El control privado de las vacunas y la sindemia de Covid-19
La ideología del miedo
Por Daniel Gatti
Fuentes: Brecha/Rebelión
En un mundo aquejado por la búsqueda del beneficio, las
pandemias amenazan con hacerse interminables. La incertidumbre dificulta pensar
en salidas a la crisis global.
La historia la cuenta el diario italiano Il Manifesto en una
muy breve crónica. Transcurre en el municipio de Ascoli Piceno, en la región
italiana de Las Marcas. Allí, a las puertas de una planta del laboratorio
Pfizer, representantes de centros sociales de la zona se plantaron con carteles
reclamando la expropiación por el Estado de las vacunas contra el covid-19.
Protestaban contra la mercantilización de la salud, contra la impunidad con que
se mueven las transnacionales, en general, y las del sector farmacéutico, en
particular, especialmente durante las crisis sanitarias, muy especialmente en
esta crisis sanitaria. Un sindicato los apoyaba. No todos, sólo el de la
sección de la Confederación General Italiana del Trabajo, la confederación
obrera mayoritaria, que muchos años atrás era considerada la central «del
Partido Comunista». El sindicato reclamaba, además, contra los despidos
directos e indirectos en esa fábrica a pesar de que las ganancias globales de
la Pfizer en estos meses han crecido a mayor ritmo que la propia pandemia, que Ascoli
era considerado tradicionalmente por la propia megaempresa como uno de sus
«polos más productivos» en Europa y que la producción en la usina de Las Marcas
no había caído.
En Ascoli no se fabrican vacunas, pero sí antivirales que se
utilizan en el tratamiento del covid-19. La planta italiana tuvo su mayor
gloria cuando abastecía a casi toda Europa de Viagra y del antidepresivo Xanax.
Una metáfora perfecta de Las Marcas, una provincia bipolar que se mueve
alternativamente entre la euforia y la depre, apunta Il Manifesto. Hoy tira
francamente a la depre, y también a la resignación, que domina hasta a los
propios trabajadores de la fábrica de Pfizer. Perdieron 500 compañeros en poco
tiempo, ellos deberán trabajar más para suplirlos y, mientras, los ingresos de
sus patrones globales aumentaron. Pero las protestas vienen sobre todo de
fuera, de unos grupos de jóvenes que plantean cosas medio locas, como que la
salud no puede ser un territorio de lucro como cualquier otro. A Pfizer le
resulta hoy mucho más rentable deslocalizar: le sobra gente. Algunos de los
sindicatos lo entienden. «Son las reglas del mercado», dijeron los directivos
de la empresa cuando algunos periodistas les preguntaron por qué despedían en
Ascoli. Y lo mismo dijeron cuando les preguntaron por qué consideraban tan
disparatado que esa gente de los centros sociales que manifestaba en las
afueras de su fábrica planteara que en tiempos de pandemia una vacuna que
podría curar debería ser considerada un bien social y que las patentes de
Pfizer, de Astrazeneca, de Moderna, de las empresas todas, sobre esos
productos, deberían ser suspendidas, expropiadas por los Estados. Que si es
cuestión de leyes, las leyes se cambian.
Pero ¿en qué mundo vivimos? ¿Cómo se puede pensar así?,
razonaron los ejecutivos. ¿Qué empresa invertiría en innovación y en tecnología
si no pudiera tener una buena y justa ganancia? Si ese es el motor que mueve el
mundo. Los de los centros sociales planteaban, en cambio, que cómo era posible
que se naturalizara a tal punto el descaro, decían que no se podía desligar los
despidos en Ascoli de las ganancias exorbitantes de la Pfizer, que la lógica en
un caso y en otro era la misma aunque a primera vista no lo pareciera: «Que las
vacunas deben pagarse y que los trabajadores, si son inútiles, deben quedar por
el camino», resumió Il Manifesto. Decían que se trata de cambiar esa lógica. Y
escribían en un volante que las vacunas son hoy «un campo de batalla político»,
y que quienes las poseen «tienen una influencia directa sobre el conjunto de la
producción económica y la reproducción social» y fijan reglas ante las cuales
los Estados son impotentes, entre otras cosas, porque quienes los manejan, en
casi todo el mundo, son quienes han creado las actuales reglas del juego y
están muy lejos de querer modificarlas. Que es muy común que las mismas
personas –o sus amigos, o sus parientes, o sus colegas, o sus socios en el país
y en el exterior– estén de ambos lados del mostrador. El viejo sistema de las
puertas giratorias.
Y decían también los de los centros sociales que cómo no va
a influir la ideología en el manejo de las vacunas, y de la pandemia, y de las
salidas a la pandemia, y de la entrada al nuevo mundo pospandémico. Que la
naturalización de unas reglas del juego nada tiene de natural, y todo de
construcción cultural, de construcción política. En fin, de ideología.
* * *
«Por ahora la vacuna no ha hecho mucho más que desnudarnos»,
escribe en su blog Cháchara el escritor y periodista argentino Martín Caparrós.
«Hacía mucho que nada mostraba con tanta claridad cómo está organizado
–dividido– el mundo en que vivimos. Las cifras son brutales: al 7 de febrero se
habían aplicado 131 millones de dosis: 113 millones en Estados Unidos, China,
Europa, Inglaterra, Israel y los Emiratos Árabes; 18 millones en todos los
demás. Unos paísesque reúnen 2.200 millones de habitantes, el 28 por ciento de
la población del mundo, se habían dado el 86 por ciento de las vacunas. O, si
descontamos a China y concentramos: el 10 por ciento de la población del mundo
se aplicó el 60 por ciento de las vacunas.» Y, si hablamos de muertos por la
pandemia, es América Latina la que los pone proporcionalmente mucho más que el
resto: una cuarta parte del total de fallecidos, con 8 por ciento de la
población del planeta.
El miércoles 24, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y
Unicef informaban que Ghana estaba recibiendo las primeras dosis de vacunas
gratuitas entregadas en el marco del programa multilateral Covax, previsto para
los países de ingresos bajos y medios. Seguirán otros países africanos y
latinoamericanos, incluido Uruguay. Pero en total este año Covax no podrá ir
más allá de las 2.000 millones de dosis, que darán para unos 1.000 millones de
personas. Una enormidad quedará sin vacunar. Hay países, sobre todo africanos,
muchos asiáticos, algunos latinoamericanos, que no podrán pagar ni un centavo
por hacerse de los frasquitos presentados como milagrosos. Si nada cambia,
deberán esperar hasta 2022, tal vez hasta 2023 para que les lleguen las dosis
vía Covax. Canadá, mientras tanto, reservó una canasta de vacunas que da para
inocular a entre cinco y nueve veces a toda su población, según la fuente que
se tome: la agencia Bloomberg habla de cinco, el inmunólogo irlandés Luke
O’Neill, de nueve. Por los mismos andariveles juegan Estados Unidos, Reino
Unido y la mayoría de los países de la Unión Europea.
En África no se sabe ni de cerca cuántos enfermos de
covid-19 hay, como no se saben tantas otras cosas. Las cifras oficiales están
absolutamente por debajo de la realidad, porque los test que se realizan son
muy pocos. Pero sí se sabía que hasta mediados de enero sólo se había vacunado
a 7.000 de sus más de 1.200 millones de habitantes. Organismos internacionales
calcularon en 2017 que una cuarta parte de los enfermos por diversas dolencias
en el planeta se concentran en ese continente, recordaron las periodistas
Séverine Charon y Laurence Soustras en la edición de diciembre del mensuario
francés Le Monde Diplomatique. Son pacientes de enfermedades que en otros lares
se curan más o menos fácilmente y de las que los ricos no mueren, tampoco en la
propia África. De esas enfermedades seguirán muriendo probablemente los
africanos pobres, es decir, buena parte de la población del continente, cuando
el covid-19 pase, porque importa poco a los laboratorios destinar dinero a
intentar curarlas. África representa apenas el 2 por ciento del gasto sanitario
mundial, que en 2015 se estimaba en cerca de 10 billones de dólares anuales (El
País de Madrid, 4-VI-19). En muchos de los países de lo que alguna vez se llamó
tercer mundo, «las vacunas se devoran los presupuestos de salud para que, una
vez que pase la tormenta, hospitales y quirófanos queden igual de maltrechos
[que] como estaban antes», apunta en la revista argentina Mu la psicóloga y
feminista boliviana María Galindo.
* * *
India, Sudáfrica, Pakistán, Mozambique y la ex-Suazilandia
plantearon a fines del año pasado en la Organización Mundial del Comercio que
los fabricantes de las vacunas renunciaran por un tiempo a sus patentes de
propiedad intelectual. Por un tiempo –insistieron, remarcaron–, hasta que lo
más grave de la pandemia pase. Después, podrán seguir haciendo sus negocios as
usual. Pero no hubo caso (véase «Militar la patente», Brecha, 15-I-21). Se
opusieron fundamentalmente los países centrales, que salieron en defensa de
«sus» empresas a pesar de ser ellos mismos rehenes de esas transnacionales (ahí
están los retrasos, las promesas incumplidas, los precios al alza), a las que
además financiaron chichamente para que pudieran producir sus fármacos.
Un informe de BBC Mundo, difundido el 15 de diciembre, a
partir de un trabajo de la empresa de análisis de datos científicos Airfinity,
señala que hasta esa fecha los gobiernos llevaban invertidos 8.600 millones de
dólares en la búsqueda y el desarrollo de vacunas y que otros 1.900 millones
habían provenido de organizaciones sin fines de lucro. La inversión propia de
las empresas se había limitado a 3.400 millones, pero la plata de los Estados,
en vez de ir prioritariamente hacia los laboratorios públicos, fue para los privados.
«Sólo cuando los gobiernos y las agencias intervinieron con promesas de
financiación [las grandes farmacéuticas] se pusieron a trabajar», señaló el
medio británico. Hasta entonces no veían el negocio. Ahora sí lo ven, sobre
todo a futuro: pocas inversiones propias y, cuando el covid-19 se cronifique y
puedan volver al mercado normalmente, venderán sólo al que pague lo que ellas
exijan.
Mientras tanto, alguna que otra condicioncita impusieron a
sus compradores. Más aún a los que menos pueden pagar pero tienen menor
capacidad de negociación y presión. Pfizer ha destacado por su voracidad.
Brecha reveló el mes pasado que la transnacional estadounidense les reclamó a
los países latinoamericanos con los que negoció que pusieran activos soberanos
–sedes diplomáticas, bases militares y reservas en el exterior, entre otros–
como garantía ante eventuales causas legales (véase «Leoninas», Brecha,
29-I-21). A Perú le pidió renunciar a su inmunidad soberana en materia jurídica
y eximir a la empresa de responsabilidad ante posibles efectos adversos y
retrasos en las entregas. Argentina no aceptó las vacunas en esas condiciones.
Tampoco Brasil (demasiado es demasiado hasta para Jair Bolsonaro). De acuerdo
con un artículo publicado esta semana por el Bureau of Investigative Journalism
y la asociación peruana Ojo Público, un cuarto país de la región, no mencionado
«porque sigue negociando», manifestó, al parecer, reticencias a algunas
cláusulas. Pfizer ya tiene acuerdos de suministro con nueve países de esta
región: Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, México,
Panamá, Perú. Y Uruguay. Los términos de esos acuerdos son confidenciales. Así
es con los acuerdos con las transnacionales. Llámense Pfizer o UPM. Y así es
con muchos gobiernos.
* * *
El inmunólogo irlandés O’Neill les dijo a los países ricos
que era de su propio interés donar sus sobrantes de vacunas a los más pobres.
No acepten suspender ninguna patente. No. Hagan como Bill Gates, como Elon
Musk: sean filántropos, donen algo de lo mucho que les sobre. Esa es la
condición, afirmó, para que ustedes mismos, señores ricos de los países ricos,
puedan en relativamente poco tiempo recuperar su libertad de viajar para hacer
negocios o turistear, de volver a salir, de volver a vivir la vida, porque los
pobres del mundo seguirán migrando aunque les pongan mil vallas, les levanten
mil muros o los traten de aventar con cañoneras en el Mediterráneo o en otras
aguas. Y si no se vacunan, los contaminarán. Y ustedes volverán a necesitar que
los ciudadanos de los países «de afuera» de su cortina de dinero los visiten,
que vayan a trabajar a sus países, que hagan hijos en sus países para que la
población crezca. Cual José Mujica a los empresarios yoruguas (no sean nabos,
mijos, denles algunas migajas a sus trabajadores, así pueden seguir ganando sin
que los molesten), O’Neill les dijo a los países ricos: piensen en ustedes y
verán que es buen negocio la filantropía.
Pero parece que ni con eso la gula vacunística encontrará un
coto, porque no se avizora por el momento reacción alguna en esa dirección. En
enero, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, fue bastante
más duro que su colega europeo (ambos son inmunólogos) al denunciar la
voracidad de los países ricos. Habló de «nacionalismo de las vacunas» y lo
calificó como «moralmente indefendible, epidemiológicamente negativo y
clínicamente contraproducente». Y se metió un poquito más con el sistema que
genera ese tipo peculiar de «nacionalismo». Se refirió, por ejemplo,
explícitamente a los «mecanismos de mercado». Dijo que son «insuficientes para
conseguir la meta de detener la pandemia logrando inmunidad de rebaño con
vacunas» y defendió el papel de la sanidad pública, la necesidad de reforzarla,
y se refirió a la decadencia en que se encontraba incluso en el primer mundo
como consecuencia de recortes y ni que hablar en el resto del planeta. «Tengo
que ser franco: el mundo está al borde de un catastrófico fracaso moral, y el
precio de este fracaso se pagará con vidas y medios de subsistencia en los
países más pobres», clamó igualmente el jefe de la OMS.
* * *
Pero es de apostar que no habrá colas para seguir de manera
estable los consejos del bueno de Tedros. Es cierto que en los primeros meses
de la pandemia hubo amagos de que el Estado retornaba –buenamente– por sus
fueros tras décadas de neoliberalismo. Se habló de neokeynesianismo y asomó
alguna lucecita de que se pudiera estar pergeñando alguna salida que no nos
retrotrajera a lo de antes. Y es cierto que muchos países –no Uruguay, precisamente–
invirtieron lo que nunca en ayudas sociales. Estados Unidos se salió de las
cuadraturas del credo y el muy liberal de Donald Trump hasta forzó a la General
Motors a fabricar respiradores para los pacientes con covid-19 que comenzaban a
morir por trojas en los CTI mientras la megaempresa retaceaba los aparatos.
Pero sucede así en las crisis: parece que un cambio radical se dibuja casi que
a la vuelta de la esquina, pero luego se vuelve al casillero de partida, porque
«los reflejos de clase, los intereses de quienes detentan el poder en la
mayoría de los países, en las transnacionales, pueden mucho más que los
efímeros respingos de los momentos más duros», se dijo en Ascoli. Y aunque las
«condiciones objetivas sobran» para un cambio radical, las subjetivas sufren
una anemia profunda y porfiada.
* * *
Por el medio, además, pasó el miedo. Pasa el miedo. La
contracara del retorno por sus fueros de la defensa de lo público es el
reforzamiento de los controles, de los mecanismos de represión: que la urgencia
securitaria se haya incluso adelantado a la urgencia sanitaria. «A primera
vista hay como una paradoja: la primera respuesta de los Estados a la crisis
sanitaria es securitaria», escribía allá por los primeros tiempos pandémicos,
en la edición de mayo de Le Monde Diplomatique, el investigador francés Félix
Tréguer. «Incapaces por el momento de oponer un tratamiento al virus, mal
equipados en camas de reanimación, en test de rastreo y en mascarillas de
protección, es a su propia población a la que los gobiernos erigen como una
amenaza. Pero la paradoja es sólo aparente. A través de los siglos, las
epidemias marcan episodios privilegiados en la transformación y la
amplificación del poder del Estado y la generalización de nuevas prácticas
policiales, como el fichaje de las poblaciones.» Y ahí vemos a las grandes
tecnológicas como Google, como Facebook, como Amazon, como Tesla, estableciendo
acuerdos con las farmacéuticas –ambos están entre los sectores más ganadores de
esta crisis– y con los Estados, supuestamente por buenas causas. Da para temer
en estos tiempos de exacerbación del «capitalismo de vigilancia» (véase
«Orwellianas», Brecha, 16-I-21), pero eso también lo naturalizamos y ponemos el
acento en lo bueno de los avances tecnológicos. «Preferimos no ver lo otro»,
escribía Caparrós en su columna. Cuando el terremoto de Haití de 2010, que mató
a un cuarto de millón de personas, vimos con naturalidad desembarcar en la
pobre isla a cientos y cientos de marines. En los informativos en bucle de los
canales de televisión vimos decenas de veces la llegada de los aviones con sus
soldados armados a guerra, sin preguntarnos qué iban a hacer, el porqué de una
respuesta securitaria a una crisis sanitaria, humanitaria, social. Las brigadas
de médicos cubanos pasaron, en cambio, desapercibidas. Cuestión de focos.
Hoy no se trata de decir que no hay que cuidarse. No es eso,
escribe Galindo en Mu. No hacerlo no te hace más libre, sino menos empático.
Pero estamos naturalizando todo un «léxico pandémico» que tiene una carga simbólica
particularmente pesada. Y cita: Cuarentena, confinamiento, distanciamiento
social, aislamiento, toque de queda, bioseguridad. El encierro. Hasta el propio
teletrabajo, que viene para quedarse y supone toda una revolución en las
relaciones laborales. O la noción de actividades esenciales, que coloca a
quienes las ejercen en los primeros planos, pero no les da más derechos (¿han
aumentado sus ingresos las cajeras de los supermercados, los pibes de los
deliveries? Acaso sí los trabajadores de los frigoríficos, porque en muchos
lados tienen sindicatos fuertes, y ahí el acento acaso habría que ponerlo en
eso: porque tienen sindicatos fuertes…).
«La pandemia es un hecho político no porque sea inventada,
inexistente o haya sido producida artificialmente en un laboratorio. La
pandemia es un hecho político porque está modificando todas las relaciones
sociales a escala mundial y es por eso legítimo y urgente pensarla y debatirla
políticamente», piensa la boliviana. Algo así decía también el filósofo español
Santiago Alba Rico en una columna reciente en Rebelión. Partiendo de una idea
de Richard Horton, un científico británico de alto nivel que es jefe de
redacción de la revista The Lancet, hoy ya de moda, Alba Rico decía que el
mundo no está hoy ante una pandemia, sino ante una sindemia, es decir «ante una
pandemia en la que los factores biológicos, económicos y sociales se entreveran
de tal modo que hacen imposible una solución parcial o especializada y menos
mágica y definitiva. El problema no es, pues, el coronavirus. El problema es un
capitalismo sindémico en el que ya no es fácil distinguir entre naturaleza y
cultura ni, por lo tanto, entre muerte natural y muerte artificial».
* * *
Ante la magnitud de estos cambios, de la rapidez pandémica
de estos cambios, estamos hoy inertes, desconcertados, a la intemperie. «Los
sujetos sociales están siendo diluidos por fatiga, por falta de ideas, por
luto, por incapacidad o imposibilidad de reacción», apuntaba Galindo. Decía
también que «hay personas despojadas que se están reconstituyendo como sujetos
sociales con capacidad interpeladora. Aquellas personas que se vuelcan sobre
los animales para reintegrarse como animales, o las que producen salud,
alimentos o justicia con sus colectividades son quienes no han sido paralizadas
por el miedo». Cree que de ahí puede venir algo. Tal vez. Pero ella misma
aclara desde el principio de su nota que no escribe «desde Bolivia, sino desde
un territorio que se llama incertidumbre». Y ahí, en la incertidumbre, está
otra de las claves. Cómo hacer para cambiar un mundo que se sabe que va al
abismo cuando nos abruman las dudas. Una certeza, una grande, hay entre quienes
en serio quieren salir de «esto»: «La pandemia es el capitalismo». Es el título
de su nota, es la esencia de la de Alba Rico, acaso el pensamiento de Caparrós
y el de muchos otros que andan por ahí, a menudo aislados, a veces juntos. «La
velocidad de los cambios es la velocidad de una metamorfosis profunda.
Interpretarla a riesgo de equivocarnos es nuestra apuesta», termina Galindo.
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