lista negra tres categorías de Estados: los Estados “criminales” (o Estados “canallas”, en la terminología contemporánea), como la Comuna de París o las sociedades musulmanas fanáticas, a los que habría que añadir Rusia si por ventura cedía a los cantos de sirena nihilistas; los Estados semibárbaros, que no se oponían como los precedentes a las normas de la civilización europea, pero que tampoco las encarnaban, como en el caso de China o Japón; y, por último, los Estados “impotentes” o “decadentes” (hoy los llamaríamos Estados “fallidos”), que desde luego no podían ser considerados unos actores responsables. Además de ser excluidos de la comunidad internacional propiamente dicha, las naciones del primer y tercer grupo debían ser aplastadas por la fuerza de las armas. Como explicaba Lorimer, “el comunismo y el nihilismo están condenados y prohibidos por el derecho internacional” (6).

“Las naciones civilizadas”

 En 1884, la Conferencia de Berlín selló el destino de África tal y como el Congreso de Viena selló el de Europa. Los Estados europeos reunidos en la capital alemana se repartieron el pastel colonial, y el pedazo más grande se lo quedó Bélgica –el mismo país en el que el derecho internacional estaba en trance de constituirse como disciplina– bajo la forma de una empresa privada dirigida por el rey. El Instituto de Derecho Internacional, fundado en Bruselas unos diez años antes, celebró estas nuevas ­adquisiciones.

 A la Primera Guerra Mundial le siguió una nueva cumbre internacional: la Conferencia de Paz de París. Organizada por las potencias victoriosas –Inglaterra, Francia, Italia, Japón y Estados Unidos–, dio lugar en 1919 a la firma del Tratado de Versalles, que fijó las sanciones impuestas a Alemania, redibujaba el mapa del este europeo y distribuía los territorios nacidos del desmembramiento del Imperio otomano. Y, sobre todo, dio a luz la Sociedad de Naciones, una instancia internacional encargada de garantizar la “seguridad colectiva” y asegurar el establecimiento de una paz y una justicia duradera entre Estados. Washington tuvo buen cuidado de hacer que en el propio Pacto de la Sociedad de las Naciones –como uno de los instrumentos “que aseguran el mantenimiento de la paz”– figurara la doctrina Monroe, que convertía América Latina en el patio trasero del país. En cuanto al Tribunal Internacional de Justicia creado en La Haya por esta misma conferencia, aún hoy sigue refiriéndose, en su artículo 38, a los “principios generales de derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. Entre los autores de sus estatutos se encontraba el autor de una relación de 600 páginas en la que se defendía la admirable gestión de la Administración belga en el Congo.

 El Senado de Estados Unidos acabó pronunciándose en contra de la adhesión a la Sociedad de Naciones, pero no por ello la nueva institución dejó de reflejar fielmente las exigencias de los países que salieron triunfantes de la guerra. Los otros cuatro vencedores fueron, pues, gratificados con la condición exclusiva de miembros permanentes del Consejo de la Sociedad de Naciones, el precedente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Indignada por este patente desequilibrio, Argentina se negó de inmediato a participar en la institución, siendo imitada en 1926 por Brasil, cuya solicitud de que se concediera un puesto permanente a un país de América Latina había sido rechazada. Veinte años después de la creación de la Sociedad de Naciones, esta fue abandonada por no menos de otros ocho países del subcontinente, tanto pequeños como grandes.

 Al final de la Segunda Guerra Mundial, se volvieron a barajar las cartas. La supremacía de los países europeos –en su mayor parte en ruinas o aplastados por la deuda– pertenecía al pasado. Creada en San Francisco en 1945, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) perpetuó el principio jerárquico heredado de la Sociedad de Naciones. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad tenían incluso más peso que sus predecesores gracias a su derecho de veto. El nuevo sistema, sin embargo, señalaba el final del monopolio occidental, ya que, junto a Estados Unidos y al lado de una Francia y un Reino Unido muy venidos a menos, ahora se sentaban la Unión Soviética y China. A lo largo de las siguientes dos décadas, con la aceleración de los procesos de descolonización, la Asamblea General de la ONU se transformó en un foro en el que se manifestaban requerimientos y se votaban resoluciones cada vez más incómodas para Washington y sus aliados.

 En su impresionante ensayo El nomos de la tierra, publicado en 1950, Carl Schmitt subrayó hasta qué punto el concepto de derecho internacional en el siglo XIX fue específicamente europeocentrista. Así, según él, nociones supuestamente universales, como “civilización”, “humanidad” o “progreso”, que irrigan el pensamiento y la fraseología de la diplomacia, solo eran juzgados válidos cuando se les agregaba el adjetivo “europeo”. Pero Schmitt añadió que, en el momento en el que escribía, ese antiguo orden de cosas estaba en declive (7). Por supuesto, Europa no ha desaparecido, solo ha sido engullida por una de sus propias prolongaciones territoriales: Estados Unidos. Lo que lleva a uno a preguntarse en qué medida, desde 1945, el derecho internacional sigue siendo una criatura ya no europea, ­sino de un Occidente gobernado en la actualidad por la superpotencia norteamericana.

 Pero, de hecho, ¿cómo definir la naturaleza de ese derecho? A este propósito, Thomas Hobbes brinda una respuesta inequívoca: lo que instaura el derecho no es la verdad, sino la autoridad, o, como escribe: “Los convenios, cuando no hay temor a la espada, son solo palabras” (8). A falta de una autoridad identificable e investida del poder de dictar el derecho internacional o de hacerlo respetar, este deja de ser un derecho para reducirse a una simple opinión. A menudo olvidamos que, por llamativo que les resulte a los juristas y abogados internacionales de nuestros días –en su gran mayoría progresistas–, también el mayor filósofo liberal del siglo XIX, John Stuart Mill, llegó a esta misma conclusión. En respuesta a las críticas formuladas a propósito de la efímera II República francesa, que se había puesto de parte de la insurgencia polaca frente a la dominación prusiana, Mill escribió en 1849 que “solo es posible mejorar la moralidad internacional violando las reglas establecidas. […] [Donde] solo hay costumbre, el único modo de alterarla es actuando en oposición a ella” (9).

 Mill se expresaba desde un espíritu de solidaridad revolucionaria en un tiempo en que el derecho internacional, desprovisto de toda dimensión institucional, apenas era sino una fórmula hueca esgrimida por los dirigentes políticos para justificar acciones que servían a sus intereses, y en el que todavía no existían abogados especializados en este ámbito. A principios de la década de 1880, lord Salisbury ­podía afirmar ante el Parlamento británico: “El derecho internacional en el sentido habitual de la palabra ‘derecho’ no existe. Deriva, esencialmente, de los prejuicios de quienes redactan los manuales. Y ningún tribunal puede obligar a que se respete” (10). Un siglo más tarde, la institucionalización estaba en su apogeo. A la Carta de las Naciones Unidas y al Tribunal Internacional de Justicia se añadieron todo un ejército de abogados profesionales y una disciplina universitaria en constante expansión.

 El derecho internacional tal y como se desarrolló a partir de 1918 –y cuya evolución seguimos contemplando hoy en día– se caracterizaba, según Carl Schmitt, por su naturaleza profundamente discriminatoria (11): las guerras libradas por los amos del sistema eran intervenciones desinteresadas con vistas a preservar el derecho internacional; las libradas por cualquier otro eran empresas criminales que violaban ese mismo derecho. Esta característica distintiva no ha dejado de reforzarse desde entonces, y en un doble sentido: por un lado, tenemos un derecho que ni siquiera finge tener una fuerza coercitiva en el mundo real, lo que lo asimila a una aspiración sin sustancia o, dicho de otro modo, a una pura y simple opinión; por otro lado, las potencias dominantes actúan más que nunca a su buen entender, bien sea en nombre o a despecho del derecho internacional. El recurso a la agresión no es, por lo demás, privativo de la potencia hegemónica, ya que hemos visto guerras de invasión emprendidas de manera unilateral, ya distorsionando, ya infringiendo abiertamente las reglas del derecho: Reino Unido y Francia contra Egipto, China contra Vietnam, Rusia contra Ucrania, por no hablar de actores de menor envergadura como Turquía contra Chipre, Irak contra Irán o Israel contra Líbano.

 En el mismo momento en que se constituía la ONU –encarnación última del derecho internacional, cuya Carta consagra la soberanía y la integridad de los países miembros–, Estados Unidos se aplicaba a violar esos principios. A unos cuantos kilómetros de donde se celebraba la conferencia inaugural en San Francisco, un equipo de la inteligencia militar estadounidense estacionado en el Presidio –una antigua fortificación española convertida en base militar– interceptaba la mayor parte de los cables intercambiados entre las delegaciones y sus países de origen. Los comunicados acababan al día siguiente en la mesa del secretario de Estado, Edward R. Stettinius, que los revisaba mientras tomaba el desayuno. Como escribe el historiador Stephen Schlesinger con un tono regocijado al describir esta operación de espionaje sistemático, la ONU fue “desde el principio, un proyecto de Estados Unidos, concebido por el Departamento de Estado, hábilmente guiado por dos presidentes que se implicaron en ello en persona […] e impulsado por la potencia estadounidense” (12).

Tratado de geometría variable

 Sesenta años más tarde, nada había cambiado. Mientras que la Convención sobre las Prerrogativas e Inmunidades de las Naciones Unidas, aprobada en 1946, estipula que todos los bienes y haberes de la organización, “dondequiera que se encuentren y en poder de quienquiera que sea, gozarán de inmunidad contra allanamiento, requisición, confiscación y expropiación y contra toda otra forma de interferencia, ya sea de carácter ejecutivo, administrativo, judicial o legislativo”, en 2010 se descubrió que a Hillary Clinton, por entonces secretaria de Estado, dicha regla le traía sin cuidado. En un cable enviado en julio de 2009, ordenaba a la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), a la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) y a los servicios secretos que consiguieran las contraseñas y claves de cifrado del secretario general y de los embajadores de los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad, así como que recabaran información personal (datos biométricos, direcciones de correo electrónico, números de tarjetas de crédito…) de multitud de funcionarios que ocupaban puestos clave y de responsables sobre el terreno de las operaciones de mantenimiento de la paz o de misiones con contenido político. Ni que decir tiene que ni Hillary Clinton ni el Gobierno de Estados Unidos han asumido responsabilidades por esta descarada violación del derecho internacional –que supuestamente protege la institución donde dicha ley tiene su sede: la propia Organización de las ­Naciones Unidas–, análogamente a como ningún responsable político estadounidense se ha visto importunado por las atrocidades cometidas durante las guerras de Corea y Vietnam.

Creado en 1993 por el Consejo de Seguridad, al Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) se le encomendó la misión de perseguir a los responsables de crímenes de guerra perpetrados durante la disolución del país. La fiscal general –de nacionalidad canadiense–, en estrecha colaboración con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuidó de que las condenas sobre limpiezas étnicas recayeran mayoritariamente sobre los serbios –que eran la bestia negra de estadounidenses y europeos–, eximiendo de ello a los croatas armados y entrenados por Washington para realizar con éxito sus propias operaciones de limpieza étnica. En 1999, la misma fiscal tuvo buen cuidado de excluir del ámbito de sus investigaciones todas las acciones cometidas por la OTAN durante su guerra contra Serbia, entre ellas el bombardeo de la embajada de China en Belgrado. La cosa no dejaba de tener su lógica: como recordó el por entonces portavoz de la OTAN, “el tribunal fue creado por los países de la OTAN, que lo financian y defienden día tras día” (13). Una vez más, Estados Unidos y sus aliados utilizaban un proceso judicial para criminalizar a los adversarios vencidos mientras se aseguraban de permanecer ellos mismos fuera del alcance de la justicia.

 Exactamente lo mismo sucedió con el Tribunal Penal Internacional (TPI), creado a las apremiantes instancias de Washington, que tuvo un papel crucial en su concepción desde 1998. Cuando una primera versión de sus estatutos fue modificada para ampliar la posibilidad de inculpar a ciudadanos de Estados no firmantes –cosa que habría podido poner a soldados, pilotos, torturadores y otros criminales estadounidenses en el punto de mira del Tribunal–, la Administración de Clinton, furiosa, se apresuró a cerrar acuerdos bilaterales con más de un centenar de países que por entonces contaban o habían contado con presencia del Ejército estadounidense con el fin de proteger a los ciudadanos norteamericanos de posibles persecuciones. Por último, horas antes de abandonar la Casa Blanca, Clinton ordenó al delegado de Estados Unidos que firmara los estatutos del futuro Tribunal, a sabiendas de que la decisión no tenía la menor posibilidad de ser ratificada por el Congreso. Creado oficialmente en 2002, nada tuvo de sorprendente que el TPI –cuyo personal se caracteriza por su complacencia– rechazara investigar las operaciones estadounidenses o europeas en Irak y Afganistán, reservando sus venablos para los países de África en virtud de la siguiente máxima sobreentendida: un derecho para los ricos y otro para los pobres.

En cuanto al Consejo de Seguridad, garante (sobre el papel) del derecho internacional, su actuación habla por sí misma. Mientras que la ocupación iraquí de Kuwait en 1990 conllevó sanciones inmediatas contra Bagdad, a las que se añadió una reacción militar que movilizó a más de un millón de efectivos, la ocupación israelí de Cisjordania se prolonga desde hace más de medio siglo sin que el Consejo mueva un dedo para evitarla. En 1998-1999, tras fracasar en su intento de que se votara a favor de una resolución que le habría autorizado a atacar Yugoslavia, Estados Unidos y sus aliados se volcaron en la OTAN en flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe las guerras de agresión. Kofi Annan, el por entonces secretario general de la ONU –designado por Washington–, explicó con toda la calma que, aunque puede que la acción de la OTAN no fuera legal, sí era, cuando menos, legítima. Cuatro años más tarde, después de que Estados Unidos y el Reino Unido atacaran Irak al margen del Consejo de Seguridad –donde Francia amenazó con oponer su veto–, Kofi Annan hizo de modo que la operación fuera respaldada retroactivamente por medio de la adopción unánime de la resolución 1483, que reconocía a ambos países como “potencias ocupantes” y les aseguraba el apoyo de las Naciones Unidas. Se puede prescindir del derecho internacional para emprender una guerra, pero es de lo más oportuno cuando de legitimarla con posterioridad se trata.

 Donde mejor es posible percibir la naturaleza discriminatoria del orden mundial nacido a raíz de la Guerra Fría es en el Tratado sobre la No Proliferación de Armas Nucleares (1968), que solo reserva a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad el derecho a poseer y desplegar bombas de hidrógeno. Israel lleva mucho tiempo pisoteando este acuerdo y dotándose de un enorme arsenal nuclear, pero eso es algo que conviene no sacar a colación. Al mismo tiempo, las grandes potencias castigan a Corea del Norte e Irán por tratar de hacer otro tanto: una elocuente ilustración de las paradojas del derecho internacional.

La utopía como excusa

 ¿Significa eso que este derecho está desprovisto, en la práctica, de toda universalidad? No, ya que es universal en al menos un sentido: todos los Estados del planeta apelan a él para garantizar la inmunidad diplomática a su personal en el extranjero, un principio respetado de manera incondicional, incluso cuando el país anfitrión declara la guerra al país representado. Ni que decir tiene que las embajadas de los grandes Estados (y de la mayoría de los más modestos) están plagadas de agentes exclusivamente empleados en misiones de espionaje, sin el menor fundamento legal. Este género de incoherencias poco hace por embellecer los timbres del derecho internacional.

 Visto desde un punto de vista realista, en suma, este derecho no es ni propiamente internacional ni propiamente un derecho. Eso no significa que no sea una fuerza con la que haya que contar, pero se trata de una fuerza esencialmente ideológica al servicio de la potencia hegemónica y de sus aliados. Hobbes lo llamó “opinión”, y veía en ello un componente esencial para la estabilidad política de un reino: “El poder de los poderosos solo se funda en la opinión y en las creencias del pueblo” (14). Por quimérico que sea, el derecho internacional no es cosa que deba ser tomada a la ligera.

 Según Antonio Gramsci, el ejercicio de la hegemonía implica lograr que un interés particular sea considerado un valor universal, tal y como logra el lenguaje de la “comunidad internacional”. La hegemonía supone siempre, por definición, una mezcla de coacción y aprobación. En la escena internacional, la coacción escapa a menudo a la acción de la ley, mientras que la aprobación –suponiendo que se consiga– es necesariamente más débil y precaria. El derecho internacional sirve para enmascarar este desajuste, pues provee a los Estados de excusas cómodas para justificar toda acción que tengan a bien emprender, o bien la engalana de los atavíos de la moralidad de un modo totalmente desconectado de la realidad. También puede obrar la fusión entre las dos posturas: no la utopía o la excusa, sino la utopía como excusa: la responsabilidad de proteger para legitimar la destrucción de Libia, la búsqueda del apaciguamiento para justificar el estrangulamiento de Irán, y así con todo.

 Sus defensores no dudan en afirmar que más vale un derecho del que los Estados, de facto, abusan, que la ausencia total de derecho, e invocan la célebre máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Pero también podríamos darle la vuelta a la cita y definir la hipocresía como la contrahechura de la virtud por parte del vicio con el fin de disimular sus malignos propósitos. ¿Acaso otra cosa prueban el ejercicio arbitrario del poder sobre los débiles por parte de los fuertes o las guerras despiadadas libradas o provocadas en nombre de la paz?

 

Una versión larga de este texto apareció en la New Left Review, n.° 143, Londres, septiembre-octubre de 2023.

 

(1) Francisco de Vitoria, Relecciones sobre los indios (1538-1539), Espasa-Calpe, Madrid, 1946.

 

(2) Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, tomo 2, capítulo XL, Maxtor, Valladolid, 2020.

 

(3) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, “Del Estado”, capítulo 30, “De la función del representante soberano”.

 

(4) John Locke, Tratado del gobierno civil, capítulo IV, “De la propiedad de las cosas”.

 

(5) Emer de Vattel, El derecho de gentes, libro I, capítulo XVIII, “Del establecimiento de una nación en un país”.

 

(6) James Lorimer, The Institutes of the Law of Nations: A Treatise of the Jural Relations of Separate Political Communities, Edimburgo y Londres, 1883.

 

(7) Carl Schmitt, El nomos de la tierra, Editorial Comares, Granada, 2003.

 

(8) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, capítulo 17, “De las causas, generación y definición de un Estado”.

 

(9) John Stuart Mill, La Révolution de 1848 et ses détracteurs, Librairie Germer Baillière, París, 1875.

 

(10) Lord Salisbury, discurso en la Cámara de los Lores, 25 de julio de 1887.

 

(11) Carl Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff, Berlín, 1988.

 

(12) Stephen Schlesinger, Act of Creation: The Founding of the United Nations, Westview Press, Boulder (Colorado), 2003.

 

(13) James Shea, 17 de mayo de 1999.

 

(14) Thomas Hobbes, Behemoth, diálogo I.

 https://mondiplo.com/el-derecho-internacional-del-mas-fuerte

viernes, 8 de agosto de 2025

Cambio de paradigma en Oriente Medio

 LAS REPRESALIAS DE IRÁN CONTRA ISRAEL ESTÁN CAMBIANDO EL EQUILIBRIO DE PODER EN ORIENTE MEDIO

 Giacomo Gabellini

  8 agosto, 2025

Aunque la censura militar ha impedido hasta ahora cualquier evaluación precisa del daño infligido al Estado judío por la represalia iraní en la Operación León Ascendente desatada en junio pasado, la difusión “clandestina” de las noticias iniciales pinta un panorama general bastante preocupante para Israel. Entre los objetivos atacados se encontraban laboratorios de investigación científica como el Instituto Weizmann en Rehovot y el Centro Soroka en Beersheba, edificios militares como la sede del Mossad y el complejo del Ministerio de Defensa, y sitios económica y logísticamente cruciales como la Bolsa de Diamantes de Tel Aviv, las refinerías de Haifa y Ashdod, el puerto de Haifa y el aeropuerto Ben-Gurion de Tel Aviv. En particular, Irán ha atacado los distintos polos (centros de investigación, plantas de producción, facultades universitarias, etc.) que componen el «complejo militar-industrial» israelí, encabezado por los gigantes Rafael y Elbit Systems. También han sido atacados complejos pertenecientes a empresas extranjeras vinculadas al sector militar de Israel, como la planta de fabricación de chips de Intel en Kiryat Gat, o instalaciones de Intel, Microsoft, Google, Apple y Tesla.

 

Un análisis de los daños causados por misiles y drones iraníes realizado mediante radar satelital por investigadores de la Universidad Estatal de Oregón también revela que al menos seis misiles lanzados por Teherán impactaron en cinco instalaciones militares israelíes, incluida una base aérea, un centro de recopilación de inteligencia y un centro logístico. Se trata de objetivos militares importantes que no aparecen en la lista emitida por los dirigentes de las Fuerzas de Defensa de Israel. Se niegan a hacer comentarios sobre la tasa de interceptaciones de misiles iraníes o los daños a su infraestructura, estimados provisionalmente por el Ministerio de Finanzas y la Agencia de Ingresos de Israel en 3.000 millones de dólares. Una suma enorme, que no incluye los costes necesarios para reponer las existencias de armas y sistemas de defensa aérea. Naser Abdelkarim, profesor de finanzas de la Universidad Americana de Palestina, enfatizó que los ataques tuvieron un impacto directo no sólo en el gasto militar de Israel, sino también en sus actividades productivas. Durante el conflicto, las escuelas y los negocios no esenciales se vieron obligados a cerrar, por lo que el gobierno tuvo que pagar una indemnización por valor de 1.500 millones de dólares. «Éste es el mayor desafío que ha afrontado jamás el país. “Nunca ha habido tal escala de destrucción y daño en la historia de Israel”, dijo Shay Aharonovich, director general de la Agencia de Ingresos de Israel, encargada de pagar la compensación. Eyal Shalev, ingeniero estructural designado para evaluar los daños a la infraestructura civil israelí, declaró al Wall Street Journal: «La destrucción causada por grandes misiles balísticos no tiene precedentes en décadas. Cientos de edificios han sido destruidos o gravemente dañados, y su reconstrucción o reparación costará cientos de millones de dólares». Más de 5.000 personas también han sido evacuadas de sus hogares debido a los daños causados por los misiles iraníes, y muchas de ellas están alojadas en hoteles financiados por el Estado. Según Abdelkarim, el costo total directo e indirecto podría alcanzar los 20.000 millones de dólares, lo que resultaría un aumento adicional del déficit presupuestario que el gobierno de Tel Aviv se vería obligado a cubrir mediante recortes de gasto, aumentos de impuestos o nueva deuda.

 

De esta manera, Irán pudo infligir daños significativos al violar las sofisticadas defensas aéreas de Israel. Ya el 18 de junio el Wall Street Journal informaba de la grave escasez de los preciados misiles Arrow-2 y Arrow-3 que sufría Tel Aviv, situación que Estados Unidos había solucionado parcialmente mediante grandes suministros de Thaad, extraídos directamente de sus propias reservas. Según una investigación realizada por Haaertz, para contrarrestar «sólo» ocho salvas de misiles procedentes de un total de 225 lanzadores iraníes, Israel y Estados Unidos emplearon no menos de 195 interceptores, incluidos 93 Thaad, 80 Arrow-3 y 22 Arrow-2. Según datos facilitados por la Agencia de Defensa de Misiles de Estados Unidos, señala el periódico israelí, en lo que va de año sólo se han fabricado 12 interceptores Thaad, con un coste de 13 millones cada unidad. Se espera que la producción aumente sólo ligeramente en 2026, con 32 interceptores planificados. Como resultado, en sólo 12 días de conflicto, Estados Unidos “quemó” dos años de producción de interceptores THAAD, con un gasto de 1.250 millones de dólares. Según estimaciones de la revista Military Watch, Estados Unidos ha consumido entre el 15 y el 20 por ciento de sus reservas, a pesar de «la intensidad relativamente baja de las hostilidades entre Irán e Israel, con Irán lanzando misiles balísticos a un ritmo modesto, muy por debajo de sus capacidades reales, para mantener una respuesta proporcional a los ataques israelíes, evitar la escalada y preservar la capacidad de responder en caso de que Estados Unidos intervenga directamente». La revista señala que si “Irán hubiera lanzado ataques con misiles más potentes, incluyendo un mayor número de misiles equipados con múltiples ojivas, o hubiera mantenido bombardeos durante un período de tiempo más largo, la efectividad del sistema THAAD en Israel habría disminuido rápidamente”. Según el general de brigada Ali Fazli del CGRI, Irán ha activado sólo el 25 por ciento de sus capacidades operativas en el conflicto con Israel. En abril de 2021, el Pentágono estimó que Irán disponía de unos 3.000 misiles de distintos alcances y es prácticamente un hecho, a la luz del progresivo aumento de las tensiones con Estados Unidos e Israel que se ha producido entretanto, que Teherán ha ampliado considerablemente desde entonces su arsenal.

 

El potencial militar de Irán ha sorprendido visiblemente a Israel y a Estados Unidos, que intervinieron en el marco de una auténtica «operación de rescate» de su aliado en Oriente Medio, pero también ha provocado una profunda reflexión en todo Oriente Medio. En una entrevista con The Cradle, un diplomático árabe anónimo pero «bien informado» declaró que: «esta guerra ha marcado un punto de inflexión en el pensamiento saudí. Riad entiende ahora que Irán es una potencia militar madura, inmune a la coerción. La presión tradicional ya no funciona. La seguridad saudí depende ahora de un acuerdo directo con Irán, no con Israel, y ciertamente no con el paraguas de seguridad estadounidense, que está en decadencia”.

 

En combinación con las evaluaciones claramente negativas de la clase dirigente saudí sobre la actuación de Israel (masacre de palestinos residentes en Gaza, colonización incesante de Cisjordania, bombardeo continuo del Líbano, ataque traicionero contra Irán, ataques dirigidos a desmembrar Siria, rechazo a cualquier propuesta diplomática árabe, etc.), el efecto disruptivo generado por la represalia iraní «está empujando a Arabia Saudí a reconsiderar sus apuestas regionales y a considerar a Irán como un factor de poder regional ineludible». Otro diplomático contactado por The Cradle hizo consideraciones similares: «Riad está abandonando sus ilusiones. El diálogo con los vecinos, no las alianzas con Washington y Tel Aviv, se considera ahora la forma de salvaguardar los intereses saudíes. Estos son hechos, no la adhesión a antiguas lealtades. Irán es ahora un componente fijo de la ecuación de seguridad del Golfo».

 

No se trata de un mero «efecto secundario» de la reapertura de los canales diplomáticos entre Riad y Teherán mediada por China en 2023, sino de una alteración sustancial de la postura estratégica de Arabia Saudita, que se aleja gradualmente de la esfera de influencia estadounidense en favor de una propensión cada vez más acentuada a «buscar soluciones regionales lejos de Washington». Una tendencia que, según The Cradle, también comparten otros países del Golfo Pérsico. Resultado: «el binomio “Golfo versus Irán” se desvanece.

 

La última guerra ha acelerado una tendencia de larga data: el colapso de la Pax Americana y el surgimiento del regionalismo multipolar. El Golfo está trazando un nuevo rumbo, menos sujeto a los dictados de Estados Unidos e Israel. Hoy en día, Arabia Saudita ve a Teherán no como una amenaza a neutralizar, sino como una potencia a la que hay que enfrentarse. Los marcos de seguridad regionales se construyen desde dentro. Mientras tanto, Israel […] está luchando por seguir siendo relevante. Si esta dinámica continúa, estaremos avanzando hacia una transición histórica, que podría finalmente permitir al Golfo Pérsico definir su propia seguridad y soberanía, en sus propios términos. “Éste no es un futuro ideal, sino un paso estratégico adelante después de décadas de sumisión”.

 https://www.elviejotopo.com/topoexpress/cambio-de-paradigma-en-oriente-medio/

El vasallaje energético europeo

 

Europa se arrodilla

El vasallaje energético de 750.000 millones que nadie pidió .

Tito Ura
  

De europeos a europerros: el vasallaje energético de 750.000 millones que nadie pidió

Bruselas firma con Trump un acuerdo que multiplica por diez las importaciones de gas estadounidense, sacrificando soberanía, competitividad y clima.

En un gesto que hubiera avergonzado a los negociadores de los Tratados de Roma, la Unión Europea ha decidido este fin de semana convertirse en colonia energética de Estados Unidos. La foto de la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, estrechando la mano de Donald Trump mientras prometía comprar 750.000 millones de dólares en energía estadounidense durante los próximos tres años, no es solo humillante: es un suicidio económico y ecológico disfrazado de estrategia.

Los números del acuerdo son tan desorbitados como insultantes. Mientras en 2024 Europa importó gas y petróleo estadounidenses por valor de 75.000 millones, Bruselas se compromete ahora a multiplicar por diez esta cifra. Es como si una familia endeudada que gasta 500 euros al mes en supermercado firmará un contrato para gastar 5.000 euros mensuales en productos de una sola cadena estadounidense. El analista Matt Smith, de Kpler, resume la situación con crudeza: «Estas cifras pertenecen a la fantasía, no a la realidad energética».

El chantaje disfrazado de «seguridad»

El argumento oficial -asegurar el suministro tras la invasión rusa de Ucrania- colapsa ante el más mínimo escrutinio. Europa ya ha reducido drásticamente su dependencia del gas ruso del 40% al 8% en dos años. Noruega, Catar y Argelia cubren holgadamente sus necesidades actuales. ¿Para qué entonces este vasallaje voluntario? La respuesta está en la sala de máquinas de la geopolítica: Washington necesita dinero para financiar sus déficits y Europa necesita… ¿perdón, quién dijo que Europa necesitaba algo?

El verdadero chantaje está en las sombras. El acuerdo llega justo cuando Trump amenaza con aranceles del 200% a los coches europeos y exige que la UE aumente su gasto militar. Von der Leyen, en lugar de negociar desde la posición de la mayor economía del mundo, ha optado por el papel de lacayo. El resultado: un tratado energético que convierte a Europa en la versión XXI del Canadá francés, suministrando materias primas a cambio de protección militar.

La estafa de los números

Los 250.000 millones anuales que promete Europa equivalen a construir 500 terminales de GNL en tres años. «Para cumplir estas cifras tendrían que cancelar todos los contratos con Noruega y ver cómo los precios se disparan», advierte Anne-Sophie Corbeau de la Universidad de Columbia. El absurdo alcanza cotas delirantes: si los precios del gas bajan (como predice el propio mercado), Europa terminaría pagando 300-400.000 millones anuales por el mismo volumen. ¿Quién asumirá esta factura? Los consumidores europeos, por supuesto.

La ironía es cruel: el mismo Trump que exigía «petróleo barato» durante su mandato, ahora obliga a Europa a comprar caro. Y sus élites aplauden.

El mercado que no existe

El problema estructural está en que Europa no tiene un «Estado comprador». Repsol, Total y Shell no son empresas públicas que obedezcan órdenes geopolíticas. Son compañías privadas obligadas por ley a buscar la opción más barata. ¿Cómo obligará Bruselas a estas multinacionales a romper contratos rentables con Argelia para firmar acuerdos onerosos con Texas? La respuesta preocupa: mediante subsidios encubiertos que pagaremos entre todos.

El precedente chino debería alarmarnos. En 2020, Trump firmó un acuerdo similar con Pekín por 200.000 millones que nunca se cumplió. «La historia demuestra que estos acuerdos maximalistas no funcionan», advierte Kevin Book de ClearView Energy. Pero esta vez el fracaso tendrá un coste: la quiebra de la industria energética europea.

Del gas ruso al gas yanqui: cambiar de amo

El discurso oficial presenta este acuerdo como «diversificación». Mentira. Estamos sustituyendo una dependencia (Rusia) por otra más peligrosa (EE.UU.). Moscú, al menos, nunca impuso aranceles a nuestros coches ni boicoteó sus aviones. Washington lo hace sistemáticamente.

Mientras, sus verdaderas alternativas -la transición verde y la soberanía energética- quedan enterradas. Europa ha invertido 500.000 millones en renovables durante la última década. Este acuerdo los echa por la borda. «Cada euro invertido en gas estadounidense es un euro que no va a parques eólicos o paneles solares», resume Bill Farren-Price del Instituto de Oxford.

El precio del vasallaje

El coste oculto es demoledor. Para pagar estos 750.000 millones, Europa deberá:

  • Aumentar el IVA energético un 3-4%
  • Cancelar inversiones en hidrógeno verde
  • Aceptar la cláusula de «compra o paga» que incluyen todos los contratos de GNL estadounidenses

El resultado: industria europea menos competitiva, facturas más altas para las familias y un nuevo grillete que nos atará a los caprichos de Washington durante décadas.

¿Dónde está la resistencia?

Lo más indignante es el silencio de sus élites. Los mismos que gritaban contra el «gas ruso del diablo» ahora celebran el «gas de la libertad». Los gobiernos de coalición que prometían «soberanía energética» firman acuerdos que la destruyen. Y los medios, cómplices, repiten el mantra de la «seguridad del suministro» sin mencionar el precio político.

La única resistencia visible viene del sur. España y Portugal, con sus terminales de regasificación ya saturadas, se niegan a construir más infraestructuras para beneficio de Texas. Italia, con sus contratos argelinos a 20 años, muestra escepticismo. Pero estos gestos son gotas en un océano de sumisión.

La liquidación de Europa

Este acuerdo no es sobre energía. Es sobre poder. Trump ha conseguido en una reunión lo que Reagan no logró en ocho años: convertir a Europa en un satélite energético. Mientras tanto, los ciudadanos europeos pagaremos la factura de esta capitulación en forma de facturas más altas, industria menos competitiva y soberanía dilapidada.

La próxima vez que un político europeo hable de «autonomía estratégica», recordemos esta foto: von der Leyen sonriendo mientras firma el acta de defunción de la soberanía energética europea. El vasallaje tiene un precio de 750.000 millones de dólares. Y lo estamos pagando todos nosotros.

Consecuencias a largo plazo

Más allá del desequilibrio económico inmediato, esta relación asimétrica sienta un precedente peligroso. El servilismo energético puede mutar fácilmente en servilismo diplomático, militar y tecnológico. Ya hemos visto cómo Europa ha aceptado enviar armas, asumir sanciones que la perjudican económicamente, y participar en guerras proxy que no le benefician.

La UE se enfrenta a una encrucijada histórica: o sigue siendo el apéndice obediente del imperio estadounidense, o comienza a ejercer una soberanía real, redefiniendo su política exterior e interior de manera autónoma y responsable.

¿Socios o amos?

La alianza euroatlántica nació como un pacto entre iguales. Hoy, esa igualdad ha desaparecido. Europa, en su afán de alinearse con Washington, ha olvidado su papel como bloque geopolítico con intereses propios. El acuerdo energético con Trump no es solo un mal negocio económico, es un símbolo de la decadencia política de una Europa que se resiste a levantar la cabeza.

Si el viejo continente quiere tener un futuro digno, debe romper con esta lógica de subordinación. Porque quien depende de otro para calentarse en invierno, también dependerá de él para decidir cuándo ir a la guerra o cómo vivir en paz.

https://rebelion.org/el-vasallaje-energetico-de-750-000-millones-que-nadie-pidio/


miércoles, 6 de agosto de 2025

El trampantojo norteamericano .

 Aranceles ficticios: descifrando lo nunca acordado

 Por Alejandro Marcó del Pont |

  05/08/2025  

 El 22 de abril de este año, Donald Trump concedió una entrevista a TIME en la Casa Blanca con un titular revelador: «100 días de Trump«. Entre referencias a China y a Nvidia —dos retrocesos escandalosos en sus negociaciones—, hubo una afirmación que pasó desapercibida para muchos pero que encapsula la esencia de su estrategia comercial:

 TIME: «Todavía no se ha anunciado ningún acuerdo. ¿Cuándo lo harán?»

 Trump: «He cerrado 200 tratos de aranceles.»

 TIME: «¿Doscientos?»

 Trump: «100%»

 La declaración, tan grandilocuente como vaga, no era casual. Tras meses de teatralidad, el equipo de Trump ha acelerado la firma de supuestos acuerdos con la urgencia de quien sabe que el reloj político corre en su contra. Bajar las tasas de interés, refinanciar la deuda, relanzar la industria nacional o desclasificar los archivos de Jeffrey Epstein son promesas incumplidas que ya no bastan para sostener su narrativa de éxito.

 Los hogares estadounidenses, por su parte, comienzan a entender que los aranceles trumpistas son, en realidad, un impuesto al consumo disfrazado. Peor aún, los tribunales podrían dictaminar pronto que la potestad arancelaria reside en el Congreso, no en el presidente. Trump negocia contra reloj y sus anuncios —a menudo simples relatos sin sustento legal— buscan más titulares que soluciones.

 De los seis pactos que Trump asegura haber cerrado con socios comerciales antes del 1 de agosto —fecha límite autoimpuesta— solo uno está firmado: el del Reino Unido en mayo. Pero incluso ese acuerdo fue un esbozo de generalidades, donde ambos gobiernos prometieron «seguir negociando» los detalles. Los demás, con la UE y países asiáticos, son meras declaraciones de intenciones, cuyos términos varían según quién los relate.

 El caso europeo es paradigmático. El supuesto compromiso de comprar 750.000 millones de dólares en energía estadounidense —gas natural, crudo y reactores nucleares— choca con la realidad: en 2024, las exportaciones energéticas de EE.UU. a la UE sumaron 74.300 millones. Cuadruplicar esa cifra anual (250.000 millones) es, en palabras de economistas, «inalcanzable». La retórica trumpista ignora un hecho elemental: Bruselas no puede obligar a sus miembros a comprar energía ni armas sin el aval del Consejo Europeo.

 Y aquí reside el verdadero quid. Trump vinculó los aranceles a la compra de «vastas cantidades» de armamento estadounidense, aprovechando la narrativa europea ante Rusia. Pero la Comisión Europea no tiene competencias en defensa, y cualquier acuerdo vinculante exigiría un mandato unánime de los 27. Lo mismo ocurre con las promesas de inversión: los 600.000 millones que Bruselas «garantizó» hasta 2028 dependen de empresas privadas sobre las que la UE no tiene autoridad.

 Japón ofrece un guion similar. Trump celebró como «inédita» la promesa nipona de invertir 550.000 millones en EE.UU., pero Tokio aún intenta descifrar qué firmó exactamente. Está luchando por comprender: (a) qué acordó y (b) cómo evadir la interpretación que el equipo de Trump hizo del acuerdo. El primer ministro Shigeru Ishiba habló de «préstamos e inversiones privadas», no de fondos públicos. Y cualquier acuerdo escrito deberá pasar por el Parlamento japonés, ahora con una creciente bancada ultranacionalista de «Japón Primero».

 La desesperación de Tokio es comprensible: su Constitución impuesta por Estados Unidos en 1947 después de Hiroshima y Nagasaki, lo obliga a depender del paraguas nuclear estadounidense. Pero el costo es alto. Mientras Detroit protesta por el arancel del 15% a los autos japoneses (frente al 25% que pagan las plantas de General Motors, Ford y Chryslede en México y Canadá), Toyota, Honda y Nissan sonríen.

 En el Sudeste Asiático, el caos es aún mayor. Vietnam no ha confirmado el «acuerdo» que Trump anunció en redes sociales. Filipinas no ha detallado su vaga promesa de «colaboración militar». Indonesia desmintió que levantará su prohibición a exportar níquel en bruto —clave para el acero inoxidable—, aclarando que solo venderá mineral procesado. Y Brasil, pese al arancel del 50% decretado por Trump, logró exenciones para 694 productos, desde aviones hasta jugo de naranja, lo más importantes quedaron fuera. Solo el café y la carne tendrán aranceles del 50%, por el momento.

 Este mosaico de medias verdades no es improvisado. Trump sabe que, en política comercial, la percepción importa más que los hechos. Sus «acuerdos» son herramientas de presión psicológica: obligan a los socios a negociar bajo la amenaza de tweets y titulares. Pero cuando se examinan los papeles, la realidad es otra:

 1. Los números no cuadran. Las cifras billonarias son «aspiracionales», sin mecanismos de cumplimiento.

 2. Las instituciones limitan. Ni la UE ni Japón pueden comprometer fondos públicos sin aprobación parlamentaria.

 3. Los perdedores son locales. Los aranceles encarecen insumos para la industria estadounidense, mientras las automotrices asiáticas ganan ventajas.

 Detrás de la fachada, Trump no ha «revolucionado» el comercio global. Solo lo ha distorsionado con una estrategia de «acuerdos fantasmas»: pactos que existen en sus ruedas de prensa, pero no en los registros oficiales. Mientras, el verdadero legado de su política arancelaria —inflación, desconfianza y fragmentación— lo pagarán los consumidores y las pymes.

 Trump sabe que los aranceles no darán el resultado esperado. Pero en su cálculo, el relato de victoria vale más que la victoria misma.

 Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/08/03/aranceles-ficticios-descifrando-lo-nunca-acordado/